Pero, a corto plazo, el sultán se esfuerza en contemporizar. Envía emisarios a Reinaldo para pedirle, como estipulan los acuerdos, la liberación de los cautivos y la devolución de sus bienes. Al negarse el príncipe a recibirlos, estos últimos se dirigen a Jerusalén, donde los recibe el rey Guido, que dice que lo escandaliza la forma de actuar de su vasallo, pero no se atreve a entrar en conflicto con él. Los embajadores insisten: ¿así que los rehenes del príncipe Arnat van a seguir pudriéndose en los calabozos de Kerak a pesar de todos los acuerdos y todos los juramentos? El incapaz Guido se lava las manos.
La tregua queda rota; a Saladino, que la habría respetado hasta que expirara, no le preocupa en absoluto que se reanuden las hostilidades. Envía mensajeros a los emires de Egipto, de Siria, de la Yazira y de otros lugares para anunciarles que los frany han faltado traidoramente a sus compromisos, llama a aliados y vasallos a unirse con cuantas fuerzas dispongan para tomar parte en el yihad contra el ocupante. De todas las comarcas del Islam, acuden hacia Damasco miles de jinetes y de infantes. La ciudad ya no es más que un bajel varado en un mar de ondulantes lonas, pequeñas tiendas de pelo de camello donde los soldados se resguardan del sol y de la lluvia, o regias tiendas principescas de tejidos ricamente coloreados, adornados con versículos coránicos o poemas caligrafiados.
Mientras prosigue la movilización, los frany se sumen en sus disputas internas. Al rey Guido le parece un momento propicio para librarse de su rival Raimundo, al que acusa de complacencia con los musulmanes; el ejército de Jerusalén se dispone a atacar Tiberíades, una pequeña ciudad de Galilea que pertenece a la mujer del conde de Trípoli. Éste, alertado, va al encuentro de Saladino para proponerle una alianza que el sultán acepta en el acto, enviándole un destacamento de sus tropas para reforzar la guarnición de Tiberíades. El ejército de Jerusalén retrocede.
El 30 de abril de 1187, mientras los combatientes árabes, turcos y kurdos siguen afluyendo hacia Damasco en sucesivas oleadas, Saladino envía a Tiberíades un mensajero para pedirle a Raimundo, de acuerdo con su alianza, je permita a sus exploradores dar una vuelta de reconocimiento por la zona del lago de Galilea. Al conde le resulta embarazoso pero no puede negarse. Pone por toda condición que los soldados musulmanes salgan de su territorio antes de la noche y se comprometan a no atacar a las personas ni a los bienes de sus súbditos. Para evitar cualquier incidente, avisa a todas las localidades de los alrededores del paso de las tropas musulmanas y pide a los habitantes que no salgan de casa.
Al día siguiente, viernes 1 de mayo, al alba, siete mil jinetes al mando de un lugarteniente de Saladino pasan ante los muros de Tiberíades. Esa misma tarde, cuando vuelven por el mismo camino, han respetado la letra de las exigencias del conde, no han atacado ni las aldeas ni los castillos, no han robado ni oro ni ganado y, sin embargo, no han podido evitar el incidente. En efecto, los grandes maestres de los Templarios y de los Hospitalarios se encontraban, por casualidad, en una fortaleza de los alrededores cuando, la víspera, un mensajero de Raimundo se ha presentado a anunciar la llegada del destacamento musulmán. A los monjes soldados se les hiela la sangre en las venas. ¡Para ellos no hay ningún posible pacto con los sarracenos! Han reunido apresuradamente a unos cuantos cientos de jinetes y de infantes y han decidido atacar a los jinetes musulmanes cerca de la aldea de Saffuriya, al norte de Nazaret. En pocos minutos quedan diezmados los frany. Sólo ha conseguido escapar el gran maestre de los Templarios.
