Tras su victoria sobre Zangi, al-Mustarshid está en el culmen de la gloria. Al sentirse amenazados, los turcos se unen en torno a un único pretendiente selyúcida, Masud, hermano de Mahmud. En enero de 1113, el nuevo sultán se presenta en Bagdad y recibe la corona de manos del príncipe de los creyentes. Esto suele ser una mera formalidad, pero al-Mustarshid, a su manera, transforma la ceremonia. Ibn al-Qalanisi, nuestro «periodista» de entonces, narra la escena.
El imán, príncipe de los creyentes, estaba sentado. Introdujeron al sultán Masud, que le rindió la pleitesía debida a su rango. El califa le regaló sucesivamente siete túnicas de gala, la última de las cuales era negra, una corona incrustada de pedrería, brazaletes y un collar de oro, diciéndole: «Recibe este favor con gratitud y teme a Dios en público y en privado.» El sultán besó el suelo y luego se sentó en el taburete que le tenían preparado. El príncipe de los creyentes le dijo entonces: «Aquel que no se conduce bien no es apto para dirigir a los demás.» El visir, que estaba presente, repitió estas palabras en persa y renovó votos y alabanzas. A continuación, el califa mandó que trajeran dos sables y se los entregó solemnemente al sultán, así como dos cintas que anudó con su propia mano. Al final de la entrevista, el imán al-Mustarshid concluyó con estas palabras: «Marcha, llévate lo que te he dado y cuéntate entre la gente agradecida.»
El soberano abasida ha hecho gala de gran seguridad aunque no corresponde a nosotros separar la realidad de las apariencias. Ha sermoneado al turco con desenvoltura, convencido de que la unidad que han recobrado los selyúcidas va a ser una amenaza, a la larga, para su naciente poderío, pero no ha dejado de reconocerlo como sultán legítimo. Sin embargo, en 1133, sigue soñando con conquistas. En junio marcha a la cabeza de sus tropas en dirección a Mosul, plenamente decidido a tomarla y a acabar de paso con Zangi. El sultán Masud no intenta disuadirlo. Le sugiere incluso unir Siria e Irak en un solo Estado bajo su autoridad, idea que volverá a surgir en el futuro. Pero, al tiempo que le hace estas propuestas, el selyúcida ayuda a Zangi a resistir los ataques del califa, que durante tres meses, y en vano, sitia Mosul.
Este fracaso marcará un hito fatal en la suerte de al-Mustarshid. Abandonado por la mayoría de sus emires, en junio de 1135 lo vencerá y capturará Masud, que lo mandará asesinar salvajemente dos meses después. Encontrarán al príncipe de los creyentes desnudo en su tienda, con las orejas y la nariz cortadas y el cuerpo acribillado por unas veinte puñaladas.
Totalmente absorto en este conflicto, Zangi no puede, por supuesto, ocuparse directamente de los asuntos de Siria. Se habría quedado en Irak hasta aplastar por completo el intento de restauración abasida de no haber recibido, en enero de 1135, una angustiosa llamada de Ismael, hijo de Buri y señor de Damasco, pidiéndole que acudiera a tomar posesión de su ciudad cuanto antes. «Si se produjera algún retraso, me vería obligado a llamar a los frany y entregarles Damasco con todo lo que alberga y la responsabilidad de la sangre de sus habitantes recaería sobre Imad al-Din Zangi.»
Ismael, que teme por su vida y cree ver en cada rincón de su palacio un asesino al acecho, está decidido a abandonar su capital e ir a refugiarse, bajo la protección de Zangi, a la fortaleza de Sarjad, al sur de su ciudad, donde ya ha mandado llevar sus riquezas y su vestuario.
El reinado del hijo de Buri había tenido, sin embargo, unos comienzos prometedores. Ha llegado al poder a los diecinueve años y ha dado pruebas de un dinamismo admirable cuyo mejor ejemplo es la reconquista de Baniyas. Es cierto que era arrogante y apenas escuchaba a los consejeros de su padre ni a los de su abuelo Toghtekin; pero todo el mundo tendía a achacar esta actitud a su juventud. En cambio, lo que les resultaba insoportable a los damascenos era la creciente avidez de su señor que recaudaba, con regularidad, nuevos impuestos.
Hasta 1134, sin embargo, la situación no ha empezado a tomar un cariz trágico; en esa fecha, un viejo esclavo, llamado Ailba, antaño al servicio de Toghtekin, ha intentado asesinar a su señor. Ismael, que se ha librado por poco de la muerte, ha insistido en escuchar personalmente la confesión de su agresor. «Si he actuado así —contesta el esclavo— ha sido para ganarme el favor de Dios librando a la gente de tu maléfica existencia. Has oprimido a los pobres y a los desamparados, a los artesanos, a los trabajadores modestos y a los campesinos. Has tratado sin consideración a civiles y militares.» Y Ailba se pone a citar los nombre de cuantos, según afirma, desean como él la muerte de Ismael. Traumatizado hasta la locura, el hijo de Buri comienza a detener a todas las personas citadas y a ejecutarlas sin más.
No le bastaron estas injustas ejecuciones
—cuenta el cronista de Damasco—.
Como alimentaba sospechas contra su propio hermano, Saviny, le infligió el peor suplicio haciéndolo perecer de inanición en una celda. Su maldad y su injusticia no tuvieron ya límites
.
Ismael entra entonces en un ciclo infernal. Cada ejecución aumenta su miedo a una nueva venganza y para intentar protegerse ordena nuevas ejecuciones. Consciente de que tal situación no puede prolongarse, decide entregar su ciudad a Zangi y retirarse a la fortaleza de Sarjad. Pero al señor de Alepo hace años que lo detestan todos los damascenos, desde que a finales de 1129 escribió a Buri para invitarlo a participar junto a él en una expedición contra los frany. El señor de Damasco había accedido de muy buen grado, enviándole quinientos soldados de caballería al mando de sus mejores oficiales y acompañados por su propio hijo, el infortunado Saviny. Tras haberlos recibido con muestras de consideración, Zangi los había desarmado y apresado a todos y había mandado decir a Buri que como se atreviera a hacerle frente peligraría la vida de los rehenes. Saviny no había recobrado la libertad hasta dos años después.
En 1135, el recuerdo de esta traición aún está vivo entre los damascenos y, cuando los dignatarios de la ciudad se enteran de los proyectos de Ismael, deciden oponerse a ellos por todos los medios. Se celebran reuniones entre los emires, los notables y los principales esclavos; todos quieren salvar no sólo sus vidas sino también su ciudad. Un grupo de conjurados decide exponer la situación a la madre de Ismael, la princesa Zomorrod, «Esmeralda».
Se horrorizó —cuenta el cronista de Damasco—. Mandó venir a su hijo y lo reprendió enérgicamente. Luego se sintió inducida por su deseo de hacer el bien, sus profundos sentimientos religiosos y su inteligencia a considerar de qué manera podría extirparse la raíz del mal y poner orden en la situación de Damasco y la de sus habitantes. Examinó el asunto como lo hubiera hecho un hombre de buen juicio y experiencia que considera las cosas con lucidez. No halló más remedio para la maldad de su hijo que librarse de él y poner fin, de esta manera, al creciente desorden de que era responsable.
No tardará mucho en ordenar la ejecución.
La princesa no pensó ya más que en su proyecto. Acechó un momento en que su hijo estuviera solo, sin esclavos ni escuderos, y ordenó a sus servidores que lo mataran sin piedad. Ella no manifestó ni compasión ni pena. Mandó llevar el cadáver a un lugar del palacio donde pudieran descubrirlo. Todo el mundo se alegró de la caída de Ismael. Todo el mundo dio gracias a Dios y dedicó alabanzas y plegarias a la princesa.
¿Ha matado Zomorrod a su propio hijo para impedirle que le entregara Damasco a Zangi? Podemos dudarlo, teniendo en cuenta que la princesa va a casarse tres años después con ese mismo Zangi y le va a suplicar que ocupe su ciudad. Tampoco ha actuado así para vengar a Saviny que era hijo de otra mujer de Buri. Hay que fiarse, pues, de la explicación que nos da Ibn al-Atir: Zomorrod era la amante del principal consejero de Ismael y al enterarse de que su hijo pensaba matar a su amante y, quizá, castigarla a ella también, decidió pasar a la acción.
Fueran cuales fueran los auténticos motivos, la princesa ha privado así a su futuro marido de una conquista fácil, ya que el 30 de enero de 1135, día del asesinato de Ismael, Zangi ya está en camino hacia Damasco. Cuando su ejército cruza el Éufrates, una semana después, Zomorrod ha puesto en el trono a otro hijo suyo, Mahmud, y la población se prepara activamente para resistir. Ignorante de la muerte de Ismael, el atabeg envía representantes a Damasco para tratar con aquél de las modalidades de la capitulación. Evidentemente los reciben con cortesía pero sin ponerlos al tanto de los últimos cambios de la situación. Furioso, Zangi se niega a volver por donde ha venido, instala su campamento al noreste de la ciudad y encarga a sus exploradores que vean dónde y cómo podría atacar. Pero en seguida se da cuenta de que los defensores están decididos a combatir hasta el final. Los manda un viejo compañero de Toghtekin, Muin al-Din Uñar, un militar turco astuto y testarudo al que Zangi va a encontrar más de una vez en su camino.
Tras unas cuantas escaramuzas, el atabeg se decide a buscar un arreglo. Para no dejarlo en mal lugar, los dirigentes de la ciudad sitiada le rinden pleitesía y reconocen, de manera puramente nominal, su soberanía.
A mediados de marzo, el atabeg se aleja de Damasco. Para levantar la moral a sus tropas, muy afectadas por esta campaña inútil, las conduce inmediatamente hacia el norte y se apodera, con sorprendente rapidez, de cuatro plazas fuertes francas entre las que se encuentra la tristemente célebre Maarat. A pesar de estas hazañas, su prestigio está mermado. Hasta dos años después no conseguirá, gracias a un hecho destacado, hacer olvidar su fracaso ante Damasco. Y, paradójicamente, llegado el momento va a ser Muin al-Din Uñar quien le proporcione, sin quererlo, la ocasión de rehabilitarse.
