Las siete puertas del infierno (3 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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—Mi padre no me quería —repuso él con amargura.

—Pero de todos modos era un padre. Yo crecí sin él. Entre mi madre y dos padrinos…

De sus padres desaparecidos —uno en el infierno, y la otra buscándola en Tierra Santa—, Casiopea no sabía a cuál echaba más en falta. Probablemente a Morgennes, a cuya ausencia aún no se había acostumbrado. «A cuya ausencia no me acostumbraré jamás», rectificó. Hay dramas en los que cada episodio, cada detalle, está tan profundamente grabado en la memoria que resulta imposible olvidarlos. Volvía a ver la barba de su padre en llamas en el momento de su caída en el Pozo de las Almas. Ni Simón ni ella le habían seguido, al contrario que su primo Taqi, que se había precipitado en él con su montura mientras les gritaba: «¡Largaos de aquí!». Casiopea aún podía oír ese grito.

—Comprendo —dijo Simón.

Apretó los labios y se contuvo para no depositar en su cuello el beso que retenía desde hacía tantos días, tantas semanas, tantos meses…

La primera vez que la había visto, ella estaba encadenada. Prisionera de los asesinos que la habían capturado para entregarla a los templarios blancos. En esa época, ella se encontraba en su poder. Mientras que ahora… ¡Dios mío, qué lejos quedaba aquello! ¿Existirían siquiera todavía esos famosos templarios de la primera ley, ahora que su senescal, Reinaldo de Châtillon, había muerto y que Kunar Sell y él mismo habían rendido las armas? Probablemente no…

Mientras la lluvia dejaba de caer, haciendo inútil la manta de Simón, llegó a sus oídos el grito de un pájaro. Al levantar la vista, Simón distinguió una minúscula mancha azul y parda girando en el cielo.

—Me pregunto qué estará haciendo Montferrat —dijo Casiopea, impaciente—. Ya debería estar aquí. Habíamos quedado en que partiríamos esta mañana como muy tarde…

—¡Voy a buscarle! —exclamó Simón, feliz de poder ser útil a Casiopea.

Y tras deshacerse de su manta mojada, se apresuró a desembarcar.

Capítulo 3

El Amor se comporta como la pavesa que encubre el fuego en el hollín y enciende la madera y la paja —¡escuchad!—: no sabe hacia dónde huir aquel que es devorado por el fuego.

Marcabrú,

Invectivas contra «Falso Amor»

«Muy propio de Simón —se dijo Casiopea—. Como un fuego de pajas, se inflama, se exalta y ya no sabe qué hacer para engañar su aburrimiento si no es actuar; poco le importa saber de qué manera… Como si solo existiera la acción para consolarnos, para hacernos triunfar sobre la desgracia y permitirnos tomar de nuevo las riendas de nuestro destino…»

Con los brazos cruzados, observó cómo Simón se alejaba por el muelle helado y, a continuación, desaparecía en un dédalo de callejuelas del que surgían algunos pescadores madrugadores. Con el cuerpo cubierto con varias capas de ropa, parecían osos torpones. Aprovechando el alba para instalarse en los mejores puestos a lo largo de los muelles, los hombres desembalaron su material, tendieron sus cañas y cebaron sus anzuelos. Empezaba un nuevo día, y la luz revestía de oro la ciudad blanca y el agua azul. Solo entonces, Casiopea se abrió a los ruidos del puerto, que anunciaban ya la salida de los barcos: cocas, usciere, galeas militares, chalupas y naves entrechocando o gimiendo como amantes ansiosos por unirse por última vez antes de partir a la mar; velas chasqueando contra el mástil, chirridos de poleas y de planchas, gemidos de los remos, llamadas de los marinos dispuestos para la faena, el aliento humeante de los hombres en el aire helado, y luego los gritos de su halcón saludando el ascenso del sol. Protegiéndose de la luz con una mano mientras se cerraba el manto con la otra, Casiopea observó cómo el pájaro giraba en el cielo y luego descendía de nuevo a la altura de Notre-Dame de la Galline. Esta pequeña capilla, construida en las alturas de Marsella, era, desde hacía dos siglos, lugar de destino de fervorosas peregrinaciones. Ya fuese verano o invierno, los devotos acudían en masa al lugar para venerar una estatua de la Virgen con el Niño, que estrechaba a una gallina entre sus brazos. Curiosamente, esta gallina fascinaba al halcón. Desde que estaban en Marsella, no pasaba un día sin que hiciese su pequeña peregrinación a la capilla, lo que hacía sonreír a Casiopea, que se decía: «No en vano es un halcón peregrino…».

