Las cruzadas vistas por los árabes (22 page)

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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: Las cruzadas vistas por los árabes
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Nunca se sabrá, pues en enero de 1146, cuando parece tener terminados los preparativos para la campaña de primavera, Zangi se ve obligado a emprender de nuevo la marcha hacia el norte: sus espías lo han informado de que, en Edesa, Jocelin ha urdido un complot con algunos de sus amigos armenios que han permanecido en la ciudad para matar a la guarnición turca. En cuanto regresa a la ciudad conquistada, el atabeg toma las riendas de la situación, ejecuta a los partidarios del antiguo conde y, para reforzar el partido antifranco en el seno de la población, instala en Edesa a trescientas familias judías con cuyo apoyo puede contar incondicionalmente.

Esta alarma convence a Zangi de que más vale renunciar, al menos de momento, a extender sus dominios y dedicarse a consolidarlos. En el camino principal de Alepo a Mosul, hay un emir árabe que controla la poderosa fortaleza de Yaabar situada a orillas del Éufrates y se niega a reconocer la autoridad del atabeg. Como su rebeldía pone en peligro, impunemente, las comunicaciones entre ambas capitales, en junio de 1146 Zangi pone sitio a Yaabar. Espera tomarla en pocos días, pero la empresa se revela más difícil de lo previsto. Transcurren tres largos meses sin que se debilite la resistencia de los sitiados.

Una noche de septiembre, el atabeg se duerme tras haber ingerido grandes cantidades de alcohol. Lo despierta un ruido dentro de la tienda. Al abrir los ojos, divisa a uno de sus eunucos, un tal Yaran-kash, de origen franco, bebiendo vino en su propio cubilete, lo que desata la cólera del atabeg, que jura castigarlo con severidad al día siguiente. Temiendo la ira de su señor, Yaran-kash espera a que vuelva a dormirse, lo apuñala y busca refugio en Yaabar, donde lo cubren de regalos.

Zangi no muere en el acto. Mientras yace semiinconsciente, uno de sus allegados entra en la tienda. Ibn al-Atir contará su testimonio:

Al verme, el atabeg creyó que iba a rematarlo y, haciendo un gesto con el dedo, me pidió gracia. Yo, de la emoción, caí de rodillas y le dije: Señor, ¿quién te ha hecho esto? Pero no pudo contestarme y expiró, ¡Dios tenga misericordia de él!

La trágica muerte de Zangi, al sobrevenir poco después de su triunfo, impresionará a los contemporáneos. Ibn al-Qalanisi comenta el acontecimiento en verso:

La mañana lo mostró tendido en el lecho, allí donde su eunuco lo había degollado.

Y sin embargo dormía en medio de un ufano ejército, rodeado de sus valientes y de los sables de éstos.

Pereció sin que le sirvieran riquezas ni poder.

Sus tesoros han sido presa de los demás, los han despedazado sus hijos y sus adversarios.

Al desaparecer él, sus enemigos se han levantado, sosteniendo la espada que no osaban blandir cuando él estaba presente.

De hecho, en cuanto muere Zangi, empieza la arrebatiña. Sus soldados, antaño tan disciplinados, se convierten en una horda de saqueadores incontrolables. Su tesoro, sus armas e incluso sus efectos personales desaparecen en un abrir y cerrar de ojos. Luego, su ejército empieza a dispersarse. Uno tras otro, los emires reúnen a sus hombres y se apresuran a ocupar alguna fortaleza o a esperar, a buen recaudo, los acontecimientos que se vayan produciendo.

Cuando Muin al-Din Uñar se entera de la muerte de su adversario, sale inmediatamente de Damasco, a la cabeza de sus tropas, y se apodera de Baalbek, restableciendo en unas cuantas semanas su dominio sobre el conjunto de Siria central. Raimundo de Antioquía, reanudando una tradición que parecía olvidada, realiza una incursión hasta las murallas de Alepo. Jocelin intriga una vez más para reconquistar Edesa.