Atemorizados por esta derrota —cuenta Ibn al-Atir—, los frany le enviaron a Raimundo a su patriarca, sus sacerdotes y sus monjes, así como a gran número de caballeros y le reprocharon amargamente su alianza con Salah al-Din. Le dijeron: «Ciertamente te has convertido al Islam, si no, no habrías podido soportar lo que acaba de suceder. No habrías soportado que los musulmanes pasaran por tu territorio, que mataran a los Templarios y a los Hospitalarios y que se retiraran llevando prisioneros sin que tú intentaras oponerte a ello.» Los propios soldados del conde, los de Trípoli y de Tiberíades, le hicieron los mismos reproches y el patriarca lo amenazó con excomulgarlo y anular su matrimonio. Raimundo, sometido a tales presiones, se asustó, se disculpó y se arrepintió. Lo perdonaron, se reconciliaron con él y le pidieron que pusiera sus tropas a disposición del rey y participara en el combate contra los musulmanes. Partió, pues, el conde con ellos. Los frany reunieron entonces a sus tropas, jinetes e infantes, cerca de Acre, y luego se encaminaron despacio hacia la aldea de Saffuriya.
En el campo musulmán, la derrota de estas órdenes religiosas militares, unánimemente temidas y detestadas, es como un presagio de victoria. A partir de ese momento, emires y soldados están deseando cruzar el acero con los frany. En junio, Saladino reúne a todas sus tropas a medio camino entre Damasco y Tiberíades: ante él desfilan doce mil jinetes, sin contar infantes y voluntarios. Desde lo alto de su caballo de batalla, el sultán ha voceado su orden del día, que repiten acto seguido como un eco miles de voces inflamadas: «¡Victoria sobre el enemigo de Dios!»
Saladino le ha hecho a su estado mayor un análisis reposado de la situación: «La ocasión que se nos presenta seguramente no volverá a repetirse nunca. Soy de la opinión de que el ejército musulmán debe enfrentarse a tolos los infieles en una batalla campal. Hay que lanzarse resueltamente al yihad antes de que nuestras tropas se dispersen.» Lo que el sultán quiere evitar es que, habida cuenta de que la estación de los combates acaba en otoño, sus vasallos y sus aliados se vuelvan a casa con sus tropas antes de que haya podido conseguir la victoria decisiva. Pero los frany son guerreros extremadamente cautos. ¿No intentarán evitar el combate al ver a las fuerzas musulmanas reagrupadas?
Saladino decide tenderles una trampa al tiempo que reza a Dios para que caigan en ella. Se dirige hacia Tiberíades, ocupa la ciudad en un solo día, ordena que provoquen numerosos incendios y pone sitio a la ciudadela, ocupada por la condesa, esposa de Raimundo, y por un puñado de defensores. El ejército musulmán es perfectamente capaz de aplastar su resistencia, pero el sultán contiene a sus hombres. Hay que incrementar lentamente la presión, simular que se está preparando el asalto final y esperarlas reacciones.
Cuando los frany se enteraron de que Salah al-Din había ocupado e incendiado Tiberíades —cuenta Ibn al-Atir—, celebraron un consejo. Algunos propusieron ir al encuentro de los musulmanes para combatir contra ellos e impedir que se apoderasen de la ciudadela, pero Raimundo intervino: «Tiberíades es mía —les dijo— y es mi propia esposa la que está sitiada. Pero estoy dispuesto a aceptar que tomen la ciudadela y que capturen a mi esposa si ahí se detiene la ofensiva de Saladino. Pues, por Dios que he visto en el pasado muchos ejércitos musulmanes y ninguno era tan grande ni tan poderoso como este del que ahora dispone Saladino. Evitemos, pues, medir nuestras fuerzas con él. Siempre podremos recuperar Tiberíades más adelante y pagar un rescate para liberar a los nuestros.» Pero el príncipe Arnat, señor de Kerak, le dijo: «Intentas asustarnos al describirnos las fuerzas de los musulmanes porque los quieres y prefieres su amistad, de otro modo no pronunciarías semejantes palabras. Y, si me dices que son muchos, yo te contesto: el fuego no se deja impresionar por la cantidad de leña que tiene que quemar.» El conde dijo entonces: «Soy uno de vosotros, haré lo que queráis, pelearé a vuestro lado, pero ya veréis lo que va a pasar.»
