Las siete puertas del infierno (13 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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—Gracias, tío —dijo Casiopea a Saladino—. Que Alá os guarde. Sois de verdad el Clemente al que aclaman vuestros súbditos.

—Lo que hago, lo hago por ti —declaró el sultán—. Y con la vana y orgullosa esperanza de inspirar a Alá. Porque si yo soy capaz de hacer un favor a uno de mis peores enemigos, tal vez el Altísimo haga lo mismo con ese caballero Morgennes que tanto interés tienes en salvar.

—Gracias de nuevo, queridísimo tío —dijo ella inclinándose profundamente.

Sin embargo, Casiopea sentía cierta amargura al pensar que Saladino no haría nada más para ayudarla a salvar a su padre. En definitiva, las conversaciones mantenidas no habían acabado en un éxito rotundo ni tampoco habían fracasado del todo. El hecho era que no matarían a Guillermo de Montferrat.

Saladino dio orden de enviar al viejo marqués a prisión a Damasco, donde esperaría a que pagaran su rescate.

—No creí que un día fuera a costarle tan caro a mi hijo —suspiró Guillermo lanzando una última mirada a Casiopea—. En todo caso, esto me ha permitido volver a veros.

—El placer ha sido todo mío —dijo Casiopea.

Guillermo de Montferrat ya se disponía a volver a sus cadenas cuando se giró bruscamente hacia Casiopea.

—Por cierto, si buscabais vuestro pañuelo, fui yo quien se lo quedó —confesó.

—¿Mi pañuelo? —preguntó Casiopea, que no entendía a qué aludía el viejo marqués.

—El pañuelo con el que danzasteis. Os lo robé para tener un recuerdo. Antes de utilizarlo para ayudar a un amigo a huir…

—¿Quién era, decidme? —preguntó Casiopea, que recordaba muy bien que había recuperado ese pañuelo del cuerpo de Morgennes antes de volver a perderlo de nuevo y encontrarlo finalmente enrollado en torno al brazo de Masada.

—Morgennes. ¿Le conocéis?

Casiopea dudó un instante, pero ante la expresión de remordimiento y esperanza que se reflejaba en el rostro del anciano Guillermo de Montferrat, murmuró, confiando en que Saladino no la oyera:

—Era mi padre.

—¿Era?

—Ha muerto.

Guillermo de Montferrat inclinó la cabeza, para indicar que había comprendido, y se dirigió hacia la salida de la tienda, donde se volvió de nuevo por última vez.

—Hacéis mentir a Chrétien de Troyes cuando escribió: «A menudo no puede reconocerse en el heredero quién fue su padre» —le dijo a media voz—. Sabía que me recordabais a alguien. Ahora sé a quién, y me siento feliz de saber que un hombre como él sigue existiendo. A través de vos…

Capítulo 15

Amor es de detestable linaje; ha matado sin espada a miles de hombres.

Dios no pudo crear a hechicero más terrible —¡escuchad!—, a ninguno más capaz de hacer un loco del sabio retenido en sus lazos.

Marcabrú,

Invectivas contra «Falso Amor

Gracias al salvoconducto que le había entregado Saladino, Casiopea y Simón pudieron atravesar con toda tranquilidad un vasto territorio que había caído en manos de los musulmanes. Su intención era alcanzar Jerusalén, ya que allí había muerto Morgennes. Allí había caído en el Pozo de las Almas, y allí le había seguido Taqi hasta los infiernos.

Casiopea volvió a pensar en lo que le había contado Saladino acerca de Taqi.

Cuando estuvo segura de que nadie les espiaba, sacó de su talego el cuadrito que le había dado el marqués de Montferrat. Evidentemente, Taqi no había reaparecido. «Taqi —murmuró—. ¿Dónde estás? ¿En los infiernos, con mi padre? ¿O en algún lugar en torno a nosotros?»

