Read Las siete puertas del infierno Online
Authors: David Camus
Gargano se echó a reír al ver la cara que ponía Casiopea.
—Lo comprenderás en su momento —le dijo.
Ante tanto misterio, Casiopea calló. Muy bien, lo comprendería en su momento. Pero ¿cuándo? Y ¿qué? Aunque su intuición le decía que ya sabía de qué se trataba…
Se acercaba la hora de partir. Casiopea habría estado encantada de pedirle a Gargano que los acompañara, pero Simón se plantó ante el gigante con una bolsa en la mano.
—He cogido frutos de este árbol —dijo—. Si, como pretendéis, tiene el don de resucitar a los muertos, es preciso que se los llevéis al jeque de los muhalliq. Le encontraréis más al oeste, en el desierto de Samiya…
Gargano agarró la bolsa, que desapareció entre sus manos enormes.
—Oh, muy bien…
Miró a su ahijada.
—¿Crees que es una buena idea?
Casiopea asintió con la cabeza. Sí. Si existía una posibilidad de que los frutos del Árbol Solo ayudaran al jeque de los muhalliq a salvar a los suyos, había que intentarlo. De modo que, después de depositar un beso en la mejilla de su padrino, le obsequió con una caricia.
—Ya no soy una niña… —le advirtió.
—No necesitamos compañía —añadió Simón.
Los dos compañeros intercambiaron una mirada, y Gargano comprendió que, más que los diablos del infierno, era Simón, sobre todo, quien representaba un peligro para Casiopea.
—¿Quieres que vaya con vosotros? —le propuso.
—No, gracias, querido padrino. Corre a ver a los muhalliq. Te necesitan más que yo.
—Muy bien, muchachos —dijo Gargano, que conocía el carácter inflexible de su ahijada—. En ese caso no me queda más que ir a visitar a los muhalliq. Si me necesitáis, ya sabéis dónde encontrarme…
Y os dice que Alejandro mandó construir una torre muy fuerte y una fortaleza a la salida del paso, de modo que esas gentes no pudieran pasar para caer sobre él ni sobre sus gentes, y hasta este día ha sido llamada la puerta de Hierro, y es el lugar donde el Libro de Alejandro cuenta cómo encerró a los tártaros entre dos montañas.
Marco Polo,
El descubrimiento del mundo
A pesar de las ganas que sentía, a veces, de renunciar, a pesar de la lasitud que la embotaba, a pesar del miedo, el hambre y la sed, Casiopea continuaba. «No reflexionar, avanzar. Ocurra lo que ocurra, avanzar. No pensar más que en esto, avanzar. Por mi padre y mi madre, avanzar…»
Solo cuando acampaban se permitía preguntarse a quién había podido encontrar su madre. Porque era evidente que había encontrado a alguien. ¿A Morgennes? Probablemente no, porque Gargano la había prevenido: «Lo que vas a descubrir tal vez no te guste…».
¿Otro hombre, entonces? Pero ¿quién? ¿A quién puede encontrarse uno en el camino de los infiernos? ¿Al diablo?
Casiopea reprimió un escalofrío. El diablo, con sus cuernos, su cola y sus patas de macho cabrío. ¿Tendría también una horca, como en las iluminaciones que su madre pintaba en otro tiempo en los márgenes de los manuscritos, en la abadía de Saint-Pierre de Beauvais, donde habían vivido mucho tiempo disfrazadas de hombres?
De pronto se levantó un viento del este. El, que tan discreto se había mostrado desde hacía varios meses, se oponía ahora a su progresión con un insidioso muro de aire. Lo más extraño era que alrededor de ellos la bruma no se movía. Había viento —lo sentía en sus cabellos, en su ropa—, pero las densas masas de niebla que les envolvían permanecían inmóviles. Como si la bruma fuera tan sólida, tan inmutable, que ni siquiera una tempestad pudiera disiparla. En el curso de los días el viento arreció. Y un día se convirtió en una borrasca. Esta vez la niebla se agitó. Casiopea llamó a su halcón para ponerlo a resguardo bajo su capa, y luego se vieron obligados a avanzar protegiéndose la cara con una
keffieh
, porque el viento soplaba con inusitada fuerza y les quemaba los ojos. Finalmente tuvieron que detenerse y taparles la cabeza a los caballos con una manta. Las yeguas, animales pacientes que confiaban en sus amos, se apretaron la una contra la otra con las cabezas apuntando en direcciones opuestas, y así permanecieron más de una hora, el tiempo suficiente para que Casiopea y Simón tomaran una decisión.
—¿Renunciar? —aventuró Simón sin demasiada convicción.
—Ni hablar —dijo Casiopea—. Si mi madre ha conseguido llegar al infierno, nosotros también.
—Pero ella tenía sus botas, y esta tempestad…
—Acabará por calmarse.
Sujetaron a sus monturas de las riendas, hicieron que se acostaran y se acurrucaron contra sus flancos. Casiopea y Simón pasaron largos momentos escuchando el latido de los corazones de sus caballos. Era un sonido, una música, reconfortante. A veces, a fuerza de mantenerse pegada contra su yegua, Casiopea soñaba que ella también lo era. Se veía galopando por praderas verdeantes, bajo un sol imponente. Un horizonte bordeado de bosques exuberantes, el fragor de un río, la frescura de las aguas. En sueños vivía la infancia que una yegua hubiera podido conocer en Europa.
