Read Las siete puertas del infierno Online
Authors: David Camus
La candela se había consumido casi por completo, y la llamita empezaba a chamuscar los escasos cabellos que el antiguo obispo de Acre aún tenía en el cráneo.
—Humm…, humm… —dijo dirigiéndose a Casiopea—. Creeeo que necesito una nueeeva veeela.
Casiopea bajó los ojos para mirarle. Desde que un sarraceno le había decapitado en la batalla de Hattin, Rufino se encontraba reducido a un estado de dependencia absoluta, forzado a solicitar la ayuda de otros para desplazarse o —como en el presente caso— para que le cambiaran la vela.
—Pooor no hablaaar de que la ceeera me ha quemado las oreeejas —gruñó.
Casiopea tendió la mano y apagó la llama con las yemas de dos dedos, lo que dejó el habitáculo sumido en la oscuridad.
—¿Monseñor está satisfecho?
—¿Puedes volveeer la página, pooor favor?
Casiopea soltó una risita.
—No me digas que vas a seguir leyendo.
—Si me encieeendes otra veeela, sí. Lo que he leído hasta ahooora me ha gustado muuucho.
—¿De verdad?
—Sí. Es emocionaaante, vivaz. Las esceeenas son originaaales y están muuuy bien descritas. Tienes una graaan imaginación. Esto tiene alieeento. Se nota que verdaderamente aaamas a tu personaaaje.
—Perceval.
—Yooo diría Morgeeennes.
Silencio.
Casiopea no respondió nada. Pero Rufino tenía razón: para ella, Morgennes y Perceval eran uno. Porque Perceval había sido inspirado por Morgennes, que había sido amigo de Chrétien de Troyes hacía muchos años. Ahora Chrétien de Troyes estaba muerto. Había entregado el alma sin haber tenido tiempo de acabar su Perceval o El cuento del Grial. Y también Morgennes estaba muerto. A menudo, Casiopea se preguntaba cómo podía continuar la obra de un narrador como Chrétien y qué fin podía dar a aquel a quien soñaba con salvar de los infiernos; es decir, a su propio padre.
Lanzó un suspiro.
—A veces tengo la impresión de que soy como mi padre, como Perceval —confesó—. Que voy en busca de lo imposible, de un Grial inaccesible.
—Tu paaadre sí encontró la Veeera Cruz, que decían perdida para sieeempre.
—¡Lo que no impidió que acabara en el infierno! Pero, después de todo, tal vez estuviera escrito. «Encontrarás la Vera Cruz. Y luego irás al infierno.»
—Entooonces, quién sabe si no está escrito igualmeeente en algún siiitio: «Irás al infieeerno. Y luego encontrarás a tu paaadre».
—Si no está escrito, ¡cuenta conmigo para hacerlo! —concluyó Casiopea sonriendo.
Cerró los ojos, y haciendo el vacío en su interior, se concentró en lo que le esperaba. Primero, el Vaticano. Luego, Tiro y Jerusalén. Y, finalmente, lo desconocido. ¿Dónde se encontraba el infierno? ¿Quién podría decírselo? Un sentimiento de angustia la invadió. Se sentía tan sola… Suerte que Simón estaba ahí.
—¿Pooor qué quieres salvaaar a Morgennes? —preguntó súbitamente Rufino.
—¡¿Cómo?! —exclamó ella—. ¿Me preguntas que por qué quiero salvar a mi padre? Pues, justamente, ¡porque es mi padre!
—¿Y eeeso qué? Conooozco a muchas persooonas que no tienen ningunas gaaanas de salvar a su paaadre, y no sooolo hablo por mí…
—Su padre no es Morgennes.
Rufino calló. Lo cierto era que la comprendía perfectamente. Lo que comprendía, sobre todo, era que Casiopea no soportaba la injusticia. Y había algo profundamente injusto en acabar en el infierno después de haber proporcionado a la cristiandad su reliquia más preciosa.
