Las cruzadas vistas por los árabes (28 page)

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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: Las cruzadas vistas por los árabes
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El joven monarca es totalmente insensible a tales gestos. Cuando Saladino asedia Alepo en diciembre de 1174 «para proteger al rey as-Saleh de la influencia nefasta de sus consejeros», el hijo de Nur al-Din reúne a las gentes de la ciudad y les echa un conmovedor discurso: «¡Mirad a este hombre injusto e ingrato que quiere quitarme mi país sin consideración para Dios ni para los hombres! Soy huérfano y cuento con vosotros para defenderme en memoria de mi padre que tanto os amó.» Profundamente conmovidos, los habitantes de Alepo deciden resistir hasta el final contra el «felón». Yusuf, que quiere evitar un conflicto directo con as-Saleh, levanta el sitio. A cambio, decide proclamarse «rey de Egipto y de Siria» para no depender de ningún señor. Además, los cronistas le dan el título de sultán, pero nunca hará uso de él. Saladino volverá más de una vez ante los muros de Alepo, pero nunca se decidirá a cruzar la espada con el hijo de Nur al-Din.

Para intentar apartar esta permanente amenaza, los consejeros de as-Saleh deciden recurrir a los servicios de los asesinos. Entran en contacto con Rashid al-Din Sinan, que promete librarles de Yusuf. Al «viejo de la montaña» le parece muy bien ajustarle las cuentas al sepulturero de la dinastía fatimita. Hay un primer atentado a principios de 1175: unos asesinos penetran en el campamento de Saladino y llegan hasta su tienda, donde un emir los reconoce y les impide el paso. Resulta gravemente herido, pero la alerta está dada. Acuden los guardias y, tras un encarnizado combate, aplastan a los batiníes. Pero esto no es más que el principio. El 22 de mayo de 1176, cuando Saladino ha iniciado una nueva campaña en la región de Mepo, un asesino irrumpe en su tienda y le asesta una puñalada en la cabeza. Afortunadamente, el sultán, que permanece alerta desde el último atentado, ha tomado la precaución de llevar un cubrecabezas de malla bajo el fez. El criminal se ensaña entonces con el cuello de su víctima. Pero también ahí encuentra un obstáculo la hoja, ya que Saladino lleva una larga túnica de grueso tejido cuyo alto cuello va reforzado con una malla. Acude entonces no de los emires del ejército, que coge el puñal con una mano y con la otra hiere al batiní, que cae desplomado. A Saladino aún no le ha dado tiempo a levantarse cuando otro criminal se lanza sobre él, y luego otro más. Pero ya han llegado los guardias, que eliminan a los asaltantes, Yusuf sale de la tienda espantado, titubeante, pasmado de estar aún indemne.

Nada más recuperar la calma, decide ir a atacar a los asesinos a su guarida del centro de Siria, donde Sinan controla unas diez fortalezas. Saladino sitia la más temible de ellas, Masiaf, encaramada en la cumbre de un escarpado monte. Pero lo que acontece en ese mes de agosto de 1176 en el país de los asesinos seguirá siendo sin ida un misterio. Una primera versión, la de Ibn al-Atir, dice que Sinan envió, al parecer, una carta al tío materno: Saladino jurando que mandaría matar a todos los miembros de la familia reinante. Viniendo de la secta, sobre todo tras los dos intentos de asesinato dirigidos contra el sultán, esta amenaza no puede tomarse a la ligera. Y, en consecuencia, parece ser que levantaron el sitio de Masiaf.