Parece como si hubiera concluido la epopeya del poderoso Estado fundado por Zangi. En realidad, acaba de empezar.

Cuarta parte
La victoria (1146-1187)

Dios mío, concede la victoria al Islam y no a Mahmud. ¿Quién es el perro Mahmud para merecer la victoria?

N
UR
A
L-DIN
M
AHMUD

Unificador del Oriente árabe (1117-1174)

Capítulo 8

El santo rey Nur al-Din

Mientras reina la confusión en el campo de Zangi, sólo un hombre permanece imperturbable. Cuenta veintinueve años, es de estatura elevada y de piel oscura, lleva el rostro afeitado salvo en la barbilla, tiene la frente despejada y la mirada dulce y serena. Se acerca al cuerpo aún caliente del atabeg: tembloroso, le toma la mano, le quita el anillo de sello, símbolo del poder, y se lo pone en su propio dedo. Se llama Nur al-Din, es el segundo hijo de Zangi.

He leído las vidas de los soberanos de los tiempos pasados y, salvo entre los primeros califas, no he encontrado ningún hombre que fuera tan virtuoso y tan justo como Nur al-Din
. Ibn al-Atir consagrará, con razón, a este príncipe un verdadero culto. Si bien el hijo de Zangi ha heredado las cualidades de su padre —la austeridad, el valor, el sentido del Estado—, no ha conservado ninguno de os defectos que convirtieron al atabeg en persona tan adiada para alguno de sus contemporáneos. Mientras Zangi infundía temor por su truculencia y su total ausenta de escrúpulos, Nur al-Din consigue, desde que aparece en escena, presentarse como un hombre piadoso, reservado, justo, respetuoso con la palabra dada y totalmente entregado al yihad contra los enemigos del Islam.

Y algo aún más importante, y en ello estriba su genio, convertirá sus virtudes en temible arma política. Comprende, a mediados del siglo XII, el insustituible papel que puede desempeñar la movilización psicológica y crea un auténtico aparato propagandístico. Varios cientos de letrados, religiosos en su mayoría, tendrán la misión de ganar para él la activa simpatía del pueblo forzando así a los dirigentes del mundo árabe a alistarse bajo sus banderas. Ibn al-Atir transcribe las quejas de un emir de la Yazira al que «invitó» un día el hijo de Zangi a participar en una campaña contra los frany.

Si no acudo en auxilio de Nur al-Din —dice—, me arrebatará mis dominios, pues ya ha escrito a los devotos y a los ascetas para pedirles la ayuda de sus oraciones y animarlos a que inciten a los musulmanes al yihad. En estos momentos, cada uno de estos hombres está sentado con sus discípulos y sus compañeros leyendo las cartas de Nur al-Din, llorando y maldiciéndome. Si quiero evitar el anatema, tengo que acceder a su petición.

Además, Nur al-Din supervisa personalmente su aparato propagandístico. Encarga poemas, cartas, libros y vela por que se difundan en el momento oportuno para producir el efecto deseado. Los principios que defiende son sencillos: una sola religión, el Islam sunní, lo que implica una encarnizada lucha contra todas las «herejías»; un solo Estado, para cercar a los frany por todas partes; un solo objetivo, el yihad, para reconquistar los territorios ocupados y sobre todo, liberar Jerusalén. Durante los veintiocho años de su reinado, Nur al-Din incitará a varios ulemas a que escriban tratados que alaben los méritos de la ciudad santa, al-Quds, y se organizarán sesiones públicas de lectura en las mezquitas y escuelas.

Nadie olvida, en tales ocasiones, elogiar a Nur al-Din, el muyahid supremo y musulmán irreprochable. Pero este culto a la personalidad es tanto más hábil y eficaz cuanto que está paradójicamente basado en la humildad y la austeridad del hijo de Zangi.

Según Ibn al-Atir:

La mujer de Nur al-Din se quejó una vez de que no tenía dinero suficiente para cubrir sus necesidades. Le asignó tres tiendas de las que era propietario en Homs, que daban unos veinte dinares al año. Como a ella le pareció que no era bastante, le contestó: «No tengo nada más. En lo que se refiere a todo el dinero de que dispongo, sólo soy el tesorero de los musulmanes y no tengo intención de traicionarlos ni de arrojarme al fuego del infierno por tu culpa.»

Tales palabras, profusamente divulgadas, resultan particularmente comprometedoras para los príncipes de la región que viven entre lujos y presionan a sus súbditos para arrebatarles todos sus ahorros. De hecho, la propaganda de Nur al-Din resalta continuamente las supresiones de impuestos que efectúa de forma generalizada en los territorios sometidos a su autoridad.

El hijo de Zangi, además de comprometedor para sus adversarios, lo es también con frecuencia para sus propios emires. Con el tiempo se irá volviendo cada vez más estricto en lo que a los preceptos religiosos se refiere. No contento con prohibirse el alcohol a sí mismo, se lo prohíbe por completo a su ejército, «así como el tamboril, la flauta y otros objetos que desagradan a Dios», especifica Kamal al-Din, el cronista de Alepo, que añade: «Nur al-Din desechó cualquier ropaje lujoso para cubrirse de ásperos tejidos.» Está claro que los oficiales turcos, acostumbrados a la bebida y las vestiduras suntuosas, no siempre se sienten a gusto con este señor que casi nunca sonríe y prefiere a cualquier otra la compañía de los ulemas con sus turbantes.

Aún menos reconfortante para los emires resulta esa tendencia que tiene el hijo de Zangi a renunciar a su título de Nur al-Din, «luz de la religión», por su nombre personal, Mahmud. «Dios mío —rezaba antes de las batallas—, concede la victoria al Islam y no a Mahmud. ¿Quién es el perro Mahmud para merecer la victoria?» Tales demostraciones de humildad van a granjearle la simpatía de los débiles y de las personas piadosas, pero los poderosos no vacilarán en decir que se trata de hipocresía. Sin embargo, parece cierto que sus convicciones eran sinceras, aun cuando su imagen externa fuera, en parte, un montaje. Sea como fuere, ahí están los resultados: es Nur al-Din quien va a convertir al mundo árabe en una fuerza capaz de aplastar a los frany y es su lugarteniente Saladino quien recogerá los frutos de la victoria.

Al morir su padre, Nur al-Din consigue imponerse en Alepo, lo cual es poca cosa comparado con los enormes dominios que había conquistado el atabeg, pero la propia modestia de esta posesión inicial asegurará la gloria de su reinado. Zangi se había pasado lo esencial de la vida peleando con los califas, los sultanes y los diversos emiratos de Irak y de la Yazira. Una tarea agotadora e ingrata que no le incumbirá a su hijo. Le deja Mosul y su región a su hermano mayor, Sayf al-Din, con el que va a mantener buenas relaciones, lo cual le permite a Nur al-Din tener la seguridad de que cuenta en la frontera oriental con una potencia amiga y dedicarse por completo a los asuntos sirios.

No obstante, cuando llega a Alepo en septiembre de 1146, acompañado de su hombre de confianza, el emir turco Shirkuh, tío de Saladino, su posición no es fácil. No sólo se vive allí de nuevo en el temor de los caballeros de Antioquía, sino que Nur al-Din aún no ha tenido tiempo de extender su autoridad más allá de los muros de su capital cuando vienen a anunciarle, a finales de octubre, que Jocelin ha conseguido reconquistar Edesa con ayuda de una parte de la población armenia. No se trata de una ciudad cualquiera, semejante a cuantas se han perdido nada más morir Zangi: Edesa era el símbolo mismo de la gloria del atabeg; su caída replantea todo el futuro de la dinastía. Nur al-Din reacciona con rapidez; cabalgando día y noche, abandonando al borde de los caminos las exhaustas monturas, llega ante Edesa antes de que a Jocelin le haya dado tiempo a organizar la defensa. El conde, cuyo valor no han incrementado las pruebas pasadas, decide huir al caer la noche. A sus partidarios, que intentan seguirlo, los alcanzan y exterminan los jinetes de Alepo.