—Compreeendo —murmuró—. Compreeendo.
A quien no comprendía, en cambio, aquel contra quien también él tenía ganas de rebelarse, era a Dios. ¿Cómo era posible algo así? Un hombre renunciaba a lo que le era más querido —a su alma, a la estima de los suyos, al amor de su mujer— para lanzarse en busca de un simple pedazo de madera en el que tal vez incluso no creía; afrontaba pruebas terribles, superaba todos los obstáculos, ¿y Dios le castigaba? Y no solo Dios, ¡sino Roma y los monjes caballeros! Aquello era más que una injusticia; era la prueba de que el mundo estaba desquiciado, de que la Creación estaba pervertida.
Solo un puñado de hombres habían creído en Morgennes. Y aún seguían creyendo en él. Rufino sintió ganas de llorar al pensarlo. Entonces recordó el manuscrito que había leído.
—Te acompañaréee —dijo—. A donde vayas, iréee, cualquiera que sea el preeecio pooor ello…
La voz obsesionante de Rufino se perdió entre el ruido de las olas, al que se superponían a intervalos los crujidos del casco y los gritos de alerta de la tripulación.
Entre esos gritos les pareció oír: «¡Roma!».
Se escucharon unos pasos que descendían por la escalerilla que conducía al reducto. Un fino rayo de luz se dibujó en el suelo, y luego llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo Casiopea.
Apareció Simón, con un farol en la mano. Parecía incómodo.
—Perdonad que os moleste —murmuró—, pero llegamos a Roma…
—Gracias por avisarnos —dijo Casiopea bajando los ojos—. ¿Puedes prestarnos un poco de tu luz?
Simón le tendió su farol, y Casiopea lo acercó a los pergaminos sobre los que había empezado a escribir su Continuación y fin de Perceval y volvió la página que Rufino acababa de leer. Apareció una hoja tan virgen como María en el momento de recibir a Dios.
—Eso es todo —dijo.
—¿No haaay más? —exclamó Rufino, disgustado.
—Por el momento, no —respondió ella con aire contrito.
—Oooh…
—Siempre podrás leer las numerosas Continuación y fin que los Manessier, Gerbert de Montreuil y otros continuadores de Chrétien de Troyes hayan decidido dar a la obra de mi padrino.
—Pero ¡es la tuuuya la que me interesa! Para mí, es la úuunica que cuenta.
—En ese caso tendrás que esperar.
—¿Esperaaar a qué?
—A que haya salvado a mi padre.
Noble y buen amigo, ¿quién osaría combatir solo contra el infierno?
Anónimo,
Continuación y fin de Perceval
Forzada a permanecer en medio del Tíber, a causa de su gran calado, La Stella di Dio enarbolaba orgullosamente su pabellón con la calavera y remontaba el río en dirección a Roma con todas las velas desplegadas. Las colinas y las llanuras que bordeaban el Tíber estaban cubiertas de una espesa coraza de nieve que brillaba bajo la luna. Luego, como surgida de un sueño, la capital autoproclamada del mundo apareció. Cúpulas bañadas de oro y plata centelleaban plácidamente en una vasta amalgama de ruinas y modernidad, mezcla de columnas, edificios y arcos medio derruidos. Restos de humo ascendían lascivamente hacia el cielo, estriándolo de profundos surcos grises.
—¡Roma! Cuando se llega por mar, la ciudad parece surgida de las aguas —comentó Simón, acodado en la proa del barco.
Casiopea asintió con la cabeza, y buscó con la mirada el Coliseo, y más allá, la basílica de San Pedro de Roma y las murallas de la ciudad leonina, mientras sostenía a Rufino en brazos para que pudiera contemplar el paisaje.
—Pooor favor —le dijo el antiguo obispo de Acre—, manteeenme de cara al viento.
—A tu servicio —respondió Casiopea—. Pero ¿por qué?
