Read Las siete puertas del infierno Online
Authors: David Camus
—No tengáis miedo —prosiguió la voz—. Le debéis la vida.
Emmanuel pestañeó y trató de atravesar con la mirada la oscuridad en que estaba bañado el árbol. Fue en vano.
—Pero ¿dónde estáis? —preguntó—. ¿Por qué no os mostráis?
—No puedo desplazarme…
En ese momento, Emmanuel comprendió que la voz provenía directamente del árbol, de una cavidad que se abría en lo que al principio había tomado por un nudo. Justo por encima de esta cavidad, otros dos nudos representaban un par de ojos, a los que las vetas de la madera proporcionaban unas cejas tupidas. Las ramas, que un viento invisible agitaba a ratos, formaban los cabellos y la barba. Realmente se hubiera dicho que era un hombre tallado en un sicómoro.
—Excelencia, ¿qué os ocurrió?
—Me convertí en árbol, hermano Emmanuel —dijo Guillermo de Tiro agitando las ramas.
—Veo que me reconocéis…
—Teniendo, como tengo, a guisa de párpados, dos pesados pedazos de corteza que me cuesta un esfuerzo enorme levantar, podría decirse que sufro de ceguera… Pero ella me ha dicho tu nombre. Igual que me había predicho que vendrías.
—¿Ella?
—La Emparedada.
Y así Emmanuel se enteró de que el lugar donde se encontraba se llamaba «el oasis de las Cenobitas». Este oasis había sido, hasta fecha reciente, el reino de las amazonas; pero, en septiembre de 1187, una horda de beduinos desalmados lo había saqueado y luego arrasado, por orden de los asesinos. Guillermo había sobrevivido gracias a este árbol, plantado en tiempos de Abel. Un sicómoro del que en otra época los romanos habían tallado la madera de la Vera Cruz, dejando en él una profunda llaga, purulenta de sabia, en la que Guillermo se había refugiado durante la destrucción del oasis. En cuanto a la Emparedada, probablemente era una inmortal.
—Te presento a la reina María. Ella fue quien, en el año 614 de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo, pidió a su marido, el rey de los persas, que le llevara la Vera Cruz. Durante mucho tiempo reinó en este oasis, antes de legarlo a las amazonas…
—¿Realmente es inmortal?
—En todo caso es junto conmigo, la única persona que sobrevivió a la destrucción de este oasis.
—Entonces debe de sufrir terriblemente.
—No, no lo creo —susurró el viejo árbol—. Me atrevería a decir incluso que no lo recuerda. Porque ella era el oráculo de las amazonas, su adivina. Y el don que Dios le concedió tiene su contrapartida. Conoce el porvenir, pero no sabe nada del pasado…
—¿El pasado? —le interrumpió Emmanuel, alterado—. ¡Ya no es momento de preocuparse por él! Debo volver al Krak para prevenir a mis hermanos hospitalarios. El convoy ha sido atacado. ¡Los templarios nos han traicionado!
Emmanuel aludía a la misión que le había confiado el comendador del Krak de los Caballeros, Alexis de Beaujeu: ir al encuentro de los hospitalarios encargados de llevar al Krak el rescate destinado a recuperar la Vera Cruz, tomada a los francos por los árabes en el desastre de Hattin. Esta misión había fracasado. Templarios y asesinos les habían atacado ignominiosamente para arrebatarles el oro y aniquilarlos.
—Paciencia —susurró el viejo árbol—. Empieza por curarte; luego pensaremos en eso.
—Pero ¿cuándo? —gritó Emmanuel—. ¡Tengo que irme de aquí! ¡Jerusalén está en peligro!
—Ya ha caído.
—¿Cómo lo sabéis? ¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?
—Hace más de tres meses. Pronto será el 1 de enero, día de la Circuncisión del Señor, del año 1188…
Presa del pánico, Emmanuel trató de incorporarse, pero la cabeza le daba vueltas. Su visión se oscureció, como invadida por un enjambre de gruesas moscas negras.
—Tengo que irme —dijo jadeando—. No quiero morir aquí…
—Tu muerte no te pertenece —replicó simplemente el viejo árbol.
Pero Emmanuel no le oyó. Se había desvanecido de nuevo.
Aquí llegan a su fin nuestros tormentos, este será nuestro dominio.
Anónimo,
El libro de Eneas
Norte de Francia, 1 de enero de 1.188
Unos días después de haber recibido de manos de su hijo el fragmento de la Vera Cruz que le había encargado que fuera a buscar a Tierra Santa, el conde Étienne de Roquefeuille murió. No fue una muerte triste. Convencido de que iría al paraíso —gracias a la santa reliquia traída por Simón—, el conde entregó el alma sonriendo, orgulloso y feliz de saber que su hijo pequeño se había convertido por fin en un hombre y que había encontrado, en la persona de Casiopea, a una joven digna de él.