De pronto se dio cuenta de que la tempestad se había calmado. ¡Y de que el corazón de su yegua ya no se oía! Después de haber liberado a su halcón, colocó la mano sobre el pecho de su montura y trató de sentir los latidos de su corazón…
«¡Nada!»
Estaba muerta.
Se volvió hacia Simón, que dormía con los puños cerrados, con la cabeza apoyada en el flanco de su yegua.
—¡Despierta! ¡En pie! —gritó.
Pero él no se movió. Entonces le cogió del brazo y le sacudió violentamente para obligarle a levantarse. Simón salió de su estupor, balbució unas palabras confusas y miró alrededor.
El aire era naranja, e incluso sus ropas tenían, entre sus pliegues, granitos de arena naranja. Casiopea tendió el dedo en dirección a una mancha blanca que tenía la forma de un hombre a caballo.
—¡Es Taqi! —aulló—. ¡Ha venido a salvarnos!
Pero la yegua permanecía inmóvil.
—Ven —dijo Simón tirándola del brazo—. No debemos quedarnos aquí. Montarás en mi yegua y yo seguiré a pie…
Simón y Casiopea salieron de la niebla para entrar en un profundo valle encajonado entre dos altas montañas que servían de contrafuerte a una imponente muralla de varios metros de altura, un inmenso muro gris, barrera entre dos mundos.
Aparte de los gritos que lanzaba el halcón en el cielo, no se oía ni un sonido. El aire estaba extrañamente inmóvil, como aletargado.
—La puerta de Hierro —murmuró Casiopea, llena de respeto por la gran muralla que Alejandro había construido hacía cerca de mil quinientos años.
Casiopea a caballo, y Simón a pie, pegado a ella, avanzaron hacia una gigantesca puerta metálica empotrada en el centro de la muralla. La puerta era tan alta y tan ancha que los ejércitos de Alejandro hubieran podido franquearla en menos de una hora. No habrían tenido necesidad de ponerse en fila de dos, de cinco o de diez. Un millar de hombres habrían podido pasar en un abrir y cerrar de ojos de un lado a otro del muro si hubieran abierto esa increíble puerta. Pero estaba cerrada, y no veían cómo podían abrirla. Ni siquiera Gargano hubiera podido empujarla.
Casiopea escrutó el valle rodeado de montañas, buscando a Taqi.
—Aparece y desaparece. Es imposible saber si has visto a alguien o no, y menos aún saber si era realmente él.
Pero Simón no la escuchaba. Taqi le importaba muy poco. De todos modos, nunca le había gustado. Siempre burlándose de él y ridiculizándolo con su conocimiento del Corán y de los escritos sagrados. «Era un engreído —pensó Simón—. Un hipócrita.»
Al mismo tiempo, sin embargo, no podía dejar de sentir cierta admiración por quien se había arrojado al infierno siguiendo a Morgennes. ¿Por qué él no había actuado igual? A decir verdad, ni siquiera se le había ocurrido hacerlo. Y si se le hubiera ocurrido, ¿habría tenido el coraje de saltar? Simón decidió que de ningún modo debía responder a esa pregunta, y se prohibió pensar en ello.
Cuanto más se acercaban a la imponente muralla, más se adentraban en su sombra. Detrás de ella, grandes nubes negras oscurecían el cielo, cubriéndolo todo con un denso manto de tinieblas. Simón se estremeció al pensar que tal vez Morgennes estaba tan solo a dos pasos.
Llegaron al pie de la inmensa puerta, cada uno de cuyos batientes era al menos tan grande como la catedral que se construía en París.
—No tiene cerradura ni picaporte… —observó Casiopea.
Ella y Simón avanzaron a lo largo de la muralla con la esperanza de llegar a su extremo. La puerta de Hierro no podía ser la única puerta. Sin duda debían de existir otras más pequeñas.
—En mi opinión —dijo Casiopea—, la puerta principal solo debe de abrirse en circunstancias excepcionales.
—Pero ¿en qué sentiiido? —preguntó Rufino—. Porque por lo que séee, solo se abrirá una vez, cuando llegue el fin del muuundo.
—Probablemente hacia los infiernos —respondió Simón—. A fin de permitir que nuestros ejércitos penetren en ellos rápidamente para matar demonios. Si no, no veo por qué Alejandro, en su infinita sabiduría, hubiera tenido que insertar una puerta en pleno centro de su muralla…
Hacía una eternidad que caminaban y no tenían realmente la impresión de haber progresado mucho. ¿Tal vez se habían equivocado? ¿Tal vez la única forma de cruzar esa muralla era pasar a través de la gran puerta…?
—La verdad, no nos imagino escalándola —dijo Simón.
—Y además, ¿con qué íbamos a hacerlo? —preguntó Casiopea—. Puedo enviar a mi halcón al otro lado, pero, aparte de Rufino, no veo a quién podría llevar…
—¿Qué día es hoy? —preguntó súbitamente Simón.
