Las siete puertas del infierno (14 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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—No lo hago solo por ti. También es por Morgennes. Si es eso lo que te preocupa, debes saber que no me debes nada.

Simón no pudo evitar mirar a Casiopea. Su rostro era indescifrable. ¿Era feliz? ¿Desgraciada? Imposible decirlo. Pero, en todo caso, sus ojos no estaban llenos de amor. De simpatía, tal vez. Pero, sin duda, no de amistad. En el peor de los casos, podía leer piedad en ellos.

Y en ese momento empezó a odiarla.

Capítulo 16

La Gehena les bastará como fuego.

A quienes no crean en nuestros signos los arrojaremos a un fuego.

Siempre que se les consuma la piel, se la repondremos, para que gusten el castigo.

Corán, IV, 55 56

Al sur de Jerusalén, en el valle de la Gehena, un fuego arde desde la noche de los tiempos. Este fuego aterrador, cuyos furores han teñido de negro y amarillo la muralla sur de la ciudad, sirve de vertedero a los hierosolimitanos.

Allí abandonan su basura: mobiliario viejo, restos de comida, excrementos e incluso, si llega el caso, un criminal o dos, condenados a asarse. La leyenda cuenta que, en otro tiempo, los sacerdotes quemaban vivos en este lugar a niños que sacrificaban al dios Moloch.

Así, este fuego, que no se ha apagado nunca en algo más de tres mil años de incandescencia, era para los viajeros una referencia que anunciaba la proximidad de la ciudad. Como está escrito en Isaías, «el pueblo que caminaba en las tinieblas vio una gran luz». Y eso vieron Simón y Casiopea cuando llegaron a los arrabales de la ciudad tres veces santa poco después de la oración de el-Icha, la de la segunda hora de la noche.

Los gritos de los muecines se mezclaban con las tinieblas, llevando consuelo a los hombres, diciéndoles: «Dios está aquí».

Lejos de sentirse atemorizadas por las llamas de la Gehena, las yeguas de Casiopea y Simón se acercaron a ellas. Sin duda esperaban calentarse un poco. Casiopea no apartaba los ojos del fuego, preguntándose si su padre se encontraría allí. Oía el crepitar de las llamas, veía objetos que se ennegrecían y se retorcían, basculando hacia un lado o el otro… «Ellos también tratan de escapar de este infierno», se dijo.

En los escasos lugares donde el fuego se había apagado, un hervidero de gusanos blancos despojaba a las osamentas de los restos de carne, limpiándolas hasta dejarlas impolutas. Luego todo eso moría cuando los empleados acudían para verter una mezcla de azufre y pez, a la que a continuación prendían fuego.

Estos empleados, reclutados en el cuerpo de zapadores, se encargaban de mantener el fuego activo. Casiopea los veía moviéndose en la sombra, equipados con guantes, cascos y gruesos trajes de cuero, manteniendo vivo el corazón mismo de la Gehena.

Muchos no hablaban. Se desplazaban en silencio, lentamente. Con gestos precisos. Se hubiera dicho que eran autómatas. Casiopea vio cómo dos de ellos lanzaban el cadáver de una cabra, que arrancó al fuego un suspiro de chispas.

«Qué extraño lugar —pensó—, mezcla de calor y de frío, de sombra y de luz.»

—Gusanos, fuego. La noooche. El frío y al mismo tiempo la quemadura de las llaaamas. Tal vez sea un aviso de lo que nos espeeera —murmuró Rufino.

Casiopea trataba de alejar a su montura de la hoguera, pero el animal —a pesar de los vapores sulfurosos— permanecía cerca de las llamas.

Avanzaban al paso, en medio de los zapadores que iban arriba y abajo, entre la Gehena y sus carretas cargadas de detritus. Casiopea les veía trabajar repitiendo gestos heredados de los jebuseos y los judíos, gestos que los romanos, luego los bizantinos y los árabes, y finalmente los cristianos y de nuevo los árabes, habían efectuado durante siglos y siglos.

Los zapadores les ignoraban, y Casiopea tuvo casi la sensación de que no existían. «¿Saben siquiera que estamos aquí? ¿Nos ven, o para ellos somos solo fantasmas?»

Se preguntó si no habría, bajo el fuego, una abertura que permitiera descender a los infiernos; pero su viaje al cráter del Vesubio le había servido de lección, y no tenía ninguna gana de aventurarse en medio de este incendio. «Además —pensó recordando las palabras de su tío—, el fuego de la Gehena está destinado a los musulmanes que han pecado. Se trata de un infierno provisional. Esta es solo la primera puerta…»

—¿Qué hacemos? —inquirió Simón.

—Hay que entrar en la ciudad y encontrar a Masada. Tal vez él pueda ayudarnos.

Simón asintió con la cabeza y dejaron atrás el fuego. Solo quedaron sus sombras, que danzaban frente a ellos sobre las murallas de Jerusalén, y el hedor sulfuroso que les calentaba la espalda.

Capítulo 17

Se dice que ciertos muertos se han mostrado, sea durante el sueño, sea de cualquier otra forma, a personas vivas. Estas personas ignoraban el lugar donde sus cuerpos yacían sin sepultura. Ellos se lo indicaron y les rogaron que les procuraran la tumba que les faltaba.

San Agustín,

De cura pro mortuis gerenda

Casiopea se cubrió los cabellos con un velo y tendió a Simón el salvoconducto firmado por Saladino.

—Es mejor que seas tú quien lo muestre a los guardias.

—¡Pero si yo no hablo árabe!

—No tendrás necesidad de hablar. Cuando vean el sello de los ayubíes, abrirán las puertas sin discutir.

—Esperémoslo.

Se dirigieron hacia la puerta de David, cuyos gruesos batientes con incrustaciones de cobre estaban cerrados. Normalmente nadie tenía derecho a entrar o salir de Jerusalén a esa hora de la noche, sobre todo en esos tiempos convulsos; pero cuando los guardias acercaron su antorcha al salvoconducto, fue un poco como si Saladino mismo se encontrara ante ellos. Después de hacer mil reverencias, ordenaron que abrieran las puertas, y las yeguas de Casiopea y de Simón entraron en la ciudad.

Las murallas se elevaban en torno a ellos como montañas, dándoles la impresión de que avanzaban por un desfiladero. La oscuridad era absoluta, y para orientarse solo disponían de la luz de las estrellas.

—¿Adonde vamos? —preguntó Simón.

—Al hospital de San Lázaro.

—¡Pero eso es una leprosería!

—La misma en la que los primeros cruzados descubrieron la Vera Cruz. O, al menos, lo que creían que lo era.

Simón pareció dudar.

—Tal vez te espere fuera.

—¿De modo que se ha acabado? ¿Ya no es aquello de «A donde tú vas, yo iré»?

Las comisuras de sus labios se elevaron para sonreír, pero volvieron a bajar rápidamente.

—Está bien. Comprendido…

Siguieron por una avenida en pendiente, entre el ruido de los cascos golpeando el empedrado. Casiopea casi no tenía necesidad de mirar hacia dónde iban; hubiera podido llegar al hospital con los ojos cerrados. Aparte de Constantinopla, donde había aprendido el oficio de las armas, Jerusalén era la ciudad que mejor conocía. Con su torre de David y sus altas murallas, su Santo Sepulcro y su tumba de Cristo, su monte Moria y su Cúpula de la Roca, Jerusalén era un compendio de la vida de Casiopea. Una mezcla de creencias y costumbres que el tiempo y las pruebas sufridas habían soldado de tal modo que les habían proporcionado una nueva identidad y era imposible distinguir las unas de las otras.

Con su mano enguantada de cuero rozó la fachada de un edificio del viejo barrio judío, y tuvo la sensación de que la ciudad le decía: «Bienvenida a casa».

—Ya hemos llegado —dijo finalmente.

El hospital de San Lázaro se había construido durante el reinado de Carlomagno para acoger a los peregrinos que acudían a rezar a la tumba de Cristo. En el curso de los siglos, el lugar había acabado por abrirse a todo tipo de enfermos: judíos, cristianos o musulmanes. Allí se atendía a todo el mundo; a excepción de las mujeres, que eran enviadas a otra edificación donde unas monjas se hacían cargo de ellas.

Casiopea desmontó y se acercó a la pesada puerta que cerraba la entrada del hospital. Levantó un pesado aldabón en forma de serpiente enrollada sobre sí misma y lo dejó caer contra la placa de bronce. Se oyó un ruido sordo, seguido de un silencio, y luego la puerta se abrió.

—Daos prisa —les dijo una voz—. No dejéis que escape el calor.

Ataron sus yeguas a las anillas colocadas en la fachada del edificio y se apresuraron a entrar. Un caballero del Hospital, con manto negro y una cruz blanca, les preguntó qué podía hacer por ellos.

—Venimos a ver a Masada —explicó Casiopea—. Es uno de nuestros amigos. Yo me llamo Casiopea, y este es Simón.

—Conde Simón de Roquefeuille —precisó este.

—Sed bienvenidos —replicó el hospitalario—. Esperad aquí, por favor. Voy a buscar al hermano Masada.

—¿El hermano Masada?

Demasiado tarde. Sin más explicaciones, el hospitalario se marchó, después de haberles invitado a tomar asiento en un pequeño banco de madera. ¿Cuánto rato esperaron? Sería difícil precisarlo. En todo caso, Simón tuvo tiempo de sobra para aburrirse.

—¿No podría espabilar un poco?

—Es de noche —explicó Casiopea soplándose los dedos—. En realidad deberías alegrarte de que no nos hayan pedido que esperemos hasta mañana por la mañana.

—¡Solo faltaría eso!

El viejo hospitalario volvió con una jarra de agua y dos mendrugos de pan.

—Tened, restauraos. Debéis de haber hecho un largo viaje para llegar hasta aquí. Imagino que tendréis hambre.

—Gracias —dijo Casiopea cogiendo la jarra y uno de los mendrugos.

—¿Cómo es que estáis aquí? —preguntó Simón.

—¿Qué queréis decir, noble y buen señor?

—¿No deberíais encontraros en Tiro, para ayudar al marqués de Montferrat a reconquistar Jerusalén?

Un destello de comprensión brilló en la mirada del hospitalario.

—¡Ah, ya veo! ¿Queréis saber por qué mis hermanos y yo mismo hemos sido autorizados a permanecer junto al Santo Sepulcro? Pues sabed que aquí somos útiles a todo el mundo. Cuidamos a los leprosos. Nuestra presencia se pactó con Saladino, poco después de la caída de Jerusalén. Desde luego, lamento amargamente la derrota de nuestros hermanos y la pérdida de la Vera Cruz; pero doy gracias al sultán por haber permitido que permaneciéramos aquí, cerca de la tumba de Nuestro Señor.

—Es un hombre de palabra —dijo Casiopea, antes de beber un trago de agua directamente de la jarra.

—¡Y un sabio! —precisó el hospitalario.

—Vamos, no exageréis —dijo Simón, disgustado—. También es un demonio animado de las peores intenciones. Y es, sobre todo, nuestro enemigo, consagrado a la destrucción de la cristiandad.

El hospitalario se frotó las manos.

—Cuando los francos tomaron la ciudad —dijo—, en el año de gracia de 1099, aniquilaron a todo el mundo, sin distinción de edad, sexo, raza o religión. Hubo tantos muertos que las calles desbordaban de cadáveres. Los caballos chapoteaban en la sangre.

—Eso es lo que dicen los musulmanes.

—No. Es lo que dice Guillermo de Tiro. Y no es el único…

—No veo qué relación tiene esto con Saladino.