Pero tenemos otra versión de los acontecimientos que procede de los propios asesinos. Está recogida en uno de los pocos escritos que ha sobrevivido a la secta, un relato firmado por uno de sus adeptos, un tal Abu-Firas. Según él, Sinan, que estaba ausente de Masiaf cuando sitiaron la fortaleza, se apostó con dos de sus compañeros en una cercana colina para observar el desarrollo de las operaciones y Saladino ordenó a sus hombres que fueran a capturarlo. Al parecer, un importante grupo de soldados cercó a Sinan, pero, al intentar acercarse a él los soldados, se dice que una misteriosa fuerza les paralizó los miembros. Se cuenta que «el viejo de la montaña» les pidió entonces que avisaran al sultán de que quería tener con él una reunión personal y privada, que, aterrorizados, corrieron a contarle a su señor lo que acababa de suceder, y que Saladino, no viendo en ello ningún buen presagio, mandó que esparcieran en torno a su tienda cal y cenizas para detectar cualquier huella de pisadas al tiempo que, al caer la tarde, colocó guardias provistos de antorchas para protegerlo. De pronto, en plena noche, se despertó sobresaltado y observó durante un instante una figura desconocida que se estaba deslizando fuera de su tienda y en la que creyó reconocer al propio Sinan. El misterioso visitante había dejado sobre la cama una torta envenenada, con un papel donde pudo leer Saladino: Estás en nuestro poder. Parece ser que Saladino dio un grito y que acudieron los guardias jurando que no habían visto nada. Al día siguiente, sin más demora, Saladino se apresuraba a levantar el sitio y a volver a Damasco a toda velocidad.

Sin duda, este relato está muy novelado, pero es un hecho que Saladino decidió repentinamente cambiar por completo de política en lo referente a los asesinos. A pesar de su aversión por los herejes de todo tipo, nunca más va a intentar amenazar el territorio de los batiníes. Antes bien, a partir de ese momento va a intentar atraerlos, privando así a sus enemigos, tanto musulmanes como frany, de un precioso auxiliar, ya que el sultán está decidido a poner todas las bazas de su parte en la batalla por el control de Siria. Cierto que es el virtual ganador desde que se ha apoderado de Damasco, pero el conflicto se eterniza. Esas campañas que hay que hacer contra los Estados francos, contra Alepo, contra Mosul, donde también reina un descendiente de Zangi, y contra diferentes príncipes de Yazira y de Asia Menor, son agotadoras; tanto más cuanto que tiene que ir regularmente a El Cairo para disuadir a los intrigantes y a los urdidores de complots.

La situación no se empieza a decantar hasta finales de 1181, cuando as-Saleh muere de repente, quizá envenenado, a la edad de dieciocho años. Ibn al-Atir cuenta con emoción sus últimos momentos:

Al empeorar su estado, los médicos le aconsejaron que tomara un poco de vino. Les dijo: «No lo haré antes de conocer la opinión de un doctor de la ley.» Uno de los principales ulemas acudió a su cámara y le explicó que la religión permitía el uso del vino como medicamento. As-Saleh preguntó: «¿Y pensáis realmente que si Dios ha decidido poner fin a mi vida podría cambiar de opinión al verme beber vino?» El religioso se vio obligado a decirle que no «Entonces —concluyó el moribundo— no quiero encontrarme con mi creador con un alimento prohibido en el estómago.»

Año y medio después, el 18 de junio de 1183, Saladino entra solemnemente en Alepo. A partir de ese momento, Siria y Egipto son un todo, no nominalmente, como en tiempos de Nur al-Din, sino realmente, bajo la indiscutible autoridad del soberano ayyubí. Curiosamente, el nacimiento de este poderoso Estado árabe, que los va rodeando cada vez más no hace que los frany demuestren mayor solidaridad. Antes bien, mientras que el rey de Jerusalén, horriblemente mutilado por la lepra, se hunde en la impotencia, dos clanes rivales se disputan el poder. El primero, partidario de un acuerdo con Saladino, lo dirige Raimundo, conde de Trípoli. El segundo, extremista, tiene como portavoz a Reinaldo de Chátillon, el antiguo príncipe de Antioquía.

Raimundo, que es muy moreno, tiene la nariz como un pico de águila, habla con soltura el árabe y lee con atención los textos islámicos; podría pasar por un emir sirio si su elevada estatura no revelase sus orígenes occidentales.

