Las siete puertas del infierno (15 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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—A fuerza de besar a todos vuestros enfermos, acabaréis por recuperarla —dijo Simón.

—Tal vez sí, tal vez no. Lo indudable es que estos pobres desdichados necesitan que les amen.

Casiopea sonrió. Recordó los mil y un cachivaches que le había comprado en otro tiempo y que él le había vendido como otras tantas reliquias auténticas. A su modo, Masada seguía actuando en el terreno de lo milagroso. La única diferencia estaba en que, en lugar de vender, ofrecía. Y, curiosamente, ahora los milagros se realizaban.

—Supongo que no habéis vuelto a Jerusalén solo para tener el placer de hablar conmigo —dijo el hombrecillo—. ¿Puedo hacer algo por vosotros?

—Estamos aquí por Morgennes —explicó Casiopea.

—Oh, es eso… —dijo Masada.

—Quiero encontrar su cuerpo y ofrecerle una sepultura.

Masada parecía incómodo.

—Mi queridísima Casiopea…

—¡Era mi padre!

—¡Ah! Eso explica muchas cosas, sin duda. Por desgracia…

—No iréis a decirme vos también que se merecía su destino, o que tal vez no esté en el infierno, o que es imposible sacarlo de él, o que no hay que desafiar a los dioses…

—No, no, nada de eso, es solo que…

Se retorció las manos, cruzó y descruzó los dedos.

—Sueño con él todas las noches —confesó finalmente.

Inspiró hondo. Sus ojos estaban incandescentes, veteados de rojo.

—¿Es él, o su fantasma? No sabría decirlo. Le veo, flotando en un agua negra… Trata de hablarme. Yo aguzo el oído, pero me cuesta entenderle. Me habla desde tan lejos… Entonces intento acercarme, pero me cuesta avanzar. Como si estuviera atrapado en el lodo. Todo lo que entiendo es que grita: «¡Casiopea!». ¡No es a mí a quien llama, sino a vos! Y ahora llegáis aquí. ¡Qué prodigio, qué milagro! ¡Alabado sea Morgennes, alabado sea!

—¿Me llama? ¿A mí? ¿Por qué?

Masada abrió los brazos.

—¿Cómo podría saberlo? Pero lo cierto es que os reclama. Eso ocurre a veces, cuando un muerto está privado de sepultura.

—¿Y a mí? ¿A mí no me llama? —inquirió Simón.

—No.

—¿Estáis seguro de haberlo oído todo?

—El grita: «¡Casiopea!», y nada más.

—¿Y Taqi?

—El no grita: «¡Taqi!», y Taqi no grita, si es lo que preguntáis.

—Sea como fuere —dijo Casiopea—, hemos vuelto para enterrarle.

Una vez más Masada se retorció los dedos como si tratara de exprimirlos.

—Por desgracia, no hay ningún cuerpo que recuperar.

—¡Pero es que yo sé dónde buscar! Bajo la Cúpula de la Roca. Basta con sondar el Pozo de las Almas.

—Mi querida Casiopea, podéis creerme, eso precisamente ya se ha hecho.

—¡Quiero hacerlo yo misma!

Él la miró, con los ojos bañados en lágrimas.

—Sin duda no lo sabéis, pero el incendio que estalló en el Pozo de las Almas fue de una potencia tan devastadora que provocó el hundimiento de la roca que se encontraba justo encima. De golpe, las llamas se apagaron y el Pozo de las Almas quedó tapado.

—¿Y qué? Basta con cavar o con levantar la roca.

—Eso costó un mes de esfuerzos a un centenar de hombres. Los zapadores de Saladino trabajaron día y noche para tratar de levantarla. Lo consiguieron en parte, y eso les permitió registrar el Pozo de las Almas de arriba abajo. Podéis creerme si os digo que Saladino y Yahyah no dejaron ni una pulgada de terreno sin examinar. Por desgracia, no consiguieron encontrar nada, aparte de una importante cantidad de nafta… Ya no queda ninguna esperanza de poder recuperar nada. Todo ha quedado triturado, roído, disuelto…

—¿Y la puerta de los infiernos? ¿La que Reinaldo de Châtillon pretendía abrir con ayuda de la Vera Cruz?

