Las siete puertas del infierno (16 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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De un salto, Simón se subió a la roca, haciéndola vacilar.

—¿Y ahora?

No hubo respuesta. Solo los terroríficos chirridos de las cuerdas y el andamiaje.

—¡Baja! —le ordenó Casiopea.

Simón saltó a tierra en el mismo lugar donde había comprendido que la cruz sobre la que se había tendido, después de haberse hundido su cuchillo de combate en el vientre, la cruz que Morgennes había protegido creyendo que era la Vera Cruz, la cruz de la que se habían apoderado los ejércitos de Saladino durante la batalla de Hattin, no era, ciertamente, la Vera Cruz —en el sentido de que no era la cruz en la que Cristo había sido crucificado—, sino algo mejor que eso; porque esa cruz era la Santa Cruz de Morgennes, la cruz por la que el padre de Casiopea había dado su vida y sacrificado su honor y su alma. Esta cruz valía para él más que la Vera Cruz, y se sentía feliz de habérsela arrancado de las manos a su padre, que no la merecía. «Que se pudra en el infierno», pensó mientras volvía junto a Casiopea.

Arrodillada junto a la roca de Abraham, la joven trataba de distinguir lo que había debajo.

—No se ve nada de nada —refunfuñó.

Servicial, el guardia se inclinó para ayudarla y acercó su antorcha al Pozo de las Almas.

—¡Cuidado! —aulló Masada—. Vais a provocar una ex…

No tuvo tiempo de acabar la frase. Una violenta detonación resonó en la gruta, proyectando a Casiopea hacia atrás. Simón apenas tuvo tiempo de lanzarse sobre el guardia para aplastarlo contra el suelo, y Masada se encontró de repente boca abajo en la escalera. El calor era tan intenso que creyeron que iban a abrasarse. La llama se había elevado tan alto que por un instante había iluminado toda la gruta, antes de disminuir de tamaño.

—¡Imbécil! —tronó Masada levantándose con los miembros doloridos—. ¡Pedazo de idiota! ¿Dónde tienes la cabeza?

Una nube de humo negro surgió del fondo del Pozo de las Almas, sumergiéndolos en unas densas tinieblas apenas disipadas por la luz de las llamas.

—¡Hay que salir de aquí! —gritó Masada—. ¡Deprisa!

Casiopea se levantó y se pasó las manos por el cuerpo. Había tenido suerte. Tenía las cejas completamente quemadas, pero nada roto. Además, sus cabellos, protegidos por el velo, estaban casi intactos. En cuanto a Simón, seguía tumbado sobre el guardia, que yacía inmóvil junto a un principio de incendio que se extendía ya al andamiaje.

—¡Simón! —gritó Casiopea saltando sobre la roca—. ¡Llévate al guardia fuera de aquí! ¡Masada, id a buscar ayuda!

Mientras Simón sujetaba al guardia por debajo de los brazos para arrastrarlo hacia la escalera, Casiopea desenvainó a
Crucífera
y se lanzó a cortar las cuerdas que mantenían a la roca en el aire. Pero del Pozo de las Almas brotaba humo y llamas, como pequeños demonios que trataban de atraparla. Intrépidamente, cortó uno, dos, tres cabos…

Tenía que hacerlo rápido. Algunas secciones del andamiaje ya empezaban a arder. Si no se apresuraba, el fuego alcanzaría a toda la instalación y se necesitarían años para reparar los daños. Finalmente, la roca basculó hacia un lado, y luego hacia el otro.

—¡Vigila, no resbales! —le gritó Simón.

Por toda respuesta, Casiopea ahogó un violento ataque de tos y descargó un último golpe con
Crucífera
. Se escuchó un crujido ensordecedor, y la roca de Abraham volvió a caer pesadamente sobre el Pozo de las Almas, arrastrando el andamiaje en su caída. Se había acabado. La humareda acre se disipó y el incendio quedó reducido a algunos pequeños fuegos dispersos.

Casiopea, que había rodado por el suelo y había envainado de nuevo a
Crucífera
, volvió a la escalera y ayudó a Simón a llevar al guardia.

—Daos prisa —les dijo Masada—. ¡Oigo gritos!

Un momento después, el lugar estaba invadido por una multitud de soldados cargados con palas y cubos que se introdujeron en las entrañas de la Cúpula de la Roca para atajar el incendio. Su capitán estaba ciego de ira. ¡Sosteniendo entre sus manos las botas de los culpables, reclamaba también su cabeza!

—Será mejor que desaparezcamos —murmuró Masada—. Sobrina del sultán o no, no daría un céntimo por nosotros si nos encontraran.

Simón y Casiopea asintieron y, después de abandonar al guardia en un rincón fresco de la mezquita, aprovecharon la intensa confusión provocada por el incendio para volver al hospital de San Lázaro.

—Necesitarán un montón de tiempo para volver a ponerlo todo en condiciones —resopló Masada trotando por delante de Simón y Casiopea.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Casiopea.

—Tres o cuatro meses, tal vez una docena… ¡Ay, uy, ay! —chilló a causa de las piedrecitas que le lastimaban los pies—. ¡Solo Dios lo sabe!

Entonces, a pesar de las llamas que le habían chamuscado el pelo, un frío intenso invadió a Casiopea.

—Si había aún una minúscula esperanza de encontrar el cuerpo de mi padre, acaba de desvanecerse…

—No lo toméis a mal —dijo Masada—, pero yo… ¡ay!, si fuera vos…, ¡uy!, consideraría la posibilidad de que esta roca fuera su lápida sepulcral.

—¿Y su tumba los infiernos?

—¡Vamos —dijo Simón—, no desesperemos! ¡Todavía quedan cinco!

—¿Cinco qué? —preguntó Casiopea.

—Cinco puertas de los infiernos, ya que según Chefalitione y su antepasado Virgilio hay nueve en total, y nosotros ya hemos eliminado cuatro: esta, las de los volcanes y la de los pantanos del Aqueronte…

Apretando los puños, Casiopea se preguntó qué otras pruebas les esperaban y recuperó el ánimo. Volvía a confiar. «Cinco puertas; es más de lo que necesito para triunfar.»

Capítulo 19

Esta alta montaña, ¿cuál es? ¿Y cuál es esta gran roca?

El exilio occidental

Simón y Casiopea se despidieron con emoción de Masada, y antes de partir le obsequiaron con los ungüentos que les había dado Guillermo de Tiro.

—Para vuestros pies, para ese pobre guardia y para vuestros enfermos —dijo Casiopea.

Masada les dio las gracias efusivamente, mientras se frotaba sus pobres pies doloridos.

—¿Hay algo que pueda hacer por vosotros? —inquirió.

—Bien…, si pudierais decirnos dónde podemos encontrar a los muhalliq…

—Me pareció oír que habían abandonado el servicio de Saladino y habían vuelto a su desierto, al norte y al este de Damasco. Es todo lo que sé. ¿Puedo seros útil en alguna otra cosa?

—Sí, por favor. Si veis a mi madre, Guyana de Saint-Pierre, decidle que recibí su carta. Nosotros partimos hacia el Krak de los Caballeros, donde dejaremos noticia de nuestro paradero al hermano comendador, Alexis de Beaujeu.

—Contad conmigo. En cuanto a ese desgraciado incidente, yo me encargo. No os preocupéis, todo se arreglará. Os indicaré cómo abandonar la ciudad por una poterna discreta que normalmente no está vigilada.

—Si además pudierais darnos unas botas —dijo Simón—, no estaría nada mal.

Masada miró sus pies.

—Le preguntaré al intendente.

Una vez calzados de nuevo, Simón y Casiopea asieron las bridas de sus yeguas y siguieron a Masada hasta una puerta oculta que tuvieron que franquear bajando la cabeza.

—Bien. Aquí se separan nuestros caminos —les dijo Masada—. Adiós.

—Adiós —respondió Simón saludándole con la mano.

—Hasta la vista —añadió Casiopea.

Se abrazaron.

—No olvidéis que, a fuerza de buscar el infierno —les previno Masada—, convertiréis vuestra vida en un infierno.

—¡La mía lo es desde hace mucho! —exclamó Simón montando en su yegua.

—¡Gracias por el consejo! —dijo Casiopea abrazándole por última vez.

Y partieron hacia el Krak de los Caballeros bajo la mirada de Masada, que no apartó la vista hasta mucho, muchísimo tiempo después de que hubieran desaparecido en el horizonte.

Detrás de ellos, el cielo se teñía de rojo, sin que supieran si era a causa del alba o del incendio.

—¿Cuánto tiempo hace que no hemos dormido? —preguntó Simón, agotado.

—Deeesde que abandonamos Tiiiro —respondió una voz que procedía del talego.

Era Rufino. Lo habían olvidado por completo.

—Lo siento mucho —dijo Casiopea.

Para hacerse perdonar, lo sujetó contra su cuerpo en la silla cuando volvieron a montar. Habían decidido ir al Krak de los Caballeros, una de las dos fortalezas francas que habían resistido la marea musulmana que había barrido Tierra Santa después de la derrota de Hattin.

Aquí y allá se veían ruinas de castillos, prueba de la violencia con la que las tropas de Saladino habían aplastado a los francos. De trecho en trecho, piedras calcinadas sobresalían de la tierra ennegrecida como raigones. En primavera, las hierbas volverían a cubrirlas, y dentro de unos años ya nadie recordaría que en tal o cual lugar se habían levantado los orgullosos eslabones de la cadena de plazas fuertes que los francos habían pasado en torno a sus enemigos.

Antiguas iglesias habían perdido su cruz, reemplazada por una media luna, y Casiopea, a pesar de su cuarto de sangre musulmana, se sentía tan desplazada en estos parajes como Simón.

—Apresurémonos —dijo.

—¿No crees que deberíamos descansar primero?

—Descansaremos esta noche, en el Krak. Te recuerdo que tenemos toda una jornada a caballo por delante, y detrás tal vez perseguidores…

Simón asintió con la cabeza, dio un vigoroso talonazo en los flancos a su yegua, y ambos partieron a todo galope hacia el norte.

Para el visitante poco acostumbrado a la rugosidad de la montaña sobre la que se levanta, el Krak de los Caballeros puede parecerse a un dragón. Sobre todo cuando es de noche. Agazapada sobre su roca, la fortaleza tiene todo el aire de un cazador al acecho, con las fauces apoyadas en las patas delanteras y las garras al descubierto, dispuesto a saltar sobre su presa.

Cuando el Krak abre un ojo, es que un centinela, en lo alto de una de sus torres de vigía, enciende un fuego para advertir al adversario: «Estamos aquí velando. ¡No os acerquéis o lo lamentaréis!».

Muchos sarracenos preferían continuar su camino antes que atreverse a atacar esta plaza fuerte que no había sido sitiada desde que en 1163 el propio Nur al-Din se había partido los dientes contra ella. La leyenda contaba que había huido tan precipitadamente que había perdido una pantufla, pantufla que había recogido un valeroso templario llamado Galet el Calvo, que la había conservado como trofeo.

Por desgracia, esa noche, cuando Casiopea y Simón se presentaron en las inmediaciones del Yebel Ansariya, ninguna luz brillaba como un faro en la cima de la vieja roca donde se encontraba encaramado el Krak.

—¿Por dónde seguiremos? —dijo Simón jadeando.

Casiopea escrutó la oscuridad, impaciente ella también por descubrir el camino que conducía hasta el Krak. ¡Soñaba con un jergón donde poder estirarse! Simón y ella estaban agotados, y sus monturas aún más. Pero, por desgracia, unas gruesas nubes negras se cernían sobre ellos entre ruidos de tormenta, bloqueando la luz. La oscuridad era de una profundidad insólita, inexplicable si se piensa que normalmente las estrellas servían de guía a los viajeros.

—Parece que estemos en el culo de un caldero —dijo Casiopea—. Ni siquiera mi halcón quiere alejarse de mí.

El ave de presa, encaramada en la parte trasera de la silla de Casiopea, había plantado sus garras tan profundamente en el cuero que parecían incrustadas en ella.

—Aquí pasa algo que no es natural —murmuró Simón.

Desenvainó su espada, y Casiopea le imitó inmediatamente. La hoja de
Crucífera
emitió un frío resplandor azul, señal de que había peligro.

—¡Vuelve a enfundarla! —exclamó Simón—. Harás que nos descubran…

Casiopea no se lo hizo repetir dos veces. Sin embargo, el solo hecho de sujetar su empuñadura había bastado para reconfortarla. Su padre había incrustado en ella una cruz por una razón que desconocía. Tal vez sentimental. O tal vez, simplemente, porque los hospitalarios tenían por costumbre decorar así la base de su arma…

—¡Mira! —susurró de repente—. ¡Allá, sobre esa cresta!

Con el dedo señaló una protuberancia rocosa donde se distinguía la figura de un jinete.

Simón miró en la dirección que ella le indicaba, y vio una mancha luminosa. Tal vez fuera efectivamente un hombre a caballo. Pero también podía ser un reflejo, la luz de un farol filtrada por una nube. Por otra parte, no tenía ni idea de la distancia a la que se encontraba el supuesto jinete.

—¿Qué es eso?

—Creo que es Taqi —dijo Casiopea, que se había detenido—. Nos muestra adonde debemos ir.

Simón se incorporó sobre los estribos, frunció las cejas y se colocó la mano sobre los ojos haciendo visera.

—¿Estás segura?

—¡Segurísima!

Simón se dejó caer de nuevo sobre la silla y hundió las espuelas en los flancos de su montura.

—¡Vayamos a verlo!

Su yegua relinchó y saltó hacia delante, seguida por la de Casiopea. Se reunieron en el inicio de un camino en pendiente que ascendía hacia el Krak.

—Es la senda que buscábamos —dijo Casiopea.

Nervioso, Simón se volvió sobre su silla para asegurarse de que nadie les seguía. Temía una emboscada. Del mismo tipo que la que él mismo había organizado con los templarios blancos para tender una trampa a unos hospitalarios surgidos, en su mayoría, del Krak. ¿Tratarían de vengarse? No, era imposible. «Por un lado, están todos muertos. Y, por otro, ya he ido antes al Krak, con Morgennes y Casiopea.»

Entonces todo había ido perfectamente; nadie se había enterado del papel que había representado en la aniquilación de los hospitalarios encargados de escoltar el rescate de la Santa Cruz. Sujetando de nuevo el olifante que le colgaba del cuello, Simón buscó a Taqi con la mirada.

Pero el jinete había desaparecido.

¿Adonde había ido?

—¡Ahí, más arriba! —exclamó Casiopea.

Levantó los ojos y lo descubrió, encaramado en otro espolón rocoso. Pero ¿realmente era él? ¿Y cómo había podido aparecer tan lejos del lugar donde le habían visto la primera vez? «¿Es un sueño? Al fin y al cabo es posible, estamos tan cansados…» Simón se frotó los ojos, se pellizcó el dorso de la mano… Todo fue inútil.

—Increíble…

—Date prisa —le apremió Casiopea—. Tengo un mal presentimiento.

—¿Como en el volcán?

—Si Taqi aparece, es que hay peligro.

—¿Qué dice
Crucífera
?

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