Al pasear la mirada por las llanuras desoladas que ella y Simón atravesaban, solo vio sucesiones de campos asolados por la guerra, punteados de trecho en trecho por construcciones e iglesias en ruinas, quemadas.

Como aún era invierno, no se veía un alma. Los campesinos volverían en primavera, para labrar los campos. Probablemente los mismos que en la época del rey Guido de Lusignan. Campesinos que trabajarían la tierra como lo habían hecho sus padres antes que ellos, y que pagarían más o menos las mismas tasas que antes, pero ahora en beneficio de un nuevo soberano llamado Saladino.

Casiopea guardó el cuadrito en su talego y sacó el pergamino que su madre le había hecho llegar poco después de su vuelta de Tierra Santa. Lo había leído y releído tantas veces que se lo sabía de memoria. «De hecho —se preguntó—, ¿para qué voy a leerlo de nuevo?» No tenía necesidad de desenrollarlo para volver a ver la escritura de su madre y saber lo que decía:

Mi querida y dulce Casiopea:

No siempre he sido una buena madre. Lo sé, y te pido que me perdones si es que es posible algo así. Todos estos años pasados junto a ti y tus padrinos, Gargano y Chrétien de Troyes, han sido los más hermosos de mi vida. Verte crecer me ha hecho feliz, y nunca olvidaré tu rostro de niña cuando Gargano te enseñaba a hablarle a Cocotte. ¿Sigue contigo aún? ¿Sigue acompañándote siempre a todas partes, velando por ti desde los cielos? A menudo pienso en esa ave cuyo huevo eclosionó el mismo día de nuestro encuentro con Chrétien de Troyes.

Nuestro querido Chrétien, que muere lentamente de soledad, vejez y melancolía. No sé si estás enterada de esta triste noticia. Si no es el caso, perdona la brutalidad con que esta información te llega y apresúrate a volver si quieres tener una oportunidad de abrazarle antes de que se reúna con el Señor. Si es el caso, quiero decirte que comparto tu dolor. Chrétien de Troyes es, con Gargano, mi único amigo aquí. En esta tierra fría y austera, tan diferente de mi Próximo Oriente natal.

Desde que te fuiste, tan joven, a aprender el oficio de las armas a Constantinopla, la vida me resulta insípida. Iluminar los manuscritos de este buen Chrétien de Troyes ya no basta a mi felicidad. Por otra parte, nunca bastó, y hoy todo me parece insulso.

Mis especias, mi sal, eras tú.

Por más que hubiera mucho de tu padre, de tu pobre padre, en ti.

Nunca te dije por qué le había abandonado ni quién era.

Hacia el final de esta carta encontrarás su auténtico nombre.

Porque he acabado por enterarme, a través de Felipe de Alsacia, de que Chrétien te había enviado en busca del inspirador del personaje principal de su última novela,
Perceval o el cuento del Grial
. En el curso de los años he aprendido a leer los silencios de nuestro querido Chrétien de Troyes y a comunicarme con él a través de sus obras. Sospecho que en otro tiempo conoció a tu padre. Aunque, por una razón que desconozco, nunca me habló de él.

Pero lo que no me dijo lo percibí entre las líneas de sus libros, y me parece bien que —porque te amaba como a la hija que nunca tuvo— optara por revelártelo.

Al enviarte en busca de su personaje…

Ya ves, hija adorada, que no existe el azar. Yo misma, al pintar los retratos de ese valeroso Perceval en busca del Grial, no dejaba de pensar ni un momento en tu padre.

Y no dudo —conociéndote— de que conseguirás encontrarlo. En algún lugar de Tierra Santa, en busca de no sé qué improbable Grial, tratando de realizar lo imposible. Triunfando ahí donde todos fracasaron.

Tal vez ya le hayas encontrado.

Os imagino, el uno en brazos del otro, felices de haberos reunido por fin.

Me hubiera gustado tanto que fuéramos una familia; y no solo una mujer y su hija en esta orilla del Mediterráneo, y un valeroso caballero perdido en la otra orilla.

