Las siete puertas del infierno (34 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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—¡Abre a tu rey!

—¿A quién? —preguntó Conrado, simulando que no había oído bien.

—¡A nos, Guido de Lusignan, rey de Jerusalén!

Conrado sonrió.

—¿Un rey? —replicó—. ¿Dónde está?

—¡Conrado! Por última vez te conmino a que nos abras las puertas de Tiro. Si no…

Guido calló.

«Si no, ¿qué?» Era lo que todos se preguntaban, tanto bajo las murallas como en lo alto de las almenas. Conrado desafió a Guido con la mirada, cruzó los brazos y le dirigió una sonrisa cargada de sarcasmo.

—Si no, ¿qué? —soltó—. Hace más de un año que mis valientes y yo resistimos a las tropas de Saladino, ¿y tú pretendes obligarme a abrir? ¿A ti y a tus doce caballeros? ¡Bah! ¡Nunca! Si te autorizo a entrar aquí, no será como un rey, sino como un humilde soldado dispuesto a combatir bajo mis órdenes.

Al pie de las murallas, un murmullo de descontento se elevó en el grupo de caballeros que rodeaban a su majestad.

—Tal vez deberíais dejar que le hablara yo —dijo una forma encapuchada que se encontraba justo al lado del rey.

—No —replicó Guido—. Yo soy el rey. ¡Si alguien debe convencer a ese marquesito de que me abra las puertas de la ciudad, soy yo!

—Como gustéis —replicó Casiopea—. Como decís, vos sois el rey.

E hizo retroceder a su caballo para unirse a sus compañeros de viaje: Emmanuel, Gargano, Kunar Sell y Guillermo de Montferrat.

—Debería dejarme hablar con mi hijo —dijo el viejo marqués a Casiopea—. Conrado me abriría…

—Pero es que Guido, justamente, no quiere que Conrado os abra a vos, sino a él…

—Conrado no cederá jamás —suspiró Guillermo—. Conozco a mi hijo. Cuando está persuadido de que defiende una causa justa, es tan imposible hacerle cambiar de opinión como desviar una flecha de su curso.

—¿Qué causa justa defiende exactamente? —preguntó Emmanuel.

—Mi hijo está convencido de que si Tiro cae en manos de Guido de Lusignan, se producirá un nuevo desastre. Y él ve en Tiro la única posibilidad, para los cristianos, de volver a asentarse en Tierra Santa y liberar de nuevo Jerusalén. Preferiría morir antes que capitular.

Guillermo intercambió una mirada llena de tristeza con Casiopea. Ni uno ni otro habían olvidado cómo, en el momento de negociar la rendición de la ciudad con Conrado de Montferrat, este se había negado a ceder al chantaje del sultán.

—Al final, Saladino no me ha matado —suspiró Guillermo con los puños crispados sobre las riendas.

—Mi tío sabe reconocer el valor. Vuestro hijo también, por otra parte.

Su conversación fue interrumpida de nuevo por Guido, que seguía desgañitándose.

—¡Conrado, ábreme inmediatamente las puertas; si no, iré a Trípoli!

—Ve al infierno si lo deseas, a mí tanto me da.

Guido hizo un gesto para indicar a Conrado que había dejado de escucharle y se volvió hacia Gerardo de Ridefort y los otros caballeros.

—Conrado no es más que un calzonazos que prefiere las comodidades de Tiro al combate contra el enemigo. Por eso nos, Guido de Lusignan, rey de Jerusalén, invitamos a todos aquellos que quieran proseguir el combate a que nos acompañen a Trípoli.

—¿Proseguir el combate? —preguntó Emmanuel, sorprendido—. Pero si habíais prometido atravesar el mar…

—Y he mantenido mi promesa. He navegado un poco antes de volver aquí.

—Eso no es digno de un rey —dijo Emmanuel, indignado.

—¿Acaso vos tenéis intención de rendir las armas?

—Yo nunca juré hacerlo. Saladino no me pidió nada.

