Read Las siete puertas del infierno Online
Authors: David Camus
—¿Cómo os llamáis? —le preguntó Casiopea.
—Me llamo Jabalí el Simplón, y soy el jefe del clan de los borjigid.
—Yo me llamo Casiopea, y este es Rufino.
—Muy hooonrado —mugió Rufino.
Simón se presentó a su vez (conde Simón de Roquefeuille), pero Jabalí el Simplón solo tenía ojos para Casiopea y la cabeza cortada que sostenía sobre sus piernas cruzadas.
—¿Qué extraña cosa tenéis ahí encima de vuestros muslos? —dijo—. ¿Eso forma parte de vuestro cuerpo?
—¡De ningún mooodo! —exclamó Rufino—. Yo soy una persooona independiente de esta joooven…
—¿Y cómo habéis llegado a encontraros en ese miserable estado?
—¿Miseraaable? ¿Quién os ha dicho que es miseraaable? Bien, de acuerdo, es efectivamente miserable. Dicho esto, no me las arreglo tan maaal para alguien que está privado de sus braaazos, sus piernas y su torso. De todos modos, si conocierais un sortilegio capaaaz de devolvérmelos, estaría más que encantado de haceros una ofeeerta…
—Lo lamento, excusadle —intervino Casiopea tapándole la boca con la mano—. Es un charlatán incorregible.
—¡Es tooodo lo que me queda! —bramó Rufino.
Casiopea levantó los ojos al cielo, hacia la tela de fieltro y las ramas entrecruzadas que formaban el techo de la cabaña. Una cuna colgaba de él. Vacía, aparentemente. ¿La desgracia se había abatido sobre la familia del jefe? ¿El niño había crecido normalmente? ¿O el bebé estaba con su madre, en alguna parte en el campo? Entonces Casiopea pensó en Morgennes.
—Vamos en busca de un hombre… —le dijo al jefe.
—De un muerto —precisó Simón.
—¿Un muerto? —preguntó el jefe, sorprendido—. Entonces nuestros perros se lo habrán comido.
—No, no, no es un muerto —rectificó Casiopea.
—¿Lo habéis entregado a los perros? ¿A Morgennes? ¡Cómo habéis osado! —exclamó Simón, indignado, levantándose bruscamente.
Se incorporó con tanto ímpetu que volvió a golpearse contra el techo de la yurta. El jefe emitió un silbido irritado. En ese momento, un chiquillo irrumpió en la cabaña, agarró a Simón de las calzas y trató de arrastrarlo fuera. Jabalí el Simplón le habló en una lengua gutural que ni Casiopea ni Simón comprendieron; pero el chiquillo seguía tirando, haciendo caso omiso de las recriminaciones del jefe de su tribu. Finalmente, Jabalí el Simplón se levantó y asió al chiquillo del brazo. Sujetándolo con fuerza hasta hacerle daño —aunque el crío no dio la menor muestra de dolor—, le obligó a soltar a Simón y lo echó de un puntapié en el trasero.
—Os ruego que excuséis a mi hijo —dijo bajando la cabeza—. Es tan tozudo como la noche.
—¿Cómo se llama? —preguntó cortésmente Casiopea.
—Temudjin.
—¿Y qué quería de mí? —inquirió Simón.
—Haceros salir. Dice que traéis desgracia.
Simón le miró, hirviendo de cólera.
—Pero volvamos al hombre que buscáis —prosiguió Jabalí el Simplón—. ¿Qué aspecto tiene?
—Tiene unos cincuenta años —respondió Casiopea—. La última vez que le vi llevaba barba… Pero tal vez se la haya quemado desde que…
Se detuvo. ¿Cómo describir a un hombre —su padre— que se encontraba rodeado de llamas la última vez que le había visto? ¿Debía hablar del fuego? Decidió que no.
—Era mi padre —dijo Casiopea—. Un hombre recto y generoso. Un hombre bueno, púdico. Mirad. Esta era su espada.
Sacó a
Crucífera
de la vaina y la tendió al jefe de los tártaros. La hoja lanzaba terribles destellos azules. Consciente del honor que suponía que le ofrecieran el arma, Jabalí el Simplón la examinó con atención sin atreverse a tocarla.
