Por vez primera desde el principio de las guerras francas, las dos grandes metrópolis sirias, Alepo y Damasco, se hallan reunidas en el seno de un mismo Estado, bajo la autoridad de un príncipe de treinta y siete años firmemente decidido a consagrarse a la lucha contra el ocupante. De hecho, toda la Siria musulmana está unificada ya, con excepción del pequeño emirato de Shayzar, donde la dinastía de los Munqhiditas aún consigue preservar su autonomía. No por mucho tiempo, ya que la historia de este pequeño Estado está abocada a verse interrumpida de la forma más brusca e imprevista que darse pueda.
En agosto de 1157, mientras que los rumores que corren por Damasco parecen presagiar una próxima campaña de Nur al-Din contra Jerusalén, un terremoto de gran violencia devasta toda Siria y siembra la muerte tanto entre los árabes como entre los frany. En Alepo, varias torres de la muralla se vienen abajo y la aterrorizada población se dispersa por la campiña circundante. En Harrán, la tierra se abre y por la inmensa brecha que así se forma vuelven a la superficie los vestigios de una antigua ciudad. En Trípoli, Beirut, Tiro, Homs y Maarat, ya no se cuentan los muertos ni los edificios destruidos.
Pero hay dos ciudades más afectadas que las demás por el cataclismo: Hama y Shayzar. Cuentan que un maestro de Hama, que había salido de clase e ido a un solar para atender una necesidad urgente, se encontró, al volver, la escuela destruida y a todos los alumnos muertos. Aterrado, se sentó en los escombros preguntándose cómo les iba a dar la noticia a los padres, pero no había sobrevivido ninguno para ir a reclamar a su hijo.
En Shayzar, ese mismo día, el soberano de la ciudad, el emir Muhammad Ibn Sultán, primo de Usama, organiza una recepción en la alcazaba para celebrar la circuncisión de su hijo. Todos los dignatarios de la ciudad estaban allí reunidos, así como los miembros de la familia reinante, cuando, repentinamente, se puso a temblar la tierra, derrumbándose las paredes, y quedando diezmada la concurrencia. El emirato de los Munqhiditas ha dejado de existir. Usama, que se halla a la sazón en Damasco, es uno de los pocos miembros de la familia que sobrevive. Presa de la emoción, escribirá:
La muerte no ha caminado paso i paso para matar a los de mi raza, para acabar con ellos le dos en dos o con cada uno por separado. Han muerto tolos en un abrir y cerrar de ojos y sus palacios se han convertido en sus tumbas
. Y añade luego con amargura:
Este país de indiferentes no ha sido presa de los terremotos más me para despertar de su embotamiento
.
El drama de los Munqhiditas va a inspirar a los contemporáneos numerosas reflexiones acerca de la futilidad de las cosas humanas, pero el cataclismo va a ser también, más prosaicamente, la ocasión para algunos de conquistar o saquear sin esfuerzo ciudades asoladas o fortalezas de derruidos muros. En particular, tanto los asesinos como los frany atacan inmediatamente Shayzar antes de que la tome el ejército de Alepo. En octubre de 1157, cuando va de ciudad en ciudad para supervisar la reparación de las murallas, Nur al-Din cae enfermo. El médico damasceno Ibn al-Waqqar, que lo sigue en todos sus desplazamientos, se muestra pesimista. El príncipe pasa año y medio entre la vida y la muerte, que aprovecharán los frany para ocupar algunas fortalezas y hacer razzias por los alrededores de Damasco, pero Nur al-Din aprovecha este período de inactividad para reflexionar acerca de su destino. Durante la primera parte de su reinado, ha conseguido reunir bajo su égida a la Siria musulmana y acabar con las luchas intestinas que la debilitaban. A partir de ahora, será necesario llevar adelante el yihad para volver a conquistar las grandes ciudades que ocupan los frany. Algunos de sus allegados, sobre todo los de Alepo, le sugieren que empiece por Antioquía, pero quedan muy sorprendidos ante la oposición de Nur al-Din. Éste les explica que históricamente esa ciudad pertenece a los rum. Cualquier tentativa de apoderarse de ella incitaría al imperio a ocuparse directamente de los asuntos sirios, lo que obligaría a los ejércitos musulmanes a pelear en dos frentes. Insiste en que no hay que provocar a los rum sino, más bien, intentar recuperar alguna ciudad importante de la costa o incluso, si Dios lo permite, Jerusalén.