—Ya veo —se burló Guido—. Está claro que, como antiguo escudero de Morgennes, sois experto en lo que se refiere a hacer arreglos con vuestra conciencia…

—¡Mi padre no era un traidor! —gritó Casiopea.

—Desde luego que no —replicó Lusignan—. Si se convirtió al islam, fue solo por su gusto por la aventura.

—Fue para continuar sirviendo a su fe.

—Si ese fue el caso, ¿por qué sus hermanos del Hospital lo juzgaron y condenaron?

—Porque él fue a verlos, y no temió enfrentarse a su tribunal.

Gerardo de Ridefort hizo avanzar a su caballo hacia Casiopea.

—Conozco bien el asunto del que habláis, gentil dama, porque yo mismo participé en él —intervino Ridefort—. Y me gustaría saber esto: si vuestro padre es el héroe que decís, ¿dónde está la Vera Cruz?

—En Roma —murmuró Casiopea.

—¿De verdad?

Tomando por testigos a la docena de caballeros que le rodeaban, Ridefort continuó:

—¿Está en Roma, y nosotros no sabemos nada de ella? Desde Urbano III, dos Santísimos Padres se han sucedido en la Santa Sede, ¿y no nos han informado de esta gloriosa noticia? ¡Tonterías! No, yo creo que si Morgennes renegó de su fe, fue simplemente porque era un cobarde.

—Retirad vuestras palabras u os las haré tragar —dijo Casiopea señalando a
Crucífera.

Ridefort la miró burlonamente, satisfecho de haber conseguido encolerizarla con tanta facilidad.

—Casiopea, calmaos —intervino Emmanuel, poniéndole la mano sobre el brazo, y añadió dirigiéndose a Guido de Lusignan—: Sire, creo que vamos a quedarnos en Tiro. De hecho debo encontrarme con mis hermanos aquí.

—Oh, Dios mío, es terrible —replicó Ridefort en tono sarcástico—. ¿Habéis oído? ¡Esta doncella y el antiguo escudero de Morgennes no quieren unirse a nosotros para proseguir el combate! ¡Qué catástrofe!

Todos se echaron a reír.

—Yo me quedo con ellos —dijo Guillermo de Montferrat mirando a Emmanuel, con quien en otro tiempo había tratado de salvar la vida de Balduino IV.

—Que os vaya bien. No creo que echemos en falta vuestro débil brazo —se burló Ridefort.

—Yo también me quedo —dijo Gargano.

Ridefort se limitó a encogerse de hombros. ¿Gargano? ¿Y quién demonios era ese tipo tan estrafalario?

—¿Y tú? —preguntó a Kunar Sell—. Supongo que te unes a la causa de estos gallinas.

—Yo, al contrario que tú —respondió el danés con la cruz tatuada en la frente—, mantendré mi promesa.

—¡Porque te conviene! —se burló Ridefort.

—Decidme, ¿esa espada no será
Crucífera
? —preguntó de pronto Guido de Lusignan, que había observado con atención la magnífica espada que Casiopea había desenvainado.

—Sí, lo es —respondió Casiopea.

—Es la espada de los reyes de Jerusalén…

—Era la espada de mi padre —replicó Casiopea.

—Y antes de él, la de Balduino IV y Amaury I.

—Y antes de ellos, la de san Jorge —añadió Emmanuel, que conocía bien la historia de
Crucífera
por habérsela oído contar al propio Amaury I.

—¡Esa espada es mía! —declaró, encorajinado, Lusignan.

—¡Tanto como pueda serlo Tiro! —replicó Casiopea en tono decidido.

Viendo que Gargano apretaba los puños, que Kunar Sell empuñaba su pesada hacha danesa y que Emmanuel llevaba la mano al pomo de su espada, Lusignan contemporizó.

—Os autorizo a guardarla, por el momento. Pero cuando haya vuelto a ascender al trono, deberéis devolvérmela.

—Ya se verá.

—Está todo visto.

