Read Las siete puertas del infierno Online
Authors: David Camus
—Eran demonios. Alguien debía matarlos. Si salimos perdedores en el enfrentamiento, no es culpa mía.
—Erais dos contra millaaares.
—Es lo que estoy diciendo.
—Deberías guardaaar cama, aún estás enfeeermo. Lo veo en tus ojos, aaarden de fieeebre.
—El mal del que sufro no puede ser curado.
—Suuufres de amar y de no seeer amado en correspondeeencia. Es un mal banaaal.
El rostro de Simón enrojeció de ira.
—Casiopeeea no está enamoraaada de ti —prosiguió Rufino—. Y tú te imagiiinas que es el fin del muuundo. ¡Pero no es el caaaso!
—Ya empiezo a estar harto de oírte.
—¡Es porque diiigo la verdaaad! Muéeestrate diiigno de ella, deeeja de lamentaaarte…
Simón se acercó súbitamente a la mesa, sujetó a Rufino por los cabellos y lo llevó hasta su cama, donde le hundió la cara en la almohada. Al principio la cabeza no dejaba de lanzar gemidos. Entonces la apretó con más fuerza y empezó a contar hasta cien. Al llegar a treinta, Rufino gemía mucho menos. Y en el sesenta ya no decía nada.
—¡Cien! —exclamó Simón—. ¡Y por fin silencio!
Se frotó las manos, encantado de haberse deshecho de esa odiosa cabeza parlante, y luego salió al pasillo.
Ese fue el momento que eligió un pájaro para entrar en la habitación. Después de haberse posado en el borde de la ventana, miró a derecha e izquierda, lanzando algunos «chiips» amistosos. Como todo estaba silencioso y tranquilo, voló hasta la mesita, donde picoteó algunos granos de uva antes de distinguir la curiosa cabeza tonsurada que sobresalía de la almohada. Con un breve aleteo, fue a posarse sobre ella. La cabeza no se movió.
—¡Chiiip! —cantó el pájaro.
—¿Fe ha iiido? —preguntó Rufino con voz ahogada.
—¡Chiiip! ¡Chiiip!
—Cocotte, ¿erez túuu?
El pájaro volvió la cabeza en todos los sentidos, y luego, considerando que aquella percha era excesivamente ruidosa para su gusto, volvió a salir al jardín.
—¡Feee a fuscar a Cocotte!
Pero el pájaro ya no estaba allí. Rufino esperó, pues, un breve instante, parpadeando en la oscuridad en que le había sumergido ese loco de Simón, espiando los ruidos, al acecho del menor signo que indicara que su verdugo volvía… Pero había demasiado jaleo, demasiados gritos lanzados por no sabía quién. De modo que se arriesgó a gritar:
—¡Focooorro! ¡Cafiopeeea!
Esta vez se produjo un gran escándalo fuera, y Rufino se dijo que era inútil desgañitarse. «Nadie puede oírme. Esperemos un poco…»
Se armó de paciencia y empezó a canturrear para entretener la espera. Interiormente sonreía. Interiormente, porque si hubiera sonreído de verdad, los pliegues de la almohada se le habrían metido en la boca, y si había algo que Rufino detestaba era que le amordazaran. Sin embargo, si sonreía era porque Simón, en su brutal arrebato de furor, había olvidado un detalle: él no tenía necesidad de respirar. Gritó de nuevo Rufino cuando volvió la calma.
—¡Focooorro! ¡A míii!
La puerta se abrió y alguien entró. Rufino trató en vano de encogerse sobre sí mismo, intentando hacerse lo más insignificante posible para el caso de que fuera Simón.
—Y bien, Rufino —dijo un joven—. ¿Todavía tirado en la cama?
—¡Focooorro!
Una mano lo asió delicadamente por la base del cuello y lo giró de cara a la luz. Era Yahyah, el antiguo esclavo de Masada, que había partido el año anterior con los Diez en busca de un medio de hacer salir de los infiernos a todos los que habían caído en ellos por error.
