Read Las siete puertas del infierno Online
Authors: David Camus
—En cuanto a mí, me caigo de sueño —dijo Gargano—. Un barril de café no me sentaría nada mal.
—Mi hacha está a vuestro servicio —declaró marcialmente Kunar Sell.
—Gracias —suspiró Casiopea—. Aunque lamentablemente no nos hará franquear el Mediterráneo…
—Yo tengo que reunirme con mis hermanos —declaró Emmanuel casi a regañadientes.
Casiopea le miró, decepcionada. Lamentaba que quisiera irse tan pronto. Le hubiera gustado averiguar por qué su madre le apreciaba. Después de todo, no había pasado mucho tiempo en su compañía; pero era evidente que le había causado una gran impresión.
Antes de que una vela se consumiera a la altura de un pulgar, Casiopea y sus amigos estaban instalados en torno a una mesa en la gran sala del palacio. El contraste con la última vez que se habían encontrado allí, a su llegada a Tiro, era sobrecogedor. Una atmósfera de guerra planeaba pesadamente sobre el lugar. Conrado había ordenado que retiraran todos los tapices, así como las palmatorias de oro y plata, para revenderlos.
—Gracias a ellos y a los frutos de la venta de diversas concesiones a los provenzales, los písanos y los genoveses, he podido hacer venir a algunos de los más brillantes artesanos venecianos. Asimismo, he vendido a unos judíos de Venecia el monopolio de las tinturas y de la industria del vidrio.
—De todos modos, deberías ir con cuidado —dijo su padre mientras masajeaba sus músculos doloridos—, para no verte despojado de tus rentas. A base de ceder concesiones y monopolios, pierdes tu capital.
—No temas, padre —respondió Conrado mordiendo un muslo de pollo—. Ya he ganado más de lo que esperaba. Además, esos judíos de Venecia están realizando un trabajo notable. Han instalado talleres donde se crean los objetos más magníficos que haya admirado nunca. Ventanas, jarros, frascos… ¡no hay forma que no sepan dar al vidrio o al metal! No tienen par cuando se trata de rectificar una espada, aplanar un escudo o tejer una cota de malla…
—Señooor… —empezó Rufino desde la mesa, donde le había dejado Casiopea—. ¿Puedo permitirme solicitaaaros un favor?
—Os lo ruego —respondió Montferrat.
—¿Serían capaaaces vuestros artesanos de fijarme un gaaancho en la baaase del cuello? No es que quiera adoptaaar los usos y costumbres de nuestros amiiigos los murciélagos, pero así Casiopeeea no tendría que llevaaarme siempre en su mooochila o en su taleeego, y sobre todo —dijo poniendo los ojos en blanco— evitaría que Cocoootte me sujetara por los cabeeellos la próxima vez que Casiopeeea me envíe en misióoon.
—De acuerdo —dijo Montferrat—. Examinaremos el asunto mañana mismo.
Gargano ocultó un bostezo con el dorso de la mano, mientras en un rincón resonaba el tintineo de unos dados agitados en un cubilete de cuero. Para engañar el aburrimiento, unos guardias desplazaban sobre una bandeja unos huesecitos, con movimientos dictados por los resultados de los dados. «¡Doble seis!», exclamó uno de los guardias. Conrado de Montferrat no les prestó atención, pero Emmanuel no pudo evitar pensar: «Tal vez no todo lo que ha dicho Lusignan sea falso. Estos hombres necesitan acción, y no solo limitarse a guardar esta ciudad para cuando vengan los reyes».
—Perdón —se excusó Gargano después de haber acabado de bostezar.
—¿Estáis fatigado, señor? —le dijo Montferrat—. ¿Deseáis acostaros?
—Me muero de ganas de hacerlo —suspiró Gargano—, pero mi montaña está lejos de aquí.
—¿Vuestra montaña?
—Yo soy el espíritu de una montaña, que ha venido a pasar unos años entre los hombres… Ahora mi labor ha terminado. Mis viejos amigos Morgennes y Chrétien de Troyes han muerto, Guyana va a volver a casarse, y en lo que respecta a Casiopea…
Dirigió una mirada llena de amor a su ahijada y le acarició tiernamente los cabellos.
—Ya no tengo nada que enseñarle. Para mí ha llegado el momento de volver a mi montaña y a mis animales, y de ir a dormir por unos siglos.
Y dicho esto, volvió a bostezar, mientras todos —excepto Casiopea— abrían unos ojos como naranjas.
Una vez terminada su frugal comida, Gargano y Casiopea fueron a pasear por las murallas. El litoral estaba acribillado de tiendas sarracenas, de las que llegaba música. Los sones del laúd y el tamboril acompañaban el crepúsculo mientras se acercaba la hora de la oración, y las banderas sarracenas ondulaban al viento como bajo el yugo de un encantador de serpientes.
