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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (52 page)

BOOK: Lluvia negra
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El animal resultaba terrible en su frenesí, y aullaba mientras golpeaba. Pero los
chollokwan
parecían poseídos por la misma intensidad asesina, y a pesar de que morían por todos los lados, atacaron de nuevo.

Putock estaba con ellos, cubierto de sangre de la cabeza a los pies. De algún modo había logrado sobrevivir a las embestidas de fauces y zarpas. Se abalanzó hacia delante justo cuando el animal se daba la vuelta dejando expuesta por un segundo la unión entre el cuello y el cuerpo. Golpeó con su lanza hacia abajo, con toda su fuerza. Brotó un chorro de sangre negra, y la cabeza del
zipacna
cayó hacia atrás al tiempo que emitía un alarido repugnante e inhumano, un sonido que produjo ecos a través de la jungla.

Pero mientras caía, la bestia atacó a Putock. Éste retrocedió, pero un tajo vertical le había sacado el cuerpo del hombro a la cintura. Sin embargo, mientras se desplomaba sobre las losas del templo y su vida se le escapaba, Putock pudo contemplar el daño que él había hecho a su enemigo.

El animal manoseaba frenéticamente la lanza que tenía clavada, haciendo astillas el asta en su intento de librarse de ella. Y luego, cuando se dio cuenta de que no podía imponerse a la oleada de atacantes, el
zipacna
se volvió hacia el orificio de la entrada al templo. Se tambaleó hacia delante, ya nada interesado en la lucha. Pero el grupo principal de los
chollokwan
ya había llegado hasta él, y lo avasallaron, derribándolo con tremendos golpes y con el peso de sus propios cuerpos. La bestia trató de librarse de ellos, encabritándose una última vez y bramando atronadoramente, como si el titánico sonido de su voz fuera, de algún modo, a poder salvarle, pero cuando le clavaron otra lanza, se derrumbó, cayendo bajo su propio peso: su cabeza golpeó contra la piedra con un sonido pesado y apagado.

Los
chollokwan
continuaron hiriéndolo durante unos minutos, pero cuando fue calmándose la furia de sus corazones, se fueron echando atrás uno a uno, apartándose de la repugnante criatura; fueron a atender a sus heridos y a limpiarse ellos mismo bajo el agua de la torrencial lluvia.

Al principio, nadie del grupo del NRI movió ni un músculo. Miraban incrédulos, sin saber qué hacer. Danielle observó el claro: no se podía ver ni a una sola bestia viva. Lo único que se movía eran los guerreros nativos y las cortinas de agua arrastradas por el viento.

Le resultaba difícil de creer, pero finalmente la locura había llegado a su fin. Mientras asimilaba esa idea, les pidió a Devers y McCarter que hablasen con los
chollokwan
, y le dijo al doctor Singh que intentara ayudar con los heridos. Luego empezó a cruzar el techo del templo, buscando a Hawker. Mientras se aproximaba a la escalinata, el piloto apareció.

Subió trabajosamente los escalones, contempló la carnicería y luego les miró a ella y a los otros. Viendo que estaban a salvo, se dio la vuelta y se sentó en el más alto de los escalones, contemplando el claro, anegado por la lluvia.

Danielle se sentó junto a él, justo cuando un trueno retumbaba de nuevo.

—¿Estás bien? —le preguntó, gritando para hacerse oír en medio de la tormenta.

Él la miró y asintió con la cabeza, al parecer demasiado exhausto como para hablar.

Danielle contempló el claro; se produjo el destello de otro relámpago y ella se apartó el cabello mojado de la frente. La lluvia seguía cayendo, pero ahora el viento les daba en la espalda.

—Casi no puedo creer que se haya acabado —dijo ella—. Casi no puedo creerme que sigamos con vida…

Mientras él volvía a asentir, ella alzó la vista, entrecerrando los ojos y mirando a través de la lluvia, y se echó a reír al sentir una repentina alegría.