—No tengo ni idea. ¿Por qué?
—Porque una leyenda cuenta que las puertas del infierno se abren una vez al año, para dejar salir a los condenados.
—Podríamos estar en septiembre, o en agosto. ¿Es un buen mes para los muertos?
—Novieeembre sería mejor —dijo Rufino.
—Podríamos acampar al pie de la puerta y esperar.
—¿Y si no se abre nunca?
—Sin duda mi madre ha conseguido pasar —dijo Casiopea—. Entonces, ¿por qué no nosotros?
—Tu madre esto, tu madre lo otro… —refunfuñó Simón—. En primer lugar, no tenemos ninguna prueba de que lo haya hecho. Y si es tan lista como imaginas, ¿por qué no nos ha esperado? ¿Y a Morgennes, acaso lo salvó?
Casiopea no respondió. Prefería el aparente espíritu de cooperación de que Simón había dado prueba hasta ese momento, pensó, a esos arranques de cólera.
En ese preciso instante, apenas a unos cientos de metros de las primeras estribaciones de la montaña, Casiopea vio, incrustada en una de las numerosas torres intercaladas en la muralla, una minúscula puerta metálica. Despojos de caballos en estado de descomposición cubrían el suelo ante ella, en un caos de cráneos, fémures y cajas torácicas en medio de los cuales se enmohecían una docena de sillas.
—Curioso —comentó Casiopea mientras desmontaba—. Una muralla que alcanza el cielo, una puerta que haría levantar la cabeza a un titán, y además esa puerta metálica apenas más grande que la de la bodega de Saint-Pierre de Beauvais y todos esos cadáveres de caballos… Me gustaría saber dónde están sus jinetes.
Simón se acercó a ella, pisoteando los huesos y los restos de arneses que cubrían el suelo. A la altura de sus ojos vio una aldaba en forma de serpiente, que le recordó a la del hospital de San Lázaro.
—Si la uso, ¿crees que se abrirá la puerta? —le preguntó a Casiopea.
—Solo hay una forma de saberlo…
Casiopea sujetó la aldaba y la abatió tres veces contra la placa en forma de luna. Tres golpes sordos resonaron en el interior de la fortaleza. Mientras esperaban la llegada del portero, Casiopea llamó de nuevo a su halcón y Simón introdujo en su mochila los escasos víveres y la exigua provisión de agua que todavía guardaban en sus talegos. Luego despacharon a su yegua con una palmada en la grupa. Preferían devolverle la libertad antes que dejarla atada junto a los esqueletos que se amontonaban ante la entrada.
Al cabo de un rato, un postigo metálico se entreabrió en lo alto de la puerta. Una forma oscura les contempló desde una reja y luego la puerta se abrió chirriando.
Por mí irás a la ciudad doliente, por mí irás al eterno dolor, por mí irás con la perdida gente.
Dante,
El Infierno
El hombre, o mejor dicho, el ser que les había abierto, era más o menos tan alto como ellos y apestaba a macho cabrío. Iba vestido con un sayo con un capuchón que le ocultaba el rostro, y después de abrir emitió un silbido que ellos interpretaron como una invitación a seguirle.
Simón y Casiopea se encontraron en la base de una estrecha escalera de caracol, donde no podían avanzar dos personas de frente. La pequeña puerta metálica se cerró por sí sola y les envolvió una oscuridad que apenas disipaba levemente el farol del portero. Ascendieron en silencio durante una eternidad, subiendo escalones y más escalones, hasta que los pies empezaron a dolerles.
—Qué lugar más fascinante —murmuró Casiopea.
Motivos geométricos que representaban líneas entrecruzadas decoraban los muros a intervalos más o menos regulares. En cuanto a los escalones, llevaban inscripciones que a Casiopea le resultaba difícil descifrar, probablemente porque el tiempo y el paso de otros muchos visitantes las habían borrado en parte. Con todo, tenía la impresión de que se trataba de nombres de personas y de fechas. ¿De nacimiento y de muerte? ¿Estaban penetrando en los infiernos caminando sobre las tumbas de los jinetes cuyos caballos habían visto fuera?
—¿Adonde nos conducís? —preguntó Simón al hombre del sayo.
El extraño portero no le respondió. Finalmente, después de una ascensión interminable, se detuvieron en un rellano de forma irregular. En un rincón había una puerta pequeña débilmente iluminada por una tronera, y en el otro, la escalera, que seguía subiendo hacia unas tinieblas insondables. El portero abrió la puertecita, entró antes que ellos en una sala de apariencia bastante banal y se dirigió renqueando hacia una pesada mesa de madera. Dejó el farol sobre ella y se acercó una escudilla que contenía lo que parecía un guiso de carne y verduras, pero ¿qué clase de carne y qué clase de verduras? Simón y Casiopea no hubieran sabido decirlo.
A Casiopea se le puso la piel de gallina al contemplarle. Maquinalmente se llevó la mano al costado izquierdo, en busca de
Crucífera
. La cruz de bronce incrustada en la empuñadura de la espada la tranquilizaba.