Read Las siete puertas del infierno Online
Authors: David Camus
—Emmanuel, ¿vuestro corazón pertenece a alguien? —inquirió Guyana.
—Sí, señora —respondió Emmanuel.
—Oh —dijo Guyana con cierta decepción—. ¿Puedo saber el nombre de aquella que tiene el honor de teneros por adorador?
—María, santa patraña de la Orden de los Hospitalarios —respondió Emmanuel.
«Entonces no todo está perdido —pensó Guyana—. Si yo he renunciado a Dios por Felipe, ¿por qué Emmanuel no podría renunciar a la Virgen por Casiopea?»
En ese momento Simón hizo su aparición. El joven estaba de un humor tan sombrío que a su alrededor el mismo aire parecía oscurecerse. Su aflicción se transmitió al jardín, donde los pájaros dejaron de cantar.
—¿Cómo os encontráis? —le preguntó Gargano, con los ojos rojos de fatiga.
Simón le lanzó una mirada que rebosaba odio.
—Salvaré a Morgennes, aunque tenga que perecer en el intento —replicó.
—Nadie os pide que lo hagáis—le dijo Guyana.
—Salvaré a Morgennes —se obstinó Simón—. Nadie aquí parece preocuparse por eso. Yo sí.
—¿Salvarle? Pero ¿de qué, de quién? —preguntó Emmanuel, preocupado, ya que nadie le había comunicado aún la terrible noticia—. ¿Alguien va a decirme por fin qué le ha ocurrido?
Gargano y Guyana de Saint-Pierre se volvieron hacia él, preguntándose cómo podrían anunciarle lo acontecido de la forma más delicada posible.
—¡Se encuentra en el infierno! —declaró bruscamente Simón.
—Lo lamento —dijo Gargano—. Iba a decírtelo, pero…
Emmanuel inclinó la cabeza tristemente, tratando de reprimir un estremecimiento. Un frío gélido le invadía. Por segunda vez en su vida, un ser querido le había abandonado, dejándole solo en el mundo.
—En fin —dijo respirando hondo—, no queda más que rezar.
—¡Rezar! —exclamó Simón, indignado—. Eso es bueno para los cobardes. Hay que pelear, con la espada en la mano, e ir a buscarlo.
Emmanuel levantó los ojos, rojos de tristeza.
—Nadie conoce mejor a Morgennes que yo —replicó—. Le serví mucho tiempo, como escudero. Y creo poder decir, noble y buen hermano caballero, que vuestros métodos no son los suyos. Dudo que él los aprobara.
—Poco me importa que los aprobara o no. Lo que cuenta es salvarle.
—¿Y qué piensa de eso Casiopea?
—Creo que ha renunciado a hacerlo.
—¿Cómo podéis decir semejante cosa? —intervino Guyana de Saint-Pierre—. Ella desafió a los fuegos del Vesubio, afrontó los de la Cúpula de la Roca, atravesó el desierto de Samiya y recorrió Tartaria, donde vos perdisteis la cabeza —concluyó apuntando con un dedo acusador a Simón.
—Yo la acompañé a cada uno de esos lugares. Si no hubiera estado ahí para salvarla del Vesubio, ni siquiera habría llegado a Tiro. Soy el único que ha creído en ella…
Hizo una pausa para contener su cólera.
—Nadie es más digno de ella y de Morgennes que yo —añadió dirigiéndose a Emmanuel con los puños temblorosos, como si se contuviera para no golpearle.
—Vamos, calmaos —le dijo Guyana de Saint-Pierre.
—¡Que me calme! Eso me dijo también Casiopea cuando nos encontramos frente a los demonios de Tartaria.
—Pero ¿de qué demonios estáis hablando?
—De los que
Crucífera
desenmascaró. Casiopea no quiso prestar atención a su resplandor, cuando la espada brillaba como nunca lo había hecho.
—¿Y si fueras tú el demonio? —preguntó Emmanuel.
