Las cruzadas vistas por los árabes (34 page)

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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: Las cruzadas vistas por los árabes
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En su mayoría, los frany de Siria querrían que se prolongase la paz, pero allende los mares, y sobre todo en Roma, sólo se piensa en la reanudación de las hostilidades. En 1210, el reino de Acre, mediante un matrimonio, pasa a manos de Juan de Brienne, caballero de sesenta años que acaba de llegar de Occidente. Aunque se ha resignado a renovar la tregua durante cinco años en julio de 1212, no deja de enviarle mensajeros al papa para apremiarlo a que acelere los preparativos de una poderosa expedición, de tal forma que, ya en el verano de 1217, pueda emprenderse una ofensiva. De hecho, los primeros barcos de peregrinos armados llegan a Acre con cierto retraso, en el mes de septiembre. Pronto llegan cientos de ellos. En abril de 1218 comienza una nueva invasión franca: su objetivo es Egipto.

Al-Adel se queda sorprendido y sobre todo decepcionado por esta agresión. ¿Acaso no ha hecho todo lo posible desde su llegada al poder e incluso antes, en la época de las negociaciones con Ricardo, para acabar con el estado de guerra? ¿No ha soportado desde hace años los sarcasmos de los religiosos que lo acusaban de haber desertado de la causa del yihad por amistad hacia los hombres rubios? Durante meses, este hombre de setenta y tres años, enfermo, se niega a creer los informes que le van llegando. Que una banda de alemanes empecinados se dedique a saquear algunas aldeas de Galilea es una peripecia a la que está acostumbrado y que no le preocupa; pero que, tras un cuarto de siglo de paz, Occidente se lance a otra invasión en masa no lo puede concebir.

Sin embargo, las informaciones se vuelven cada vez más concretas: decenas de miles de combatientes francos se han reunido ante la ciudad de Damieta, que controla el acceso al brazo principal del Nilo. Siguiendo las instrucciones de su padre, al-Kamel va a su encuentro al frente de sus tropas. Se asusta ante tan elevado número y evita enfrentarse con ellos. Prudentemente instala su campamento al sur del puerto, de forma tal que puede ayudar a la guarnición sin verse obligado a entablar una batalla campal. La ciudad es una de las mejor defendidas de Egipto; las murallas están rodeadas al este y al sur por una estrecha franja de tierra pantanosa, mientras que al norte y al oeste el Nilo garantiza un nexo permanente con el interior del país. Por tanto, excepto si el enemigo consigue el control del río, es imposible cercarla de forma eficaz. Para protegerse de tal peligro, la ciudad dispone de m ingenioso sistema que no es otro que una cadena de hierro muy gruesa, uno de cuyos extremos va fijado a las murallas y el otro a una alcazaba construida en un islote cercano a la orilla opuesta; esta cadena impide el acceso al Nilo. Al comprobar que ningún barco puede pasar si no se suelta la cadena, los frany dedican todos sus esfuerzos a la alcazaba. Durante tres meses ven rechazados todos sus asaltos, hasta el momento en que se les ocurre la idea de fijar dos grandes barcos y de construir sobre ellos una especie de torre flotante que llega a la altura de la alcazaba. La toman por asalto el 25 de agosto de 1218: la cadena se rompe.

Cuando, días después, una paloma mensajera lleva la noticia de esta derrota hacia Damasco, al-Adel se muestra muy afectado. Está claro que la caída de la alcazaba va a provocar la de Damieta y que ningún obstáculo podrá detener ya a los invasores en su marcha hacia El Cairo. Se avecina una larga campaña que no tiene ni fuerzas ni deseos para llevar a cabo. Transcurridas unas horas, muere de un ataque al corazón.

