Las siete puertas del infierno (32 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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—¿Qué queréis decir?

—De los Diez, solo quedo yo —respondió Yahyah, compungido.

—Tío, este muchacho ha demostrado sobradamente su bravura. ¿No se le podría recompensar?

Saladino se acarició su barbita de chivo.

—Desde luego que sí —declaró—. Le enviaré a Tiro para que consolide nuestras posiciones allí.

—Gracias, excelencia —dijo Yahyah inclinándose.

—Hacéis de Yahyah el enemigo de mis amigos —murmuró Casiopea.

—Solo el de esos perros franjis —replicó Saladino.

Casiopea tomó las manos de su tío entre las suyas.

—¿Así que no habéis renunciado a apoderaros de Tiro? —inquirió.

El sultán levantó los ojos al cielo.

—Desgraciadamente, aunque la mayoría de los infieles son unos imbéciles, este Conrado de Montferrat ha olvidado serlo. Me ofreció una resistencia tan firme que provisionalmente renuncié a tomar la ciudad al asalto.

Casiopea esbozó una media sonrisa, ya que esa noticia no era forzosamente mala para ella.

—¿Y ahora?

—Como acabo de decir, consolido mis posiciones.

—¿Mientras buscáis el modo de debilitar las de vuestros enemigos?

—No, eso ya no lo busco. Lo he encontrado.

—¿Qué vais a hacer?

Saladino sonrió a su sobrina y la besó tiernamente en la frente.

—Te amo demasiado para explicarte mis secretos. No olvido que tu padre era un hospitalario, y que tu madre…

—Se encuentra a vuestra espalda… —dijo una voz tan reconocible como su nombre detrás de Saladino.

Soltándose de las manos de Casiopea, el sultán se levantó y observó largamente a su prima, Guyana de Saint-Pierre. Buscaba en ella un rasgo, una expresión, que le recordara a su tío, Shirkuh el Voluntarioso. Y como ocurre a menudo en esos casos, la encontró en sus ojos. La mirada de Guyana de Saint-Pierre brillaba de picardía e ingenio. Además, dos finas arrugas de sonrisa, en las comisuras de sus labios, hablaban de su amor por la vida, incluso en las peores pruebas. Guyana era una mujer de porte orgulloso y carácter decidido. No era sorprendente que siempre se hubiera negado a convertirse y que hubiera huido con Morgennes, antes de dejarle.

—¿De modo que vos sois la esposa de Morgennes, la madre de Casiopea?

—Para vos soy sobre todo la hija de Shirkuh. Así como, espero, vuestra bienamada prima…

—Pues bien, mi bienamada prima —dijo Saladino mesándose la barba—, habladme sin rodeos y decidme con franqueza: ¿la vida aquí no vale infinitamente más que la vida en Francia?

—No cuando se es una mujer, excelencia.

—Las mujeres no tienen las mismas necesidades que los hombres.

—No discutamos. Os estoy infinitamente agradecida por habernos acogido, a mi hija y a mí, en este
bimaristan
, que está, lo sé, prohibido a las personas del sexo femenino. Estoy en deuda con vos…

—Tío, madre, si me lo permitís, me despediré de vosotros —les interrumpió Casiopea—, porque no tengo intención de eternizarme aquí, aunque este lugar se parezca al paraíso. Mi queridísimo tío, a vos que habéis tenido la bondad de pedir al doctor Ibn al-Waqqar que se ocupe de mí, no sé qué puedo deciros, aparte de manifestaros, como mi madre, mi infinito agradecimiento. En cuanto a ti, mamá, gracias también. Por todo lo que has hecho. No sé si volveremos a vernos, pero quiero que sepas que haré lo que me has dicho y reemprenderé sin tardar la redacción de mi
Continuación y fin de Perceval
, demasiado tiempo diferida.

—Es una excelente decisión —dijo Guyana de Saint-Pierre.

—Sin duda —aprobó Saladino con una fina sonrisa.