—Es una bella sensación, la de estar viva.

Él se volvió hacia ella y le sonrió, mientras una expresión de satisfacción se extendía por su rostro.

—En África tienen un dicho —le explicó—: «El agua es vida».

Miró a su alrededor y luego otra vez a los ojos de ella, manteniendo su mirada largo rato.

—El agua es vida —repitió—: «El agua es vida».

Un trueno retumbó por encima de ellos, y él cerró los ojos y se recostó sobre las mojadas losas del templo.

Ella sonrió y tendió la mano para tocarle el rostro. Sin decir nada se recostó junto a él: bajo aquella lluvia que caía a cántaros, ambos podían sentir la alegría de estar vivos.

CAPÍTULO 52

El tiempo había cambiado en todo el Amazonas. El frente de altas presiones y el aire seco que había estado soplando hacia la cuenca del río ya habían desaparecido, reemplazados por un flujo continuado que llegaba desde el norte y que bombeaba masivas cantidades de humedad desde el Caribe hasta el corazón mismo del Amazonas, trayendo nubes y lluvia que se extendían sin interrupciones desde el centro de Brasil hasta la costa. En el lugar llamado
Tok Nihra
iba a llover sin pausa durante nueve días enteros.

Por entre las cortinas de agua que caían, los
chollokwan
iniciaron las sombrías tareas habituales tras una guerra. Mientras recogían los cuerpos de sus muertos, llegaron al de Pik Verhoven y se lo llevaron sin decir palabra. A su debido tiempo colocarían su cadáver junto al de los otros guerreros y, bajo la lluvia torrencial, se iniciaría la ceremonia de su cremación. Alrededor de los grandes fuegos habría pena, pero también cánticos y oraciones, mientras el humo se llevaba sus valerosos espíritus al cielo.

Los supervivientes del NRI no contemplaron la ceremonia, pues se quedaron en el claro con un grupo de guerreros
chollokwan
.

Bajo las tiendas de campaña parcialmente reconstruidas esperaron a que cesasen las lluvias. Durante el segundo día los
chollokwan
les llevaron comida. Sabiendo que la caza era escasa, aquel era un gesto muy valioso.

Mientras acababa con un pequeño trozo de algún tipo de pescado, Hawker se volvió hacia Danielle y McCarter.

—¿Cuánto tiempo creéis que les llevará tallar una nueva losa para colocarla en el agujero del techo del templo?

—Dijeron que lo harían —le contestó McCarter—. Pero yo no he visto en su poblado nada con lo que trabajar la piedra. La verdad es que dudo tengan siquiera los conocimientos para hacerlo.

—Eso mismo pienso yo —comentó Hawker.

Dejó el plato en el suelo, salió de la remendada tienda y caminó hacia el templo bajo la incesante lluvia. Danielle y McCarter le siguieron. Cruzaron el claro, subieron los escalones y bajaron al interior del templo.

Con cautela, Hawker desconectó los explosivos conectados a un cable-trampa y los retiró del hueco tras el altar. Un momento más tarde estaba alzando un martillo pilón y golpeando con él la curvada pared de alrededor del pozo. La piedra se cuarteó y rompió, y saltaron esquirlas en todas direcciones. Otro golpe tiró grandes pedazos por sobre el borde del murete, cayendo con un chapoteo al agua de abajo.

Alertados por sus movimientos y por el ruido, varios de los
chollokwan
entraron en el templo. Al principio parecieron asombrados, hasta que se dieron cuenta de lo que estaban haciendo los forasteros. Formaron grupos para ayudar, dedicando su atención a los grandes pedazos de roca que habían sido parte de la losa que antes sellaba el edificio. Arrastraron y tiraron de los trozos, manejándolos y subiéndolos y luego echándolos al hueco, uno tras otro.

