Authors: Graham Brown
Le dirigió al hombre una mirada asesina:
—¿Qué demonios quieren ustedes?
—Creo que ya sabe lo que queremos. ¿Le importaría hablar de ello conmigo?
Así que ésta era la gente que les había estado acosando, el enemigo oculto que había mandado hombres a atacarla en el puerto.
—No sé quién se cree que es usted, pero le juro que no sabe con quién se la está jugando…
—En realidad —le dijo el hombre con el tono de estar corrigiendo un leve error—, sé perfectamente con quien me la estoy jugando. Y aunque crea usted que van a intentar rescatarlos, nadie lo va hacer… les he dejado sin comunicaciones, y su helicóptero ha sido derribado y cayó ardiendo a la jungla a unos cincuenta kilómetros de aquí.
Miró más allá del hombre y vio el helicóptero negro posado sobre suelo firme, a un centenar de metros de distancia, con los contenedores de los cañones automáticos claramente visibles.
—En cuanto a su protector, allá en Estados Unidos —añadió—. Su protector, el señor Moore… bueno, lamento tener que decirle que tampoco existe ya.
Ella le escupió.
Él se limpió tranquilamente la cara y luego le dio un bofetón. La mejilla le dolió, luego se puso roja y pareció arderle.
—Puedo ser razonable si usted también lo es —le dijo él secamente, mientras se guardaba el pañuelo—. O puedo hacer que su vida sea un infierno. Si quiere salir de aquí con vida, al igual que su gente, cooperará. Si se muestra usted tan testaruda como me han dicho que es… bueno, supongo que entonces morirá.
La cabeza le daba vueltas: Hawker muerto, Moore muerto. ¿Y qué pasaba con Gibbs? ¿Por qué no había mencionado a Gibbs?
Quizá aún hubiera esperanza. Se mordió el labio y permaneció en silencio.
—No me sorprende —dijo, haciéndole una seña a uno de sus hombres—. Dado que no quiere hablar, la dejaré tranquila. Con el tiempo cambiará de idea…
Dos de los hombres de Kaufman la ayudaron, llevándola a través del claro hasta un gran árbol, en el borde de la selva, que estaba quemado en parte por el fuego de los
chollokwan
. Los otros supervivientes estaban allí sentados, con las espaldas contra el árbol y los brazos sujetos detrás.
Una gruesa cadena, asegurada por un candado, rodeaba el árbol. Los hombres la forzaron a sentarse con la espalda contra el tronco, pasaron la unión de unas esposas por la parte interior de la gruesa cadena y luego le esposaron las muñecas. Así, sus esposas y la cadena quedaron unidas como un par de anillos uno dentro del otro: podía moverse libremente a lo largo de la cadena pero, a diferencia de los anillos unidos de los magos, no podía liberarse sin romper una de las dos cadenas: era una prisión simple, pero eficaz.
Contó cabezas: allá estaban Verhoven, McCarter y Susan. Al otro lado del árbol estaban Roemer, Bosch, Brazos y el doctor Singh. Todos los que habían estado dentro del templo, los siete afortunados. No había señales de los otros. Roemer estaba sangrando por una herida vendada y Susan sollozaba en silencio, mientras McCarter trataba de consolarla. Cuando los guardianes se alejaron, McCarter la miró con mala cara, con la expresión de un hombre que sabe que le han engañado.
—¿Quién es esa gente? —preguntó—. ¿De qué va todo esto?
—No lo sé —le contestó ella.
—¿Somos rehenes? —insistió—. ¿Son terroristas?
—Son alemanes orientales —le contestó Verhoven—. Mercenarios. Probablemente ex miembros de un equipo de la Stasi, la policía secreta de la antigua República Democrática. Peores que la KGB.
—¿Y qué es lo que quieren de nosotros? —quiso saber McCarter.
Danielle le miró: sus peores temores se habían hecho realidad y deseó que no le hiciera más preguntas. No les iban a llevar a nada bueno.
—Hemos de mantener la calma —le dijo—. Encontraremos un modo de salir de ésta…
No supo si McCarter la había creído, o simplemente se había dado cuenta de que no era buen momento para seguir con la discusión. El caso es que no dijo nada más.
Miró al grupo:
—¿Hay alguien más de los nuestros?
—Sólo Devers —le contestó Verhoven.
—¿Y dónde está?
—Con ellos.
Danielle miró hacia el claro pero no vio a Devers.
—¿Qué es lo que le están haciendo?
—Pagándole, supongo —dijo Verhoven—. Ese hijo de puta nos vendió. Y si logro ponerle las manos encima, le voy a hacer sangrar por cada moneda que le hayan dado.
Danielle se recostó, pensando en cómo podría darle a Verhoven esa oportunidad y vio que el hombre de antes se acercaba, acompañado por dos de sus sicarios.
—Me llamo Kaufman —le dijo—. Y querría excusarme por lo que ha pasado aquí esta mañana. No debería haber ocurrido así. Pero tienen mi palabra de que, de ahora en adelante, serán tratados bien.