—La tradición católica sostiene, en efecto, que los infiernos se encuentran en las regiones inferiores del mundo, «
in medio terrae
», en el centro de la tierra. En un magma informe, mezcla de azufre, rocas y betún en fusión, donde los condenados permanecen sumergidos por toda la eternidad sin que sus cuerpos se consuman. Pero…

Cruzó las manos, jugando con los dedos.

—Aunque los hierosolimitanos afirmen que una de las nueve puertas que conducen a los infiernos se encuentra justo bajo el Pozo de las Almas, nada ha corroborado nunca esta aserción.

—¡Vamos! —exclamó Simón—. No podéis decir eso. No vos.

—Sé de qué hablo. No olvidéis que soy un antiguo comerciante de reliquias. No será a mí a quien haya que enseñar hasta qué punto las mayores mentiras son también las que mejor funcionan.

—Quiero ir a verificarlo por mí misma —dijo Casiopea—. Si realmente no hay ninguna esperanza de descender a los infiernos por el Pozo de las Almas o de recuperar el cuerpo de mi padre, quiero asegurarme personalmente de que es así.

—Como deseéis. Pero la explanada de las Mezquitas está vigilada. Allí no puede entrar quien quiere.

A modo de respuesta, Simón le mostró el salvoconducto firmado por Saladino.

Capítulo 18

El misterio eterno, ¿quién lo conoce? Ni tú ni yo. A este enigma que nos persigue, ¿quién lo ha vencido? Ni tú ni yo.

Detrás de la cortina, de ti y de mí, ¿quién se afana? Y la cortina se levanta, la escena está vacía.

Ni tú ni yo.

Omar Jayyam,

Rubayat

El hombrecillo se roció el rostro con un poco de agua fresca. Parecía muy fatigado. Casiopea se dijo que no debía de dormir mucho, con todos sus enfermos. Pero si estaba cansado, no se quejaba de ello. Este Masada estaba lejos del que había acompañado a Morgennes en su búsqueda de las lágrimas de Alá, y más lejos aún del que acudía regularmente al oasis de las Cenobitas para transformar allí a sus esclavas en un remedio contra la lepra.

—¿Qué se ha hecho de Yahyah? —preguntó súbitamente Casiopea, al recordar al adolescente que Masada había comprado en el mercado de Damasco.

—No ha dejado de recorrer Tierra Santa en busca de un medio para hacer salir a Morgennes y a Taqi de los infiernos. A la cabeza de esos a los que llaman los «Diez», llegó incluso a Egipto, a Siria… Sin llegar a descubrir nunca nada, por desgracia. La ultima vez que le vi fue poco antes de Navidad, cuando vino a registrar el Pozo de las Almas. Le pregunté cómo le iba, y me respondió que estaba preocupado. Los asesinos no dejaban de acosarle y ya habían matado a más de la mitad de sus hombres. «Como si mi búsqueda fuera un sacrilegio o supusiera un peligro para ellos», me dijo. Lo que no le impidió preparar una nueva expedición a una tierra desconocida llamada Tenebroc, o Tartaria. «Allí ni siquiera hace falta descender bajo tierra para encontrar el infierno, porque Tenebroc es el infierno», me explicó. ¿Os dais cuenta?

Casiopea asintió con la cabeza, recordando su corta experiencia en el Vesubio. ¿Habría también torrentes de lava y erupciones en Tartaria?

—¿Y Babucha? —inquirió.

—Sigue con él.

—Es una perrita muy valiente.

—¡La más valiente que pueda existir!