Luego se volvió hacia las gruesas murallas desde donde Conrado y sus hombres habían contemplado la escena.

—¡Eh, los de ahí arriba! —gritó Lusignan—. Si aún quedan valientes entre vosotros, os invito a reuniros conmigo en Trípoli. Os sentará bien después de soportar el aire viciado de Tiro, donde os contentáis con esperar una ayuda que no llegará nunca.

—Desengáñate, los refuerzos ya están en camino —respondió Conrado—. Acaban de informarme de la entrada de Barbarroja en Laodicea, solo treinta días después de haber franqueado los Dardanelos.

—¡Pamplinas! —tronó Guido.

—¡Cien mil hombres le acompañan! —continuó Conrado inclinándose entre las almenas—. ¡Sigue el mismo itinerario que Alejandro Magno y, como él, se dirige a Tiro!

—¡Por mi reino que no es cierto!

—Ya no tienes un reino que apostar.

Guido de Lusignan se encogió de hombros.

—Por última vez, ¡déjame entrar en mi ciudad! —insistió.

—Me pides —respondió Conrado— que te entregue una ciudad que te pertenece tan poco como a mí, porque yo soy solo su guardián. Sus verdaderos dueños se llaman Plantagenet, Felipe de Francia y Barbarroja. ¿Osarías medirte con ellos?

—¡Sí, oso!

—Entonces, en su nombre, yo te digo: ¡no entrarás!

Lusignan hizo dar media vuelta a su montura mientras mascullaba:

—Ya he hablado bastante con este portero.

Cuando se encontró a suficiente distancia de las murallas de Tiro, desenvainó la espada que llevaba al costado, se alzó sobre los estribos y recitó con voz tonante el magnífico discurso que debía resonar por los siglos de los siglos e inspirar el corazón de los valientes:

—¿Se ha dicho ya la última palabra? ¿Debe desaparecer toda esperanza? ¿La derrota es definitiva? ¡No! ¡Porque la cristiandad no está sola! ¡La cristiandad no está sola porque tiene a Europa tras ella! Esta guerra no limita su alcance al desventurado territorio del reino de Jerusalén. Esta guerra no ha quedado decidida con la batalla de Hattin. Esta guerra es una guerra santa. Todos los errores, todos los retrasos, todos los sufrimientos, no son obstáculo para que existan, en el mundo, todos los medios necesarios para aplastar un día a los infieles. ¡Fulminados hoy por las fuerzas paganas, podremos vencer en el futuro si Dios lo quiere! El destino del mundo está ahí. Nos, Guido de Lusignan, invitamos a los caballeros y los soldados cristianos que se encuentran en Tierra Santa o que lleguen a ella en el futuro, con sus armas o sin sus armas; nos, Guido de Lusignan, invitamos a los zapadores, los artesanos y todos los obreros especializados en armamento que se encuentran en Tierra Santa o que lleguen a ella en el futuro, a que se reúnan con nosotros en Trípoli a fin de proseguir el combate. ¡Ocurra lo que ocurra, la llama de la resistencia cristiana no debe apagarse y no se apagará!

Apenas hubo acabado de hablar, sus hombres desenvainaron a su vez sus espadas, las levantaron en alto y las dejaron caer para golpear sonoramente sus escudos. Finalmente, después de haber aclamado largo tiempo a su rey, partieron hacia Trípoli.

Tras su marcha, bajo las murallas de la ciudad quedaron solo cinco caballos. El pesado puente levadizo se elevó entre un gruñido de cadenas, y Conrado de Montferrat hizo su aparición. Conrado avanzó hacia su padre y le abrazó calurosamente.

—¡Padre! ¡Me alegro de veros con vida! Hubiera dado orden de preparar un festín para celebrar nuestro reencuentro, pero, por desgracia, ya he ordenado que se racionen los víveres.

De todos modos, Guillermo no tenía ninguna necesidad de un banquete. El simple hecho de volver a ver a su hijo le proporcionaba aún más alegría que la danza que había ejecutado Casiopea bajo la tienda de Saladino.