Pero mientras bajaban al panteón de los Roquefeuille el pesado ataúd que contenía los restos mortales del conde, Casiopea no podía dejar de pensar en su padre. También él estaba muerto. Y en su caso no había habido tumba de mármol ni oración, ni oficiante ni misa, ni una multitud que esperara fuera llorando. Solo un inmenso dolor, y, como mortaja, las llamas que devoraban su cuerpo. «¡Simón! —se oyó aullar de nuevo—. ¡Hay que salvar a Morgennes!»
Sin embargo, por desgracia tampoco Simón había podido impedir que el valeroso hospitalario cayera en el Pozo de las Almas, y de allí al infierno.
Esto había ocurrido en 1187, apenas iniciado el mes de octubre, ¡jornada de gloria para los sarracenos, que ese día se apoderaban de Jerusalén! La Ciudad Santa, después de haber sido conquistada en 1099 por los ejércitos cristianos, volvía a ser musulmana. La cristiandad estaba de luto. Pero no tanto como Casiopea, cuyo dolor se había acrecentado al enterarse, por una carta de su madre, de que Morgennes era su padre.
En el mismo momento en que el ataúd entraba en su nicho de piedra, Casiopea se sintió mareada y se sujetó a Simón, que la sostuvo con mano firme.
—Puedes apoyarte en mí —le dijo—. Estoy aquí.
—Gracias —murmuró ella.
Un sacerdote agitó vigorosamente el incensario, mientras en el aire helado vibraba el tañido fúnebre de las campanas.
—¡Espera! —gritó Simón en el momento en que un obrero levantaba la losa destinada a sellar la abertura de la tumba—. Quisiera verlo por última vez…
Dos ayudantes izaron el ataúd, cerrado únicamente por una tela de lino en la que figuraba el blasón de los Roquefeuille: un oso erguido sobre sus patas traseras. Simón levantó la tela y miró a su padre. Tenía los ojos cerrados, y una sonrisa franca se dibujaba en su rostro. Simón tiró un poco más del paño justo por debajo de las manos del difunto. Estaban cruzadas sobre su pecho y sujetaban un minúsculo objeto: el fragmento de la Vera Cruz que él le había traído.
Salvo que no se trataba exactamente de la Vera Cruz, sino de la que todos —en Tierra Santa y fuera de ella— habían tomado por tal. Solo un puñado de hombres habían descubierto, al mismo tiempo que Morgennes, que esta cruz no era la Vera Cruz. «Es la cruz de Morgennes», se dijo Simón.
«Y ahora es mía.»
La arrancó de los dedos de su padre, teniendo cuidado de que no le vieran el sacerdote ni sus ayudantes, que de todos modos habían apartado respetuosamente la vista.
—¿Qué haces? —preguntó Casiopea a Simón.
—Recupero mi bien…
Simón introdujo el pequeño pedazo de cruz en la bolsa que llevaba atada a su cintura, volvió a colocar la tela en su lugar y dio orden a los obreros de que hundieran el ataúd en su nicho y luego lo sellaran.
Como no tenía ningún primo y sus cuatro hermanos habían muerto, Simón era el último de los Roquefeuille. Pero no tenía en absoluto la intención de seguir siéndolo.
Pensando en el Juicio, se consideraba culpable; pensando en el Infierno, se consideraba digna de ser torturada en él.
Jacobo de la Vorágine,
La leyenda dorada
Puerto de Marsella, 8 de enero de 1.189
A pesar de la fina granizada que caía sobre Marsella, Casiopea se resistía a abandonar el puente de La Stella di Dio, la nave que debía conducirla a Tierra Santa. Con las dos manos apoyadas sobre la delgada película de escarcha que recubría la borda, contemplaba Marsella envuelta en nieve. La ciudad, al otro lado del muelle, era de una belleza sorprendente, irreal. Pequeñas columnas de humo desafiaban a la lluvia helada y ascendían hasta perderse entre las nubes.
—Brrr… —exclamó frotándose los brazos, con los ojos vueltos hacia la ciudad blanca—. Qué ganas tengo de volver a ver el sol…
Con todo, la joven no podía evitar pensar con recelo en lo que le esperaba en la otra orilla del Mediterráneo: un viaje terrorífico que muy pocos hombres —y aún menos mujeres— habían realizado antes que ella. Porque Casiopea tenía la intención de seguir los pasos de los mayores héroes de la Antigüedad y dirigirse a los infiernos. Para encontrar a su padre, descendería al fondo del Pozo de las Almas, en Jerusalén. «Si lo consigo —se dijo—, pronto añoraré este frío…»
De repente, una sombra la cubrió y se encontró al abrigo de la lluvia. Era Simón, que extendía una manta sobre ella.
—Cogerás frío —le dijo—. Ven a resguardarte dentro.
Casiopea volvió hacia él su bello y afligido rostro, con los cabellos chorreantes.