Desgraciadamente para Nur al-Din, los acontecimientos no van a tardar en justificar sus temores. En 1159, cuando apenas empieza a recuperarse, se entera de que un poderoso ejército bizantino, al mando del emperador Manuel, hijo y sucesor de Juan Comneno, se ha reunido al norte de Siria. Nur al-Din manda sin tardanza embajadores al encuentro del emperador para darle cortésmente la bienvenida. El
basileus
, hombre majestuoso, sabio, interesadísimo por la medicina, los recibe y proclama su intención de mantener con su señor las relaciones más amistosas que darse puedan. Asegura que, si ha ido a Siria, ha sido únicamente para dar una lección a los señores de Antioquía. Se recordará que el padre de Manuel había llegado, arguyendo idénticas razones, veintidós años antes, lo cual no le había impedido aliarse con los occidentales contra los musulmanes. Y, sin embargo, los emisarios de Nur al-Din no ponen en duda la palabra del
basileus
. Saben qué rabia invade a los rum cada vez que se menciona el nombre de Reinaldo de Chátillon, ese caballero que desde 1153 dirige los destinos del principado de Antioquía, hombre brutal, arrogante, cínico y despectivo, que un día va a simbolizar para los árabes toda la maldad de los frany y al que Saladino jurará matar con sus propias manos.
El príncipe Reinaldo, el «brins Arnat» de los cronistas, ha llegado a Oriente en 1147 con la mentalidad ya anacrónica de los primeros invasores: sediento de oro, de sangre y de conquista. Poco después de la muerte de Raimundo de Antioquía, ha conseguido seducir a su viuda y luego casarse con ella, convirtiéndose así en el señor de la ciudad. Muy pronto, sus abusos lo vuelven odioso no sólo para sus vecinos de Alepo sino también para los rum y para sus propios súbditos. En 1156, so pretexto de que Manuel se niega a pagarle una suma prometida, decide vengarse lanzando una expedición de castigo contra la isla bizantina de Chipre y le pide al patriarca de Antioquía que financie la expedición. Como el prelado se mostraba recalcitrante, Reinaldo lo mete en la cárcel, torturándolo y, tras haberle untado las heridas de miel, lo encadena y expone al sol durante todo un día, dejando que miles de insectos se ensañen en su cuerpo.
Como es lógico, el patriarca ha acabado por abrir sus arcas y el príncipe ha reunido una flotilla y ha desembarcado en las costas de la isla mediterránea, aplastando sin dificultad a la pequeña guarnición bizantina y soltando a sus hombres por la isla. Chipre no se repondrá nunca de lo que le sucedió aquella primavera de 1156. De norte a sur, devastaron sistemáticamente todos los campos cultivados, acabaron con todos los rebaños, saquearon todos los palacios, iglesias y conventos, mientras que destruían en el sitio o incendiaban cuanto no podían llevarse. Violaron a las mujeres, degollaron a los ancianos y a los niños, se llevaron a los hombres ricos como rehenes y decapitaron a los pobres. Antes de partir, cargado con el botín, Reinaldo mandó reunir a todos los sacerdotes y monjas griegos e hizo que les cortaran la nariz antes de enviarlos, mutilados, a Constantinopla.
Manuel tiene que responder, aunque como heredero de los emperadores romanos no puede hacerlo con un vulgar golpe de mano. Lo que pretende es restablecer su prestigio humillando públicamente al caballero-bandido de Antioquía. Reinaldo, que sabe que cualquier resistencia es inútil, decide, en cuanto se entera de que el ejército imperial está camino de Siria, pedir perdón. Tan bien dotado para el servilismo como para la arrogancia, se presenta en el campamento de Manuel descalzo, vestido como un mendigo, y se arroja de bruces ante el trono imperial.
