Las siete puertas del infierno (24 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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—Beeeber —susurró de pronto el guardián, tendiendo un dedo hacia el centro de la mesa.

Simón se estremeció al ver la mano de la criatura, cubierta de escamas grisáceas como la de un leproso. Esforzándose en ocultar su miedo, caminó a su vez hacia la mesa, donde descansaban tres copas, y eligió una.

—No, esta no —prosiguió el portero—. La medio vacíiia…

—Qué horrible forma de hablaaar —susurró Rufino a Casiopea—. Podría esforzaaarse un poooco.

—¡Chisss…! —siseó Casiopea, llevándose un dedo a los labios.

Simón miró las tres copas. La primera estaba llena hasta el borde, la segunda estaba medio llena, y la tercera estaba totalmente vacía. La que había tomado era la copa medio llena. Aparentemente no era la buena. Pero entonces, ¿cuál era la buena?

Después de intercambiar una mirada con Casiopea, que se contentó con levantar sus cejas renacientes, Simón dejó la copa sobre la mesa, eligió la que estaba llena hasta el borde y empezó a verter su contenido en la que estaba vacía. Cuando la hubo vaciado hasta la mitad, se la ofreció al guardia.

—Graaacias —susurró este último. Y se la bebió ávidamente. Cuando hubo terminado, la dejó sobre la mesa.

—Perfecto… Yo soy el Maestro de las Llaves y las Puertas —dijo—. Los que quieren franquear la puerta del vacío deben someterse a mis pruebas. Vosotros habéis superado la primera.

—Vaya, una buena noticia, sin duda —suspiró Simón con aire aliviado—. ¿Y puede saberse qué les ocurre a los que fracasan?

—No —dijo el guardián mientras introducía un cucharón en la escudilla del guiso.

—¿Qué es la puerta del vacío? —preguntó Casiopea.

—La puerta que hay que franquear para ir al otro lado. ¿No es ahí adonde queréis ir?

—No lo sabemos —dijo Simón—. Todo depende de lo que haya allí.

—Eso lo sabréis cuando vayáis.

—Ya veo —repuso Simón—. Supongo que no tenemos elección. Entonces =—dijo haciendo crujir los dedos— habladnos un poco sobre el carácter de estas pruebas. ¿Con qué demonios deberemos enfrentarnos? ¿A qué tentación tendremos que resistir?

—Quedan tres pruebas —respondió el guardián—. Cada uno de vosotros deberá someterse a una de ellas.

—Pero yooo nooo, ¿verdad? —preguntó Rufino.

—Desde luego que síii —siseó el portero.

—¿Y qué pruebas son esas? —inquirió Casiopea.

—La fácil, la difícil y la medianamente difícil; elegid.

—¡Yo escojo la fáaacil! —se apresuró a responder Rufino.

—Y yo la difícil —añadió Casiopea.

—Bien —dijo Simón—. Para mí la que queda…

—Empecemos —continuó el guardián—. Decidme —preguntó a Rufino—, ¿cuánto hacen diez veces una vez diez veces una vez dos veces una vez uno?

—¡Dios mío! Pero esto es terriblemeeente difícil… ¡Hay demasiadas ciiifras! No estaba preparaaado. ¿Podéis repetiiir la pregunta?

—No.

—¿Cuántas veces hacen diez veces una vez diez veces una vez dos veces una vez uno? —repitió Casiopea.

—No respondáis en su lugar o fracasaréis todos —la advirtió el Maestro de las Llaves y las Puertas.

—Veaaamos, veaaamos —reflexionó Rufino—. Diez veces uno hacen diez. Multiplicaaado por diez, cien. Multiplicaaado por uno, siiigue siendo cien. Multiplicaaado por dos… son doscientos. Multiplicaaado dos veces por uuuno… ¡siiigue siendo doscientos!

—Bravo.

—Pues sí, era fáaacil. En fin, fácil a priooori… —dijo con una sonrisa radiante.