Los ojos de Simón lanzaban chispas.
—Entonces ¡yo mismo me mataría! —declaró.
—Los mandamientos de tu Dios lo prohíben.
—Perfecto. ¡Así iré derecho al infierno y salvaré a Morgennes!
El intercambio de palabras entre los dos jóvenes había sido vivo, cargado de electricidad. Súbitamente, Simón se arrodilló a los pies de Guyana y le asió las manos.
—¡Por mi honor y mi fe, juro ante vos, noble y bella dama, que salvaré a Morgennes aunque para ello tenga que perder el alma!
—Levantaos, me dais miedo —respondió Guyana.
Simón se levantó, en medio de un silencio que Gargano turbó para citar a su viejo amigo Chrétien de Troyes: «¡Bien loco es quien desea su propia muerte como haces tú, por inconsciencia!».
—Mi muerte no es nada al lado de la maldición eterna a la que condenáis a Morgennes —espetó Simón sin mirar al gigante.
Luego retrocedió un paso para tenerlos a los tres en su campo de visión.
—Y si afirmáis que le amáis, estáis mintiendo —añadió.
Dicho esto, volvió a su habitación.
—Se ha vuelto completamente loco —dijo Guyana de Saint-Pierre.
—¿Vuelto? —replicó Emmanuel, que empezaba a preguntarse si no había visto ya antes a Simón en algún sitio.
Saben mucho de encantamientos y artes diabólicas, y se pasan el tiempo invocando a los demonios.
Marco Polo,
El descubrimiento del mundo
Montado sobre Extasis Místico, Saladino desfilaba en medio de la multitud.
La gente se esforzaba para acercarse al sultán, con la esperanza de tocar su caftán o, a falta de algo mejor, su caballo; pero los mamelucos vigilaban, formando entre la multitud y Saladino un muro de lanzas y cimitarras, y no dudaban en rechazar violentamente a los atrevidos. Porque en Damasco, tan cerca del Yebel Ansariya, donde los asesinos tenían su feudo, era preciso extremar las precauciones.
Aquí más que en El Cairo, la multitud tenía muchas razones para acercarse a Saladino; ya fuese porque lo adoraban (tras detestar a su predecesor, Nur al-Din), ya fuese porque lo detestaban (tras adorar a su predecesor Nur al-Din), ya fuese porque lo detestaban igual que habían detestado a Nur al-Din —y ese era el caso de los asesinos—. Mantener a la multitud apartada de aquellos a los que adulaba u odiaba no era tarea fácil. A veces, un adorador demasiado entusiasta recibía una lanzada por haber querido acariciar el caftán del sultán. «Alabado sea Alá —decían entonces sus amigos—. ¡No hay que compadecerle! Ahora está en el paraíso. ¡Alá es grande!» Morir por eso estaba casi tan bien como morir por haber tratado de besar la Kaaba, con ocasión del peregrinaje a La Meca.
Pero Saladino no tenía ninguna gana de que murieran por él. Morir por el islam o por Jerusalén, de acuerdo; pero morir por haber rozado su túnica… «¡Qué sandez!»
En ese día 27 de rajab de 566, primer aniversario de la reconquista de Jerusalén, el sultán estaba embargado por todo tipo de emociones positivas y negativas. Sí, negativas también. Porque ¿quién podía saber con cuántos adeptos contaba, entre ese gentío, Rachideddin Sinan, el Viejo de la Montaña?
Mientras observaba a la multitud que había acudido a saludarle, Saladino se preguntaba: «Y ese, con sus gritos entusiastas, ¿no sacará un kandjar de debajo de la camisa y se lanzará sobre mí? Y ese otro, que sonríe bobaliconamente, ¿quién puede asegurarme que no es un conspirador?».