Los embajadores de Nur al-Din están presentes y asisten a la escena. Ven al «brins Arnat» echado en el polvo, a los pies del
basileus
que, como si no lo viera, sigue charlando tranquilamente con los invitados y deja pasar unos minutos antes de dignarse lanzar una mirada a su adversario, indicándole con gesto condescendiente que se levante.
Reinaldo conseguirá el perdón y podrá, por tanto, conservar su principado, pero su prestigio en el norte de Siria quedará empañado para siempre. Por otra parte, los soldados de Alepo lo capturan al año siguiente durante una operación de saqueo que estaba efectuando al norte de la ciudad, lo que le costará dieciséis años de cautividad antes de volver al escenario donde el destino lo elige para interpretar el más odioso de los papeles.
En lo que a Manuel se refiere, tras esta expedición, su autoridad es cada vez mayor. Consigue imponer su soberanía tanto en el principado franco de Antioquía como en los Estados turcos de Asia Menor y vuelve a dar, de esta manera, un papel determinante al imperio en los asuntos de Siria. Este resurgir del poderío militar bizantino, el último de la Historia, trastoca, a corto plazo, los platos del conflicto que enfrenta a los árabes con los frany. La constante amenaza que representan los rum en sus fronteras impide a Nur al-Din lanzarse a la ambiciosa empresa de reconquista que deseaba. Al mismo tiempo, como el poder del hijo de Zangi impide a los frany cualquier veleidad de expansión, la situación en Siria se encuentra, por así decirlo, bloqueada.
Sin embargo, como si las contenidas energías de los árabes y de los frany intentaran desfogarse de golpe, el eso de la guerra se va a desplazar a un nuevo teatro de operaciones: Egipto.
La embestida hacia el Nilo
«Mi tío Shirkuh se volvió hacia mí y dijo: "¡Yusuf, recoge tus cosas que nos vamos!" Al recibir esta orden, sentí como si me dieran una puñalada en el corazón y contesté: "¡Por Dios, así me dieran todo el reino de Egipto, no iría!"»
El hombre que así habla no es otro que Saladino; cuenta los principios, cuando menos tímidos, de la aventura que lo convertirá en uno de los soberanos más prestigiosos de la Historia. Con la admirable sinceridad que caracteriza todas sus palabras, Yusuf se guarda muy mucho de atribuirse el mérito de la epopeya egipcia. «Al fin, acompañé a mi tío —añade—; conquistó Egipto y luego murió. Dios me puso entonces entre las manos un poder que yo no me esperaba en absoluto.» En realidad, si Saladino destaca pronto como el gran beneficiario de la expedición egipcia, no va a desempeñar el papel principal. Tampoco Nur al-Din, a pesar de que el país del Nilo se conquista en su nombre.
Esta campaña, que dura desde 1163 hasta 1169, tendrá como protagonistas a tres personajes asombrosos: un visir egipcio, Shawar, cuyas intrigas demoníacas asolarán la región, un rey franco, Amalrico, tan obsesionado por la idea de conquistar Egipto que invadirá este país cinco veces en seis años, y un general kurdo, Shirkuh, «el león», que se impondrá como uno de los genios militares de su tiempo.
Cuando Shawar toma el poder en El Cairo, en diciembre de 1162, alcanza una dignidad y un puesto que le procuran honores y riquezas, pero no ignora la otra cara de la moneda: de los quince dirigentes que lo han precedido en el mando de Egipto, sólo uno ha salido con vida. A todos los demás, según los casos, los han ahorcado, decapitado, apuñalado, crucificado, envenenado o han muerto linchados por la muchedumbre; a uno lo mató su hijo adoptivo, a otro su propio padre. Lo cual significa que no hay que buscar en este curtido emir de canosas sienes rastros de ningún tipo de escrúpulo. En cuanto llega al poder, le falta tiempo para acabar por completo con su antecesor y toda su familia, apoderarse de su oro, de sus joyas y sus palacios.