El portero se volvió entonces hacia Simón y le tendió cuatro cartas que habían salido, como por arte de magia, de una de sus mangas. En la primera carta, marcada con la cifra 1, rugía un león; en la segunda, marcada con un 2, volaba una especie de halcón, y en las dos últimas, marcadas cada una con un 6, resplandecían una luna y un sol.

—Con ayuda de estas cuatro cartas, escribidme el número más alto posible.

Simón estudió las cartas. Un león, un halcón, una luna y un sol. Así como un 1, un 2, un 6 y otro 6. A primera vista el número más alto posible era 6621. Pero debía de haber algún truco; si no, la prueba no hubiera sido calificada de «medianamente difícil». Buscó ayuda en Rufino y Casiopea, y vio que el anciano obispo de Acre se mordía los labios, totalmente superado por la dificultad del enigma, mientras que Casiopea fruncía las cejas para luego… ¡darle la espalda sin más! ¿Cómo se atrevía?

Dominado por la ira, estuvo a punto de tirarle las cartas a la cara al guardián. Si esta prueba era calificada de «medianamente difícil», ¿cómo calificaría la que consistía en hundirle su espada en el corazón? ¿De imposible? El Maestro de las Llaves y las Puertas parecía un anciano, y no llevaba armas…

Pero en ese momento el portero siseó:

—¡No lo hagáis, os lo advierto!

Simón se acercó a las cartas y tendió la mano hacia el 6, disponiéndose a colocarlo al principio de una línea de cifras. Pero dudó y examinó la carta más de cerca. Representaba una luna. Redonda y pálida, y sin las manchas que la salpicaban habitualmente. Miró el reverso, donde se encontraba la misma luna adornada con un 6. ¡Y entonces lo comprendió! Había que darle la vuelta. No cambiando de cara, sino invirtiendo la figura, de modo que el 6 se transformara en un 9. Después de todo, la luna, incluso del revés, seguía siendo la luna.

—¡Lo encontré! —gritó.

Y dispuso las cartas de la forma siguiente: luna, sol, halcón y león. Dicho de otro modo, 9921.

—Vaya, de manera que para vos —le dijo el guardián— la luna va antes que el sol… En todo caso, bravo, ¡habéis demostrado poseeer una gran perspicacia!

—Los astros me han ayudado un poco —respondió Simón dirigiendo un discreto guiño a Casiopea.

Tenía la sensación de haberse quitado un enorme peso de encima, y trató de cruzar la mirada con el Maestro de las Llaves y las Puertas. Pero, bajo el capuchón, todo era penumbra, como si el misterioso guardián no tuviera cabeza.

—Y ahora nos toca a nosotros —siseó dirigiéndose a Casiopea—. Ya veremos si estáis tan inspirada como vuestro compañero.

Lentamente fue a buscar su farol y se dirigió hacia una serie de tres puertas que se encontraban del otro lado de la mesa. Después de abrir la de la derecha, le pidió a Casiopea que se acercara. La puerta daba a las tinieblas.

—He ahí el arco del vacío.

—Ya veo. ¿En qué consiste mi prueba?

—Hay que pasar.

Casiopea adelantó la cabeza, asomándose al Vacío.

—No veo nada. Si paso, me caeré… —reflexionó.

—No os engaño. Si pasáis, estaréis salvada.

—¿Me permitís? —preguntó Casiopea.

Y sin esperar respuesta, llamó a su halcón levantando el puño. El ave se posó sobre él, rodeándolo delicadamente para no herirla.

—Casiopea —dijo Simón—. Desconfía…

—Es lo que hago —respondió ella.

Con mucho cuidado, se acercó al vacío y trató desesperadamente de sondear sus dimensiones.

—¿Adonde conduce esto? —inquirió.

—Para saberlo, hay que saltar.

—¿Y esa es vuestra prueba difícil? ¿Un abismo al que debo lanzarme? ¡Es absurdo!

Casiopea dio un paso atrás y tendió el puño hacia delante mientras le decía a su halcón:

—¡Ve y cuéntame!