—Sería inteligente por su parte si nos dejase ir —insistió Danielle, con la mejilla aún ardiéndole por el bofetón.
—¿Inteligente? —repitió él—. No, no creo que sea ésa la palabra más adecuada. Pero, sí, eventualmente les dejaré libres y sin sufrir daños… siempre que cooperen, claro. Mientras tanto, necesito libertad para trabajar sin interrupciones… y algo de ayuda de la señorita Briggs.
Cuando los mercenarios de Kaufman fueron a liberar a Susan, McCarter se preocupó.
—¿Qué es lo que quieren de ella?
Los dos hombres le soltaron las esposas y la pusieron en pie.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó ella, en un tímido eco del profesor.
—No tiene nada que temer —insistió Kaufman—. Sólo queremos utilizar sus conocimientos por un rato.
Uno de los mercenarios tomó a Susan por un brazo y los ojos de la chica se llenaron de lágrimas mientras se la llevaban. Miró desesperadamente a McCarter, pero no había nada que éste pudiera hacer.
Kaufman llevó a Susan a una mesa hecha con una caja vuelta al revés. Le ofreció algo de comida, que ella rechazó, y algo de agua. Dudó.
—Es buena —aseguró, tomando él mismo un sorbito—. No es San Pellegrino, pero le aseguro que es potable.
Susan primero la rehusó, pero luego la aceptó. Tenía la garganta reseca. El tono de Kaufman era tranquilizador:
—No he venido a hacerles daño —le dijo—. Los acontecimientos de esta mañana han sido un error, una aberración…
Señaló hacia los mercenarios.
—Esos hombres reaccionaron con demasiado celo y yo no estaba aquí para detenerlos. Pero ahora que estoy aquí, le prometo que no volverá a suceder.
No estaba segura de cómo tomar aquello:
—Han matado a gente…
—Lo sé —le dijo Kaufman—. A eso es a lo que se dedican. Pero, con la situación controlada, ya no tienen que volver a hacerlo.
—¿Por qué está haciendo esto? —quiso saber.
—Me gustaría poder decírselo, pero eso sólo le complicaría las cosas…
Ella le habló honestamente:
—No quiero ayudarle.
—Eso lo puedo entender, pero necesito su ayuda. Si coopera conmigo les daré a sus amigos agua y comida, y una posibilidad de vivir el resto de sus vidas. Si no lo hace, no me quedará más remedio que obligarla: pasarán hambre y sed hasta que cambie de idea.
Bajó la vista a la mesa, como mareada: todo le daba vueltas.
—¿Dispuesta a escucharme?
Alzó la cabeza hacia él, y luego asintió con un gesto.
—Bien —dijo él—. Aquí, en este lugar, hay algunas cosas muy importantes, probablemente estén en el templo. Quiero que nos ayude a localizarlas.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Ha estado dentro del templo?
—No.
—Y sus amigos, ¿han estado dentro?
—El profesor McCarter y Danielle.
Asintió.
—¿Sacaron alguna cosa de dentro? ¿Algo metálico?
—¿Metálico? —se extrañó—. No, nada metálico.
Durante un momento él hizo una pausa, como si desease asegurarse de su respuesta:
—Quiero que entre ahí con nosotros, que nos lo muestre todo.
Ahora, ella tenía un motivo para protestar:
—No lo entiende… no puedo entrar ahí dentro. No puedo respirar allá abajo, a causa de los gases…
—Sí, ya sé —le dijo él—, ya me han contado lo de los gases. Es un hedor terrible, pero creo que tengo un remedio para usted.
Hurgó dentro de una caja que había detrás y sacó una máscara antigás de manufactura militar.
—¿Le ayudará esto?
Susan miró la máscara sin decir nada. ¿Qué podía decir…? Claro que la ayudaría.
Desde su lugar en el árbol—prisión, McCarter trataba desesperadamente de no perder de vista a Susan.
—¿Qué pueden querer de ella?
—Su mente —le contestó Verhoven—. Sabe lo que usted sabe, pero es más débil y frágil. Eso es lo que quieren de ella… Ya les vio registrar nuestras cosas. Buscan algo, y quieren que ella les ayude a encontrarlo.
—Hubiera preferido que se me hubieran llevado a mí —dijo McCarter.
Verhoven estuvo de acuerdo.
—Bueno, si es lo bastante lista y se hace la tonta, quizá vuelvan a por usted. Eso podría sernos de ayuda…
Mientras Verhoven hablaba, Danielle trataba de poner orden en su mente, que giraba enloquecida. Le resultaba difícil llegar a comprender todos los entresijos de lo que había pasado, lo rápida y radicalmente que había cambiado su suerte. Horas antes habían estado a punto de tener éxito, y ahora, en cambio…
Ahora habían sido atacados y hechos prisioneros por algún tipo de grupo paramilitar. Los miembros muertos de su equipo yacían en el claro, cubiertos por lonas. Aquellos mercenarios les vigilaban, armados con fusiles a punto de disparar. Y Moore… su amable rostro se dibujó en su mente: un hombre honesto, un buen hombre. Todo aquello le parecía un mal sueño, una absurda pesadilla de la que no se podía despertar. Apretó los dientes furiosa y en silencio, jurándose hallar un modo de salir de aquella locura, de hacer pagar a aquellos hombres lo que habían hecho… o morir en el intento.