Una vez más había triunfado entre los occidentales la razón del más extremista.
A partir de ese momento todo está listo para la batalla. El ejército de Saladino se ha desplegado por una fértil llanura cubierta de árboles frutales. Detrás se extiende el agua dulce del lago de Tiberíades, cruzado por el Jordán, mientras que, más allá, hacia el nordeste, se perfila la majestuosa silueta de los altos del Golán. Cerca del campamento musulmán se eleva una colina coronada por dos cumbres que recibe el nombre de «los cuernos de Hattina», por el nombre de la aldea situada en su ladera.
El 3 de julio, el ejército franco, compuesto por unos doce mil hombres, se pone en marcha. El camino que tiene que recorrer entre Saffuriya y Tiberíades no es largo, como mucho cuatro horas de marcha, con tiempo normal. Sin embargo, en verano, este espacio de tierra palestina es totalmente árido; no hay ni fuentes ni pozos y los ríos están secos. Pero, saliendo temprano de Saffuriya, los frany no dudan en que podrán apagar su sed a orillas del lago por la tarde. Saladino ha preparado cuidadosamente la trampa. Durante todo el día sus jinetes acosan al enemigo, atacándolo tanto por delante como por detrás y por los flancos, arrojándole sin cesar nubes de flechas. De esta forma infligen a los occidentales algunas pérdidas y, sobre todo, los obligan a ir más despacio.
Poco antes de la caída de la tarde, los frany han alcanzado un promontorio desde cuya altura pueden dominar todo el paisaje. Justo a sus pies se extiende la pequeña al-lea de Hattina, unas cuantas casas de color terroso, mientras que, al fondo del valle, centellean las aguas del lago Tiberíades. Y más cerca, por la verde llanura que se extiende a lo largo de la orilla, el ejército de Saladino. Para beber, hay que pedirle permiso al sultán!
Saladino sonríe, sabe que los frany están agotados, muertos de sed, que ya no tienen ni fuerzas ni tiempo para abrirse paso hasta el lago antes de la noche y que están condenados a permanecer hasta que llegue el día sin una gota de agua. ¿Podrán realmente combatir en estas condiciones? Aquella noche, Saladino reparte el tiempo entre la oración y las reuniones de estado mayor. Al tiempo que les encarga a varios de sus emires que vayan hasta la retaguardia del enemigo para cortarle la retirada, se asegura de que cada cual ocupa la posición correcta y le repite las instrucciones.
Al día siguiente, 4 de julio de 1187, con las primeras luces del alba, los frany, completamente rodeados, aturdidos por la sed, intentan desesperadamente bajar la colina y alcanzar el lago. Los infantes, que han sufrido más que los jinetes con la agotadora caminata de la víspera, corren a ciegas, llevando sus hachas y mazas como quien lleva una carga, y van a estrellarse, oleada tras oleada, contra un resistente muro de sables y lanzas. Los supervivientes se ven rechazados en desorden hacia la colina, donde se mezclan con los caballeros que ya están convencidos de la derrota. Ninguna línea de defensa puede aguantar. Y, sin embargo, siguen combatiendo con el valor de la desesperación. Raimundo, a la cabeza de un puñado de sus allegados, intenta abrirse paso a través de las líneas musulmanes. Los lugartenientes de Saladino, que le han reconocido, lo dejan escapar. Seguirá cabalgando hasta Trípoli.