—Yahyah debe de encontrarse en una de esas tiendas —dijo Casiopea acodándose en una almena—. Con Babucha…
Gargano no respondió; se limitó a escuchar los sonidos de la noche: los gritos del halcón volando en la penumbra, el ruido de las olas chocando contra las rocas, y luego la llamada a la oración del muecín…
—¿Sabes? —murmuró—, cuando dije hace un momento que ya no tenía nada que enseñarte, no era del todo cierto.
—¿Qué quieres decir?
—Nunca te he hablado de tu padre.
—En efecto.
—Sin embargo, le conocí muy bien. Era, incluso, un amigo…
Su mirada se enturbió. En realidad Morgennes no era solo su amigo. Era, sobre todo, el hombre que le había salvado en otro tiempo de un destino peor que la muerte.
—¿No te he hablado nunca de los Pantanos de la Memoria?
—No. ¿Qué son?
—¿Conoces los pantanos del Lago Negro?
—Sí. Ahí crecen las setas que utilizó Hassan Basras para realizar los retratos de Taqi y del jeque de los muhalliq… ¿No serán los Pantanos de la Memoria esos famosos pantanos de los que ya me había hablado Nâyif ibn Adid?
Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Gargano, antes de ser reemplazada por una expresión más sombría.
—Es un lugar terriblemente peligroso. Tu padre me salvó la vida allí.
Después de respirar hondo, Gargano le explicó cómo —en el año de gracia de 1169, el año del nacimiento de Casiopea— Morgennes le había ayudado a escapar de los Pantanos de la Memoria.
—Yo me encontraba allí con la joven sobrina del basileo, María Comneno. Pero en esa época ella viajaba disfrazada con ropas de hombre y se hacía llamar Nicéforo…
Sus ojos se empañaron, y Casiopea se dio cuenta de que cada vez le resultaba más difícil expresarse. A veces, una lágrima quedaba suspendida en su mejilla, y Gargano la enjugaba con una mano distraída.
—Morgennes llegó y nos sacó de allí, a María y a mí. Porque, ¿sabes?, los pantanos tienen el poder de hacerte perder la memoria.
—¿Como el Leteo?
—Como el Leteo, sí. Ese río de los infiernos donde los muertos van a beber con objeto de olvidar los placeres y las penas de su vida anterior…
—Ya veo —dijo Casiopea—. Entonces, ¿es por eso que las setas que crecen allí son tan difíciles de cultivar?
—Sí. Los que quieren recolectarlas olvidan rápidamente por qué habían acudido a esos pantanos y ya no los abandonan nunca. Peor aún, allí se transforman poco a poco en árboles.
Casiopea bebía las palabras de Gargano, preguntándose cómo había conseguido su padre no sucumbir a la maldición de los pantanos.
—Creo que fue gracias a su hermana —le explicó Gargano.
—¡¿Mi padre tenía una hermana?!
—Sí. Una hermana gemela, muerta justo antes del nacimiento de tu padre. Pero no sé si me corresponde a mí revelarte todas las circunstancias del caso.
—¡Quiero saberlo todo!
Una tos ahogada resonó a su lado. Se volvieron y vieron a Emmanuel, que salía de la sombra de una torre de vigía. Parecía cansado, agotado. Y al mismo tiempo, feliz.
—Perdonadme —les dijo—, pero lo he oído todo. Y he pensado que era mejor mostrarme.
—Si Casiopea lo permite, sois bienvenido —replicó Gargano.
Casiopea se limitó a sonreír, mientras observaba cómo el viento jugaba con los cabellos que caían sobre la frente de Emmanuel. Cerca de las sienes, unos vagos reflejos blancos daban testimonio de una madurez prematuramente adquirida. Le conferían un aire serio que no era desagradable —sobre todo cuando, como en ese caso, estaba compensado por una bonita mirada que brillaba de inteligencia y generosidad.
—No veo ningún inconveniente —dijo Casiopea.
—Gracias —replicó Emmanuel inclinándose ligeramente, con una mano sobre el corazón—. Pero no quería interrumpiros…
—Fue una verdadera pesadilla —prosiguió Gargano después de inspirar profundamente el aire cargado de aromas marinos—. Una escena de horror que persiguió a tu padre durante muchos años, hasta que encontró al fantasma de su hermana.
—¿Y dónde fue eso?
—En los Pantanos de la Memoria. Había jurado a tu padre que no hablaría nunca de ello a tu madre. Y asumí la decisión de no hacerlo tampoco contigo. Pero ahora que ha muerto, supongo que no importa. El fantasma de tu tía habita esos pantanos, flotando en medio de los muertos, con los que se encuentra en permanente comunicación.
—Entonces quiero ir allí.
—¡Ni se te ocurra! No volverías nunca.
Por encima de ellos, en el cielo estrellado, el halcón lanzó un grito.
—¡Mi padre lo hizo!
—Y lo pagó muy caro. Además, su hermana lo protegía. Pero ni siquiera eso impidió que perdiera fuerza y capacidad retentiva. Porque tu padre tenía la memoria de cien hombres y la fuerza de una decena. Pregúntale a Kunar Sell, estoy seguro de que lo recuerda.
—¿Le conoció?
—Los dos fueron discípulos de Colomán en el mismo período.
—¿Amigos?
Gargano levantó las cejas.
—Más bien al contrario —reconoció.
—Debo ir a esos pantanos. Si mi tía se encuentra allí, quiero verla. Tal vez pueda permitirme hablar con mi padre. En todo caso, es la única que puede decirme ciertas cosas sobre él.
—Como ¿qué?
—Qué clase de niño era. Cómo eran mis abuelos. Si sigue en el infierno…
—Casiopea, mi adorada ahijada, te lo suplico. No hagas que me arrepienta de haberte hablado de esos pantanos.
Casiopea apoyó la cabeza contra el vientre de su padrino, como acostumbraba a hacer cuando era pequeña y se sentía sola. Porque, efectivamente, se sentía sola. Su padre estaba muerto. Igual que Chrétien de Troyes. Su madre se había ido, y Gargano pronto se iría también. Era el final de una época que ella no había tenido tiempo de vivir.
—Tengo que comprender —dijo—. Quiero saber. Pronto regresaré a Francia. Y probablemente nunca vuelva aquí, a esta tierra absoluta que incluso los príncipes cristianos se disputan. Quién sabe… Tal vez mi tía me proteja también a mí de los efluvios de los pantanos.
Gargano bostezó una vez más.
—Muy bien —dijo finalmente—. Te conozco, no renunciarás. De modo que escúchame bien…
Casiopea levantó la cabeza para mirar a su padrino.
—Antes de ir a esos pantanos, debes volver a Constantinopla, con Constantino Colomán.
—Dudo que acepte volver a verme. ¿Debo recordarte que me expulsó de su academia?
—Únicamente debes introducirte en su palacio.
—¿En el Ojo de la Tierra? ¿La fortaleza del propio Colomán? ¿El lugar donde se forma a los mejores guerreros del mundo?
Gargano asintió gravemente con la cabeza.
—Justamente. Tú te has beneficiado de la mejor formación que pueda existir. Y ahora ha llegado el momento de sacar provecho de ella. Ya que estás decidida a recorrer esos pantanos mientras esperas el regreso de Chefalitione, te propongo lo siguiente: yo te acompañaré a los parajes de Constantinopla, y allí Kunar Sell y yo te diremos lo que debes hacer…
Emmanuel dio un paso adelante.
—Si lo permitís, yo también iré.
—¿Acaso no debíais reuniros con los miembros de vuestra orden? —preguntó Casiopea, extrañada.
Emmanuel esbozó una sonrisa y respondió que ya lo había hecho. Había ido a ver al hermano caballero encargado de la docena de hospitalarios que Alexis de Beaujeu había enviado al Krak para ponerse a su servicio. Sus órdenes no podían haber sido más simples: «¡Vigilad a
Crucífera
! Esa espada no debe caer en ningún caso en manos de Guido de Lusignan».
—O, lo que es lo mismo, he recibido orden de escoltar a la portadora de la espada allí donde vaya. Si vos lo permitís, claro está —añadió Emmanuel clavando su mirada en la de Casiopea.
—No veo ningún inconveniente —respondió ella.
A ella, la desgracia la vuelve audaz.
Ovidio,
Metamorfosis
El Ojo de la Tierra era más que una simple fortaleza.
Antes de convertirse en el palacio de Colomán, el imponente edificio con mil y una columnas había sido la residencia de los basileos. Allí habían muerto asesinados emperadores, y centenares de príncipes y princesas habían sido concebidos en habitaciones tan grandes que hubieran podido servir de casa a un comerciante acaudalado. Los mármoles más rosas, los oros más brillantes se utilizaron para su construcción cuando Constantino decidió trasladar la capital de su imperio de Roma a Bizancio, rebautizada como Constantinopla.
Eso fue en el siglo IV después de la Encarnación de Nuestro Señor. Desde entonces habían transcurrido casi nueve siglos. Casi mil años durante los cuales el Ojo de la Tierra encarnó el poder y la gloria de un imperio que no podía compararse a ningún otro.
Pero a partir de la dinastía de los Comneno, los basileos habían instalado su trono en el palacio de Blachernes, al noroeste de la ciudad. Allí había recibido Manuel Comneno a Guillermo de Tiro y a Amaury I de Jerusalén. Y allí Isaac Ange, el basileo actual, recibía en ese mismo momento a los emisarios de Saladino. Porque, después de haber apoyado durante mucho tiempo la acción de los francos de Tierra Santa, Constantinopla favorecía ahora a los sarracenos. Después de todo, eran sus vecinos más próximos, aquellos con los que deberían convivir en los siglos venideros, mientras que los francos corrían peligro de ser expulsados de Tierra Santa en cualquier momento. De hecho ya solo controlaban allí un reducido litoral que se disputaban a gritos.