No había —nos dice Ibn al-Atir— entre los frany de aquella época ningún hombre más valiente ni más sabio que el señor de Trípoli. Raimundo Ibn Raimundo as-Sanyili, descendiente de Saint Gilles. Pero era muy ambicioso y deseaba ardientemente ser rey. Durante un tiempo ocupó la regencia, pero pronto se vio apartado de ella. Le quedó tal rencor que escribió a Salah al-Din, se puso a su lado y le pidió que lo ayudara a convertirse en rey de los frany. Esto alegró a Salah al-Din, que se apresuró a poner en libertad a determinado número de caballeros de Trípoli que tenían prisioneros los musulmanes.

Saladino permanece atento a estas discordias. Cuando parece que triunfa en Jerusalén la corriente «oriental» que dirige Raimundo, se vuelve conciliador. En 1184, Balduino IV ha entrado en la última fase de la lepra. Tiene los pies y las piernas fláccidos y la mirada apagada. Pero no carece de valor ni de sentido común y se fía del conde de Trípoli que se esfuerza por establecer relaciones de buena vecindad con Saladino. El viajero andaluz Ibn Yubayr, que visita Damasco aquel año, muestra su sorpresa al ver que, a pesar de la guerra, las caravanas van y vienen con facilidad de El Cairo a Damasco cruzando el territorio de los frany.
Los cristianos
—observa—
cobran a los musulmanes una tasa que se aplica sin abusos. Los comerciantes cristianos pagan, a su vez, derechos por sus mercancías cuando cruzan el territorio de los musulmanes. Se entienden a la perfección y se respeta la equidad. Los guerreros se ocupan de la guerra, pero el pueblo permanece en paz
.

Saladino no sólo no tiene prisa alguna por poner fin a esta coexistencia, sino que se muestra incluso dispuesto a ir más allá en el camino de la paz. En marzo de 1185, el rey leproso muere a los veinticinco años dejando el trono a su sobrino Balduino V, un niño de seis años, y la regencia al conde de Trípoli, que, sabiendo que necesita tiempo para consolidar su poder, se apresura a enviar emisarios a Damasco para solicitar una tregua. Saladino, que abe que está en perfectas condiciones de iniciar un combate decisivo con los occidentales, prueba, al aceptar la firma de una tregua de cuatro años, que no pretende el enfrentamiento a toda costa.

Pero, cuando muere el rey niño un año después, en agosto de 1186, todo el mundo se cuestiona el papel del agente.
La madre del pequeño monarca
—explica Ibn al-Atir—
se había enamorado de un frany que acababa de llegar de Occidente, un tal Guido. Se había casado con él y, a muerte del niño, puso la corona sobre la cabeza de su marido, hizo venir al patriarca, a los sacerdotes, a los monjes, a los Hospitalarios, a los Templarios, a los barones, les anunció que le había transmitido el poder a Guido y les hizo jurar que lo obedecerían
. Raimundo se negó y prefirió entenderse con Salah al-Din. Este Guido es el rey Guido de Lusignan, hombre guapo y totalmente insignificante, carente de cualquier capacidad política o militar, siempre dispuesto a estar de acuerdo con la opinión del último de sus interlocutores. De hecho, no es más que una marioneta en manos de los «halcones», cuyo jefe es el «brins Arnat», Reinaldo de Chátillon.

Tras su aventura chipriota y sus abusos en el norte de Siria, este último ha pasado quince años en las cárceles de Alepo antes de que lo liberara, en 1175, el hijo de Nur al-Din. La cautividad le ha agravado los defectos: más fanático, más ávido, más sanguinario que nunca, Arnat va a provocar él solo más odio entre los árabes y los frany que decenios de guerras y matanzas. Tras su liberación, no ha conseguido recuperar Antioquía, donde reina su yerno Bohemundo III. Se ha instalado, pues, en el reino de Jerusalén, donde le ha faltado tiempo para casarse con una joven viuda que le ha aportado como dote los territorios situados al este del Jordán, ante todo las poderosas fortalezas de Kerak y Shawbak. Aliado de los Templarios y de muchos caballeros que acaban de llegar, ejerce en la corte de Jerusalén una creciente influencia que sólo Raimundo consigue contrarrestar durante un tiempo. La política que pretende imponer es la de la primera invasión franca: combatir sin tregua contra los árabes, saquear y matar sin consideraciones, conquistar nuevos territorios. Para él, cualquier conciliación o compromiso es una traición; no se siente obligado por tregua alguna. ¿Qué valor tiene, por otra parte, un juramento prestado a infieles?, explica con cinismo.

En 1180, se había firmado un tratado entre Damasco y Jerusalén que garantizaba la libre circulación de bienes y hombres por la región. Unos meses después, una caravana de ricos comerciantes árabes que cruzaba el desierto de Siria en dirección a La Meca sufría el ataque de Reinaldo, que se apoderaba de la mercancía. Saladino se quejó a Balduino IV, pero éste no se atrevió a castigar a su vasallo. En el otoño de 1182 ocurría algo más grave: Arnat decidió realizar una razzia en la propia ciudad de La Meca. Se embarcó en Elat, a la sazón pequeño puerto de pesca árabe situado en el golfo de A'qaba, e hizo que lo guiaran unos piratas del Mar Rojo. La expedición descendió siguiendo la costa y atacó Yanbu, puerto de Medina, y luego Rabigh, no lejos de La Meca. Por el camino, los hombres de Reinaldo hundieron un barco de peregrinos musulmanes que se dirigía a Yidda.
A todo el mundo lo pillaba de sorpresa
—explicaba Ibn al-Atir—
pues las gentes de aquellas regiones no habían visto nunca un frany, ni comerciante ni guerrero
. Ebrios de éxito, los asaltantes se tomaron las cosas con calma y llenaron los barcos de botín. S, mientras el propio Reinaldo volvía a sus tierras, sus hombres pasaron muchos meses surcando el Mar Rojo, el hermano de Saladino, al-Adel, que gobernaba Egipto en su ausencia, armó una flota y la envió a perseguir a los saqueadores, a los que aplastó. A algunos los llevaron a La Meca para decapitarlos en público,
castigo ejemplar concluye el historiador de Mosul para aquellos que han intentado violar los santos lugares
. Evidentemente las noticias de esta insensata expedición dieron la vuelta al mundo musulmán, donde Arnat simbolizará a partir de ese momento lo más repulsivo que la imaginación pueda concebir entre los enemigos francos.

Saladino había contestado lanzando varias incursiones por el territorio de Reinaldo; pero, a pesar de su furia, sultán sabía seguir siendo magnánimo. En noviembre de 1183, por ejemplo, cuando tenía instaladas catapultas alrededor de la ciudadela de Kerak y había empezado a bombardearla con fragmentos de roca, los defensores le enviaron recado de que, en ese mismo momento, se estaban celebrando en el interior unas bodas principescas. Aunque la novia era la hijastra de Reinaldo, Saladino les pidió a los sitiados que le indicaran la residencia de los jóvenes esposos y ordenó a sus hombres que no bombardearan ese sector.

Desgraciadamente, tales gestos no valen de nada con Arnat. El prudente Raimundo lo ha neutralizado por algún tiempo pero, con la llegada, en septiembre de 1186, del rey Guido, puede dictar de nuevo su ley. Unas semanas después, ignorando la tregua que debía durar aún dos años y medio, el príncipe cae como un ave de presa sobre una importante caravana de peregrinos y mercaderes árabes que avanzaba tranquilamente por el camino de La Meca. Mata a los hombres armados y se lleva al resto de la tropa cautiva a Kerak. Cuando algunos de ellos se atreven a recordarle a Reinaldo la tregua, les dice con tono desafiante: «¡Que venga vuestro Mahoma a liberaros!» Cuando, unas semanas después, le cuenten a Saladino esas palabras, jura que matará a Arnat con sus propias manos.

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