Authors: Graham Brown
Esta vez algo apareció en presencia de los rayos ultravioleta: marcas geométricas ocultas dentro del frontal de piedra del altar.
Susan las miró.
Kaufman se fijó en su mirada:
—¿Reconoce eso?
No lo reconocía.
—No se parecen a los glifos.
Lang apuntó su cámara a la superficie superior del altar y apareció otra serie de marcas: unos surcos alargados, hundidos dentro de la piedra, que iban de la parte delantera a la trasera del altar. Muy espaciados al principio, los surcos se estrechaban en medio, formando líneas paralelas a lo largo de unos centímetros, antes de inclinarse de nuevo hacia fuera. Al acercarse al borde trasero, las dos líneas divergían por completo, hasta que huían una de otra en diferentes direcciones, extendiéndose a lo ancho del diseño en curvas que fluían y ondulaban. En varios puntos del altar había depresiones talladas en la piedra, todas ellas dentro de los límites marcados por las dos líneas.
Susan se puso de puntillas para atisbar, y Kaufman le hizo una seña indicando el altar:
—¿Le resulta familiar?
Ella estudió el conjunto.
—No, tampoco son glifos.
—No —estuvo de acuerdo Kaufman.
Ella inclinó la cabeza:
—Casi parece…
—¿Casi parece qué?
Se volvió hacia Kaufman.
—Casi parece un árbol.
Kaufman examinó de nuevo las líneas. Parecía incapaz de visualizarlo.
Ella trató de ayudarle:
—Aquí están las raíces —dijo, señalando a la parte más cercana de las marcas—. La parte inferior del árbol. Y esto sería el tronco…
Su dedo siguió las líneas hacia atrás.
—Y estas ondulaciones son las ramas y las hojas —se volvió hacia Kaufman—: Un árbol.
Kaufman y Jones miraron el dibujo. Eran líneas delgadas, apenas arañazos. Era difícil ver el conjunto como un árbol.
Susan se dio cuenta de que dudaban.
—Lo que quiero decir es que no se parece a las otras marcas —explicó—. Aquellas son rectas y angulosas, estas son todo curvas.
Kaufman miró de nuevo:
—¿Cómo es que usted ve un árbol que nosotros no vemos? —se volvió para ponerse de cara a ella—. ¿Quizá estaba esperando hallar un árbol?
—No —le contestó ella—. No estaba esperando hallarlo, pero es algo que se ve repetidamente en el arte maya. Se llama el Árbol del Mundo y que une los tres mundos que existen: el mundo inferior, en sus raíces, el mundo medio donde nosotros vivimos en su tronco y el reino de los dioses en lo alto de su copa. Eso es lo que veo aquí… —Y añadió, ahora más segura—: Esto es arte, no escritura.
Kaufman volvió a mirarlo y luego le tocó en el hombro a Jones, que volvió a pasar a luz blanca. A sus ojos les llevó unos segundos acostumbrarse.
—Señorita Briggs, ¿sabe usted lo que es un escaneo electrográfico del suelo?
Ella asintió con la cabeza:
—Comprueba la resistencia del suelo, para determinar la composición mineral de las capas subterráneas. A veces lo usamos antes de excavar.
—También puede ser usado como un ultrasonido —le dijo Kaufman—. Hemos hecho varios esta mañana, junto con una serie de ultrasonidos, y creemos que este lugar está edificado encima de una enorme caverna. ¿Le sorprendería eso?
McCarter y ella habían supuesto que había una caverna, pero no había querido darles esa información.
—Realmente no. Los vapores de azufre han de venir de alguna parte, ya sea de grietas volcánicas o de una caverna sulfurosa. Buscamos un poco, pero no pudimos hallar una entrada.
Kaufman sonrió:
—Eso es porque el templo está construido justo encima. El agua lo prueba. El templo es la entrada a la caverna.
Kaufman señaló el pozo y los tres atisbaron la oscuridad de su abismo circular.
—Es como en un cuento de Poe…
Susan miró pozo abajo.
Kaufman señaló a uno de sus hombres.
—Llévela afuera con los otros y asegúrate de que tienen agua y comida suficientes —miró a Susan—. ¿Ve? Cumplo mis promesas…
—Supongo que se enfadará si hablo de lo que hemos encontrado aquí, ¿no? —preguntó Susan.
—En absoluto —le dijo Kaufman—. Hable libremente de ello… quizá el profesor McCarter tenga alguna idea respecto a lo que usted ha visto. Si es así, me gustaría escucharla.
Susan asintió, confundida y sorprendida, pero mucho más calmada que antes.
Mientras era llevada fuera, Kaufman se volvió hacia Lang.
—Aquí es donde McCrea halló las piedras —dijo—. Y el quinto cristal.
Lang volvió a encender la luz negra y Kaufman examinó las marcas en la piedra, el árbol que Susan había visto. Había cuatro pequeñas depresiones en la parte inferior del diseño, una en la parte central del tronco y cuatro más en la superior.