Rieron, y aquello les hizo bien. En realidad Babucha era cualquier cosa menos valiente, pero la vida, el azar o la providencia le habían hecho compartir las experiencias de formidables aventureros, y aquello la había convertido, a ella también, en una aventurera, una aventurera a pesar suyo.

—Tomad —dijo Masada sacando de su arca un pañuelo de seda negra—. Era de Morgennes; quiero decir, de vuestro padre…

Casiopea sonrió al reconocer el pañuelo con el que había bailado hacía tanto tiempo —una eternidad— para Saladino y los prisioneros francos. Había pasado por tantas manos: las de Guillermo de Montferrat, luego las de Morgennes…, antes de volver a sus propias manos, para finalmente ir a parar a las de Masada.

—No, guardadlo. Me siento feliz de saber que está aquí. Es como si mi padre estuviera aquí también, cerca de vos.

—Gracias —murmuró Masada.

Y después de colocar otra vez el pañuelo en el arca, les guió hacia la salida.

Cuando se encontraron de nuevo en el exterior, Simón se dio cuenta de que sus yeguas habían desaparecido.

—¡Han robado nuestras monturas!

—No, no —dijo Masada—. Uno de mis hermanos, sabiéndoos de visita entre nosotros, las habrá llevado probablemente a los establos. Junto a Carabas —concluyó con un guiño.

—¡Carabas, vuestro asno! ¿Cómo está? —preguntó Casiopea.

—A fe mía que más que bien para ser un asno con más de mil años.

—¿Más de mil años? —dijo Simón, sorprendido—. Creía que apenas tenía más de un siglo.

Masada se detuvo en seco y frunció las cejas.

—¿Estáis dispuestos a guardar un secreto?

—Sí —respondieron al unísono.

—¿Lo juráis?

—¡Lo juramos!

—Pues bien, en ese caso… —dijo bajando la voz—. Tengo la convicción de que Carabas conoció a Jesús.

—¿A Jesús? —dijo Simón.

—Exactamente. El Jesucristo de los cristianos, nuestro Salvador, el Hijo de Dios.

—¿Puedo preguntaros…?

—Oh, no es complicado. Era en Navidad. Los hermanos hospitalarios de la leprosería de San Lázaro quisieron instalar un pesebre, en la sala grande, para ayudar al Espíritu Santo a descender sobre los enfermos. Pero si bien un muñeco podía representar al Niño Jesús, y algunas almas caritativas a san José, María y los Reyes Magos, ¿quién podía hacer de vaca y de asno?

—¿Una vaca y Carabas? —aventuró Casiopea.

—Ya no teníamos vaca. En cuanto al asno, fue de una simplicidad bíblica, si puedo expresarme así. Apenas habíamos terminado el pesebre, la puerta se abrió sola para dar paso a Carabas. Y aunque normalmente en esa estación la sala grande está en sombras, un rayo de luz la atravesó y le guió hasta el Niño Jesús. En realidad no es que lo necesitara para encontrarlo, pero lo cierto es que constituyó un espectáculo pasmoso. Cuando finalmente llegó a la altura del muñeco, Carabas se inclinó ante él como ante un rey. Luego, después de haber doblado las dos patas delanteras, dobló también las traseras y se instaló junto al Niño Jesús. Era una visión tan extraordinaria que muchos de nosotros lloramos. Y me creáis o no, en el mismo momento en que Carabas se sentó, las campanas del Santo Sepulcro se pusieron a tocar a arrebato. ¡Y no existía ninguna razón para hacerlas sonar! ¿No es prodigioso?

—Sí —respondieron al mismo tiempo Casiopea y Simón.

Tras intercambiar una rápida sonrisa, los tres amigos subieron por la calle del Temple, que conducía al muro de las Lamentaciones y luego a la explanada de las Mezquitas. En el momento en que se dirigían hacia una de las quince puertas que permitían acceder a ella, un guardia les detuvo.

—¡Prohibido el paso! —gritó en árabe.

Simón le tendió el salvoconducto de Saladino.

