Las siete puertas del infierno (17 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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Casiopea guardó a un quejumbroso Rufino en su talego y desenvainó de nuevo a
Crucífera
. Una vez más, la hoja emitió una fría luz azul, bastante más viva que la precedente. La luz reveló unas formas agazapadas en las rocas en torno a ellos. Las figuras emboscadas, con el rostro pintarrajeado de verde y negro y armadas de hondas y cuchillos, les lanzaban miradas siniestras.

—¡Al galope! —gritó Casiopea espoleando a su caballo, que salió disparado hacia delante.

Simón la imitó. En el mismo momento en que partía a todo galope, un hombre, soltando un aullido bestial, se lanzó sobre el lugar donde se había encontrado un instante antes.

—¡Los asesinos! ¡Cuidado!

Descargó un mandoble, tratando de apartar a un segundo asaltante, pero el asesino consiguió aferrarse a la silla. Casiopea hizo girar bruscamente su montura y acudió en auxilio de Simón, a quien el asesino trataba de desalojar de los estribos. Un golpe a la derecha, un golpe a la izquierda, y Casiopea le encajó a
Crucífera
en los riñones.

El asesino se desplomó en el suelo; pero ya llegaban otros. ¿Cuántos? Imposible decirlo. Casiopea y Simón tenían la impresión de que incluso las rocas se transformaban en criaturas demoníacas. La noche no era más que un grito, un alarido cuya agudísima vibración perforaba la oscuridad como una flecha. Y entonces, como por arte de encantamiento, la noche vomitó sobre la montaña oleadas de criaturas semidesnudas con los ojos chispeantes de fiereza, armadas de dagas y hondas que manejaban con movimientos de bestia salvaje.

Simón y Casiopea se esforzaban en avanzar hacia el Krak, repartiendo mandobles en torno a ellos. A veces la hoja encontraba en su camino una armadura, que traspasaba de parte a parte.

—¡Son demasiado numerosos! —gritó Simón.

—¡Valor!

La yegua de Casiopea lanzó una coz que reventó el cráneo a dos asesinos. Entretanto, el halcón había abandonado la silla para participar en el combate. Con sus garras aceradas, tajaba rostros y brazos. Pero Casiopea le silbó que buscara refugio en las nubes.

—¡Vuela más alto!

Extrañamente, el ave permaneció en los parajes, contentándose con evitar las piedras que los asesinos le lanzaban con sus hondas.

«Decididamente, esto no es normal…», pensó Casiopea.

—¡Simón, haz sonar el cuerno! —gritó.

—¡Que Dios no lo quiera! —le respondió él con un orgullo que Casiopea encontró particularmente inapropiado—. ¡Nadie podrá decir jamás que el conde de Roquefeuille ha hecho sonar el cuerno por unos paganos!

—No por unos paganos, Simón. ¡Por unos demonios!

Acababa de librarse de una oleada de asaltantes, y el resto de los asesinos habían vuelto a ocultarse tras las rocas.

—Es el momento. ¡Hazlo sonar, te digo! ¡Tienes los brazos ensangrentados!

—¡Jamás!

En torno a ellos, el espacio se ennegreció. La oscuridad se hizo más densa. Y luego, de repente, Casiopea recibió una bofetada. Al llevarse la mano a la mejilla, vio…

—¡Sangre!

—¿Quién te ha golpeado? —preguntó Simón.

—Se diría que ha sido el viento…

Miraron alrededor, pero los asesinos no habían reaparecido. Y entonces fue como si la noche misma les atacara. Hordas de cuervos que habían surgido de la oscuridad trataron de reventarles los ojos, espantaron a sus monturas y se lanzaron contra su halcón.

—¡Sopla! —gritó Casiopea a voz en cuello mientras trataba de calmar a su yegua y protegerse el rostro al mismo tiempo—. ¡Sopla! ¡Por piedad!