—¡Oh, Yahyah, qué sorpreeesa más agradaaable! ¿Qué haces aquíii?
Yahyah adoptó un aire compungido. Después de haber recorrido Tierra Santa durante todo un año, seguía sin haber descubierto un acceso a los infiernos. Peor aún, durante ese tiempo los asesinos, los
djinns
, no habían dejado de acosar a los Diez.
—Soy el único que queda, el único superviviente —dijo Yahyah—. Los Diez se han convertido en Uno. Un Uno que se siente terriblemente impotente…
—¡Oh, cómo lo sieeento! Pero quiero creeer que todo eeesto no ha sido en vano.
Yahyah se esforzó en poner al mal tiempo buena cara.
—¿Y tú? ¿Qué hacías con la nariz metida en el cojín? —preguntó.
—¡Es ese loooco! —balbució Rufino—. ¡Ha tratado de mataaarme! ¡Quería ahogaaarme!
—Pero ¿de quién hablas?
—¡De Simóoon! Justo en el momento en que Saladiiino entraba…
—Hay que encontrarle —dijo Yahyah en tono grave—. Simón siempre ha sido un exaltado. Capaz de lo menos bueno y de lo peor.
—¡Ha dicho que quería que reventaaara!
Encajándose a Rufino bajo el brazo, Yahyah corrió hacia la sala de reconocimiento, donde los médicos del
bimaristan
al-Nüri recibían a los enfermos.
En ese momento, solo uno de ellos era objeto de todos sus cuidados: Saladino. El sultán, más afectado en su orgullo que en su físico, echaba pestes contra los médicos que se esforzaban en auscultarle.
—¡No es de mí de quien hay que ocuparse, sino de ellos! —dijo señalando a los numerosos pacientes que desde hacía largas horas esperaban tendidos sobre esteras.
Un rumor de protesta surgió de la multitud; todo el mundo estaba de acuerdo en afirmar que el sultán valía más que cualquier otro. Saladino se levantó y ordenó a los médicos que le dejaran tranquilo.
—¡Traedme a mi sobrina! —gritó—. Por lo demás, me encuentro estupendamente, gracias…
Y abandonó la sala, sin saber muy bien adonde iba, pero seguido por una veintena de hombres armados y otros tantos cortesanos y médicos. «Me encuentro estupendamente», se repetía en su fuero interno. Y sin embargo, temblaba. No olvidaba que su adorado tío, Shirkuh el Voluntarioso, había muerto después de haber apretado entre sus labios un limón envenenado.
—¡Yahyah! ¡Estás de vuelta! —exclamó al ver al joven que llevaba a Rufino en brazos.
Yahyah se arrodilló a los pies del sultán y apretó la mano de Saladino contra su frente.
—No puedo decir cuánto lo lamento, noble sultán. Como un penitente vengo a implorar vuestro perdón. Porque he fracasado.
Cortesanos, médicos, pacientes y soldados rodeaban a Yahyah, esperando la respuesta del sultán.
—Nadie está obligado a lo imposible.
—Me hubiera gustado tanto salvar a vuestro sobrino…
—Alá es el Clemente. Como le dije a Casiopea el año pasado, no creo que Taqi permanezca en el infierno. En cuanto a ese caballero Morgennes, ¿quién soy yo para oponerme a los deseos del Altísimo? De modo que levántate, mi querido Yahyah, valiente entre los valientes, y acompáñame ahora a visitar a mi sobrina. Seguro que se sentirá feliz de volver a verte.
Luego el sultán bajó los ojos hacia la cabeza cortada.
—Y vuestro amigo Simón, ¿dónde está? —le preguntó.
Yahyah se estremeció y balbució unas palabras que Saladino no comprendió.
—Ha desapareciiido —explicó Rufino—. Después de haber tratado de mataaarme. Por otra parte, temo que vaya a…
El sultán era todo oídos.
—Atentar contra vuestra vida —acabó Yahyah en lugar de Rufino.
—Ya veo —dijo Saladino con calma—. Pues bien, tendrá que esperar su turno, porque delante hay otros muchos pretendientes.
