Read Las siete puertas del infierno Online
Authors: David Camus
—Se necesitan una docena de anclas para inmovilizarlo —dijo Chefalitione sonriendo—. Es como un gigante que quiere seguir siempre adelante sin detenerse nunca. Y si llega a faltar el viento, una treintena de remos pueden suplirlo.
El capitán dio unos pasos por el puente principal, con los ojos brillantes, y se acercó al mástil.
—Solo tiene uno —dijo posando la mano sobre él—. Pero lleva dos velas. Si una de ellas se desgarra, tenemos todo lo necesario para volver a coserla o, en el peor de los casos, reemplazarla. Por otra parte, en este barco todo se ha previsto por duplicado, a excepción del mástil y la chalupa. Fijaos en estos cordajes, por ejemplo —dijo señalándole las leguas de cuerda que corrían por la cubierta de La Stella di Dio—. Tenemos de todos los tipos, en triple cantidad.
El capitán parecía un padre presumiendo de las cualidades de sus hijos.
—No me había fijado —reconoció Casiopea.
—No me sorprende demasiado. Nadie puede verla como yo. Soy a la vez su capitán, su padre y su hijo. Se lo debo todo. He navegado tanto en ella… ¿Cuántos años hemos pasado juntos? Más de veinte, seguro. ¿Sabéis que supervisé personalmente la forma en que fue concebida, diseñada? Después de haberla soñado, la vi nacer en mi arsenal veneciano. Su construcción ocupó a los mejores maestros de aja durante más de tres años. Luego yo mismo recluté y formé al piloto encargado de hacerla navegar, y elegí a su tripulación; rechacé a cerca de mil marineros por los quince que contraté.
Casiopea miraba a Chefalitione, con la mano apoyada sobre el mástil de La Stella di Dio, y de repente comprendió por qué Fenicia se había enamorado de él. Era un hombre apasionado al que su pasión hacía magnífico. Navegar, comerciar, intercambiar. Hacer negocios, ciertamente, enriquecerse, llenar sus cofres con más tesoros de los que podría gastar en toda su vida, acumular en sus estanterías las cartas de más mares de los que nunca podría llegar a surcar; pero consagrado ahora a hacer la felicidad de aquella a la que amaba —Fenicia— y de sus nuevos amigos, el marqués de Montferrat y ella misma.
—Venid —dijo Chefalitione—. Os mostraré las bodegas.
Casiopea le siguió hasta la gran reja que conducía a las profundidades del navío, donde se habían apilado los numerosos tesoros donados por Balián II de Ibelín.
—La cala está dividida en diferentes compartimientos —explicó mientras le abría las rejas—. Algunos de ellos están destinados a albergar a una cuarentena de caballos y todo lo necesario para equipar a sus caballeros. Están repartidos a lo largo de los flancos del barco, para no desequilibrarlo. También pueden encontrar alojamiento aquí una cuarentena de soldados y una quincena de marineros, aunque se está bastante estrecho…
Avanzó por la pendiente que descendía hasta el primer nivel de las bodegas.
—Ahí tienen sus cuarteles. ¿No notáis este olor a cuadra?
Casiopea olfateó el aire y percibió en torno a ella un olor a paja y estiércol de caballo.
—Ya me había fijado al pasear por el puente ciertos días de mar calma.
En medio de una crujía, apenas iluminada por la luz de las estrellas, una abertura conducía a otras bodegas más profundas.
—Abajo es mucho más húmedo —dijo Chefalitione—. Y también más oscuro. Generalmente ahí se deposita el material de repuesto y la comida para los caballos y los hombres.
El capitán se volvió hacia Casiopea.
—Hay existencias suficientes para alimentarlos un año entero —añadió—, y bastante agua para aguantar dos meses. De modo que si uno se reabastece…
Murmuró algunas frases para sí, sobre islas y fuentes de agua fresca, palabras que Casiopea no comprendió pero que probablemente evocaban recuerdos o proyectos de viajes increíbles.
Sin duda era un Simbad el Marino italiano.
Cuando volvieron a salir al puente principal, Chefalitione fue a ver al marqués de Montferrat.
—Mi señor, si lo permitís —le dijo—, me gustaría dirigirme al piloto.
—Vos sois el capitán —replicó Montferrat inclinándose ligeramente—. ¿Qué queréis decirle?
—Que continúe navegando a lo largo de la costa italiana. Quisiéramos ir a Nápoles, donde Casiopea tiene un volcán que explorar.
En el fondo del precipicio vio un terrible dragón que arrojaba fuego y que, con las fauces abiertas, esperaba a devorarle.
Jacobo de la Vorágine,
La leyenda dorada
De noche, los faros guían a los navíos hasta el puerto. Durante el día, los pilotos recurren a las costas o al sol. Pero existen algunos faros naturales que ayudan a los barcos también durante el día. Estos faros, o mejor dicho, estos faros invertidos, son los volcanes. Cuando una erupción se prepara, un largo penacho de humo se eleva en el cielo, indicando que es preferible mantenerse a distancia de la costa si uno no quiere arriesgarse a recibir una lluvia de piedras o cenizas. Afortunadamente, las erupciones son poco frecuentes.