Pero es un sueño irrealizable. Nunca podré perdonar a tu padre lo que me hizo en esa época, y como ahora eres una mujer, ha llegado para mí el momento de abandonar el mundo.

He decidido entrar en el convento.

Habiendo vivido toda mi adolescencia en un pequeño jardín rodeado de muros, aspiro a encontrar en el fin de mi vida aquello que meció las primicias. Lo que deseo hoy es acabar mis días cerca de ese dios al que finalmente he aceptado como mío, ese al que los cristianos llaman simplemente Dios. «Ve hacia la cruz», decía a menudo tu padre.

Voy hacia ella.

Pero antes —sé que Dios me perdonará— deseo volver a verte.

Si no pudiera estrecharte por última vez entre mis brazos antes de retirarme del mundo, sería yo quien no me lo perdonaría.

Sé que si lees esta carta, significa que estás en Flandes.

Si es así, debes saber que yo estoy en Tierra Santa.

Regresa a ella si deseas volver a verme. O quédate en Flandes si no deseas que nuestros caminos se crucen de nuevo.

Pero si vienes a Tierra Santa, estoy segura de que te encontraré.

Ve a Jerusalén, ve a Damasco.

Interroga a Saladino. Tal vez él sepa decirte dónde estoy. Después de todo es tu tío, y mi primo hermano.

Solo me quedan dos cosas por escribirte. Antes que nada, quiero que sepas que eres la hija que siempre soñé tener. Más aún. Eres la que ha reescrito mis sueños y me ha permitido llevarlos hacia nuevas cimas.

Y por último, ya es hora de que te explique de una vez que el personaje que Chrétien de Troyes te pidió que encontraras, ese Perceval, es tu padre.

No tengo derecho a privarte de él.

Perceval es Morgennes.

Y Morgennes es tu padre.

Te quiero y siempre te querré. Tu madre,

Guyana, llamada de Saint-Pierre

Casiopea cayó de nuevo en la letargia que la había invadido cuando había leído esta carta en el condado de Flandes. Se sentía culpable, culpable de no haber sabido reconocer en Morgennes a su padre. Sin embargo, la primera vez que le vio, había creído ver un fantasma. ¿Significaba eso que le había reconocido sin saberlo? ¿Por qué no se había arrojado entonces a sus brazos? Y sobre todo, ¿por qué no había partido en busca de su padre? ¿Se podía ser sorda y ciega hasta ese punto, privada de corazón y de todo lo que hace que un ser perciba, sienta?

Perdida en este laberinto de preguntas, tardó un poco en darse cuenta de que Simón le estaba hablando.

—Lo que no comprendo —decía— es por qué tu madre no te dijo adonde iba.

—Me lo dijo.

—Todo lo que dijo fue que se dirigía a Tierra Santa. No es muy preciso.

Casiopea levantó la mirada en busca de su halcón. Cuando lo vio volando bajo una nube gris acero, respondió a Simón:

—No podía serlo más. Pero también sabemos que vino aquí para volver a verme, y que está segura de encontrarme en cualquier lugar de Tierra Santa donde me halle.

—Y en ese caso, ¿dónde está? —preguntó Simón sarcásticamente, volviéndose en su silla.

—Tal vez no muy lejos.

—Si tú lo dices…

Casiopea explicó que su madre había sido siempre profundamente independiente, y que le había enseñado a arreglárselas sola, sin perder el ánimo, en cualquier circunstancia.

—Mi madre ha tenido que pasar por fuerza por Jerusalén, Damasco y el Krak de los Caballeros… Sé que, gracias a Chrétien de Troyes, trabó relación con el jeque de los muhalliq, y sabemos que mi padre era amigo de Alexis de Beaujeu. ¡Que el diablo me lleve si no ha dejado en uno u otro de estos lugares, a una u otra de estas personas, un mensaje dirigido a mí! ¡Estoy segura de que la encontraremos!

Simón refunfuñó y acarició distraídamente el olifante que llevaba colgado al cuello, el olifante que había cogido, el verano precedente, del cadáver de un hospitalario encargado de escoltar el rescate de la Vera Cruz. Para él, la permanencia de los francos en Tierra Santa, la defensa de la tumba de Cristo, la aniquilación de los musulmanes, todos esos suntuosos proyectos habían terminado. Lo único a que aspiraba, ahora que su padre había muerto y que él era el último de los Roquefeuille, era a fundar una familia y darse un heredero; varón, por descontado.

—Casiopea —empezó como si le divirtiera pronunciar su nombre por el placer de oírlo resonar en el aire—. Casiopea, yo…

—Lo sé —le interrumpió ella.

—¿Sabes lo que voy a decirte?

Simón detuvo a su yegua.

Casiopea le imitó y se volvió en su silla para mirarle.

—Sí. Y es no. No ahora.

—Entonces, ¿cuándo?

—Cuando haya encontrado a mi madre. Y cuando mi padre…

—¿Quieres su consentimiento?

Casiopea sacudió la cabeza y cerró los ojos.

—Los necesito —dijo—. Es demasiado pronto… Sobre todo le necesito a él. Necesito saber que no está en el infierno. Necesito decirle quién soy para él.

—Te prometí que te ayudaría a salvarlo. ¿No estoy aquí, a tu lado? ¿Creyendo en ti? ¿Tranquilizándote cuando dudas? Mira a Chefalitione, por el que tanto hemos dado, ¿está aquí? ¿Y Montferrat? Tú salvaste a su padre. ¿Se ha unido a nosotros? No. Prefirió salvar su ciudad. ¿Y Saladino? Dice que Taqi está salvado y que tu padre… ¡merece su destino!

—El no sabe que es mi padre.

—Tanto da. Dice que Morgennes merece su destino, lo que para el caso es lo mismo.

—Si le hubiese dicho que Morgennes era mi padre, habría hecho todo lo que estuviera en su mano para ayudarnos.

—Entonces, ¿por qué no se lo dijiste?

—No quería ponerle en un aprieto.

—¿Ponerle en un aprieto? ¿A él, el Jefe de los Ejércitos, el Ornamento del Islam, el Protector de las Criaturas, el Asociado a la Dinastía…?

—Para, ¡es mi tío! Te prohíbo que te burles de él.

—¡Cree que Morgennes merece su destino!

Casiopea acusó el golpe y bajó los ojos. Se puso a jugar con las riendas de su yegua, mientras le daba vueltas en la cabeza a la torturante idea de que Saladino tal vez no estuviera equivocado. «Mi búsqueda es insensata… Imposible e insensata…»

—¿Quién te dice que no tiene razón? —preguntó.

—Si tiene razón, ¿qué hacemos aquí?

Nuevo silencio de Casiopea. ¿Tenía derecho a privar a Simón de sus herederos? ¿A arrastrarlo a una tierra en manos de los musulmanes, a llevarlo al infierno? ¿Acaso un hombre que se atrevía a acompañarla en semejante viaje no era el mejor amigo con que pudiera soñarse?

—Te pido perdón. Soy injusta contigo. Pero es que tengo miedo. Miedo de lo que va a pasarnos…

Simón pareció dudar. Su montura ejecutó unos pequeños pasos de danza —tres pasos hacia atrás, dos adelante— como si su jinete no supiera adonde conducirla.

—Muy bien —dijo—. Entonces, ¿qué quieres hacer? ¿Volver a atravesar el Mediterráneo?

—No quiero seguir imponiéndote nada. Pero quiero encontrar a mi madre y enterrar a mi padre. Ocurra lo que ocurra, incluso si está en los infiernos, su cuerpo merece una sepultura.

—Soy de la misma opinión. De modo que te acompaño.

—Yo no te lo he pedido.

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