—Por desgracia, no sabemos dónde está.
—Encontradle —ordenó Saladino a sus guardias—. Registrad el hospital. Si es preciso, registrad la ciudad. Enviad jinetes al exterior, pero traédmelo. ¡Quiero tenerlo aquí esta noche!
Dos mamelucos inclinaron la cabeza y luego se alejaron gritando órdenes a los guardias alineados a lo largo de los muros y apostados junto a las puertas. El rumor se extendió por todo el
bimaristan
: «¡Un diablo blanco trata de matar a Saladino! ¡Hay que hacer lo imposible por impedírselo y conducirlo ante el sultán atado de pies y manos!».
Saladino sonrió a Rufino y cogió del brazo a Yahyah.
—Y ahora vamos a ver a Casiopea —le dijo.
¿Él protege su honor? ¡Yo el mío! ¿Él busca su gloria? ¡Yo la mía!
¿Él quiere batirse a cualquier precio? ¡Pues bien, yo cien veces más!
Chrétien de Troyes,
El Caballero de la Carreta
«Maldita cabeza cortada», se repitió Simón por milésima vez. Sin ella, sin sus discursos estúpidos, tal vez aún estaría viendo a Saladino entrar en el
bimaristan
y todo habría ido como la seda. Pero ahora debía huir. A esas alturas, probablemente ya habrían descubierto a Rufino, y la noticia de su muerte debía de estar corriendo por la ciudad… No había tiempo que perder.
Pero ¿adonde podía ir? «A donde los francos resisten todavía. A Tiro. ¡A Trípoli!»
Oculto detrás de un pilar, en un pasillo reservado a los cuidadores, Simón acechó la llegada de algún individuo aislado, para dejarle inconsciente o matarle y robarle luego sus ropas. Para distraer la espera se divirtió imaginando lo que le haría a Emmanuel si llegaban a encontrarse cara a cara. «Para empezar, ¿cómo es que no está muerto? Porque si no recuerdo mal, le vi en El Khef cuando yo estaba con los templarios blancos y trabajaba con los asesinos…»
Simón era, en efecto, el misterioso templario blanco al que Emmanuel había perseguido después del ataque al convoy de los hospitalarios. Y de hecho, Simón recordaba ahora perfectamente haber visto caer a Emmanuel a las aguas del al-Assi, donde su caballo y él habían desaparecido entre una floración de espuma. «Ha ido al infierno y ha hecho un pacto con Satán para volver», se dijo Simón.
—En todo caso, si busca pelea, la encontrará —susurró entre dientes.
En ese momento una puerta se abrió.
Un joven con la cabeza envuelta en un turbante avanzó por el pasillo. Solo. «Una presa fácil», pensó Simón, al observar el aspecto enclenque de su víctima. En cuanto llegó a su altura, Simón saltó sobre él y le pasó un brazo en torno al cuello. Por desgracia, el joven se defendió con el vigor de un tigre y, después de haberse liberado del brazo de su agresor, lo catapultó por encima de su hombro, lo aplastó contra el suelo y se dispuso a golpearle entre los ojos.
—¡El diablo blanco! —exclamó el enfermero, al reconocer al hombre tras el que todos corrían.
Por toda respuesta, Simón trató de lanzarle un puntapié, pero el enfermero lo esquivó.
—Detente —le dijo—. ¡Puedo ayudarte! Sin mí, nunca saldrás de aquí. Todas las salidas están vigiladas, y los mamelucos registran a todo el mundo.
—¿Y por qué ibas a hacer eso? —preguntó Simón desconfiando de sus palabras.
—Porque perseguimos el mismo objetivo.
El enfermero contó tres palpitaciones antes de explicarse, para que Simón comprendiera bien lo que iba a anunciarle.
—Soy un asesino.
—¡Y qué! ¡No por eso eres mi aliado!
Del otro lado de la puerta, un ruido les hizo volver la cabeza.
—¿Quieres que lo discutamos aquí? —dijo el enfermero en tono apremiante—. ¿O prefieres hablarlo más tarde, en un lugar seguro?