Sin embargo, en esa mañana oscura de enero, Chefalitione se sentía inquieto.
—Esto no presagia nada bueno —dijo contemplando la densa acumulación nubosa roja y negra que se extendía por encima de Nápoles.
El vientre de las nubes reflejaba la cólera del Vesubio. Reflejos escarlata nacían súbitamente en él mientras la tierra retumbaba, y luego una corta lluvia de gotas incandescentes caía sobre la orilla o sobre el mar, donde se transformaba en cenizas y en vapor de agua.
—Los antiguos dioses no quieren saber nada de nosotros —murmuró el capitán Chefalitione.
—Tengo la impresión de oír la forja de Hefesto repicando en el fondo de las entrañas del Vesubio —comentó Montferrat.
—La fooorja se encuentra en el Eeetna —le corrigió Rufino en tono severo.
—¡Y eso qué importa!
Casiopea no les escuchaba. Fascinada, contemplaba los arrabales de Nápoles, bordeados de colinas grisáceas. Tejados de piedras amarillas cubrían las casas de los habitantes de la región, que cultivaban viñas plantadas al borde del Vesubio, viñas que daban un vino célebre en el mundo entero: el Lacryma Christi.
—¿Qué hacemos, capitán? —preguntó el piloto de La Stella di Dio—. ¿Seguimos rumbo a Nápoles, o nos desviamos para mantenernos a resguardo?
Chefalitione se volvió hacia Casiopea.
—¿Qué opináis vos?
—Opino —respondió Casiopea— que no correríamos un gran riesgo si nos acercáramos un poco.
—Justameeente contemplando el Vesuuubio de lejos, Pliiinio el Viejo perdió la viuda —señaló Rufino.
—Pues yo estoy de acuerdo con Casiopea —dijo Simón—. No tenemos por qué tener miedo de unos haces de chispas y de dos o tres nubes. Acerquémonos, o bien alejémonos rápidamente. En cualquier caso, no hay tiempo que perder.
—Rumbo el este —dijo simplemente Chefalitione al piloto.
Después de navegar durante un rato a lo largo de la costa, salpicada do embarcaciones a bordo de las cuales se habían refugiado los habitantes del golfo de Nápoles, se encontraron bajo una densa cubierta nubosa, estriada de franjas de humo amarillas y negras.
Al ver que seguían acercándose, un hombre les gritó desde un pequeño barco de pesca con el puente totalmente cubierto de niños y mujeres vestidas de negro.
—¡Estáis locos!
Pasaron de largo sin responderle, sabiendo que tenía razón.
Al cabo de solo un cuarto de hora de navegación, pudieron distinguir la vegetación que crecía junto a la orilla. En su mayor parte había permanecido intacta, aunque algunas zonas habían quedado reducidas a cenizas en los inicios de la erupción y en dos o tres puntos, como si fueran faroles que señalaban el peligro, la maleza aún seguía ardiendo.
—Huele a azufre —afirmó Casiopea.
—La boca de los infiernos —comentó Chefalitione—. Se ha abierto. ¿Aún seguís queriendo desembarcar?
—Sí.
—Muy bien. Pero para encontrarle, debemos permanecer vivos, ¿no es verdad?
Casiopea sonrió.
—Acerquémonos a una distancia razonable —propuso—. No quiero poneros en peligro. Ya habéis perdido bastante.
—Unos centenares de miles de besantes de oro —precisó el marqués de Montferrat—. Lo suficiente para equipar a todo un ejército…
—Dejadme desembarcar y luego partid. Me las arreglaré sola.
—¡De ningún modo! —gritaron al unísono Chefalitione y Montferrat.
—¡A donde tú vayas, yo iré! —insistió Simón.
—Cooomo tú quieeeras —susurró Rufino.
Finalmente, el marqués entrelazó las manos de Casiopea en las suyas y le dijo:
—Si por desgracia tuviéramos que huir a causa de una violenta erupción, no me perdonaría nunca haberos abandonado en este infierno.
Ella guardó silencio un momento; luego le dio las gracias y respondió:
—Vos sois el rey que Tierra Santa necesita. Debéis permanecer con vida.
Montferrat le soltó las manos, y entonces Casiopea se volvió hacia Chefalitione.
—En cuanto a vos —dijo—, Fenicia no nos perdonaría nunca que os hubiéramos sacado de los calabozos del Vaticano para haceros morir en las laderas del Vesubio. Quedaos con vuestros hombres. Os necesitan. Y Montferrat, también.
El capitán asintió con la cabeza sin decir palabra.
—Yo te acompaño —dijo simplemente Simón cuando Casiopea le miró.
—Gracias —musitó ella.
El barco surcaba las aguas negras del golfo de Nápoles, sobre el que surgía, rugiendo y humeando a la vez, la cima del Vesubio. En esta estación debería estar cubierta de nieve; pero, a juzgar por su tono terroso, parecía haber perdido su capuchón. Probablemente a causa de la erupción que se preparaba.
—Percibe que llegamos —dijo Casiopea sin perder de vista a su halcón.