Tras la marcha del conde, los frany estuvieron a punto de capitular —cuenta Ibn al-Atir—. Los musulmanes habían prendido fuego a la hierba seca y el viento echaba el humo a los ojos de la caballería. Atenazados por la sed, las llamas, el humo, el calor del verano y el ardor del combate, los frany no podían más. Pero se dijeron que no podrían escapar a la muerte más que enfrentándose con ella. Lanzaron entonces ataques tan violentos que los musulmanes estuvieron a punto de retroceder. Sin embargo, en cada asalto los frany sufrían pérdidas y su número iba disminuyendo. Los musulmanes se apoderaron de la verdadera cruz. Esto fue para los frany lo peor de las pérdidas pues en ella, según dicen, crucificaron al Mesías, la paz sea con él.
Según el Islam, Cristo sólo fue crucificado en apariencia, pues Dios amaba demasiado al hijo de María para permitir que se le infligiera tan atroz suplicio.
A pesar de esta pérdida, los últimos supervivientes de los frany, cerca de ciento cincuenta de sus mejores caballeros, siguen peleando valientemente, atrincherados en una elevación más arriba de la aldea de Hattina, donde pretenden montar sus tiendas y organizar la resistencia. Pero los musulmanes los acosan por todos lados y sólo la tienda del rey permanece en pie. Lo que sigue lo narra el propio hijo de Saladino, al-Malik al-Afdal, que cuenta a la sazón diecisiete años.
Estaba —dice— junto a mi padre en la batalla de Hattina, la primera a la que asistí. Cuando el rey de los frany estuvo en la colina, lanzó con sus gentes un feroz ataque que hizo retroceder a nuestras tropas hasta el lugar en que se hallaba mi padre. En aquel momento, yo lo estaba mirando: estaba triste, crispado y se tiraba nerviosamente de la barba. Se adelantó gritando: «¡Satán no debe ganar!» Los musulmanes se lanzaron de nuevo al asalto de la colina. Cuando vi a los frany retroceder ante el empuje de nuestras tropas, grité de alegría: «¡Los hemos derrotado!» Pero los frany atacaron con redoblado ardor y los nuestros volvieron a retroceder hasta mi padre. Los volvió a lanzar al asalto y obligaron al enemigo a retirarse hacia la colina. Volví a gritar: «¡Los hemos derrotado!» Pero mi padre se volvió hacia mí y me dijo: «¡Calla! ¡Hasta que no caiga aquella tienda de allí arriba, no habremos terminado con ellos!» Antes de que hubiera podido terminar la frase, la tienda del rey se vino abajo. El sultán bajó entonces del caballo, se prosternó y dio gracias a Dios llorando de alegría.
Saladino se incorpora entre gritos de júbilo, vuelve a montar a caballo y se dirige hacia su tienda. Llevan hasta él a los prisioneros notables y, en particular, al rey Guido y al príncipe Arnat. El escritor Imad al-Din al-Isfahani, consejero del sultán, asiste a la escena:
Salah al-Din —cuenta— invitó al rey a sentarse a su lado y, cuando entró Arnat, lo instaló cerca de su rey y le recordó sus fechorías: «¡Cuántas veces has jurado y luego has violado tus juramentos, cuántas veces has firmado acuerdos que no has respetado!» Arnat le mandó contestar al intérprete: «Todos los reyes se han comportado siempre así. No he hecho nada más de lo que hacen ellos.» Mientras tanto, Guido jadeaba de sed, cabeceaba como si estuviera borracho y su rostro traslucía un gran temor. Salah al-Din le dirigió palabras tranquilizadoras y mandó que trajeran agua helada que le ofreció. El rey bebió y luego le tendió el resto a Arnat que apagó la sed a su vez. El sultán le dijo entonces a Guido: «No me has pedido permiso antes de darle de beber. No estoy obligado, por tanto, a concederle la gracia.»
Según la tradición árabe, un prisionero a quien se ofrece bebida o comida debe salvar la vida, compromiso que Saladino, evidentemente, no podía adquirir con el hombre a quien había jurado matar con sus propias manos. Imad al-Din sigue diciendo: