Read Las siete puertas del infierno Online
Authors: David Camus
—Nuestra pequeña noche personal —suspiró Simón—. Solo para nosotros dos.
—Para nosotros treees —mugió Rufino desde la bolsa donde le habían metido.
Pero Casiopea no escuchaba. En silencio, depositó un guijarro en lo alto del pequeño túmulo que adornaba la cima del montículo.
—¿Qué haces? —preguntó Simón.
—Honro a los dioses. Rindo homenaje a los viajeros que nos precedieron, y saludo a los que vendrán detrás de nosotros.
—¿A los dioses? ¿A qué dioses? ¿A los de los infiernos?
—A los dioses, sean los que sean. De los infiernos o de otra parte…
—¡Los honras cuando te han arrebatado a tu padre! —le espetó Simón.
Y lanzó una patada a una piedra, que salió rodando colina abajo.
—Yo de ti no haría eso —le previno Casiopea.
—¡Todo esto no son más que supersticiones! —replicó Simón, indignado.
Se acercó al túmulo, donde capas de cera fundida daban testimonio de que alguien había encendido velas allí, y tomó una de las piedras al azar.
—¡No temo a los dioses ni a la muerte! —gritó arrojándola lo más lejos posible, tan lejos que no la oyeron caer.
Casiopea sacudió la cabeza, disgustada. Y volvió a bajar para preparar el vivac, presa de un mal presentimiento.
En el fuego, las palabras dolientes se traducían en lenguaje de llama.
Dante,
El Infierno
—¡Crucífera!
Casiopea se despertó, jadeante, con la frente bañada en sudor y el pecho ardiendo. En la hoguera que había a su lado había crujido una rama. Probablemente ese ruido la había despertado. Pero ¿quién había gritado?
—¿Papá?
En la noche oscura, nadie le respondió. Al otro lado del fuego, Simón seguía durmiendo, con el rostro vuelto hacia las llamas. Sobre sus párpados cerrados veía bailar los reflejos dorados del fuego, causa, tal vez, de las pesadillas que atormentaban sus noches.
Porque, desde hacía varias semanas, Simón dormía muy mal y tenía pesadilla tras pesadilla.
«Es a causa de mi padre —se dijo Casiopea—. Simón se siente culpable de no haberle salvado…»
—Y yo —murmuró arrancando un tizón de las llamas—. ¿Qué debería decir yo, que no actué mejor que él?
Miró el tizón, como si la llamita que brillaba en su extremo pudiera responderle.
Un nuevo crujido en el fuego llamó su atención. Se acercó a la hoguera y hundió la mirada en lo más profundo de las llamas incandescentes, tratando de establecer un lazo con las potencias infernales que retenían a Morgennes prisionero.
—Papá…
Pero enseguida calló, por miedo a que Simón la tomara por loca si se despertaba. «Papá —siguió, pensando en los sueños que había tenido Masada—. Estés donde estés, te encontraré. Te salvaré, te lo prometo.»
Volvió a lanzar el tizón a las llamas, donde desapareció sin ruido, y luego lo vio arder sin preocuparse por el calor que le quemaba en las cejas y las mejillas. Finalmente, cuando el tizón se hubo consumido, se levantó y se ciñó la espada que en otro tiempo había sido la de su padre: Crucífera.
Volviéndose hacia Simón, que seguía bañado en reflejos anaranjados, le lanzó una patadita:
—Despierta. Nos vamos…
Simón gruñó pero no abrió los ojos. Al contrario, simuló que le costaba un terrible esfuerzo despertarse. No quería que Casiopea sospechara que desde el principio la había estado observando a través de sus párpados entrecerrados.
Porque él también había oído la voz en las llamas.
El fuego que no has encendido no te quemará.
Beda el Venerable,
Historia ecclesiastica gentis Anglorum
Casiopea seguía inquieta. El modo como Simón había lanzado la piedra desde lo alto del túmulo, la noche anterior, era un nuevo signo, un signo de que perdía la razón. «¿Y si partiera sin él? En esta noche tan oscura, nunca me encontraría. Pero no, es imposible. Además, lleva a Rufino…» Miró a Simón, que tenía prácticamente su misma edad, y lo encontró muy joven. Demasiado joven para ser abandonado.
«Su padre ha muerto, sus hermanos también. Nunca conoció a su madre, y querría fundar una familia. En cierto modo le comprendo. Le compadezco. Pero su actitud me horripila.»
Desde que podía recordar, ella siempre había parecido mayor de lo que era. Las malas lenguas le atribuían pensamientos que nunca había tenido, actos que nunca había realizado. Pero esas malas lenguas nunca hubieran podido imaginar todo lo que había hecho desde su infancia en Saint-Pierre de Beauvais hasta Constantinopla, donde había tenido que plegarse a las reglas más estrictas.