Volvió su atención a los otros. Verhoven y McCarter seguían discutiendo.
—Verhoven tiene razón —dijo, terciando en la discusión—. Tenemos que usar toda ventaja, por pequeña que sea. Si lo sacan de aquí, agarre cualquier cosa que nos pueda servir. Tal vez una de sus herramientas, o algo que podamos usar para romper esta cadena. Eso haría que nuestras posibilidades fueran mejores.
—¿Mejores? —exclamó McCarter—. ¿Cómo de mejores?
—Mejores de lo que son ahora.
McCarter jadeó.
—Esto es demencial —dijo, agitando la cabeza. No parecía estar soportándolo bien. Otro motivo por el que nunca debieron haber traído civiles…
Danielle se volvió hacia Verhoven:
—¿Ha visto cuál es el mercenario que lleva las llaves? —ella no había pensado en mirarlo: estaba aún demasiado atontada cuando la habían esposado.
—Sí —le contestó con tono cómplice el sudafricano—. Me he fijado en él.
—Yo también —intervino Bosch—. Lo he mirado bien mientras le soltaba las esposas a la chica. Tiene una cicatriz encima del ojo izquierdo, como si en alguna ocasión alguien le hubiese abierto la cabeza.
Danielle se volvió de nuevo hacia McCarter:
—Usted es el único al que es probable que utilicen. Si le dan un poco de libertad, ¿se acordará de ese tipo y verá lo que puede hacer?
Verhoven intervino:
—Si tiene oportunidad, hable con Susan, dígale que esté preparada. Y, cuando regresen, míreme a los ojos. Escupiré si es el momento de intentar algo.
Danielle se mostró de acuerdo.
Junto a ella, McCarter se sentía mal. Era una locura: escupir… coger alguna cosa… intentar algo… Se sentía como mareado, desorientado, miró al cielo, tratando con todas sus fuerzas de no vomitar.
Tuvo que probar tres diferentes, pero al fin Susan Briggs halló una máscara que se adaptaba a su cara. Kaufman le presentó a Norman Lang y, junto con dos de los mercenarios, entraron en el templo, respirando trabajosamente a través de los filtros de carbón de las máscaras.
Descendieron con cuidado los escalones, con Lang grabando la exploración con una cámara digital. Las paredes estaban coloreadas en algunas partes: hacía mucho las habían pintado con un tono rojizo, pero estaban desconchadas y manchadas por pegotes de color amarillo. Y donde la piedra estaba desnuda brillaba a la luz, goteando condensación.
Lang usó el zoom para hacer un plano cercano de lo que parecía ser algún tipo de óxido amarillo.
—Azufre —dijo—, se está comiendo la piedra.
Entraron en la primera cámara. Susan contempló los montones de cráneos: la descripción de McCarter no le había hecho justicia a aquella visión…
Lang ordenó que apagasen todas las luces y él encendió una luz negra. La luz ultravioleta iluminó sus ojos y sus dientes, y los cordones de las zapatillas de tenis de Lang; todo ello brillaba con un color blanco purpúreo, como si estuviera iluminado desde dentro. También convirtió los cráneos en una visión fantasmal y mostró un millón de puntitos ocultos dentro de las piedras. Pero, fuera lo que fuese lo que buscaba Lang, no lo halló. Volvió a pasar a luz normal y el grupo continuó, a través de la puerta, hasta la segunda habitación.
Examinaron esta sala como habían hecho con la antesala: luz blanca primero, luego ultravioleta. De nuevo no hallaron nada de interés.
Lang se volvió hacia ella:
—¿Qué hay ahora?
Ella navegaba en base a las explicaciones de McCarter:
—Ahora debería de venir la sala del altar —dijo.
Desde luego, la siguiente sala era la del altar, pero para entrar en ella tenían que pasar a través del haz de luz que caía de lo alto. Lang colocó su mano en el rayo: era ancho pero de menos de un centímetro de grosor. En alguna parte por arriba una raja, larga y estrecha, dejaba entrar la luz. Pareció suspicaz:
—¿Hay alguna trampa por aquí? —preguntó.
—¿Trampa?
—Sí, como lanzas que se disparan cuando pisas la luz…
Ella parpadeó dentro de la máscara.
—Me está tomando el pelo, ¿verdad?
Lang no parecía estar bromeando.
—Danielle y el profesor McCarter ya han entrado ahí —explicó con lógica—, así que no creo que haya ninguna trampa.
Lang se animó a seguir adelante, pero bordeó el haz de luz, entrado en la sala del altar que había al otro lado. Susan contempló cómo Lang vagaba por el interior, tocando esta parte y aquella, mirando a través del visor y grabando todo lo que veía. Varias veces usó la luz negra y ocasionalmente miró el resto de instrumentos que había llevado con él. No parecía muy impresionado por lo que le decían. Finalmente fue hasta la plataforma, en donde de nuevo apagó las luces.