—¿Puedo entrar? —preguntó Emmanuel, asomando la cabeza por la puerta entreabierta de la habitación.

—Vamos, dejadle pasar —dijo Saladino a uno de los mamelucos, que amenazaba al joven con su sable—. Es uno de los valientes que socorrieron a mi sobrina…

Mientras Emmanuel entraba, Casiopea le dio las gracias efusivamente por haberla salvado. El hospitalario se sonrojó, balbució que «todo el honor» era suyo y que por otra parte se había contentado con seguir a Gargano, y que él mismo había sido salvado y que no podía hacer menos por la hija de Morgennes, y que, y que, y que… Daba la impresión de que no podía parar de hablar, y continuaba encadenando frases como para ocultar su turbación.

Saladino miró a su sobrina, y en ese momento tomó conciencia de que hubiera podido perderla. «Qué orgulloso estoy de ella —pensó—. ¡Lástima que no sea un hombre, hubiera sido un sobrino magnífico!» Cierto que por sus venas corría más sangre cristiana que musulmana, pero la sangre musulmana era de tal calidad, se decía, que una sola gota bastaba para hacer bascular un océano de sangre cristiana del lado del islam.

—Si partís —dijo Saladino—, deberíais uniros a la caravana de prisioneros cristianos a los que he autorizado a volver con los suyos. He dado orden a mis caballeros de que les escolten hasta Tiro, donde harán lo que mejor les parezca.

—Vuestra magnanimidad os perderá —observó Guyana.

—Tal vez sí —dijo Saladino con una sonrisa—. Y tal vez no.

En ese momento llamaron de nuevo a la puerta.

—¿Qué ocurre ahora? —se indignó Saladino, que empezaba a encontrar exasperante esa manía que tenían todos de entrar cuando había ordenado que no le molestaran.

El doctor Ibn al-Waqqar asomó la cabeza por la puerta.

—Tengo aquí a un tal Gargano que desearía hablaros —dijo.

—¡Que entre! —tronó Saladino—. Y vos también, ya que estáis aquí. De este modo ya estaremos todos…

Ibn al-Waqqar entró con Gargano, que le seguía con la cabeza baja y aire afligido.

—Gracias —murmuró el gigante.

—He pensado que os gustaría oír lo que tiene que deciros —explicó el médico.

Saladino clavó su mirada de acero en Gargano.

—Y bien, ¿qué tenéis que decirme? —inquirió.

—Simón ha conseguido huir —susurró el gigante.

—¿Cómo lo sabéis?

—Babucha me lo ha dicho.

—¿Babucha? ¿Quién es?

—Es mi perra —dijo Yahyah—. He tenido que dejarla en la puerta del
himaristan.

—¿Y cómo se explica eso? ¿Es que vuestra perra habla?

—No, ladra —precisó Gargano—. Pero resulta que yo sé hablar con los animales. Babucha me ha asegurado que había olfateado el olor de Simón…

—Si ha salido, sin duda mis mamelucos lo habrán detenido. Tienen orden de registrar a todo el mundo.

—Según ella, pasó por un subterráneo. Olfateó su olor a través de una boca de ventilación, y está segura: era él.

—¿Un subterráneo? ¡Qué diablos ocurre aquí! ¡Creía que…!

Loco de ira, Saladino gritó:

—¡Que me traigan a Shams al-Dawla Turansha! ¡Quiero hablar con ese hipopótamo!

Dos mamelucos partieron en busca del
atabek
de Damasco.

—Pero ¿qué hacía vuestra perra apostada en la entrada del hospital? —preguntó Saladino—. ¿Estaba de guardia?

—No —respondió Yahyah—. No tenía derecho a entrar.

Viendo que Saladino parecía sorprendido, el buen doctor Ibn al-Waqqar intervino.

—Excelencia, permitidme que os recuerde que vos mismo prohibisteis la entrada en este
bimaristan
a los animales y a las mujeres.