Entonces Simón soltó las riendas de su montura, agarró el cuerno, se lo llevó a la boca y, sin preocuparse de los cuervos que volaban en torno a su cabeza y le golpeaban continuamente con las alas o el pico para arrancárselo de las manos, sopló con todas sus fuerzas.

El sonido del olifante desgarró el aire e hizo retroceder a los cuervos durante un breve instante. Simón y Casiopea aprovecharon el momento para forzar a sus monturas a seguir adelante a pesar de sus heridas, su miedo y su agotamiento.

—Por allá —dijo Casiopea jadeando—. ¡Sigo viéndole! ¡Es él! ¡Taqi!

Simón ni siquiera miró. Volvió a soplar; por última vez, porque los cuervos volvieron, aún más agresivos que antes. Volaban tan cerca de su rostro que le impedían tocar el cuerno y le arañaban las manos. La sangre caía en gruesas gotas sobre su silla, y creyó que había llegado su última hora.

—¡Dios conmigo! —exclamó—. ¡Debo ser fuerte!
¡Gloria, laus et honor Deo in excelsis!

Estaba tratando, en vano, de hacer el signo de la cruz, cuando un estruendo llegó a sus oídos. Se hubiera dicho que era un torrente que corría montaña abajo. Entonces, al levantar los ojos, distinguió la forma luminosa que Casiopea llamaba Taqi y la vio agitarse, engrandecerse y torcerse para convertirse en…

—¡Los hospitalarios! ¡Estamos salvados! —exclamó Casiopea.

«Tú tal vez, pero yo…», pensó Simón, diciéndose que si acudían era porque habían oído el cuerno de uno de sus hermanos, asesinado por él el verano precedente.

—¡Por aquí! —se desgañitó Casiopea—. ¡Por aquí!

Renunciando tanto a soplar como a servirse de su espada, Simón golpeó con su olifante a los cuervos que le agredían. Uno de ellos recibió un golpe tan fuerte que giró sobre sí mismo y cayó. El cuerno estaba rojo de sangre y tenía plumas pegadas. Simón aún lanzó varios golpes más y abatió a otros dos pájaros.

Luego los cuervos desaparecieron tan misteriosamente como habían llegado. Algunas estrellas empezaron a titilar, y las tinieblas se convirtieron en oscuridad, y la oscuridad en penumbra. Detrás de las rocas, los asesinos levantaron la cabeza para ver qué era lo que causaba aquel estruendo. Eran hospitalarios blancos lanzas en ristre y equipados con antorchas. Los caballeros galopaban tan cerca los unos de los otros que no se hubiera podido introducir la hoja de un cuchillo entre sus filas.

—¡Montjoie! —gritaron al unísono—. ¡Por la Virgen y por Cristo!

—¡Por la Madre y el Hijo! —continuó Casiopea blandiendo a
Crucífera
—. ¡Por aquí! ¡Por aquí!

Los asesinos huyeron en desbandada. A pesar de que los superaban en número, optaron por escapar y corrieron montaña abajo, donde algunos de ellos cayeron atravesados por una lanzada.

—¡Por aquí! —volvió a gritar Casiopea levantándose sobre los estribos y agitando su espada—. ¡Estamos aquí!

Crucífera
dejaba profundos surcos azules en la noche, y a su luz distinguió a su halcón, que yacía en el polvo con el cuerpo ensangrentado.

—¡Cocotte!

Casiopea saltó de su caballo, sostuvo al halcón entre sus manos y apoyó la oreja contra su pecho. Su corazón latía todavía, débilmente. Después de murmurarle unas palabras tranquilizadoras y de besarle con ternura, lo colocó bajo su camisa y volvió a montar. En ese momento llegaron los hombres que habían acudido a socorrerles. La columna de hermanos caballeros rodeó en un instante a Casiopea y a Simón envolviéndolos en un capullo protector. Luego, como los afluentes de un vasto y poderoso río, dos filas de caballeros se lanzaron en persecución de los últimos asaltantes. Inútilmente. Los asesinos se habían evaporado. ¿La montaña se los había tragado? ¿Habían encontrado refugio en un subterráneo o una falla?