Al recordar el largo tiempo que había pasado en la academia del megaduque Colomán, el «señor de las milicias» de Constantinopla, una sonrisa asomó a su rostro. «Una infancia sin padre, con un gigante y un
Litterato
como padrinos, y una adolescencia solitaria, entrenándome entre mercenarios… Pero ¿por qué, Dios mío, me envió mi madre con Colomán?» El asunto resultaba aún más incomprensible porque, según todas las apariencias, la academia del señor de las milicias estaba reservada exclusivamente a los hombres. «Entonces, ¿por qué me aceptó?» Casiopea lanzó un puntapié a la fogata que habían encendido para la noche, enterrando las brasas bajo las cenizas. El fuego empezó a extinguirse y luego se apagó del todo, soltando una nube de polvo a modo de último estertor.
—Ya hemos ganduleado bastante —dijo Casiopea.
Habían reemprendido la marcha, preocupados por la escasez de provisiones, preguntándose qué comerían y si el dolor que sentían en las piernas se calmaría, cuando oyeron unos ladridos. En la lejanía, unos perros alborotaban.
—Tú que querías un Cerbero —dijo Casiopea—, tal vez lo encuentres.
Simón se llevó la mano al costado y rozó la empuñadura de su espada.
—Tengo con qué someterlo.
Avanzaron a través de pirámides de cráneos que les llegaban a la cintura, y luego distinguieron un collar blanco de tiendas redondas. Parecían los ojos globulosos de una extraña criatura enterrada en la arena. La bestia lanzaba aullidos estridentes, cuyo origen descubrieron bien pronto. Unos dogos enormes, mastines de pelo gris, se disputaban un cadáver, que reducían a pedazos. Un perro tiraba de un brazo y otro atacaba el pecho, mientras un tercero despedazaba una pierna.
La mano de Simón se crispó sobre la empuñadura de su espada.
—Calma —dijo Casiopea.
Se dirigieron hacia las tiendas y, cuando estuvieron cerca, unos hombres salieron de ellas. Tenían los ojos oblicuos, el cabello negro y la piel amarilla, y les miraban con aire socarrón mientras intercambiaban bromas en una lengua desconocida. Simón se mostró indignado por su conducta, pero los tártaros —si es que eran tártaros— se limitaron a masticar las briznas de hierba que se habían colocado entre los dientes y no le concedieron el gusto de iniciar una pelea.
—¿Serán demonios? —se preguntó Simón en voz alta.
Casiopea no hizo ningún comentario.
—Sacadme un poco de la booolsa, que pueda ver yooo también… —pidió Rufino.
Sobre unas fogatas se asaban pedazos de carne ensartados, tal vez de caballo. Para darles más gusto, los tártaros —si ese era el nombre de esos demonios— los rociaban con vino, y si quedaba algo, se lo bebían riendo a carcajadas. Un poco más allá, asaban unas costillas, dispuestas sobre unas parrillas colocadas sobre fuegos medio enterrados. Esta abundancia de carne hizo salivar a Simón y Casiopea.
Aparentemente, los caballos tenían una gran importancia para los tártaros, que se regalaban con su carne y se confeccionaban vestidos con su piel: una especie de túnicas de mangas muy anchas, toscamente cortadas, cerradas por delante con botones de cuerno y tan largas que se arrastraban por el suelo. Probablemente tallaban los cascos para convertirlos en pequeños objetos decorativos o en mangos de cuchillos para los niños.
En un rincón en la sombra, un puñado de ancianos probaban un queso con aire conspirativo. Era un queso muy particular, hecho con la leche de una yegua que acababa de amamantar a su potrillo. Apenas este había acabado de alimentarse, el tártaro lo degollaba, le sacaba el estómago lleno de leche y lo suspendía durante unos meses en su yurta. El queso se servía luego directamente de la panza del potrillo. Este queso, llamado «leche de madre», era una exquisitez, y solo se comía en las grandes ocasiones. Se decía que tragar un bocado alimentaba tanto como toda una comida y que volvía locos a los que abusaban de él. De repente, uno de los conspiradores —un anciano de ojos claros— lanzó un grito y luego les indicó con un gesto que le siguieran.
—No parecen en absoluto hostiles —dijo Casiopea.
—Mala señal —replicó Simón, con la mano aún más crispada sobre su espada.
—¿No has pensado nunca que el enemigo podrías ser tú?
Simón no respondió, pero puso cara de ofendido. Casiopea siempre estaba dispuesta a llevarle la contraria. Esos tipos eran demonios, estaba seguro. Y aunque no lo parecieran, sabía que si Casiopea desenvainaba a
Crucífera
, la espada emitiría una luz azulada señalando la presencia de un peligro inminente.
Si no le pedía que la extrajera de su vaina, era porque no quería provocar a los demonios. Aún no.
En el cielo opaco por encima de las yurtas, que varias hogueras y antorchas dispersas teñían de un amarillo anaranjado, Simón y Casiopea vieron ondear cintas de seda multicolores. Un poco más lejos, en lo alto de unos pilares, eran unas crines de caballo trenzadas las que se agitaban al viento. Luego, una procesión de niños y viejas desdentadas les condujeron al centro del campamento, hacia una yurta de donde emergió un hombre inmenso, con una espesa barba que le colgaba sobre el vientre como un estandarte blanco. Visiblemente, aquella barba era su orgullo, porque no paraba de acariciarla y de hacer que se inflara sobre su pecho.