En ese preciso momento, Conrado de Montferrat salió de Notre-Dame de la Galline. Sorprendida de encontrarle solo, Casiopea levantó una ceja al ver cómo el intrépido marqués, vestido con un grueso manto de piel de oso, descendía gallardamente por la calle principal y se acercaba luego por el muelle donde estaban amarrados.

—¿No estáis con Josías? —le preguntó cuando hubo subido a bordo.

—¡No, por desgracia! —exclamó el marqués levantando las manos al cielo con aire desolado.

—¿Y cómo es eso? —inquirió Casiopea, inquieta.

—Ya conocéis a los reyes… Siempre parloteando: ¿hay que partir ahora, o dentro de seis meses? ¿Debemos partir juntos, o por separado? ¿Debemos partir por vía marítima, o por tierra? Debemos, debemos… Es el cuento de nunca acabar. Serían capaces de inventar «¿debemos?» hasta el día del Juicio Final. Mientras tanto, Jerusalén está en manos de los infieles, y Tiro podría caer también si no me apresuro a volver…

Sus dedos corrían por la escarcha de la borda de La Stella di Dio. Al marqués le hervía la sangre, porque siempre había sido un hombre más habituado a actuar que a contemporizar. La prueba era que de todos los nobles presentes en Tierra Santa en el momento del desastre de Hattin, a resultas del cual Saladino se había apoderado de la Vera Cruz y había reconquistado Jerusalén, el único que se había desplazado a Roma y a todas las cortes de Europa para tratar de convencer a los poderosos de contraatacar había sido él, y ningún otro.

Casiopea sonrió al pensar en todas las concesiones que el marqués había ofrecido a los marselleses, a los písanos y a los genoveses para ganarse sus favores. A cambio había obtenido el derecho de utilizar sus puertos y comerciar con ellos sin pagar tasas. Así, Tiro había podido salvarse del desastre económico de que habían sido víctimas las escasas ciudades francas establecidas en Tierra Santa que no pudieron ser conquistadas por Saladino. Con Montferrat, la cristiandad había encontrado tal vez a su nuevo rey de Jerusalén. Siempre, claro está, que su antiguo rey, Guido de Lusignan, responsable del drama de Hattin, no se aferrara al trono con uñas y dientes, creando así entre los francos una enojosa división y facilitando la labor de los sarracenos.

—Según mis informaciones —añadió Montferrat—, Josías se encuentra en un punto muerto. Es verdad que ha conseguido establecer lazos de amistad con el segundo hijo del rey Enrique II Plantagenet, el joven Ricardo, pero el viejo monarca no quiere abandonar sus territorios normandos mientras Felipe de Francia acampe junto a ellos…

—Y este último, ¿por qué no se mueve?

—Por las mismas razones. Es un asunto peliagudo. Nadie quiere partir el primero. De modo que se quedan los dos…

Las manos del marqués de Montferrat habían dejado de correr por la borda y ahora se apretaban la una contra la otra.

«Evidentemente —pensó Casiopea—, no es una situación que me satisfaga. Pero comprendo que se anteponga el interés de las naciones a la liberación de mi padre… Sí, lo comprendo. Pero no puedo aceptarlo.»