Para los musulmanes, la verdadera catástrofe no es la caída de la alcazaba fluvial sino la muerte del viejo sultán, ya que, en el terreno militar, al-Kamel consigue contener al enemigo, infligirle cuantiosas pérdidas e impedirle que termine de sitiar Damieta. En cambio, en el terreno político, comienza la inevitable lucha por la sucesión a pesar de los esfuerzos que ha hecho el sultán para que sus hijos eludiesen esta fatalidad. Ya ha repartido sus dominios en vida: Egipto para al-Kamel, Damasco y Jerusalén para al-Moazzam, la Yazira para al-Ashraf y feudos menos importantes para los más jóvenes. Pero no se pueden satisfacer todas las ambiciones: aunque es cierto que reina una relativa armonía entre los hermanos, algunos conflictos son inevitables. En El Cairo, numerosos emires se aprovechan de la ausencia de al-Kamel para intentar colocar a uno de sus hermanos menores en el trono. El golpe de Estado está a punto de triunfar cuando el señor de Egipto, al que han informado de ello, olvidándose de Damieta y de los frany, levanta el campamento y vuelve a su capital para restablecer el orden y castigar a los implicados en el complot. Los invasores ocupan en el acto las posiciones que acaba de abandonar. Ya está cercada Damieta.

Aunque ha recibido ayuda de su hermano al-Moazzam, que ha venido de Damasco con su ejército, al-Kamel ya no está en condiciones de salvar la ciudad y menos aún de poner fin a la invasión. Las ofertas de paz son, por tanto, particularmente generosas. Tras haberle pedido a al-Moazzam que desmantele las fortificaciones de Jerusalén, envía un mensaje a los frany asegurándoles que estaría dispuesto a entregarles la Ciudad Santa si accediera a salir de Egipto. Pero los frany sienten que están en una posición de fuerza y se niegan a negociar. En octubre de 1219, al-Kamel concreta su ofrecimiento: no sólo entregaría Jerusalén sino toda la Palestina que está al oeste del Jordán y, además, la verdadera cruz. Esta vez, los invasores se toman la molestia de estudiar sus propuestas. Juan de Brienne se pronuncia favorablemente, así como todos los frany de Siria. Pero la decisión final le corresponde a un tal Pelayo, un cardenal español partidario de la guerra santa a ultranza, al que el papa ha puesto a la cabeza de la expedición. Nunca —dice— aceptará tratos con los sarracenos. Y para subrayar bien su negativa, ordena que se realice sin más tardanza el asalto de Damieta. La guarnición, diezmada por los combates, el hambre y una reciente epidemia, no ofrece resistencia alguna.

Pelayo está decidido a apoderarse de todo Egipto. Si no se encamina en el acto a El Cairo es porque se anuncia la inminente llegada de Federico de Hohenstaufen, rey de Alemania y de Sicilia, el monarca más poderoso de Occidente, a la cabeza de una importante expedición. Al-Kamel, a quien, como es lógico, le han llegado estos rumores, se prepara para luchar. Sus mensajeros recorren los países islámicos para pedir ayuda a hermanos, primos y aliados. Además, manda armar, al oeste del delta, no lejos de Alejandría, una flota que durante el verano de 1220 sorprende a los navíos occidentales frente a Chipre y les inflige una derrota aplastante. Una vez privado el enemigo del dominio de los mares, al-Kamel se apresura a reiterar su oferta de paz, añadiendo a ella la promesa de firmar una tregua de treinta años. En vano. Pelayo ve en tan excesiva generosidad la prueba de que el señor de El Cairo no tiene otra salida. ¿Acaso no acaba de llegar la noticia de que han coronado emperador en Roma a Federico II y de que ha hecho la promesa de partir en el acto hacia Egipto? En la primavera de 1221, a más tardar, debería haber llegado con cientos de navíos y decenas de miles de soldados. Entre tanto, el ejército franco no debe guerrear ni firmar la paz.