Un emir entre los bárbaros
En junio de 1137, ha llegado Zangi con un impresionante material de asedio y ha instalado su campamento en los viñedos que rodean Homs, principal ciudad de Siria central que, tradicionalmente, se disputan Alepo y Damasco. En ese momento la controlan estos últimos, ya que el gobernador de la ciudad no es otro que el viejo Uñar. Al ver las catapultas y los almajaneques que ha alineado su adversario, Muin al-Din Uñar se da cuenta de que no podrá resistir mucho tiempo. Se las compone para hacer saber a los frany que tiene intención de capitular. Los caballeros de Trípoli, que no tienen deseo alguno de ver a Zangi afincarse a dos días de su capital, se ponen en camino. La estratagema de Uñar ha sido todo un éxito: temiendo quedar cogido entre dos fuegos, el atabeg firma a toda prisa una tregua con su viejo enemigo y se vuelve contra los frany, decidido a sitiar su más poderosa fortaleza de la región, Baarin. Preocupados, los caballeros de Trípoli llaman en su auxilio al rey Foulques que acude con su ejército. Y, ante los muros de Baarin, en un valle con cultivos en bancales, se produce la primera batalla importante entre Zangi y los frany, ¡cosa que puede parecer asombrosa cuando se sabe que el atabeg es señor de Alepo desde hace más de nueve años!
El combate será corto pero decisivo. En unas cuantas horas aplasta con su superioridad numérica a los occidentales, agotados por una larga marcha, y los hace trizas. Sólo el rey y unos cuantos hombres de su séquito logran refugiarse en la fortaleza. A Foulques sólo le dan tiempo a enviar un mensajero a Jerusalén para que le liberen; luego —contará Ibn al-Atir—,
Zangi cortó todas las comunicaciones, no permitiendo que se filtrara ninguna noticia, de tal forma que los sitiados ya no sabían lo que estaba pasando en su país, tan estricto era el control de los caminos
.
Tal bloqueo no hubiera tenido consecuencias si los sitiados hubieran sido árabes, ya que éstos utilizaban desde hacía siglos la técnica de las palomas mensajeras para comunicarse de una ciudad a otra. Todos los ejércitos en campaña llevaban consigo palomas que pertenecían a distintas ciudades y plazas fuertes musulmanes. Las habían adiestrado para que volvieran siempre a su nido de origen. Bastaba con enrollarles un mensaje alrededor de una pata y soltarlas para que fueran, más deprisa que el corcel más rápido, a anunciar la victoria, la derrota o la muerte de un príncipe, a pedir auxilio o fortalecer la resistencia de una guarnición sitiada. A medida que se va organizando la movilización árabe contra los frany, van entrando en funcionamiento servicios regulares de palomas mensajeras entre Damasco, El Cairo, Alepo y otras ciudades, llegando incluso a que el Estado pagase un sueldo a las personas encargadas de criar y adiestrar a estas aves.
Por otra parte será durante su presencia en Oriente cuando se iniciarán los frany en la colombofilia que, con el tiempo, se pondrá muy en boga en su tierra. Pero, durante el sitio de Baarin, aún lo ignoran todo de este método de comunicación y de ello se aprovecha Zangi. El atabeg, que empieza por aumentar la presión sobre los sitiados, les ofrece, tras una difícil negociación, ventajosas condiciones de rendición: si le entregan la fortaleza y le pagan cincuenta mil dinares, accederá a dejarlos irse en paz. Foulques y sus hombres capitulan y, a continuación, escapan rápidamente, contentos de haber salido tan bien parados.
Poco después de su partida de Baarin, se encontraron con los considerables refuerzos que venían a ayudarlos y se arrepintieron, pero un poco tarde, de haberse rendido. Ello sólo había sido posible
—según Ibn al-Atir—
porque los frany habían estado completamente incomunicados con el mundo exterior
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Zangi está tanto más satisfecho de haber zanjado ventajosamente el asunto de Baarin cuanto que acaba de recibir noticias particularmente alarmantes: el emperador bizantino Juan Comneno, que ha sucedido en 1118 a su padre, Alejo, está en camino hacia el norte de Siria con decenas de miles de hombres. En cuanto se aleja Foulques, el atabeg monta en su caballo y galopa hacia Alepo. Blanco favorito de los rum en el pasado, la ciudad está revuelta. En previsión de un ataque, se han empezado a vaciar los fosos que rodean los muros, en los que, en tiempos de paz, la población tiene la mala costumbre de arrojar las inmundicias. Pero pronto vienen unos emisarios del
basileus
a tranquilizar a Zangi: su objetivo no es, en absoluto, Alepo sino Antioquía, la ciudad franca que los rum no han dejado nunca de reivindicar. De hecho, e1 atabeg se entera en seguida, con satisfacción, de que la ciudad ya está sitiada y soporta el bombardeo de las catapultas. Dejando a los cristianos con sus rencillas, Zangi regresa a sitiar Homs donde Uñar sigue haciéndole frente.