—Quiero recordar qué se siente al tener un cueeerpo…
Casiopea accedió a su deseo y le colocó de modo que el viento le diera en la cara. Las pocas mechas de cabello de Rufino que no estaban recubiertas de cera se agitaron sobre su frente, aplastándose contra un lado y luego contra el otro, en un movimiento que recordaba al de la cola de un asno espantando a las moscas.
—Diooos mío, qué guuusto —suspiró Rufino—. Y pensar que en otro tiempo me encantaaaba subir a lo alto del campanario de Acre para sentir el viento en el rooostro…
Cerró los ojos y se abandonó al aire helado, que olía a nieve y a fuego de leña.
Por fin la colina de Letrán emergió de la bruma, no muy lejos del puerto de Ostia, donde pensaban atracar. Rufino lanzó un gruñido, y su aliento se transformó inmediatamente en bruma por el frío.
—Y pensar que hace sooolo un mes recorríamos sus caaalles —se lamentó—. A veeeces tengo la impresión de que aún estoy dando vueeeltas por ahí…
Simón hurgó en la bolsa que llevaba a la cintura y sacó unas nueces que empezó a aplastar entre sus dedos. Un poco más tarde, mientras el piloto hacía entrar a La Stella di Dio en el antepuerto, el marqués de Montferrat se acercó a ellos.
—¿Puedo preguntaros, noble y buen señor, cómo planeáis liberar a Chefalitione? —le preguntó Simón mientras cascaba una nuez.
—Conozco varios modos de actuar —declaró el marqués—. La vía diplomática. La vía de las armas, la de las monedas contantes y sonantes, la del chantaje y la de la astucia. En el caso que nos ocupa, la vía diplomática es preferible en un primer momento. Pero si esto no funciona, por desgracia no tendremos tiempo para recurrir a la del chantaje. Quedarán entonces la vía de las armas, la de la astucia y la del dinero.
—¿Y a cuál dais la preferencia?
—Generalmente, a la de la astucia; es menos onerosa, más elegante y, sobre todo, menos sucia.
—Muy bien.
—Salvo que…
Rufino, Casiopea y Simón volvieron los ojos hacia el marqués de Montferrat, que se rascaba la barba.
—Salvo que esta requiere igualmente tiempo, además de información. Y nosotros carecemos de ambos.
—Una lástima —dijo Simón.
—Sí, desde luego.
—De modo que solo nos quedan la vía de las armas y la del dinero —dijo Casiopea.
—Por desgracia, considerando el estado de nuestras finanzas, no iremos mucho más allá de este pequeño desembarcadero —dijo Montferrat mostrándoles un minúsculo espacio libre en uno de los extremos del puerto de Ostia—. Y aun será en chalupa…
—Creía que teníais en vuestras bodegas más oro y objetos preciosos de los que pueden ser menester para salvar Jerusalén —objetó Simón.
—Esos tesoros me fueron confiados por Balián II de Ibelín —declaró Montferrat con la mano en el pecho—. En agradecimiento por las tierras y los castillos de Provenza que Chefalitione le devolvió, después de haberlos recibido de él para conducir al arzobispo Josías de Tiro hasta Ferrara. Esas riquezas están expresa y únicamente destinadas a abrirme las puertas de Jerusalén, no las del Vaticano. No tengo ninguna gana de encontrarme solo frente a los demonios de Saladino, y me veré obligado a contratar a un gran número de mercenarios…
Casiopea recordó las dos bolsas de oro y de diamantes que le había entregado Saladino, y estaba a punto de ofrecérselas a Montferrat cuando Simón exclamó:
—Entonces, ¡renunciemos! Vayamos a Tiro, y luego vos podéis volver aquí sin nosotros.
—No tengo ganas de pasarme la vida atravesando el Mediterráneo —gruñó Montferrat—. Tengo una ciudad que gobernar, un reino que reconquistar y un pueblo que salvar. Por otra parte, ya hemos llegado. Voy a dar orden de que echen el ancla…
El marqués partió, y Casiopea se inclinó hacia Simón.