—No puedo, estoy esperando.
—¿A quién?
—A Conrado de Montferrat.
Sin dejar de proteger a Casiopea, Simón contempló también la ciudad. De un momento a otro, Conrado de Montferrat volvería con el joven Josías de Tiro, a quien había ido a buscar a Notre-Dame de la Galline, y por fin podrían partir a Tierra Santa, y a los infiernos.
—Encontraremos a tu padre, te lo prometo —dijo acercándose un poco más a Casiopea.
Percibía el calor de su cuerpo, el olor de sus cabellos, y veía incluso sobre su piel —en el lugar donde el cuello se fundía con el hombro— un pequeño lunar en forma de zanahoria. «Te amo. Pero ¿cómo decírtelo?»
Inspiró una profunda bocanada de aire húmedo, sintió cómo el frío penetraba en sus pulmones y pensó: «Desde que Morgennes murió y tu madre te dijo quién era tu padre, es como si todo rastro de vida hubiera huido de ti. Pareces una vela que acaban de apagar de un soplido. ¡Oh, Casiopea, mi tierna y dulce amada, no te dejes extinguir! Yo estoy aquí, soy fuerte. ¡Lo suficiente para reavivar tu llama y salvaros a tu padre y a ti! No lo olvides, no olvides jamás que yo soy el único que puede comprenderte…».
Se acercó un poco más a su amada, apretándose casi contra su cuerpo. «Me gustaría tanto calentarte, darte esperanza, calor y luz.»
En ese momento tuvo una idea. Tenía en su limosnera el pedacito de cruz que le había quitado a su padre. Y en su limosnera, el pedacito de cruz parecía gritarle: «¡Vamos, cógeme, yo soy la solución! Me robaste a tu padre para que él fuera al infierno, lo sé.
Pero también me cogiste para ofrecerme a Casiopea. Después de todo, ¿no soy un fragmento de la cruz que su padre había guardado creyendo que era la Vera Cruz? Deberías ofrecerme a ella. Caería en tus brazos…»
Simón parpadeó. Llovía tan fuerte que en algunos puntos la lluvia atravesaba la manta, aplastándole los negros cabellos contra el rostro.
—Deberíamos volver abajo —insistió.
—Es estúpido —respondió ella—, pero tengo la sensación de que si me quedo aquí esperándole, Conrado de Montferrat volverá más rápido.
—Tal vez Josías aún no haya llegado…
Josías de Tiro era el joven arzobispo al que su difunta santidad Urbano III había confiado el encargo de convencer a los reyes de Francia y de Inglaterra de partir en cruzada… Conrado y él habían acordado que se encontrarían en Marsella, una vez el prelado hubiera cumplido su misión.
«Ante todo —se dijo Simón—, debo pedirle un favor una vez haya subido a bordo.»
—Me gustaría hablarte antes de que lleguen —le dijo a Casiopea haciendo acopio de valor—. Tal vez no sea el momento ideal, pero teniendo en cuenta lo que nos espera al otro lado del Mediterráneo, temo que no encontremos una ocasión mejor…
Desgraciadamente, Casiopea no le escuchaba. Su corazón y sus pensamientos estaban totalmente centrados en Morgennes. «Murió sin saber que yo era su hija. Si pudiera llegar a decírselo…» Pero ¿cómo se podía hablar con los muertos? ¿Rezando? «Por desgracia, si es verdad que se encuentra en el infierno, no podrá oírme…»
Su mirada se volvió hacia el mar, donde un sol pálido asomaba como una fina pestaña de luz amarilleando el horizonte. «Quiero decirle quién soy para él. Quiero decirle: "Morgennes, soy tu hija, Casiopea. Tú eres mi padre. Guyana de Saint-Pierre es mi madre…".» Pero se veía obligada a esperar, a esperar y seguir esperando, lo que le resultaba muy difícil de soportar. «Cada minuto que paso aquí tal vez corresponda a un año de suplicio para mi padre…»
—¿Y bien? —preguntó Simón.
Casiopea le miró y comprendió que le había preguntado algo importante. Tenía la impresión de oír un signo de interrogación agitándose febrilmente en el aire en torno a ella. Como para confirmar esta sensación, en los ojos de Simón se percibía esa clase de inquietud que normalmente se reserva a los asuntos más graves. A pesar de ello, su cara seguía siendo la de un monaguillo. Su corta barba no cambiaba nada en ese aspecto. Olía a cirio y a hostia.
La situación la hizo sentirse incómoda. ¿Qué le había preguntado? ¿Cómo no ofenderle? ¿Qué podía contestarle? Demasiado tarde. Hay preguntas a las que debe responderse sin reflexionar, sin vacilaciones. La de Simón pertenecía a esta categoría.
—No me escuchabas, ¿verdad? —se lamentó Simón.
—Perdona, pensaba en Morgennes. Me hubiera gustado tener un padre, como lo has tenido tú.