La rapidez con que se ha aplastado la insurrección concede al hijo de Zangi un prestigio del que andaba muy necesitado su naciente poder. Escarmentado, Raimundo de Antioquía se vuelve menos emprendedor. En cuanto a Uñar, se apresura a proponerle al señor de Alepo la mano de su hija.

El contrato matrimonial se redactó en Damasco —especifica Ibn al-Qalanisi— en presencia de los enviados de Nur al-Din; se empezó en el acto a confeccionar el ajuar y, en cuanto estuvo listo, os enviados se pusieron en camino para regresar a Alepo.

La situación de Nur al-Din en Siria está ya firmemente establecida; pero, comparados con el peligro que se esboza en el horizonte, los complots de Jocelin, las razzias de Raimundo y las intrigas del viejo zorro de Damasco parecerán pronto irrisorias.

Llegaron a Constantinopla noticias sucesivas del territorio de los frany, así como de las comarcas vecinas, que decían que los reyes de los frany estaban llegando de su país para atacar la tierra del Islam. Habían dejado sus provincias vacías, privadas de defensores, y habían traído consigo riquezas, tesoros y un material inconmensurable. Se decía que llegaban al millón de soldados de infantería y de jinetes, e incluso más.

Cuando escribe estas líneas, Ibn al-Qalanisi tiene setenta y cinco años y recuerda, sin duda, que, medio siglo antes, ya ha tenido que narrar, con palabras casi iguales, un acontecimiento del mismo tipo.

De hecho, la segunda invasión franca, provocada por la caída de Edesa, en principio parece una nueva edición de la primera. Innúmeros combatientes irrumpen en Asia Menor en el otoño de 1147 llevando, una vez más, cosidos a la espalda, trozos de tela en forma de cruz. Al cruzar Dorilea, donde había acontecido la histórica derrota de Kiliy Arslan, el hijo de éste, Masud, los espera para vengarse con cincuenta años de retraso. Les tiende una serie de emboscadas y les inflige golpes particularmente duros.
No dejaban de anunciar que su número iba disminuyendo, de forma que los ánimos se tranquilizaron algo
. Ibn al-Qalanisi añade, sin embargo, que después de todas las pérdidas que habían sufrido, se decía que los frany eran unos cien mil. Está claro que no hay tampoco que dar por buenas estas cifras. Como todos sus contemporáneos, el cronista de Damasco no rinde culto a la precisión y, de todas formas, no tiene ningún modo de comprobar sus estimaciones. Sin embargo, hay que destacar las precauciones verbales de Ibn al-Qalanisi, que añade «se decía» cada vez que una cantidad le parece sospechosa. Aunque Ibn al-Atir no tenga tales escrúpulos, cada vez que presenta su interpretación personal de un acontecimiento tiene buen cuidado de terminar con «Allahu aalam», «sólo Dios lo sabe».

Sea cual fuere el número exacto de los nuevos invasores francos, lo cierto es que sus fuerzas, sumadas a las de Jerusalén, Antioquía y Trípoli, son como para inquietar al mundo árabe, que observa sus movimientos con temor. Una y otra vez se formula una pregunta: ¿qué ciudad van a atacar primero? Lógicamente, deberían empezar por Edesa. ¿Acaso no han venido a vengar su caída? Pero igualmente podrían tomarla con Alepo, golpeando, de esta forma, en la cabeza al creciente poder de Nur al-Din, para que Edesa caiga por sí sola. De hecho, no atacarán a ninguna de las dos.
Tras largas disputas entre sus reyes
—dice Ibn al-Qalanisi—,
acabaron por ponerse de acuerdo para atacar Damasco, y están tan seguros de apoderarse de ella que se reparten de entrada sus dependencias
.

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