—Porque habéis olvidado el modo como reconquistó Jerusalén. Rescató él mismo a ciertos prisioneros para que permanecieran a salvo. Autorizó a aquellos que querían abandonar la ciudad a dirigirse a Tiro o a Trípoli, y les proporcionó una escolta para que no fueran atacados por el camino. Si todos los musulmanes fueran como Saladino, me temo que ya no habría muchos cristianos…

Se escuchó un ruido de pasos en el otro extremo del corredor. La luz de un farol se acercaba balanceándose. Luego apareció un hombrecillo vestido con un sayo negro. Solo su nariz sobresalía de la capucha que le caía sobre el rostro. Una nariz que Casiopea reconoció enseguida.

—¡Masada!

—¡Casiopea!

El antiguo comerciante judío, dueño de una tienda de reliquias célebre en el mundo entero, se arremangó la ropa con una mano y arrancó a correr.

—¡Por Nuestra Señora y por san Jorge, qué increíble sorpresa! —exclamó, tan pálido como si hubiera visto un fantasma—. ¡Es extraordinario! ¡Es milagroso!

Se abrazaron, y se miraron largamente.

—Os dejo —dijo el hospitalario—. Mandadme llamar si necesitáis cualquier cosa.

—¿Cómo estáis? —les preguntó Masada, antes de exclamar de nuevo—: ¡Qué prodigio! ¡Qué milagro!

Casiopea, que no entendía por qué era tan prodigiosa su visita, encontraba, en cambio, milagrosa la curación de Masada.

—¿Cómo va vuestra lepra?

—¡Estoy curado! ¡Gracias a Morgennes!

—Veo que habéis cambiado de indumentaria —señaló Simón.

Sin escucharle, Masada continuó:

—¡Es un santo! ¡Un taumaturgo! Gracias a él soy un hombre nuevo. Morgennes me ha transformado, me ha revelado a mí mismo.

Balbuceaba, incapaz de encontrar las palabras.

—Venid —dijo por fin—. Vamos a mi celda.

Les hizo atravesar una larga sala decorada con vidrieras, ocupada por enfermos tendidos sobre jergones colocados directamente sobre las losas. Un olor a muerte emanaba de sus cuerpos en descomposición, cuerpos privados en su mayor parte de uno o dos miembros, y en algunos casos de tres o cuatro.

—Aquí cuidamos a nuestros enfermos —susurró Masada—. No hagáis ruido…

Toses estertorosas se respondían como un eco, y aquí y allá se escuchaban algunos lamentos. Un torso se irguió, apuntó un medio codo hacia ellos y reclamó bebida.

Masada se apresuró a servirle un poco de agua en un cuenco y le ayudó a tragarla. El enfermo derramó la mitad sobre su sábana, y luego cayó en un sueño comatoso, agitado por pesadillas. El antiguo traficante de reliquias tuvo entonces un gesto que dejó a Simón y Casiopea estupefactos: besó al leproso en la frente.

—Venid —les dijo.

Sin decir palabra, Simón y Casiopea le siguieron a su celda.

Esta se componía de cuatro paredes encaladas, un jergón idéntico a los de los enfermos, un cubo y un arca pequeña. Había una cruz colgada en la pared. Y eso era todo. Ni ventana para que entrara la luz del día, ni taburete, ni mesa.

—Tenéis que excusarme. Recibo tan poco… —dijo colocando el farol en el suelo.

Casiopea le encontraba tan diferente del egoísta y gordo Masada que había conocido en otro tiempo, que se preguntaba si no había que tomarle al pie de la letra cuando decía que Morgennes le había transformado.

—No lo dudéis —le dijo Masada, como si hubiera oído sus pensamientos—. Efectivamente, soy otro hombre; pero he conservado el recuerdo de mi predecesor —añadió palmeándose el cráneo—. Del Masada que vos habíais conocido, he mantenido las deudas y el saber. Y perdido la enfermedad.

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