—¿Eso significa que no partimos? —preguntó, ansiosa.

—¡Afortunadamente, no! —exclamó Montferrat—. Pero…

Su mano rebuscó bajo el manto y extrajo un pergamino con el sello de cera negra roto.

—Josías nos encarga una misión de la mayor importancia —prosiguió agitando el pergamino bajo la nariz de Casiopea.

—¿En qué consiste?

—Nos suplica que nos presentemos ante Su Santidad Clemente III e intercedamos por su padre, el capitán Tommaso Chefalitione, que se está muriendo en los calabozos del Vaticano.

—Comprendo su dolor.

—Que es aún mayor porque su padre fue encarcelado injustamente por un crimen del que es inocente… Por eso —prosiguió guardándose el pergamino bajo el manto—, si Su Santidad se niega a dejarle libre, tal vez sea preciso ayudarle a escapar.

Casiopea sonrió y reflexionó un instante. Por un lado, esta misión le haría perder un poco de tiempo, al obligarles a hacer escala en Roma; pero, por otro, realizarían una buena acción y prestarían un servicio a Josías de Tiro, uno de los mejores servidores de la cristiandad en Tierra Santa.

—Si Simón no tiene inconveniente, ayudaremos a Josías a liberar a su padre —respondió finalmente.

—De hecho —continuó el marqués de Montferrat, visiblemente incómodo—, Chefalitione no es exactamente su padre.

Casiopea levantó una ceja.

—Es más bien su padrastro… —aclaró el marqués.

—¡Y vos el rey de los negociadores! Pero decidme, el capitán Chefalitione ¿no es el verdadero propietario de La Stella di Dio? Creo que ya le conozco…

—Sí —respondió Montferrat—. Por ello, una vez liberado volverá a tomar el mando de su nave.

Casiopea recordó la primera ocasión en que había visto a Chefalitione. Había sido en el Krak de los Caballeros. Con Morgennes y el comendador de la fortaleza, Alexis de Beaujeu, el valiente capitán había tenido la idea de reemplazar los restos del conde Raimundo de Trípoli por la Vera Cruz para llevarla al Papa de incógnito. Por desgracia, una vez en Roma, al volver a abrir el ataúd, la santa reliquia había desaparecido. Había quedado reducida a polvo en el curso de la travesía… Chefalitione había sido arrojado a prisión por haberse mofado de la Iglesia y de Dios, cuando en realidad tendría que haber sido recompensado por haberse puesto a su servicio.

—Su suerte no es tan distinta de la de Morgennes —suspiró Casiopea.

—Si esa es vuestra opinión, creo que os debo toda la verdad —dijo Montferrat sonriendo—. Chefalitione no es exactamente el padrastro de Josías. O, al menos, no todavía. La madre de Josías y el capitán Chefalitione no tuvieron tiempo de casarse, a causa de su encierro en prisión. Pero quieren celebrar la boda lo más pronto posible. Como sabéis, ya no son tan jóvenes,

—Josías puede contar conmigo —dijo Casiopea con una sonrisa generosa.

Las manos del marqués de Montferrat parecieron aplaudir por sí solas.

—Sabía que no os mostraríais insensible al argumento de la boda, ¡sobre todo hoy!

Casiopea no comprendió su observación, y ya se disponía a interrogarle cuando le oyó gritar a la tripulación:

—¡Adelante, compañeros! ¡Levad anclas! ¡Partimos a liberar a vuestro antiguo capitán!

—¡Esperad! —gritó Casiopea, alarmada—. Simón bajó a tierra para buscaros. ¡No podemos irnos sin él!

¡Demasiado tarde! Los «¡eeeh, oh!», las carreras y los toques de silbato resonaban ya en todos los puentes. Como las piezas de una mecánica de precisión —de las que hacen mover los astrolabios—, los marinos se incorporaban a su tarea rítmica y velozmente. La nave, por sí sola, despertaba de su letargo invernal. Se hubiera dicho que estaba viva, impaciente por encontrarse en alta mar, por rozar la espuma y hendir las olas.

—Por fin —dijo Montferrat, sin tomar en cuenta el comentario de Casiopea—. Me estaba helando en este puerto. Necesitaba poner varios cientos de millas de distancia entre el invierno y yo… ¡Y recuperar el dulce calor de mi querida Tierra Santa, aunque en realidad no pasé más que un verano en ella!

El marqués sacó de debajo de su manto un paquete de tela negra entreverada de blanco y, al ver pasar a un grumete, le confió el fardo.

—¡Ízame esto en la verga mayor!

—¡A vuestras órdenes!

El mozo sujetó un cordaje, ató a él lo que resultó ser un pabellón negro adornado con una calavera, y lo izó a lo alto del mástil. El pabellón procedía de la torre de David, en Jerusalén, donde lo había hecho ondear su patriarca, Heraclio. Después de la caída de la ciudad, Balián II de Ibelín lo había recuperado para ofrecérselo a Conrado de Montferrat. «Esta bandera —le había dicho— es el símbolo de nuestra resistencia. No debe caer en manos de los musulmanes. ¡Jamás!»

Casiopea, por su parte, solo estaba preocupada por la vuelta de Simón.

—Simón, ¡vuelve! —gritó haciendo bocina con las manos.

Conrado de Montferrat apareció a su lado.

—Pero ¿dónde se ha metido? —le preguntó—. Estaba persuadido de que se hallaba con vos…

—Acabo de decíroslo —respondió Casiopea sin dejar de mirar en dirección al puerto—, salió en vuestra busca…

—Entonces, bajad rápido a ver si lo encontráis —dijo Montferrat levantándose el cuello del manto—. Os esperaremos el tiempo que haga falta.

Casiopea volvió hacia él los dos zafiros de su mirada.

—¡Gracias! —murmuró.

—No me lo agradezcáis, sé lo que sentís. Yo también he estado enamorado…

—¿Qué queréis decir?

Una fina sonrisa iluminó el rostro del marqués.

—Vamos, no me diréis que no os ha hablado esta mañana ¿verdad? —preguntó.

—Sí, claro…

—¡Ah, magnífico! Y le habréis dicho que sí, espero. ¿Puedo felicitaros?

El rostro del marqués irradiaba una alegría que pretendía ser contagiosa, pero que no tardó en esfumarse ante la expresión de extrañeza de Casiopea. Consciente de su equivocación, Conrado de Montferrat escondió la cabeza en su cuello de piel y se alejó, regañando por el camino al mozo que acababa de izar el pabellón de la calavera.

—¡Eh, tú, no te duermas! ¡Quiero ver este puente reluciente!

La silueta de Simón se dibujaba a lo lejos, y Casiopea le indicó con gestos que volviera. Mientras movía los brazos, se dijo: «De modo que era eso… Me ha pedido matrimonio. Perdón, Simón, por no haberte comprendido. Pero no puedo aceptar. Mi corazón está como atrapado en el hielo…».

Capítulo 4

Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego.

Apocalipsis, XX, 14—15

Transcurrieron varios días en el curso de los cuales un viento glacial, cargado de copos de nieve, desterró a la panza de La Stella di Dio a todos aquellos cuya presencia no era necesaria para la marcha del barco. Para evitar a Simón, Casiopea no había vuelto a aparecer en el puente desde que habían partido de Marsella, con el pretexto de una imperiosa necesidad de reposo. Deliberadamente, había decidido establecer sus cuarteles en un minúsculo reducto situado bajo el castillo de popa, donde los crujidos del barco resonaban noche y día y con un techo tan bajo que casi siempre permanecía estirada en una hamaca tendida entre dos vigas. A sus pies, sobre un paquete de cuerdas, Rufino leía, con una vela encendida sobre la cabeza.

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