Sin lanzar ni un grito, el ave se alejó volando y desapareció en la oscuridad. Mientras la esperaba, Casiopea fue a examinar las otras dos puertas. La del medio era de metal y no tenía ningún pomo.

—¿Cómo se abre? —preguntó.

El guardián no respondió.

Casiopea no se tomó a mal su silencio y fue a mirar la puerta de la izquierda. Era de madera. Esta, al menos, tenía picaporte. Casiopea lo bajó, la puerta se abrió…, ¡y vio que daba a un corredor en llamas! Instintivamente, Casiopea dio un paso atrás. Y luego se detuvo en seco.

—¿Cómo es que no me he quemado…?

Volvió la mirada hacia el Maestro de las Llaves y las Puertas.

—¿… y que la puerta no se ha consumido? —preguntó.

—El fuego que no has encendido no te quemará —declaró el guardián.

—Os doy las gracias —respondió Casiopea—. Habláis claro, y esa es una gran cualidad.

—Y vos escucháis bien, gentil dama —replicó el Maestro de las Llaves y las Puertas inclinándose ligeramente.

Casiopea volvió en dos zancadas a la primera puerta y silbó entre los dedos. Unos aleteos, y su halcón estaba de vuelta sobre su puño.

—¿Qué has encontrado? —le preguntó.

Por toda respuesta, el pájaro se contentó con desplegar las alas y lanzar un breve grito.

—Es lo que pensaba. Sígueme, Simón, conozco la respuesta.

Sin que pudiera decir el motivo, Casiopea estaba segura de que, en la sombra de su capuchón, el misterioso guardián sonreía.

—Paso —dijo—. Y elijo esta puerta.

Se acercó al pasillo en llamas y dio un paso adelante.

Capítulo 31

La noche era tan negra que ni siquiera veía a su caballo.

Chrétien de Troyes,

El Caballero del León

Lugar indeterminado, fecha indeterminada

Simón y Casiopea despertaron en el corazón de unas densas tinieblas, envueltos en un hedor a carne en descomposición. Los cuerpos despedazados de numerosos caballos se pudrían sobre pilas de viejas osamentas. Grandes moscas volaban de despojo en despojo, sembrando la oscuridad de aterradores reflejos azulados.

—¡Puaj! —dijo Simón—. ¡Qué horror! ¿Crees que hemos vuelto a nuestro punto de partida?

—No —respondió Casiopea sacudiéndose el polvo despreocupadamente—. No sé de dónde proceden estas monturas, pero en cualquier caso hemos conseguido pasar al otro lado de la puerta de Hierro.

Y le mostró la vertiente oscura de las altas murallas, cuya cima se perdía en la noche borrascosa y cuya base estaba tan sólidamente plantada en el suelo que parecía hundirse en las entrañas de la tierra.

—Renuncio a comprender —dijo Simón—. Pero ¿puedes decirme cómo lo hiciste para adivinarlo?…

—Fue gracias a los términos que empleó el Maestro de las Llaves y las Puertas. Al hecho de que dijera: «Hay que pasar». Era un indicio. «Pasé», como en las cartas. Y finalmente, cuando vi las llamas de la tercera puerta, lo comprendí todo.

—Explícate.

—¿Adonde vamos nosotros?

—Al infierno.

—Sí. Y en el infierno hay llamas, ¿no es cierto?

—Sí. Llamas y demonios armados de picas que plantan en el trasero de los condenados…

—Al ver esas llamas me dije que nos mostraban el camino.

—¿Y las otras dos puertas?

—La del vacío, en mi opinión, no conduce a nada… Caes eternamente.

—Pero, entonces, ¿el Maestro de las Llaves y las Puertas trató de engañarte?

—En lo que concierne al más allá, yo solo escucho a mi corazón. Y no a la solución de este o aquel. Y sobre todo, tuve la suerte de estudiar en Saint-Pierre de Beauvais la obra de Beda el Venerable, donde estaba escrito: «El fuego que no has encendido no te quemará». Por lo visto, el portero también la conocía.

—Yo creo que en tu lugar hubiera saltado —confesó Simón—. Para probar mi valor.