Pero, una vez más, Saladino decidió ponerse en manos de Alá, el único amo de nuestros destinos. Recordó lo que le había dicho en otro tiempo Sohrawardi, cuando estudiaban el Corán en compañía de Nur al-Din: «No olvides que todo lo que te sucede no podía ser evitado y que lo que no te sucede no podía sucederte. ..». Saladino suspiró y luego sonrió. «En ese caso, ¿para qué sirven mis mamelucos?»
Su mirada se volvió hacia los soldados que componían su guardia personal, y pensó en esos esclavos comprados de niños en los mercados del bajo Volga. Con sus túnicas amarillo azafrán, se hubiera dicho que eran espigas de trigo rodeando a un cuervo.
Al lado del sultán cabalgaba Shams al-Dawla Turansha, el
atabek
de Damasco, que por fin acababa de dar por concluida la larga y difícil misión que Saladino le había encomendado. Se trataba de explorar los mil y un subterráneos que gangrenaban el subsuelo del mercado de Damasco, a fin de extirpar de ellos a los asesinos. Por desgracia, como los topos, estos no se habían dejado atrapar fácilmente, y las galerías que habían excavado no se extendían solo bajo la plaza del mercado.
—… sino bajo toda la ciudad, e incluso más allá, excelencia —dijo jadeando el gordo
atabek
, con la frente brillante de sudor.
—Razón de más para expulsarlos de ahí —replicó Saladino.
—Es que estos subterráneos constan de varios niveles, serenísima.
—Envía más hombres.
—Ya está hecho, Grandeza del Islam.
—¿Y te han presentado su informe?
—Aún no, oh Pilar de la Religión.
—Acaba ya con tus zalemas y explícame por qué tus soldados aún no han realizado un informe.
—Es que no han vuelto, oh Saladino.
—Pero si me has dicho que la investigación estaba cerrada.
—Lo está, igual que estos subterráneos.
—¿Y eso significa…?
—Los he hecho tapar. Equipos de zapadores han provocado un derrumbe. Los asesinos no podrán utilizarlos nunca más para salir a su antojo en tal o cual punto de la gran, silenciosa y blanca Damasco.
«De hecho —se dijo Saladino—, este incapaz ha acabado por encontrar el medio de librarse del problema.»
En la plaza del mercado, donde el año anterior había acontecido el drama, la vida había vuelto por sus fueros. Desde el esclavo sobre el que llovían bastonazos, pasando por la hurí que bailaba al son de los tambores, hasta las ricas esposas que acudían a hacer sus compras, incluso los mendigos y los asnos, todo lo que hacía de un mercado un mercado se encontraba reunido aquí. Naranjas, limones, berenjenas y alcachofas compartían el espacio con un ruidoso revoltijo de corderos y cabras, traídos para ser degollados. Un armero ofrecía a los que no tenían cuchillo unos instrumentos soberbios aunque muy caros, fabricados por su vecino forjador, y otros no tan onerosos pero de buena calidad, abandonados en Hattin por los franjis.
Inmóvil en medio de la multitud, un hombre de elevada estatura, delgado y con una nariz muy ganchuda clavaba en Saladino su mirada de acero. A pesar de sus cabellos grises, no había perdido ni un ápice de su soberbia. Era el doctor Ibn al-Waqqar.
Saladino saltó de su caballo y se dirigió hacia el doctor, al que estrechó contra su pecho.
—La salud sea contigo —le dijo.
—Y contigo, mi sultán —respondió al-Waqqar—. ¿Estás contento de tu expedición?
—Sí y no —dijo Saladino con un gesto evasivo—. Pero ahora que estás aquí, siento que todo va mejor. ¿Y tú? ¿Estás contento con tu nuevo
bimaristan
?
—Más que contento, estoy encantado, y honrado. Porque me ha permitido curar a centenares de valientes. Así, por ejemplo, recientemente tu sobrina…
—Casiopea.
—Sí. Se restablece poco a poco gracias a mis cuidados.
—Querrás decir gracias a Alá, ¿verdad? —le corrigió Saladino.