—¡Vuestros nombres! —gruñó entonces una voz que Casiopea reconoció enseguida.

—Noble y buen sire Alexis, ¿sois vos?

—¿Casiopea?

—La misma, y Simón.

—Y yooo —añadió Rufino desde las profundidades del talego donde Casiopea lo había puesto a resguardo.

—No nos quedemos aquí —dijo Alexis de Beaujeu—. Es peligroso. Seguidnos hasta el Krak, y allí os curaremos.

Casiopea contempló las alturas, sumergidas en la oscuridad. En lugar de permitirle ver mejor, las antorchas que enarbolaban los hospitalarios formaban un halo luminoso detrás del cual la noche se hacía más densa. Casiopea escrutó en vano las sombras en busca del misterioso caballero blanco que les había guiado por la ladera del Krak.

Capítulo 20

Después de las tinieblas, espero la luz.

Job, XVII, 12

En la ahora ya familiar gran sala del Krak, un monje soldado les sirvió un caldo tan límpido como agua clara. Casiopea mojó en él un pedacito de pan y se lo dio al halcón, que lo tragó con dificultad.

—Me hubiera gustado poder ofreceros un festín —les dijo Alexis de Beaujeu—, pero ya casi no tenemos carne, y conservamos nuestras reservas para una situación comprometida.

«¿Una situación comprometida? ¿Acaso la pérdida de Jerusalén y de la casi totalidad de las tierras cristianas no lo era?»

—Todo está perfecto —respondió Casiopea acariciando a su halcón.

—Estamos solos aquí —añadió Alexis—. Y únicamente podemos contar con nosotros mismos…

El comendador del Krak lanzó una mirada desolada a las frías paredes de la austera sala, con la chimenea desesperadamente vacía. Si no hay madera, no hay fuego. Incluso las losas, que antaño aparecían cubiertas de paja, ahora estaban a la vista.

—Apenas somos un centenar —prosiguió Alexis—, cuando en otra época éramos cerca de dos mil. He enviado a una docena de hombres a Tiro, para que apoyen a Conrado de Montferrat. Espero que este sacrificio no sea inútil, porque es mucha la falta que nos hacen…

Su mirada recorrió toda la habitación.

—Eso no impide que sea un honor y una alegría acogeros en nuestra humilde morada —declaró—. Consideraos en vuestra casa.

—Si la situación es tan difícil, ¿por qué os quedáis? —inquirió Simón.

—¿Quién puede decir con certeza que un combate está perdido por adelantado?

Simón no respondió.

—Y aunque fuera así, ¿no vale la pena luchar? ¿Dar testimonio, a pesar de todo, de que creemos en algo más que en la fatalidad? ¿Y no dejarnos abatir nunca, ocurra lo que ocurra?

—Eso depende del combaaate —intervino Rufino desde el rincón de la mesa donde lo había instalado Casiopea.

—Exactamente. Pero mi combate es bueno, ya que me ha permitido acudir en vuestra ayuda —concluyó Alexis esbozando una sonrisa.

Casiopea se la devolvió. Y entonces Alexis acarició a su vez al halcón y declaró:

—Un par de días de descanso, y estará recuperado —afirmó—. Daré orden de que le traigan ratones.

—Gracias —murmuró Casiopea.

Ella misma tampoco se sentía muy en forma. Quemada, medio asfixiada bajo la Cúpula de la Roca, con los brazos y las piernas llenos de cortes y sin haber dormido desde hacía más de treinta horas, solo aspiraba a tenderse y cerrar los ojos.

—Id a descansar —les dijo Alexis de Beaujeu—. A juzgar por vuestro aspecto, cualquiera diría que salís de los infiernos.

—No andáis muy descaminado.