—Le debes un padre a Saladino —dijo abrazando tiernamente a su hijo—. Así como a Casiopea.

—No lo olvidaré —respondió Conrado, y volviéndose hacia ella le dijo—: Si no he entendido mal, no habéis encontrado a vuestro padre, ¿verdad?

Casiopea desmontó y confió las riendas de su caballo a uno de los pajes de Conrado.

—Por desgracia, no —suspiró—. Ir a los infiernos es mucho más difícil de lo que creía Virgilio. Y ahora que hablamos de ello, decidme, ¿cómo está Chefalitione?

—Seguidme al puerto —respondió Montferrat—. Lo veréis vos misma.

Capítulo 48

¡Penas, desgracias habernos, y es todo! ¡En este mundo, un instante de asilo recibimos, y es todo!

El enigma de la Creación permanece para nosotros como un completo enigma.

¡Y sin saber más partimos, llenos de pesadumbre, y es todo!

Omar Jayyam,

Rubayat

Conrado de Montferrat los condujo hacia el puerto, pero
La Stella di Dio
ya no se hallaba allí. Otras dos embarcaciones estaban amarradas en su lugar; una pequeña y redonda, para ir de pesca, y otra recta y fina, para asediar al adversario, darle caza y hundir sus naves.

—¿Chefalitione se ha ido? —preguntó Casiopea.

—Sí —respondió Montferrat alegremente.

—¿Y adonde?

—A Venecia, a comprar armas —dijo bajando los ojos hacia
Crucífera.

Casiopea sonrió al pensar en las bolsas de oro y de diamantes que había ocultado en la arqueta de Montferrat. ¿Había una relación entre esta compra de armas y esa aportación de dinero? Al parecer sí la había, porque Montferrat continuó:

—Nunca adivinaríais lo que descubrí en el pequeño cofre donde guardaba mi cuadrito…

—No, ¿qué? —preguntó Casiopea en el tono más inocente del mundo.

—¡Dos bolsas llenas de oro y de diamantes!

Montferrat estaba entusiasmado. El lo consideró un don de los cielos.

—La señal que Dios me ha enviado, a mí, Conrado, como guardián de esta ciudad… Los reyes cuentan conmigo.

—Por cierto, ¿tenéis noticias de Josías? ¿Ha conseguido convencer a Inglaterra y a Francia de atravesar el mar?

—Por desgracia no, aún no. Hace un momento exageré un poco cuando le dije a Guido que los reyes venían… Pero ¡no puede tardar! De hecho, después de Venecia, Chefalitione tiene orden de dirigirse a Marsella, para esperar allí a Josías.

—¿Pero eso significa que no habrá ningún barco para llevarnos a Francia?

—Habrá que tener paciencia —respondió Conrado.

Casiopea dejó de caminar, y con ella Emmanuel, Gargano y Kunar Sell. A su alrededor, los mozos de cuerda se afanaban, cargando y descargando barcos, bajo la mirada burlona de unas gaviotas.

—Es un contratiempo enojoso —suspiró Casiopea—. Tenía cosas que hacer en Francia. ¿No hay ningún medio de…?

—Por desgracia, no. Lo lamento mucho.

—En fin, entonces nos armaremos de paciencia —dijo Casiopea sentándose sobre un poste de amarre.

Conrado se frotó la barba.

—He visto que estáis muy apegada a esta espada —le preguntó, señalando a
Crucífera
.

—En efecto.

—Hacedme un favor: guardadla con vos. No dejéis que nadie os la arrebate. Eso podría tener consecuencias funestas.

—Podéis contar conmigo.

—Y ahora, en lugar de quedarnos aquí haciendo compañía a las gaviotas, ¿qué me contestáis si os invito a compartir mi comida?

Casiopea se volvió hacia sus compañeros para recoger su opinión.

—Desde luego mis viejos huesos necesitan un poco de reposo —gruñó Guillermo de Montferrat.

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