—Gracias a los numerosos talentos que Alá me ha otorgado —respondió el médico con una sonrisa.
Saladino le devolvió la sonrisa y dio las gracias a una anciana que le había ofrecido una naranja.
—Está bien —dijo mientras empezaba a pelarla—. Vayamos a ver, pues, esa maravilla de
bimaristan
que me ha costado tan caro como una compañía de mamelucos…
—¡Pero que te ahorrará tener que volver a comprarla!
Saladino volvió a sonreír y se metió en la boca un gajo de naranja.
—He tomado una decisión —dijo masticando.
—¿Cuál?
—Como sabes, he tenido que renunciar a apoderarme de Tiro. Esos perros sarnosos de los franjis esperan, sin duda, que anuncie algunas medidas punitivas. Pero voy a hacer todo lo contrario. Me lo agradecerán, me alabarán en sus canciones y relatos, y en realidad, lejos de serles útil, esta acción les perjudicará más que una ofensiva militar.
—¿Qué acción?
—Voy a liberar, entre otros prisioneros, al maestre de los templarios, al que retengo en mis calabozos desde la reconquista de Jerusalén. Conrado de Montferrat es un temible adversario, demasiado astuto para mi gusto. De modo que reforzaré los poderes de su principal competidor, el antiguo rey de Jerusalén Guido de Lusignan, devolviéndole a su más fiel aliado.
—¿Gerardo de Ridefort?
—¿Qué mejor que un templario para sembrar cizaña en el campo de esos perros infieles?
Saladino sonrió de nuevo y tomó otro gajo. En ese momento su mano tocó algo viscoso. ¡La naranja estaba infestada de gusanos! La soltó y la fruta reventó contra el suelo, donde las larvas se pusieron a reptar. Entre los pedazos de naranja agusanada apareció un pedazo de papel. Ibn al-Waqqar se inclinó para recogerlo, apartó los gusanos que corrían sobre él y se lo tendió a Saladino, que lo desdobló y leyó: «Estás en nuestro poder».
Justo debajo de esta frase, una mano blanca en filigrana evocaba el motivo de una telaraña. Se trataba del símbolo de los asesinos: la mano del imán oculto que, más allá de la muerte, guiaba a sus discípulos hacia la Verdad.
No hay remedio para todos los males de la tierra. El mío está tan profundamente enraizado que no puede ser curado.
Chrétien de Troyes,
Cligès
Alertado por los clamores, Simón miró por la ventana de su habitación. Saladino acababa de entrar en el
bimaristan
, seguido por el doctor Ibn al-Waqqar, por sus guardias y por un inmenso corro de cortesanos que lanzaban gritos histéricos, como si se hubiera producido una tragedia.
—¡Por Alá, conservad la calma! —gritaba el médico—. ¡Y que me traigan mis electuarios, rápido!
Asistentes con blusas negras corrían en todas direcciones, temiendo despertar sospechas si no desarrollaban una actividad frenética.
—¿Qué ocuuurre? —preguntó Rufino desde la mesa donde Simón lo había colocado.
—Con un poco de suerte, tal vez reviente —dijo simplemente Simón.
—¿Quiéeen?
—Saladino —espetó Simón—. Tengo la impresión de que ha sido víctima de una tentativa de asesinato…
—¡Dios mío, qué draaama! ¡Espero que se recupeeere!
—Yo no. Quiero que reviente entre atroces sufrimientos.
—¡Oh! No es muy amaaable querer semejante cooosa. Es el tío de Casiopeeea, no puedes desearle algo asíii.
—Se lo deseo mil veces.
—Estás enfadaaado a causa de Emmanueeel. Ves en él a un rivaaal, porque os ha salvaaado.
—No ha sido él quien nos ha salvado, sino Gargano.
—Entooonces, puede que estés enfadaaado porque te sientes culpaaable…
—¿Culpable? ¿De qué, por todos los cielos?
—De haber perdiiido el controool de esa manera, con los táaartaros.