Mientras ellos trabajaban, Hawker continuó golpeando la pared que rodeaba el orificio y, cuando hubo acabado con ella, dedicó su atención al altar. Los nativos gritaron a sus compañeros de las escaleras y pronto se formó una hilera de guerreros que llevaban hasta el interior del templo cestos llenos de piedras y grandes rocas, para echarlas al interior del pozo.

Hawker le pasó el martillo a McCarter, quien luego se lo pasó a Danielle. Hacían turnos para destruir el altar, destrozando dos metros cúbicos y medio de roca para tirar los pedazos al abismo. En unos treinta minutos el trabajo estaba hecho y la masa del altar maya había sido tirada al pozo, formando una enorme pila de piedras que lo bloqueaban. Los
chollokwan
siguieron añadiendo piedras al montón y prometieron continuar hasta que el conducto estuviera lleno hasta el borde. El tapón de cascotes debía de pesar diez toneladas o más e impediría que ningún otro
zipacna
pudiera salir de su mundo subterráneo.

Mientras los
chollokwan
iban a por más piedras, Danielle se apoyó contra la pared, con el martillo pilón pesándole en las manos. Sus ojos recorrieron la sala y luego volvieron al destrozado altar, en donde una luz parpadeante llamó su atención.

—¿Qué es eso? —preguntó, mirando el débil brillo que relucía entre los cascotes.

Mientras Hawker y McCarter la miraban, ella apoyó el martillo contra la pared y fue hacia el objeto. Poniéndose en cuclillas sobre la roca machacada y pulverizada, apartó polvo y trozos pequeños y el brillo aumentó un poco. Tendió con cuidado la mano y sacó una piedra de forma triangular, del tamaño de un misal grande.

La miró, limpiando el polvo y la suciedad de su superficie, pasando las yemas de los dedos por sus redondeados ángulos y sus biselados bordes. Parecía estar hecha de una sustancia clara, el tacto era como de algún tipo de acrílico pesado, pero sabiendo lo que sabía, supuso que era cuarzo.

—Está caliente —dijo, palpando con cuidado el objeto—, casi quema.

—¿Qué es? —le preguntó Hawker.

Ella negó con la cabeza.

—No tengo ni idea. A menos que sea de…

Hawker asintió, y también lo hizo McCarter

—Recuerda la historia de
Tulum Zuyua
—le dijo McCarter—. Acuérdate de la repartición de los dioses, con su esencia conservada en piedras especiales.

Danielle asintió y, mientras miraba la piedra de nuevo, una presencia apareció en la entrada de la sala del altar. Se volvió y vio allí de pie al Viejo, con otro nativo que le ayudaba a caminar. Parecía tan frágil como la otra vez y sus ojos seguían igual de brillantes. Caminó lentamente hacia Danielle, contemplando la piedra mientras avanzaba.

—Garon zakara —dijo.

Sin Devers allí para traducirle, no entendieron lo que les decía.


Garon zakara
—repitió, golpeándose el centro del pecho.

—Creo que dice que es el corazón de los
zakara
—supuso McCarter.

Ella miró la piedra y trató de entregársela, pero el Ualon extendió una mano rehusándola y luego la empujó suavemente hacia ella. Después miró al pozo, cegado por el creciente montón de piedras. Aparentemente complacido, se dio la vuelta y se dirigió hacia McCarter. Abrió la palma de la mano y mostró un pequeño objeto, que el científico miró de cerca. Era una brújula, y parecía tener cien años de antigüedad. Tenía que haber sido la de Blackjack Martin.

La tomó casi reverentemente.

—Para el viaje —dijo el Viejo, con palabras que McCarter recordaba del encuentro en el poblado.

A continuación fue hacia Hawker y le ofreció una punta de flecha de obsidiana como presente. Después tocó las últimas heridas del piloto y le llamó con la palabra que en
chollokwan
significaba «guerrero».

Hakwer le hizo una reverencia de agradecimiento, y el Viejo se volvió hacia Danielle, juntando de nuevo sus manos como un maestro de yoga. Mirándola a los ojos, pronunció la palabra «Ualon», al tiempo que hacía un gesto con la cabeza en su dirección.