—Eso último me satisface más —dijo Simón—. Pero no te confíes. Si me has tendido una trampa…
—¿No crees que ya te habría matado?
Simón no hizo ningún comentario y agarró la mano que el enfermero le tendía para ayudarle a levantarse.
—¿Y ahora? —preguntó Simón.
—Sígueme.
Necios, esa es, decididamente, la palabra que yo emplearía para calificar a los franjis.
Usama Ibn Munqidh,
Enseñanzas de la vida
Antes de entrar en la habitación de Casiopea, Saladino despidió a una veintena de guardias y cortesanos y rogó a sus médicos que le esperaran fuera: Conociendo las manías de su sobrina y su rechazo a llevar el velo, explicó que no era conveniente que nadie que no fuera él la viera con la cabeza descubierta, ¡sobre todo en Damasco, su capital!
Los guardias, su corte y los médicos adoptaron un aire ofendido, molestos ante la idea de que Saladino tuviera que soportar que esa joven —¡que era además su sobrina!— se negara a someterse a la santa ley del Corán.
—Escuchad —explicó Saladino—, lo importante no es la forma en que las mujeres viven la religión. Después de todo, solo son mujeres^ no nos corresponde a nosotros juzgarlas. ¡El Altísimo lo hará!
Y levantando un dedo sentencioso, aniquiló cualquier veleidad crítica por parte de sus guardias y sus cortesanos.
Luego fue a saludar a su sobrina.
Casiopea seguía acostada en la estrecha cama que habían puesto a su disposición. Rodeada de cojines, saboreaba lo que para ella era una situación inédita, con excepción de esa extraña noche pasada en el Krak. Hasta el momento presente había conocido sobre todo las sillas de caballo o de camello, la dura piedra de la academia del señor de las milicias, en Constantinopla, o el jergón preparado en un rincón del
scriptorium
de Saint-Pierre de Beauvais. Todavía recordaba el chirrido de las plumas rasgando el pergamino durante el día, y los correteos frenéticos de los ratones durante la noche.
—¿Cómo te encuentras, mi queridísima niña? —le preguntó Saladino al entrar.
—Mejor que bien —respondió Casiopea.
El sultán cerró la puerta tras de sí y descubrió con sorpresa que, por respeto hacia él, Casiopea había tendido la mano hacia un velo y se disponía a cubrirse los cabellos.
—No es necesario —dijo Saladino—. Te doy las gracias por esa atención, pero si realmente quieres hacerme feliz, ¡esfuérzate en curarte!
Casiopea volvió a dejar el velo sobre la mesita junto a su cama, mientras Saladino le pedía permiso para sentarse.
—No me habías dicho que Morgennes era tu padre —dijo agitando el dedo.
—No quería inspiraros pena. Perdonadme por habéroslo ocultado.
—Estás totalmente perdonada. Pues si tu padre era un infiel, era también un caballero como nunca volverán a tener los franjis. No podrías haber tenido mejor padre. ¿Sabes que él mismo fue curado aquí, en este
bimaristan
, por mi propio médico? El excelente doctor Ibn al-Waqqar…
Llamaron a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó Casiopea.
—Deben de ser Rufino y Yahyah —respondió Saladino—. Les había pedido que esperaran un poco antes de entrar.
—Pues bien, ¡que entren ahora! —exclamó Casiopea.
Y así Yahyah hizo su aparición, sosteniendo a Rufino en sus manos.
—¡Yahyah! —exclamó Casiopea—. Estoy contenta de volver a verte. ¿Has tenido éxito en tu búsqueda?
—Por desgracia, no, gentil dama. He fracasado. Removimos cielo y tierra, interrogamos a numerosos sabios y a un número aún mayor de locos, registramos de arriba abajo no sé cuántas montañas y atravesamos más de diez mil ciudades, villas y pueblos, aldehuelas y lugarejos; todo en vano. Puede decirse que el infierno se ha derrumbado sobre Morgennes y Taqi, y también sobre los Diez, me temo.