Kaufman sacó una cajita de un bolsillo interior. Contenía los cubos y el cristal que McCrea había hallado en el cadáver de Pritchard. Los colocó en las depresiones: los cubos en la parte de abajo y el cristal en la de arriba. Los cubos encajaban perfectamente, el cristal no. Lo movió a la depresión del centro, en la que encajó con un suave clic. Del mismo bolsillo Kaufman sacó un estuche de joyero. Alineados dentro como dardos estaban los cristales de Martin, en su poder desde hacía dos meses gracias a las manos ladronas de William Devers.
Colocó los cristales en varios puntos de la parte superior del diseño y, al cabo, los tres se ajustaron a la perfección. No pasó nada.
El mercenario agitó la cabeza:
—No hay magia —dijo, resoplando al acabar.
—No estamos buscando magia —le reconvino Kaufman.
Seguía habiendo un problema.
—Nos falta uno —hizo notar Lang.
—Sí —dijo Kaufman, recordando que el NRI había despedazado uno de los cristales—. Aunque no creo que eso importe…
Miró a Lang:
—Esto no es nada, ¿verdad?
—No veo cómo esto podría generar energía. La chica tiene razón: es sólo arte. Arte antiguo, primitivo.
—Como los cristales vírgenes —dijo Kaufman, recordando cómo había descrito Lang dos de ellos—. Entonces, ¿se trata de unos niños jugando con el sobrante del inventario…?
—Eso tendría sentido. ¿Por qué no traemos aquí el equipo de ultrasonidos y vemos qué podemos encontrar?
Kaufman no respondió, estaba mirando el diseño:
—¿Tú ves aquí un árbol?
Lang estudió las líneas de nuevo.
—Sí, supongo que sí.
—¿Crees que habrá un túnel? —preguntó Kaufman—. El cristal va entre las líneas. Eso a mí me sugiere una estructura hueca: un árbol hueco es un túnel. —Miró por encima del borde al interior del pozo—. O quizá un pozo…
Lang miró a Kaufman, luego al diseño y finalmente al pozo tras el altar.
—Ya veo en qué estás pensando —dijo—, pero déjame que primero haga los ultrasonidos…
Mientras Lang y su ayudante preparaban el equipo de los ultrasonidos, Kaufman ordenó a los mercenarios llevaran dentro del templo iluminación y equipo adicional. Como algunas herramientas eran demasiado grandes para pasar por la abertura, empezaron a mover la losa hacia atrás. Pero no fueron tan cuidadosos como lo habían sido los miembros del NRI, y la piedra se rajó profundamente a lo largo de una grieta preexistente. Un nuevo intento de moverla lanzó escaleras abajo la mitad de su masa, que se deshizo en pedazos.
Kaufman miró el estropicio y agitó la cabeza.
—Límpienlo —dijo con disgusto.
El líder de los mercenarios, el tipo alto y robusto llamado Vogel, ordenó a sus hombres que pusieran manos a la obra. Varios de ellos dejaron en el suelo el equipo que transportaban y empezaron a limpiar la escalera.
A Lang no le gustaban los mercenarios, no le gustaba lo que representaban ni la matanza que habían llevado a cabo. No podía creerse dónde se había metido.
—Ése sí que es un buen trabajito —dijo señalando a los cascotes—. ¿Les pagarás extra por eso?
Kaufman se lo tomó con filosofía:
—No se puede decir que haya sido uno de sus mejores momentos, pero imagino que vamos a necesitar que esa abertura sea más grande…
La máquina estaba ahora en silencio, quieta y apagada. Había llegado atravesando los árboles como un proyectil para ser tragada por la profundidad viva de la selva pluvial. Pero, a pesar de las fanfarronadas del piloto del NOTAR, el Huey no había estallado ni ardido. De hecho, una hora después de estrellarse la mayor parte de su combustible se había derramado por el suelo sin crear peligro ninguno. Tras un momento de inconsciencia, Hawker se había despertado y había conseguido liberarse y sacar también a Polaski de entre los restos. Había llevado el cuerpo inerte de su compañero hasta un árbol caído, a unos veinte metros de distancia, y usando un trapo empapado en agua fría había conseguido despertarle, pero estaba en un estado de delirio.
Con obvio dolor, Polaski murmuraba incoherentemente, con los ojos medio cerrados.
Hawker le cubrió con su chaqueta de vuelo y la manta de Mylar del equipo de supervivencia, pero continuaba teniendo escalofríos, y pronto volvió a caer en la inconsciencia.
Estaba grave: tenía una herida en la cabeza que se había hinchado de un modo desmesurado, parecía tener varias costillas rotas y de su boca brotaban pequeñas burbujitas sanguinolentas, lo que era suficiente para indicarle a Hawker que estaba sangrando por dentro. Tal vez un cirujano en una sala de operaciones esterilizada hubiera podido salvarlo, pero allí había poco que Hawker pudiera hacer, aparte de verlo morir lentamente.
Mirando de nuevo el destrozado helicóptero, Hawker trató de recordar cómo demonios había acabado en esa situación: el mensaje sobre lo de la hija de Polaski, el otro helicóptero, la huída a lo largo del río, y luego… Por mucho que se esforzara, de lo último que se acordaba era de los proyectiles haciendo impacto en el fuselaje.