—No vamos a renunciar a rescatarle —le susurró al oído en tono helado—. No olvides el oro y los diamantes que Saladino nos ofreció para recompensarnos por haber salvado a su hijo.
—¿Debo recordarte que esas riquezas tienen que servirnos para salvar a tu padre?
—¿Quién te dice que el camino de su liberación no pasa por Chefalitione?
Simón empezó a separar los pedacitos de nuez de los restos de cáscara sin dirigir ni una mirada a Casiopea. Que ella decidiera. Después de todo, era su padre…
—Habrá que utilizar la fuerza, pues —dijo de todos modos, echándose a la boca un primer pedacito de nuez—. Por mí no hay inconveniente.
Simón posó la mano libre sobre el pomo de su espada y paseó la mirada por la orilla nevada. Estaba atestada de pequeñas tabernas de donde llegaban clamores apagados, canciones de borrachos y luces cálidas; clamores, canciones y luces que Simón parecía desafiar con la mirada, cargada de animosidad.
—¿Por qué hay que empezar por liberar a un hombre de los calabozos del paraíso para sacar a otro de los infiernos? —suspiró mientras masticaba.
—¿Cuestión de equilibrio? —aventuró maliciosamente Casiopea.
Simón le dirigió tal mirada que creyó que iba a abalanzarse sobre ella para abrazarla o devorarla. Retrocedió un paso. Simón bajó los ojos. Le temblaban los labios.
«¿Debo decirle que lo sé? —se preguntó Casiopea—. ¿Es él quien debe volver a hablarme de matrimonio, o soy yo quien debe mencionarlo?»
Pero no tuvo tiempo de darle más vueltas a la cuestión: Simón acababa de lanzar a Rufino su último pedacito de nuez, que el obispo atrapó cual sapo zampándose un mosquito.
—¿Por qué haces eso? —le preguntó Casiopea—. Sabes que no tiene estómago. ¿Cómo quieres que lo digiera?
—Yo…, lo siento —masculló Simón.
Casiopea levantó a Rufino a la altura de sus ojos.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Humm… Humm… —dijo el obispo, masticando su pedazo de nuez antes de tragarlo—. Sí, estoooy bien…
Pero, como era previsible, el resultado no se hizo esperar. El obispo esbozó una mueca y empezó a carraspear. Como el fondo de su garganta estaba obstruido por una placa de metal, los pedazos no podían escapar de ella, y los picores que le provocaban a la altura de la glotis hicieron que se pusiera a toser como un condenado. Casiopea no tuvo más remedio que ponerle boca abajo y sacudirlo vigorosamente.
Algunos restos de nueces cayeron sobre el puente del barco.
—¡No vuelvas a hacerlo nunca más! —le dijo a Simón, y giró sobre sus talones para dirigirse hacia la escalerita de cuerda que permitía acceder a la chalupa de La Stella di Dio.
Simón la siguió, provocando su cólera.
—¡Déjame ir sola con Montferrat! Serías capaz de hacer fracasar la operación…
Simón ya se disponía a responderle cuando el marqués de Montferrat se interpuso entre ambos.
—Muchachos, por favor —dijo posando la mano sobre el brazo de Simón—, no os peleéis. Tenemos tanto que hacer, hay tantos enemigos a los que combatir, que creo que es mejor que estemos unidos antes que divididos. ¿No os parece?
—¡A donde tú vayas, yo iré! —dijo Simón a Casiopea.
—Muy bien —replicó ella—. Pero prepárate, porque pienso ir lejos.
Diría que él es el gran maestre de la orden de los asesinos, de los criminales, él es su abad o su prepósito; él es quien guía a todos los demás y está al acecho de nuestro oro y nuestra plata.
Chrétien de Troyes,
Guillermo de Inglaterra