Al principio el hombre se mostró desconfiado, pero después de examinar el documento atentamente y de reconocer el sello de los ayubíes, les propuso acompañarlos.

—De este modo nadie os pondrá inconvenientes una vez estéis en la explanada.

—Muchas gracias —dijo Masada.

Las altas puertas que cerraban la entrada de la explanada de las Mezquitas se entreabrieron. Frente a ellos, la Cúpula de la Roca —que los árabes llamaban Qubbat al-Sakhra— se elevaba hacia el cielo, recogiendo en su cubierta dorada los reflejos de la noche. A su derecha, el antiguo Templo de Salomón, donde los templarios habían establecido sus cuarteles a principios del siglo, había vuelto a convertirse en la mezquita al-Aqsa.

Aparte de algunos guardias, no se veía un alma.

Casiopea sintió cierta tristeza al pensar que estos lugares por los que tantos cristianos habían encontrado la muerte volvían a ser musulmanes. «¿Para qué ha servido su sacrificio?»

A su lado, Simón, que estaba aún más nervioso, lanzó una mirada despreciativa a los soldados que montaban guardia a la entrada de la mezquita al-Aqsa y se volvió hacia Casiopea.

—Apresurémonos. No tengo ninguna gana de eternizarme aquí…

Rápidamente se dirigieron al centro de la vasta explanada —el Haram al-Sharif de Taqi— y entraron en la Cúpula.

En el interior el aire era tan frío que su aliento se convertía instantáneamente en nubéculas de vapor. Por otro lado, en el ambiente flotaba un olor a ceniza fría, nafta y madera calcinada a pesar de que…

—Hace varios meses que se apagó el incendio —explicó Masada mientras se descalzaba—, pero hace muy poco que han levantado la roca. Por otra parte, algunos zapadores afirman que no todos los fuegos están apagados aún. Y tal vez tengan razón; este hedor parece atestiguarlo.

Simón ahogó un ataque de tos detrás de su puño cerrado.

—¿Estamos obligados a quitarnos las botas? —preguntó.

—Por favor —dijo Casiopea—. Obedece.

Simón se descalzó y empezó a quejarse del frío, que le helaba los pies.

—¡Uno se congela aquí!

—Es a causa de los muertos —le dijo el guardia.

—¿Cómo es eso?

—Los ulemas afirman que se debe a las almas que permanecen estancadas en el Pozo de las Almas, incapaces de encontrar su camino hacia los infiernos o el paraíso.

Simón contempló el lugar donde había combatido, menos de seis meses atrás, junto a Morgennes y Casiopea contra Sohrawardi y los templarios blancos.

—Parece todo tan lejano —suspiró—. Casi como si hubiera ocurrido en otra vida.

Masada les condujo hacia una inmensa cortina que obstruía el centro de la sala, y después de apartarla con la mano, les invitó a precederle por una escalera que descendía lentamente girando en torno a un andamiaje en forma de columna hueca.

—Aquí se encontraba en otro tiempo la roca de Abraham —explicó Casiopea.

—Exacto —añadió Masada—. Pero después de su caída en el Pozo de las Almas, no ha quedado más que este agujero. De modo que id con cuidado y no os acerquéis demasiado al centro…

Al contemplar el andamiaje y los polipastos que servirían para levantar la roca al nivel de la explanada de las Mezquitas, Casiopea no pudo evitar exclamar:

—¡Qué trabajo de titanes!

—Cuando se trata de religión —dijo Masada—, los hombres son capaces de ejecutar los peores horrores y también las más increíbles proezas.

La escalera se detenía unos metros más abajo, al pie de una inmensa roca suspendida en el aire por unos imponentes cordajes.

—Estas cuerdas —explicó Masada— sirven para impedir que la roca vuelva a obstruir el Pozo de las Almas, mientras se espera para volver a colocarla en su lugar una vez se hayan instalado todos los polipastos.

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