—Es una espada magnífica. Creo que, si hubiera visto a su propietario, lo recordaría.
Simón lanzó una mirada encendida a Casiopea, una mirada en la que podía leerse: «¿Lo ves?, ya te lo había dicho. Estos hombres son los hijos del diablo». Pero Casiopea no prestó atención a su muda advertencia.
—Calma —le dijo.
Y a continuación se volvió hacia Jabalí el Simplón.
—Vamos, tomadla —le ofreció—. Si queréis saber qué tipo de hombre era mi padre, tomad su espada. Esta hoja era como él. Con raíces que se hunden lejos en el pasado, un lado impenetrable, un lado austero, y al mismo tiempo algo luminoso.
Pero el hombre no se atrevía a tocarla. Entonces ella le mostró la cruz de bronce engastada en la empuñadura de la espada.
—Mirad —dijo presentándosela—. Fue él quien la insertó…
—Una cruz —dijo Jabalí el Simplón—. Entonces, ¿era un cristiano?
—Entre otras cosas.
—Tal vez pueda ayudaros a encontrarlo, pero ¿por qué pensáis que está aquí, en el País de las Hierbas?
—¡Pues porque esto es el infierno y este hombre está muerto! —le espetó Simón.
—¿El infierno? De ninguna manera —balbució, sorprendido, Jabalí el Simplón—. ¡Está mucho más al oeste!
—¿Al oeste? ¿De donde venimos? —preguntó Casiopea.
—Todo lo que sé es que está a varios días a caballo —respondió Jabalí el Simplón—. Al otro lado de una inmensa muralla… Se dice que, para ser autorizado a franquearla, hay que dejar el caballo a la entrada y luego superar varias pruebas que tienen un carácter iniciático.
—¿Una muralla con una puerta de hierro en el centro? —inquirió Casiopea.
—Sí, sí. El infierno está del otro lado, ¡todo el mundo lo sabe!
—Pero si venimos de allí —objetó Simón.
Instintivamente, Jabalí el Simplón retrocedió hacia el fondo de su yurta.
—No seréis demonios, ¿verdad? —preguntó.
Con movimientos febriles, extrajo de su funda un largo puñal de hoja curvada que llevaba en la cintura.
—No, no somos demonios —dijo Casiopea inclinando humildemente la cabeza—, sino huéspedes indignos de vuestra hospitalidad.
Y levantó sus manos desnudas con la esperanza de apaciguar los ánimos.
—¡Nos gustaría ver el mapa, por favor!
Jabalí el Simplón emitió un gruñido.
—Está bien, pero solo porque este mapa es muy importante para la prometida del Preste Juan… —dijo.
—¡Gracias! —exclamó Casiopea—. También es muy importante para nosotros.
El jefe de los tártaros la observó un momento, y luego, tranquilizado con respecto a sus intenciones, volvió a enfundar su daga.
—No será un regalo —les previno.
—Tenemos con qué pagar.
Por desgracia, Casiopea sabía muy bien que apenas les quedaba nada. Empezaba a lamentar la pérdida de su oro y sus diamantes.
—Este es el mapa que queréis —dijo Jabalí el Simplón, blandiendo un rollo de papel.
Casiopea tendió la mano hacia el mapa, vio un territorio dividido en nueve recintos atravesados por otros tantos puentes y dudó un instante. Pero el tártaro hizo un gesto de asentimiento con el mentón.
—Podéis echarle una ojeada antes de comprarlo —aclaró.
Puso el mapa en la mano de Casiopea.
—¿Cuánto queréis por él? —preguntó ella.
Los ojos de Jabalí el Simplón apuntaron a
Crucífera.
—Me gustaría tener esa espada.
—¡Nunca! —dijo Simón.
—Primero quiero asegurarme de que este mapa es realmente lo que decís —añadió Casiopea.
Entonces se fijó en el brasero que se encontraba en el centro de la yurta y recordó la ocasión en que, a bordo de
La Stella di Dio
, Chefalitione había acercado a una llama su mapa de los infiernos.
—Si este mapa conduce al infierno, no lo dañarán unas pocas brasas.
Y lanzó el rollo de papel al brasero. El jefe de los tártaros lanzó un grito al ver cómo el rollo de papel se retorcía, se ennegrecía y luego se inflamaba y era devorado por el fuego.
—¡Maldición! —exclamó.
—Lo lamento —dijo Casiopea—, pero no vamos a hacer negocios.
Y se dirigió rápidamente hacia la salida de la yurta.
—¡Habéis tratado de engañarnos! —aulló Simón.
Casiopea acababa de salir de la cabaña, cuando Simón golpeó el brasero con su espada. Algunas brasas saltaron fuera y cayeron sobre los cojines, que se prendieron inmediatamente.
—Lo que no arda nos conducirá al infierno —dijo Simón.
Y lanzó un violento golpe contra Jabalí el Simplón.
—¡No! —gritó Casiopea.
La hoja azulada brillaba más que nunca, mientras en el exterior resonaban gritos. Los ojos de Simón estaban al rojo, con el color de las llamas que devoraban la yurta. Casiopea gritó algo otra vez, pero su grito quedó ahogado por los ladridos de los perros que se abalanzaban sobre ellos, azuzados por unos tártaros ebrios de cólera.
¡Apártate, pájaro malvado!
Dante,
El Infierno
Después de la noche llegó el día.
Una mañana clara, con un cielo de un azul ardiente donde planeaba el halcón. Por debajo de él, en el horizonte, ondeaban las cimas nevadas del Yebel Ansariya, olas minerales de un mar petrificado. Y esta parodia de espuma, crispada sobre su alma de piedra, devolvía al cielo los reflejos resplandecientes del sol.
El ave lanzó un grito doliente.
Un relámpago turbó las brumas en que estaban bañadas las montañas y los vapores se disiparon, a pesar de que no soplaba viento.
—¿Qué haaaces? —preguntó Rufino—. ¿No irás a advertirles de nueeestra veniiida?
El ave no respondió.
—Es verdaaad —prosiguió Rufino—. Lo había olvidaaado. Tú no sabes hablaaar.
El antiguo obispo de Acre, que prácticamente no había abierto la boca desde el inicio de su peligrosa misión, ya no podía seguir soportando el silencio de los cielos.
—¿Y pooor qué iba a callarme? —dijo como para sí mismo—. Después de tooodo, solo estamos tú y yooo. Y no creo que mi discuuurso te moleeeste.
Por toda respuesta, el halcón batió las alas y remontó a las alturas, donde el cielo estaba oscuro y las estrellas centelleaban.
—¡Es hermoooso!
Rufino, con los ojos muy abiertos, paseaba la mirada por esas maravillas normalmente reservadas a las aves y los dioses.
—¡De modo que era verdaaad! ¡Las estrellas siguen pegaaadas al cielo incluso después de la salida del soool! Sin embargo, se diríiia que han cambiado de lugaaar…
Aun así, eso no le impedía reconocer, ahí, la Osa Mayor, allá, la constelación del León, y más al norte, la de Casiopea.
—Casiopeeea —continuó Rufino—. Espero que estéees bien…
Pensó en la que les esperaba, allí abajo, ante ellos. Aquella hacia la que volvían volando. ¿Estaría aún con vida?
—¡Haced que síii!
Para él, estos últimos días se confundían. Todo lo que había visto, suspendido por los cabellos entre las garras del halcón, era la noche, la noche y de nuevo la noche; y también, a veces, cuando levantaba la vista, la cabeza del ave, su corto pico aguileño, su garganta abigarrada, teñida de tonos pardos y grises. Dicho de otro modo, una sombra entre las sombras.
—Eh, halcón, ¿llegaremos prooonto?
Como de costumbre, el ave no contestó.
—Espero que Casiopeeea aguaaante…
Si hubiera tenido un cuerpo, Rufino se hubiera estremecido. Pero ya no lo tenía. De modo que se contentó con escupir un «Brrr…».
«Vamos —se reprendió a sí mismo—, no debe de hacer tanto tiempo. Seguramente aún sigue viva… Pero hay que darse prisa.»
—¡Más ráaapido!