A lo largo de su vida ya se había estrellado otras dos veces antes. Una en Angola, tras el impacto de una granada cohete RPG, y otra vez cuando había rozado un árbol en un vuelo muy bajo, llevando un cargamento de armas de contrabando. En aquellas ocasiones tampoco se había podido acordar luego del momento mismo en que se había estrellado.
Y, sin embargo, esta vez era diferente: aquellas eran zonas calientes, lugares en donde esperaba recibir fuego enemigo y, en cambio aquí… bueno, al parecer ahora también era una zona caliente.
Miró de nuevo a Polaski y vio que su pecho había dejado de moverse. Las burbujas habían desaparecido. Le busco en vano el pulso…
—Lo siento —susurró—. Joder, lo siento.
Decir aquello parecía algo sin sentido ni valor, pero de todos modos le salieron las palabras.
Notando que se adormilaba, Hawker se frotó la nuca: había estado inconsciente uno o dos minutos. Así que quizá tuviese una contusión. No podía dejarse caer dormido, pues existía la posibilidad de que nunca más se despertara.
Se obligó a permanecer en pie. Notaba las piernas pesadas, abotargadas y blandas, como si estuvieran hechas de mantequilla. Se estremeció, se estiró y flexionó, tratando de infundir algo de energía en sus músculos sin vida.
Sentía cómo cada parte de su cuerpo era azotada por el dolor. Le dolían las costillas y el cuello por el trallazo del impacto y la presión del cinturón de seguridad, sus manos estaban magulladas y arañadas por la caída dentro de la carlinga, y algo de sangre medio coagulada le supuraba de un corte en la mejilla, justo debajo de su ojo derecho.
Pero al menos estaba vivo.
Miró de nuevo a Polaski, recordando que le había aconsejado a Danielle que lo vigilase, porque si tenían un topo, él apostaba porque fuese Polaski: el tipo era tranquilo y educado, y trataba de pasar desapercibido, tal como se suponía que debían de comportarse los topos. Y era un voluntario que trabajaba en el sistema de comunicaciones; o sea, el perfecto candidato. Pero aquella valoración había sido errónea: Polaski sólo era un hombre amable y tranquilo, que se merecía algo mejor que ser abandonado para que se lo comiesen los animales de la jungla. Decidió enterrarlo.
Tomó una pala desmontable del equipo de supervivencia, y la montó. Con un pisotón de su bota la hincó en la tierra y la volteó. En cuanto empezó a cavar aumentó la frecuencia de los latidos de su corazón, y la neblina que había en su mente fue retrocediendo poco a poco. Empezaron a surgirle pensamientos, enredados y confusos al principio, como imágenes que están tratando de hallar su lugar exacto. El ataque y lo sucedido después le parecían más claros, pero eso le hizo preguntarse quién lo habría hecho y por qué.
Tenía que ser la misma gente que les había atacado a Danielle y a él en el puerto, pero ninguno de sus contactos había sido capaz de descubrir nada acerca de ellos. Eso significaba que estaba metida gente importante en todo el asunto, y que se preocupaban por mantener oculta la verdad. Pero, al no tener modo en que determinar quién les había atacado, se centró en el porqué.
Era obvio que lo que querían era aquello tras lo que iban Danielle y el NRI, pero fuera lo que fuese, él aún no sabía lo que era. Debía tener algo que ver con el templo, y su primera idea fue que serían los artefactos que habían estado descubriendo y recuperando. McCarter le había hablado de que el tráfico de artículos arqueológicos era un negocio muy provechoso, en el que había mucho robo, contrabando y negocios sucios en el mercado negro. Pero, ¿cuánto podían valer aquellas cosas? Miles, quizá decenas de miles de dólares… no era bastante para lo que había pasado. Quizá lo fuera para una puñalada por la espalda, o para un par de piernas rotas en un callejón oscuro, pero no para utilizar una plataforma de armas especialmente construida como era el NOTAR negro. Solamente los contenedores de los cañones ya debían de costar un millón de dólares… Hincó de nuevo la pala. En cualquier caso, aquello no tenía sentido: el NRI era una organización estratégica. Y sólo estarían allí en busca de algo importante a un nivel político, o mundial. Y lo único que se le ocurría era que fuese petróleo.
Los países de Oriente Próximo aún estaban en pleno torbellino, y el precio del petróleo únicamente estaba a unas cuantas bombas más de los doscientos dólares el barril. Un gran hallazgo, en un país amistoso y democrático, sería muy bienvenido. Y los vapores de azufre atrapados en el templo parecían indicar que había algo ahí debajo.
Pero, a pesar de que varios datos concordaban con esa hipótesis, había otros que no lo hacían. Para empezar, los brasileños no necesitaban al NRI para que les encontrase petróleo, y estaba claro que el NRI no iba a poder bombearlo en secreto. Y, en todo caso, tampoco iba a poder hacerlo su misterioso adversario. Entonces, ¿de qué iba todo aquello?