Sin embargo, la rueda de la fortuna sigue girando: transcurridos menos de nueve meses de gobierno, al nuevo visir lo derroca, a su vez, uno de sus lugartenientes, un al Dirgham. Al haber sido advertido con tiempo, Shawar consigue salir de Egipto sano y salvo y refugiarse en Siria, donde intenta conseguir el apoyo de Nur al-Din para recuperar el poder. Aunque su visitante sea inteligente y hable bien, al principio el hijo de Zangi no lo escucha con demasiada atención. Pero, muy pronto, los acontecimientos lo obligan a cambiar de actitud.
Pues en Jerusalén se están siguiendo muy de cerca los cambios cuyo escenario es El Cairo. Desde febrero de 162, los frany tienen un nuevo rey dotado de indomable ambición: «Morri», Amalrico, segundo hijo de Foulques. Visiblemente influido por la propaganda de Nur al-Din, este monarca de veintiséis años intenta dar de sí mismo la imagen de un hombre sobrio, piadoso, aficionado a las lecturas religiosas y preocupado por la justicia. Pero la semejanza es sólo aparente. El rey franco es más osado que prudente y, a pesar de su elevada estatura y de su abundante cabellera, carece por completo de majestad en el porte. De hombros anormalmente estrechos, aquejado con frecuencia de accesos de hilaridad tan largos y escandalosos que turban a quienes lo rodean, padece también una tartamudez que no facilita sus relaciones con los demás. Sólo la idea fija que lo anima —la conquista de Egipto— y su incansable empeño en ella dan a Morri una innegable talla.
Cierto es que el asunto parece tentador. Desde que, en 1153, los caballeros occidentales se han apoderado de Ascalón, último bastión fatimita de Palestina, tienen abierto el camino hacia el país del Nilo. Los sucesivos visires, demasiado ocupados en pelear con sus rivales, han adoptado la costumbre, desde 1160, de pagar un tributo anual a los frany para que se abstengan de intervenir en sus asuntos. Nada más caer Shawar, Amalrico ha aprovechado la confusión que reina en el país del Nilo para invadirlo, con el simple pretexto de que la suma convenida, sesenta mil dinares, no se ha pagado a tiempo. Cruzando el Sinaí, siguiendo la costa mediterránea, ha puesto sitio a la ciudad de Bilbays, situada en un brazo del río —que se secará durante los siglos siguientes. Los defensores de la ciudad están a la vez estupefactos y divertidos al ver cómo los frany instalan sus máquinas de asedio alrededor de los muros, pues estamos en septiembre y el río empieza a crecer. A las autoridades les basta, pues, con mandar romper unos diques para que los guerreros de Occidente se vean poco a poco rodeados de agua: apenas si tienen tiempo de huir y volver a Palestina. La primera invasión se ha visto interrumpida, pero ha tenido el mérito de revelar a Alepo y a Damasco las intenciones de Amalrico.
Nur al-Din vacila, no tiene deseo alguno de dejarse arrastrar hacia el resbaladizo terreno de las intrigas cairotas, sobre todo porque, al ser un ferviente sunní, siente una no disimulada desconfianza por todo lo que se refiere al califato chiita de los fatimitas, pero, por otra parte, no quiere que Egipto, con sus riquezas, se incline del lado de los frany, que se convertirían, de ese modo, en la mayor potencia de Oriente. Ahora bien, vista la anarquía que reina allí, El Cairo no podrá resistir mucho frente a la determinación de Amalrico. Como es lógico, Shawar elogia de muy buen grado, frente a su anfitrión, las ventajas le una expedición al país del Nilo. Para hacerle caer en la rampa, promete, si le ayudan a recuperar el poder, pagar todos los gastos de la expedición, reconocer la soberanía del señor de Alepo y de Damasco y enviarle todos los años la tercera parte de los ingresos del Estado. Pero, ante todo, Nur al-Din tiene que contar con sus hombres de confianza, el propio Shirkuh, totalmente partidario de una intervención armada. Demuestra incluso ante este proyecto tal entusiasmo que el hijo de Zangi le da permiso para que organice un cuerpo expedicionario.