—Y yooo también —añadió Rufino—. Al menos, en oootro tiempo.

—Hombres de demasiada fe —ironizó Casiopea—. Yo antes pido ver.

Y dicho esto, los tres se dirigieron hacia lo que suponían que era el oriente.

En este infierno extraño, donde no había fuego ni demonios, avanzaban por un terreno llano, aparentemente infinito. A la luz de sus antorchas —reducidas por la oscuridad al estado de tristes cabos de vela—, distinguían placas de hierba amarillenta, desecada por el frío.

—Esperaba que esto fuera un horno —señaló Simón—, y nos encontramos en medio del invierno.

—Del otro lado del mundo. Ahí donde el sol no brilla.

—Busquemos a Morgennes…

Simón miró alrededor, tratando de atravesar la oscuridad, pero solo veía extensiones de negrura que se prolongaban hasta el infinito. A menudo se detenían al raso, no tanto para descansar como para encender un fuego. Como si lo que importara fuera alimentar a sus ojos. Ahítos de oscuridad, tenían sed de luz.

Cuando la hoguera crepitaba, lanzando sus cortas llamas al asalto de las tinieblas, le daban de comer todo lo que tenían a mano: ramitas recogidas en el curso de su periplo, algunas briznas de hierba quebradiza, una planta amarillenta. O arbolitos secos, espinos que crecían aquí y allá sobre la estepa y que se detenían a recoger, arrancándolos de la tierra con sus raíces.

—Me gustaría volver a ver el cielo —suspiró Simón en una de esas paradas.

—Pues ten paciencia —respondió Casiopea—. Porque, como dicen los tuaregs, «al extremo de la paciencia está el cielo».

—Pero si es lo único que hago… —dijo él, lanzando un suspiro de exasperación.

Lanzó un guijarro al fuego, una minúscula piedra blanca que enseguida quedó cubierta de cenizas. Por encima de ellos, el halcón lanzó un grito, y Casiopea levantó la mirada.

—¿Cómo sabes dónde está? —le preguntó Simón.

—No lo sé.

—¿Y eso no te preocupa?

—A veces sí.

Sin embargo, no parecía intranquila.

—¿Y no le impides volar?

—Es un pájaro; vuela. Es normal.

Casiopea tiró de la manta hacia arriba para cubrirse los hombros y tratar de dormir. Pero no dejaba de darle vueltas a la cabeza. «Cuánto se parece este lugar a mi vida —pensaba—. Una noche de toda una vida. Y poco importa si el día se levanta, y al día siguiente se levanta de nuevo, porque siempre es de noche, siempre la misma noche que vuelve a empezar eternamente. El mañana existe tan poco como el ayer. Es una noche de antes del primer día, de antes de la creación del mundo, donde solo reina un hoy informe sin estrellas ni luna, porque Dios aún no las ha creado. Es una noche tempestad, donde luz y tinieblas están estrechamente mezcladas. Una noche voraz, donde nuestra única esperanza es ser digeridos. Una noche telaraña, donde nosotros somos las presas y el tiempo la araña…»

Se durmió sin siquiera darse cuenta, mientras Simón no apartaba los ojos del fuego.

Una noche —o un día—, llegaron al pie de un montículo constituido por decenas de miles de piedras. Como no habían visto ninguna en los alrededores, se dijeron que decenas de miles de viajeros debían de haberlas recogido en la estepa y las habían llevado hasta allí. ¿Por qué razón? Lo ignoraban. Pero la pequeña colina era el primer relieve que veían desde que se habían alejado de la puerta de Hierro. Decidieron escalarla.

La ascensión no les exigió un gran esfuerzo, y recordó a Simón el montón de cráneos que habían escalado en otro tiempo, en los subterráneos de la Moría, con Morgennes. Una vez en la cima, contemplaron los alrededores. Por desgracia, en torno a ellos todo era oscuridad, una noche uniforme que lo cubría todo, como si esta parte del mundo fuera demasiado pobre para vestirse con cualquier otra cosa que no fuera el negro.

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