McCarter también reconoció ese término:

—Te está llamando la Vieja, sólo que no significa vieja —explicó el científico—, significa «jefa».

Danielle asintió, sorprendida por el cumplido. Imitó las acciones del anciano con las manos y le sonrió. El Viejo le devolvió la sonrisa y luego, con la ayuda de su acompañante, comenzó a alejarse.

Tres días más tarde el grupo del NRI abandonó el claro, en medio de lo que se había convertido en una lluvia de intensidad variable, pero casi constante. Necesitaron pasar semanas chapoteando en el cieno para cubrir lo que había sido una caminata de tres días en tiempo seco. Y justo cuando llegaban a la orilla del Corinda, el cielo se oscureció y volvió a echar de nuevo sus aguas sobre ellos.

Danielle se estremecía por el frío, pero sus ojos captaban cosas en las que antes no se había fijado: gotitas de lluvia colgando de un helecho como perlas de plata líquida, orquídeas de color fucsia entre los árboles y una brillante flor amarilla que se cerró de repente, justo cuando comenzó a caer el aguacero. Había estado en la selva pluvial más de un mes y, sin embargo, hasta entonces no se había fijado en nada de todo aquello. Casi deseó hallar otra hilera de hormigas para que McCarter las señalase y ella pudiera asombrarse.

Llegados a las orillas del Corinda giraron hacia el sur y marcharon hacia el Negro. Cinco días más tarde hicieron señas a un barco que pasaba: una barcaza de motor diésel cargada de caoba y que arrastraba una segunda carga de troncos que flotaban en el río. Mientras subían a bordo, Danielle miró atrás para despedirse de su escolta de
chollokwan
, pero los nativos ya habían desaparecido.

A bordo de la barcaza, los miembros del equipo del NRI agradecieron cálidamente a sus anfitriones que les hubieran recogido. Desviaron educadamente las preguntas acerca de su aspecto, maltrecho y harapiento hasta que éstas cesaron y les dejaron solos para que meditasen sobre sus propias cuestiones sin resolver.

En una charla privada, McCarter les expuso su teoría sobre el templo que habían hallado:

—Durante mucho me pregunté por qué esos visitantes habrían elegido a ese grupo en particular, a esos antecesores de los mayas. Pero ahora ya no creo que los eligiesen, fue el azar; lo que pienso es que ayudaron a los mayas a convertirse en lo que luego fueron. Lo más probable es que esos seres del templo les enseñaron mucho de lo que luego fue la ciencia de los mayas: astronomía, matemáticas, un modo muy exacto de medir el tiempo en los calendarios. Unas ciencias que siguieron siendo usadas, a pesar de que la misma existencia de quienes se las habían enseñado ya se había convertido en un mito. Lo más probable es que encargasen a la gente que vivía allí, o quizá la forzasen, a construir el templo… que les enseñaran a usar cuerdas, poleas y palancas, y dirigieron la construcción de lo que iba a ser para ellos un refugio de nuestro sol y de nuestra lluvia. Durante el proceso, se impusieron como semidioses, quizá incluso sobre las nacientes creencias que aquellas gentes habían comenzado a desarrollar por sí mismas… todo ello habría quedado recogido en el
Popol Vuh
a través del ascenso y autoencumbramiento de Siete Aras,
Vucub-Caquix
. —Se volvió hacia Danielle—: Puede que sea
Tulum Zuyua
—le dijo—. Aunque también puede que sea
Meauan
, la Montaña de Piedra, bajo la cual fue enterrado
Zipacna
. En la historia parece implícito que murió, pero si se repasa la descripción que se hace del suceso no queda tan claro, parece más bien que fue sometido y atrapado o aprisionado. —Hizo una pausa—. Quizá sea ambas cosas y el templo sea la
Meauan
y el complejo o la ciudad sea
Tulum Zuyua
. Las leyendas tienden a entremezclarse.

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