Capítulo 44

La maldad, la ignominia o la pereza no pueden conocer la decadencia; la caída es patrimonio de los valerosos.

Chrétien de Troyes,

Perceval o el cuento del Grial

«Los que no han querido saber nada de mí lo lamentarán amargamente —pensó Simón—. Como en los valerosos tiempos de los templarios blancos, me asocio con los asesinos. Salvo que hoy ya no tengo a mis antiguos compañeros. Reinaldo de Châtillon está muerto. Wash el-Rafid también… Pero qué importa eso: ¡fundaré una nueva orden! ¡Los caballeros de Simón!»

Ante él, el asesino avanzaba, guiando sus pasos, previniéndole.

—Procura no poner el pie en el centro del subterráneo, han colocado trampas. Mantente pegado al muro de la derecha.

—¿No al de la izquierda?

—Pregunta estúpida —le amonestó el asesino—. No responderé.

Simón se contuvo para no golpearle. Los asesinos no eran sus aliados. No. Pero podían serle útiles. Se trataba de buscar el modo de utilizarlos.

Avanzaron por corredores que rezumaban humedad y hormigueaban de cucarachas. Manchas verdosas se extendían por los muros como placas de sarna. En algunos lugares, extraños ecos se respondían: ruidos apagados de la ciudad, cosas que caían al agua, chillidos de ratas, «plics» y «plocs» diversos.

—¿Adonde me llevas? —preguntó Simón.

—Lejos de aquí, a un lugar seguro.

—¿Por qué haces esto?

—Porque mi amo lo ha ordenado.

—¿Rachideddin Sinan?

El asesino no respondió.

Caminaron durante cierto tiempo por una galería iluminada por unos pocos respiraderos que le daban un aspecto de calabozo. Del techo colgaban raíces. Algunas eran tan largas y estaban tan cerca las unas de las otras que formaban espesas cortinas, que el asesino apartaba con la mano. Finalmente desembocaron en una habitación redonda donde resonaba el fragor de unas aguas agitadas.

—Aquí convergen los siete ríos de Damasco —explicó el asesino—. Estamos en el corazón de la ciudad, en su alma…

El hombre se arrodilló sobre una reja metálica bajo la que hervían las aguas residuales de la ciudad y ordenó a Simón que le imitara.

—¡Prostérnate!

Simón dudó en obedecer al infiel, pero una fuerza desconocida le forzó a doblar las rodillas a pesar suyo. Ahí, en la bruma que flotaba sobre las aguas, una forma empezaba a aparecer. Simón parpadeó, tratando de distinguirla mejor a pesar de la ausencia de luz… «¿Papá?», preguntó creyendo reconocer los rasgos de su padre. Pero la imagen cambió, se borró. Ya no había nada. Probablemente era su imaginación, que se divertía haciéndole ver objetos en el vapor de agua, como se ven a veces en las nubes…

—¡De rodillas! —repitió el asesino.

Esta vez Simón consintió en arrodillarse. Colocando las manos bien planas sobre la reja, murmuró:

—Obedezco.

La forma en la bruma cambió de consistencia; pasó del blanco al rojo incandescente. Los ríos ya no parecían constituidos de agua, sino de lava. El calor aumentó. Simón se puso a sudar a chorros, como si estuviera en un horno. El fuego crepitaba suavemente, gruñendo y palpitando como el corazón de una fiera.

«El alma del mal —se dijo Simón—. Y el corazón de Damasco…»

Entonces comprendió que, a pesar de sus esfuerzos, los damascenos nunca podrían deshacerse de esas llamas. El fuego les gangrenaba. La ciudad no era más que una llaga, un forúnculo. Los perfumes de las magníficas rosas que florecían en sus jardines apenas conseguían enmascarar el infierno que las roía. Damasco era el mal, un mal inmenso, profundo, por encima del cual los damascenos se entregaban a sus ocupaciones como hormigas sobre un cuerpo putrefacto.