¡De hecho, Federico tardará ocho años en llegar! Pelayo se arma de paciencia hasta principios del verano. En julio de 1221, el ejército franco sale de Damieta y toma resueltamente el camino de El Cairo. En la capital egipcia, los soldados de al-Kamel tienen que recurrir a la fuerza para impedir a los habitantes que huyan. Pero el sultán se muestra confiado, pues dos de sus hermanos han acudido en su ayuda: al-Ashraf que, con sus tropas de la Yazira, se ha reunido con él para intentar impedir a los invasores que lleguen a El Cairo, y al-Moazzam, que se dirige con su ejército sirio hacia el norte, interponiéndose intrépidamente entre el enemigo y Damieta. En cuanto al propio al-Kamel, observa atentamente, con alegría que apenas puede contener, la crecida del Nilo, ya que el nivel del agua empieza a subir sin que los occidentales se den cuenta. A mediados de agosto, las tierras se han puesto tan fangosas y resbaladizas que los caballeros se ven obligados a detenerse y a retirar todo su ejército.

Apenas han comenzado a retirarse cuando un grupo de soldados egipcios toma la iniciativa de demoler los diques. Es el 26 de agosto de 1221. En unas horas, y mientras las tropas musulmanas le cortan las salidas, todo el ejército franco se encuentra hundido en un mar de barro. Dos días después, Pelayo, abandonando la esperanza de salvar a su ejército de la destrucción total, envía un mensajero a al-Kamel para reclamar la paz. El soberano ayyubí impone sus condiciones: los frany tendrán que evacuar Damieta y firmar una tregua de ocho años; a cambio, su ejército podrá embarcarse sin que lo molesten. Está claro que ya ni se habla de ofrecerles Jerusalén.

Al celebrar esta victoria tan completa como inesperada, muchos árabes se preguntan si al-Kamel hablaba en serio al ofrecerles a los frany la Ciudad Santa. ¿No se trataría de un engaño para ganar tiempo? No van a tardar en tener claro este extremo.

Durante la penosa crisis de Damieta, el señor de Egipto se ha hecho frecuentes preguntas relacionadas con ese famoso Federico, «al-enboror», cuya llegada aguardaban los frany. ¿Será en verdad tan poderoso como dicen? ¿Estará realmente decidido a dirigir la guerra santa contra los musulmanes? Interrogando a sus colaboradores, recabando información de los viajeros llegados de Sicilia, esa isla de la que Federico es rey, al-Kamel va de sorpresa en sorpresa. Cuando se entera, en 1225, de que el emperador acaba de casarse con Yolanda, la hija de Juan de Brienne, convirtiéndose así en rey de Jerusalén, decide enviarle una embajada presidida por un agudo diplomático, el emir Fajr al-Din Ibn ash-Sheij. Nada más llegar a Palermo, éste queda maravillado: ¡sí, cuanto se dice de Federico es cierto! Habla y escribe el árabe a la perfección, no oculta su admiración por la civilización musulmana, desprecia al Occidente bárbaro y, sobre todo, al papa de Roma la Grande. Sus colaboradores próximos son árabes, así como los soldados de su guardia que, en las horas de oración, se prosternan dirigiendo la mirada hacia La Meca. Al haber pasado toda su juventud en Sicilia, foco privilegiado, a la sazón, de las ciencias árabes, esta mente curiosa siente que no tiene gran cosa en común con los obtusos y fanáticos frany. En su reino suena sin trabas la voz del almuecín.

Fajr al-Din se convierte pronto en el amigo y confidente de Federico. A través de él, se estrechan los lazos entre el emperador germánico y el sultán de El Cairo. Ambos monarcas intercambian cartas que tratan de la lógica de Aristóteles, de la inmortalidad del alma, de la génesis del universo. Al enterarse al-Kamel de la pasión que tiene su corresponsal por la observación de los animales, le regala osos, monos, dromedarios, así como un elefante que el emperador confía a los responsables árabes de su jardín zoológico particular. El sultán está encantado de haber dado en Occidente con un dirigente instruido, capaz de comprender como él la inutilidad de esas interminables guerras de religión. No vacila, por tanto, en hacer saber a Federico su deseo de que vaya pronto a Oriente, añadiendo que le complacería verlo en posesión de Jerusalén.