El ave volaba por encima del volcán, cuyas dos cumbres dominaban una bahía festoneada de olivares, viñas y barracas abandonadas.
—Nuestro próximo adversario —murmuró Simón sujetando la empuñadura de su espada.
Casiopea no pudo evitar una sonrisa. «No se hace frente a un volcán con una espada», pensó, pero se guardó de manifestar su pensamiento en voz alta.
Finalmente eligieron un lugar donde La Stella di Dio les esperaría al abrigo de los caprichos del volcán. Después de echar el ancla, Chefalitione se acercó a Casiopea con un mapa en la mano.
—Tomad. Es el mapa de los infiernos que trazó mi antepasado Virgilio. Os será útil.
Casiopea cogió el mapa, le dio las gracias y luego saltó a la chalupa donde la esperaba Simón. Dos valientes marineros les ayudaron a remar hasta la costa. En algunos lugares, el mar hervía. Las burbujas reventaban las olas, dejando escapar a la atmósfera efluvios sulfurosos. Peces muertos flotaban en la superficie panza arriba.
—No es la boca del diablo —gruñó Simón—. ¡Es su culo!
Desembarcaron en una playa de guijarros e hicieron rodar bajo sus botas las piedras negras para alcanzar cuanto antes las alturas de la bahía. Detrás de ellos, con unos golpes de remo la pequeña chalupa se alejó, lo bastante lejos de la orilla para mantenerse al abrigo de una eventual colada de lava pero lo suficientemente cerca para que Casiopea y Simón pudieran alcanzarla a nado.
Todavía era por la mañana y, sin embargo, parecía que se acercara la noche. Casiopea miró alrededor, nerviosa.
—¿Qué buscas? —preguntó Simón.
—A mi halcón. Ya no lo veo.
Simón levantó la vista y escrutó las nubes que se amontonaban sobre ellos.
—Tal vez esté oculto en una de ellas —dijo.
—Tal vez.
Se dirigieron hacia un camino en pendiente que discurría entre las viñas, donde flotaban unos vapores sulfurosos que les obligaron a colocarse un paño sobre la nariz. Una tierra quemada, con algunas hayas y pinos piñoneros aquí y allá reducidos al estado de muñones calcinados… Y ni rastro de vida animal o humana. «¿Dónde están los habitantes? ¿Y los pájaros?» Casiopea sintió que su corazón se aceleraba y que empezaba a dominarla el pánico. Tragó saliva, esforzándose en olvidar el miedo y en mantener los ojos fijos en la cima del Vesubio.
De hecho, no era una sino dos. Y ambas humeaban, aunque aquella hacia la que subían lo hacía un poco menos que la otra. Chefalitione le había explicado que esta cumbre —la más pequeña de las dos— bordeaba dos inmensos valles, uno llamado el «valle del Infierno», y el otro el «valle del Gigante», lo que había parecido un buen augurio a Casiopea. Porque, para ella, el gigante era Gargano: una montaña hecha hombre que había sido su padrino en sus años jóvenes. «Gargano —pensó—, guíame…»
Bajó los párpados y ascendió todavía unos metros sintiendo cómo el suelo le quemaba los pies, mientras un aire tórrido le achicharraba los pulmones y penachos de vapores amarillos escapaban de la tierra silbando.
—¡Casiopea!
Se detuvo y miró hacia atrás. Simón estaba ahí, jadeando. Tenía los ojos rojos y unas ojeras profundas donde se leía la fatiga y el miedo.
—Vas demasiado rápido —dijo.
—Creía que tenías prisa.
Con las manos apoyadas sobre las rodillas, Simón suplicó:
—Descansemos un poco…
Casiopea se sentó directamente sobre las piedras ardientes, pensando que solo a unos pies por debajo de ellos rugía un torrente de lava. ¿El Flegetonte? A lo lejos, detrás de Simón, un cuadrado blanco perdido en medio de las olas señalaba a La Stella di Dio, velando por ellos como una gallina por sus polluelos. Esta visión le devolvió la esperanza y se dijo que debían continuar. «No podemos renunciar cuando aún no hemos tenido que enfrentarnos a nada. Ningún obstáculo se ha alzado ante nosotros, ningún demonio.»
Esta idea le provocó un estremecimiento, y desenvainó a Crucífera. La espada tenía la particularidad de emitir una fría luz azul en presencia del peligro. Pero la hoja seguía del color del acero. De pronto, la mirada de Casiopea se cruzó con la de Simón. Se sintió ridícula y volvió a envainar a Crucífera. «No será ella la que nos salve…»
Simón esbozó una sonrisa y besó el fragmento de cruz que había extraído de la tumba de su padre.
—Podemos seguir, gracias —dijo.
Se acercó a Casiopea y la asió del brazo.
—Espero que tu capitán Chefalitione no se haya equivocado y que su Virgilio tenga razón.
—Yo también.
En el aire saturado de niebla, Simón guardó silencio un instante.
—Te habrás dado cuenta de que solo yo te acompaño —declaró con altivez—. Todos tus amigos, ese capitán, el marqués, por no hablar de Rufino… se han mantenido a resguardo a bordo de La Stella di Dio.