Alexis de Beaujeu les escoltó a través del patio principal y les condujo a una pequeña habitación donde había una gran cama. Aunque el suelo ya no estaba cubierto de juncos, sus muros seguían adornados con hermosos tapices. Casiopea reconoció la habitación que había ocupado en otro tiempo el conde de Trípoli, poco antes de ser asesinado.

—¿No os molesta dormir aquí? —preguntó Alexis—. Sé que esta habitación está unida a recuerdos dolorosos, pero es la mejor del Krak.

—Es perfecta —dijo Casiopea mirando alrededor, preguntándose de dónde vendrían los fantasmas.

—Para mí, tambiéeen —dijo Rufino, que no tenía ninguna necesidad de dormir.

—Lo lamento mucho, pero los hombres dormirán con los soldados —le anunció Alexis de Beaujeu.

—Me parece muy bien —dijo Simón—. Pero no hace falta que os preocupéis por mí. Yo no necesito cama. («Yo tampoooco», soltó Rufino.) Puedo dormir directamente sobre la piedra.

—Afortunadamente, si es que puede decirse así, no son jergones lo que falta. De modo que aprovechémoslos…

Casiopea depositó a su halcón sobre el polvoriento colchón, se tendió sobre él y cerró los ojos. Estaba tan cansada que ni siquiera oyó cómo Alexis, Simón y Rufino le daban las buenas noches.

Capítulo 21

Todo ante él es vanidad, porque hay un destino común para todos, para el justo y para el malvado, el puro y el impuro, el que hace sacrificios y el que no los hace; lo mismo el bueno que el pecador, el que jura como el que tiene reparo en jurar.

Eclesiastés, IX, 2

Cuando Casiopea despertó, todavía era de noche.

Auscultó a su halcón, que había recuperado fuerzas, y sosteniéndolo delicadamente entre sus manos, lo llevó a la gran sala del Krak cruzando un patio muy oscuro. Unos soldados se ejercitaban en la quintana, a la luz de una antorcha que sostenía un hermano sargento de rostro severo.

—¡Eh, vos! —le interpeló Casiopea—. ¿No cedéis nunca en vuestros esfuerzos para tener que entrenaros tanto de día como de noche?

—Buenos días —respondió el hermano sargento—. Tranquilizaos; si bien el día está efectivamente consagrado a la oración y a los ejercicios, la noche lo está al reposo… y a la oración.

—Pero, entonces, ¿por qué estáis entrenando? No lo comprendo…

Alexis de Beaujeu surgió de pronto de la gran sala y se dirigió directamente hacia ella.

—Ahora precisamente iba a interesarme por vos. ¿Habéis dormido bien?

—Demasiado o no lo suficiente, ya que aún es de noche.

—Desengañaos, Casiopea; en realidad, es de mañana. Son tercias pasadas. Pero, desde hace unas semanas, la noche se prolonga sobre nosotros y no nos deja…

Al levantar los ojos, Casiopea vio que un velo negro oscurecía los cielos. Un dosel opaco y tenebroso que temblaba con un ruido de aguacero.

—No temáis. No atacarán.

—Pero ¿de qué, de quién estáis hablando? —inquirió.

—De los cuervos. Nuestros arqueros y ballesteros los mantienen a distancia. Si atacan, será una carnicería. No olvidarán fácilmente los daños que les infligimos en los primeros días. Derribamos tantos que el patio estaba alfombrado con ellos. Era imposible no pisarlos.

—¿Y decíais que os faltaba carne?

—Su carne es tan coriácea que os desafío a que traguéis aunque sea solo un minúsculo bocado de ella. Hemos tenido que quemarlos —dijo señalando un montón de cenizas que había en un rincón—. Estos cuervos son almas de condenados a las que un maleficio ha dado la apariencia de horribles pájaros negros, fruto de no sé qué embrujo que practican nuestros vecinos los asesinos.

Casiopea reprimió un estremecimiento y le siguió al interior de la gran sala, donde sirvieron un festín de ratones a su halcón. Mientras el ave disfrutaba del manjar, Casiopea agradeció a Alexis su hospitalidad.

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