—¡Crucífera!
—siseó una voz extraña.

Simón levantó la cabeza y miró hacia las llamas. Pero ¿realmente había llamas? ¿O bien se encontraban en sus ojos, que encendían cualquier cosa sobre la que posara su mirada? Era eso, sí. No había más llamas que las que ardían en él y le hacían dirigir a todas las cosas una mirada inflamada.

—¡Crucífera!
—crepitó de nuevo la voz.

Era la misma que se había dirigido a él en el valle tenebroso.

—Sohrawardi —murmuró Simón—. ¿Sois vos?

—¡Soy aquel a quien llamaste! —se encendió la voz.

—¿Cuándo? ¿Dónde?

—En el Krak de los Caballeros. ¿Lo has olvidado ya?

—No.

—Tráeme a
Crucífera
—siseó la voz—, y te prometo que, a cambio, Morgennes se salvará y Casiopea será feliz.

—¿Y si además quiero que Emmanuel muera entre atroces sufrimientos?

—¿No es eso incompatible con la felicidad de Casiopea? Pero, en fin, si es lo que deseas… Dame a
Crucífera
y hablaremos de ello.

—¿Dónde? ¿Cuándo? De hecho, creía que habíais muerto.

—El fuego no muere nunca —dijo la voz.

—Sin embargo…

—Basta con una brasa. Poco importa el lugar. El fuego es la resurrección. ¡El fuego es la vida!

—Desde luego —aprobó Simón.

De pronto tuvo la sensación de que la temperatura había aumentado. Sudaba a mares. Gruesas gotas de sudor se perdían en sus cejas, en sus ojos.

—En cuanto a ti —prosiguió la voz de las llamas dirigiéndose al asesino—, esta es tu recompensa por haberme traído a este joven.

Bajo el asesino, la reja metálica empezó a enrojecer. Enseguida un olor a cerdo asado llenó el aire, mientras el hombre gemía y lanzaba aullidos de dolor, de atroz sufrimiento. Simón vio cómo se metamorfoseaba en una masa informe, en una mezcla de carne calcinada y ropa quemada. El hedor era tan sofocante que Simón sintió náuseas. Finalmente, antes de derrumbarse sobre la reja incandescente, una grieta obscena se abrió como una sonrisa en medio de su rostro carbonizado.

—Tú también sonreirás —dijeron las llamas al tiempo que se dirigían hacia Simón.

El joven templario levantó los ojos.

—Ahora que él ya no está aquí para guiarme, ¿adonde debo ir? —preguntó en el tono más firme que pudo.

Uno de los siete corredores que partían de la pequeña sala circular se inflamó súbitamente. Simón se sobresaltó, temiendo que las llamas le estuvieran destinadas, pero el fuego no le quemó; se limitó a mostrarle el camino. De hecho podía ver a algunas ratas de bigotes trémulos que hurgaban en los detritus.

—El fuego que no has encendido no te quemará —continuó la voz de las llamas.

Simón se levantó y avanzó por el corredor inflamado.

Capítulo 45

En efecto, Dios odia a los traidores y a la traición más que a cualquier otra falta.

Chrétien de Troyes,

Cligès

Tres mamelucos entraron y les liberaron de sus cadenas.

—¿Alguien ha pagado por fin nuestro rescate? —preguntó Gerardo de Ridefort.

Por toda respuesta, uno de los mamelucos le indicó la salida del calabozo.

—¿Tal vez Heraclio, el patriarca de Jerusalén?

—Más bien tu asqueroso rey de Jerusalén —replicó Kunar Sell desde su jergón—. Porque, en lo que respecta a tu Heraclio, es inútil soñar: ¡ni siquiera los judíos están tan apegados a su oro!

Gerardo de Ridefort se volvió hacia él, se encogió de hombros y siguió ignorándole.

—¡Puaj! —exclamó Kunar Sell—. Asquerosos templarios. Cantan a la paz con voz de falsete, y en realidad solo piensan en la guerra.

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