—Acercaos, acercaos, amigos, amigos… —dijo en
lengua franca
teñida de un fuerte acento oriental—. ¿Habéis cabalgado bien?
—Por desgracia, no —respondió Casiopea—. Nuestros caballos murieron, y hemos tenido que venir a pie.
—Humm… —murmuró el anciano—. Es una mala señal… Espero que los demonios no os hayan seguido…
—No lo creo.
—¿Cómo es que habláis nuestra lengua? —preguntó Simón, sorprendido.
—Es para honrar al Preste Juan —le explicó el anciano—. Porque su dominio comprende nuestras estepas, así como todas las tierras que las bordean. ¿Sois emisarios suyos?
—Sí —mintió Simón.
—No —respondió Casiopea al mismo tiempo.
—Yo sí, ella no —se apresuró a añadir Simón para zanjar la cuestión.
—Ah, ya veo. Entonces esta joven es vuestra…
—Es mi guardia de corps.
—¡Ah, ya veo! ¿Así que vos sois el hombre que el Preste Juan me envía para negociar la compra del mapa?
—La compra del mapa…
—El mapa de los infiernos. Me ha hecho saber que su prometida quería uno a cualquier precio.
Simón y Casiopea se miraron de reojo, tratando de reprimir su emoción.
—¡El mapa de los infiernos, sí! —exclamó finalmente Simón—. ¡Eso es lo que queremos!
Por fin estaban a punto de alcanzar su objetivo, después de meses y meses de periplo.
—Venid a tomar el té —dijo el anciano invitándoles a entrar en su cabaña, de donde salía un delicioso aroma a té negro.
—Huele bien —comentó Casiopea, y entró la primera en la cabaña, en el centro de la cual ronroneaba un brasero.
Simón entró tras ella sin fijarse en que el techo de la yurta era bajo, tan bajo que chocó con la frente contra él. El jefe de los tártaros emitió un gruñido de contrariedad, como si Simón acabara de proferir un juramento.
—¿Qué? —dijo Simón—. No es culpa mía si soy alto…
Casiopea se limitó a lanzarle una mirada exasperada y se abstuvo de todo comentario. Después de instalarse sobre unos cojines de seda rojos y amarillos, Simón y Casiopea aceptaron gustosamente la taza de té que el jefe les ofreció.
—Gracias, gracias —dijo Casiopea inclinando la cabeza varias veces.
—Gracias —dijo simplemente Simón.
Mientras desde el exterior los niños la observaban riendo, Casiopea husmeó el té, de aspecto lodoso. Percibió aromas de leche, de té negro y de sal. «Interesante», se dijo. Tomó un trago.
—Muy bueno, gracias.
En cuanto a Simón, se limitó a dejar su taza en el suelo y ya no lo tocó.
El jefe les obsequió con amplias sonrisas y les propuso que terminaran lo que aparentemente era para ellos una comida. Se trataba de una fuente de cuadraditos blanquecinos, rellenos de una extraña materia parda.
—Perro hervido —añadió.
—Tiene un aspecto delicioso —dijo Casiopea tomando un bocado, preocupada por no ofenderle.
—Tenéis a un muerto ahí afuera —dijo Simón, aludiendo al cuerpo que habían despedazado los perros.
—Sí, sí… Se ha marchado esta misma mañana —dijo el jefe—. Gran tristeza.
—¿No lo enterráis?
—¿Enterrarlo? ¡Desde luego que no!
—Pero ¿por qué?
—¿Adonde iría su alma si lo enterráramos? El pueblo de las estepas nunca entierra a sus muertos. Los dejamos al aire libre, a la entrada del pueblo. Así los perros se los comen y todo el mundo está contento…
Casiopea se sobresaltó, aunque el jefe no lo percibió. Estaba demasiado ocupado explicándoles cómo, gracias a la ayuda de un chamán y de un mapa de los infiernos desplegado ante él, el alma del difunto empezaba por atravesar nueve puentes guardados por los demonios… Luego, tras haber franqueado los nueve recintos de los infiernos, el alma se dirigía hasta siete montañas de oro, cada una más alta que la precedente, para llegar por fin…
—Al Árbol de la Vida, medicina de inmortalidad que nos permite volver a la vida —concluyó con los ojos brillantes de felicidad.
—Práctico —comentó Casiopea volviendo a dejar su plato de perro hervido.
—Tres regiones, cinco ríos, seis puertas, y ahora nueve recintos y siete montañas —refunfuñó Simón—. Me pregunto qué será la próxima vez. ¿Ocho cielos y doce catedrales?
—No le hagáis caso —dijo Casiopea—. Está muy cansado…
El jefe de los tártaros hizo como si no hubiera oído nada. Casiopea aprovechó para observarle. Aunque desgastadas por años de cabalgadas, sus ropas parecían de excelente factura, y, detalle divertido, las botas tenían las puntas levantadas, como si temiera herir la tierra al caminar.