El ave batió de nuevo las alas y ascendieron aún más arriba en la oscuridad, tan arriba que la tierra parecía un ojo, el espacio un párpado y el horizonte una pestaña.
—¡Ya no puedo respiraaar! —jadeó Rufino.
El halcón descendió un poquito.
«Por Dios, seré imbécil. No tengo necesidad de respirar si ya no tengo cuerpo…»
—¡Qué estúuupido!
El ave lanzó un grito y volvió a tomar altura. Volaba tan alto que sus plumas se mezclaban con el azur. Desde la tierra, ni el más perspicaz de los observadores hubiera podido distinguirla.
—¡Vigiiila, no me sueeeltes! —balbució Rufino, aterrorizado.
A pesar del vértigo, bajó los ojos y se forzó a mirar. Montañas de cimas aguzadas que elevaban sus colmillos para atacar el cielo. Pueblos, villas y aldehuelas, pegados como garrapatas a los flancos demacrados del Yebel Ansariya. Dominándolos, de trecho en trecho, viejos castillos de piedras desgastadas, verdosas por los líquenes, elevaban sus torrecillas medio derruidas. De repente, los cuervos, que habían encontrado refugio en ellas, alzaron el vuelo.
—¡Cuidaaado! —advirtió Rufino—. ¡Los cueeervos del Krak!
El halcón lanzó un grito. Lo sabía. Desde hacía tiempo. Justamente porque había presentido su llegada, volaba tan alto. Volviendo a batir las alas, arrastró a Rufino hacia la otra vertiente de un pico escarpado. Cosa extraña, su cima estaba horadada por una galería vertical, una especie de pozo que se hundía en sus entrañas.
—¡Conozco este lugaaar! —chilló Rufino con voz temblorosa—. Es Masyaaaf, la fortaleza del jefe de los asesinos. No debemos quedarnos aquí. ¿Por qué has pasado por aquí? De acueeerdo, era el camino más cooorto para volver hacia Casiopeeea, pero ¡es muy peligroooso!
Demasiado tarde.
Los siniestros cuervos subieron hacia ellos. Eran como las emanaciones de un millón de calderos escapadas de las pócimas de un millón de brujas. El halcón y Rufino se encontraron rodeados de vapores negros.
—¡Socooorro! —chilló Rufino.
El halcón se encogió sobre sí mismo y salió disparado hacia la luz.
—¡Tengo mieeedo!
Después de un largo picado, en el que a Rufino se le heló la cara, el ave corrigió el rumbo y voló, a unos pies del suelo, en dirección a los desiertos de Siria. El azul del cielo estaba ahí de nuevo, tan deslumbrante como antes de la llegada de los cuervos. Pero enseguida los pájaros se dispersaron y se dejaron caer sobre Rufino y el halcón como una lluvia de grandes copos negros.
—¡No se ve naaada! —bramó Rufino—. ¡Aleeexis de Beaujeu! ¡Envíanos a tus arqueeeros!
Pero el comendador del Krak estaba demasiado lejos para oírle. Y de todos modos, Rufino y el halcón se encontraban fuera del alcance de sus armas. El ave de presa batió vigorosamente las alas y volvió a alcanzar el refugio de las alturas. Por desgracia, dos grandes cuervos le esperaban allí emboscados. Los dos pájaros negros se lanzaron como un rayo sobre ellos.
El halcón, que había sobrevolado más de una vez esta región, sabía que los cuervos no abandonarían su zona. Cuando llegara al desierto, los pájaros volverían a su percha y con su amo, fuera quien fuese. El problema eran esos dos, que le esperaban en pleno cielo, batiendo las alas como unos nadadores entre dos aguas, y eran dos veces más grandes que él. El halcón desplegó las alas y fue aspirado por los cielos. Se elevó tan rápido que los cuervos no tuvieron tiempo de golpearlo. Después de haber ganado suficiente altura, descendió bruscamente en picado y soltó a Rufino. Como una piedra de catapulta, el antiguo obispo de Acre, aullando de terror, topó de lleno contra uno de los córvidos. Con las alas maltrechas, la maléfica criatura cayó en barrena en el corazón de la fuliginosa bandada que ya se lanzaba de nuevo al asalto.