Se comprende mejor este ataque de generosidad si se sabe que, en el momento en que se formula tal oferta, la Ciudad Santa no pertenece a al-Kamel sino a su hermano al-Moazzam con quien acaba de pelearse. En la mente de al-Kamel, la ocupación de Palestina por su aliado Federico crearía un Estado tapón que lo protegería de las iniciativas de al-Moazzam. A más largo plazo, el reino de Jerusalén, revitalizado, podría interponerse eficazmente entre Egipto y los pueblos guerreros de Asia, cuya amenaza se va concretando. Un ferviente musulmán no habría considerado nunca con tanta frialdad el abandono de la Ciudad Santa, pero al-Kamel es muy diferente de su tío Saladino. Para él, la cuestión de Jerusalén es ante todo política; no tiene en cuenta el aspecto religioso más que en la medida en que influye en la opinión pública. Federico, que no se siente más próximo al cristianismo que al Islam, tiene idéntico comportamiento. Si desea tomar posesión de la Ciudad Santa no es ni mucho menos por orar sobre el sepulcro de Cristo, sino porque tal éxito reforzaría su posición en la lucha contra el papa, que acaba de excomulgarlo para castigarlo por haber retrasado su expedición a Oriente.

Cuando, en septiembre de 1228, el emperador desembarca en Acre, está convencido de que, con la ayuda de al-Kamel, podrá entrar triunfalmente en Jerusalén, obligando así a callar a sus enemigos. De hecho, el señor de El Cairo está en un terrible aprieto, pues recientes acontecimientos han trastocado por completo la situación en la zona. Al-Moazzam ha fallecido repentinamente en noviembre de 1227 y le ha dejado Damasco a su hijo an-Naser, un joven sin experiencia. Al-Kamel, que ya puede considerar lo posibilidad de apoderarse de Damasco y de Palestina, ha dejado de pensar en crear un Estado tapón entre Egipto y Siria. Puede suponerse cuán poco le agrada la llegada de Federico, que, amistosamente, le reclama Jerusalén y sus alrededores. Como es hombre de honor, no puede faltar a su promesa, pero intenta dar largas, explicándole al emperador que la situación ha cambiado de repente.

Pensando que la toma de Jerusalén iba a ser un mero requisito, Federico ha llegado con sólo tres mil hombres. Por tanto, no se atreve a lanzarse a una política de intimidación e intenta enternecer a al-Kamel: Soy amigo tuyo —le escribe—. Tú me has animado a que haga este viaje. Ahora el papa y todos los reyes de Occidente están al tanto de mi misión. Si volviera con las manos vacías, me perderían todo el respeto. Por favor, ¡dame Jerusalén para que pueda seguir con la cabeza alta! Al-Kamel se conmueve y le envía a su amigo Fajr al-Din cargado de regalos con una respuesta de doble sentido. Yo también —le explica— tengo que tener en cuenta la opinión. Si te entregara Jerusalén, ello podría provocar no sólo que el califa condenara mis actos, sino también una insurrección religiosa que podría derribar mi trono. Para ambos, se trata, ante todo, de quedar bien. Federico llega a suplicarle a Fajr al-Din que encuentre una salida honrosa, y éste le presenta, con el acuerdo previo del sultán, una tabla de salvación: «El pueblo no aceptaría nunca que te entregáramos sin combate Jerusalén, que tanto le costó conquistar a Saladino. En cambio, si el acuerdo acerca de la Ciudad Santa pudiera evitar una guerra sangrienta…» El emperador ha comprendido, sonríe, le agradece a su amigo el consejo y luego ordena a sus escasas tropas que se apresten al combate. A finales de noviembre de 1228, mientras se dirige con gran pompa hacia el puerto de Jaffa, al-Kamel manda decir por todo el país que hay que prepararse para una guerra prolongada y dura contra el poderoso soberano de Occidente.

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