Los últimos días de su vida los pasa, apaciblemente, en su ciudad favorita, Damasco, rodeado de los suyos. Baha al-Din no se separa de él y anota afectuosamente cada uno de sus gestos. El jueves 18 de febrero de 1193 se reúne con él en el jardín de su palacio de la alcazaba.
El sultán se había sentado a la sombra, rodeado de sus hijos más pequeños. Preguntó quién lo esperaba dentro. «Unos mensajeros francos —le contestaron— y un grupo de emires y notables.» Mandó llamar a los frany. Cuando se presentaron ante él, tenía en las rodillas a uno de sus hijos pequeños, el emir Abu-Bakr, al que quería mucho. Al ver el aspecto de los frany, con sus rostros lampiños, su corte de pelo, sus extrañas ropas, el niño se asustó y se puso a llorar. El sultán se disculpó con los frany y dio por terminada la entrevista sin haber escuchado lo que querían comunicarle. Luego me dijo: «¿Has comido algo hoy?» Era su forma de invitar a alguien. Añadió: «¡Que nos traigan algo de comer!» Nos sirvieron arroz con leche cuajada y otros platos, todos igual de ligeros, y comió. Ello me tranquilizó, pues pensaba que había perdido por completo el apetito. Desde hacía algún tiempo se notaba pesado y no podía llevarse nada a la boca. Se movía con dificultad y se disculpaba por ello ante la gente.
Aquel jueves, Saladino se siente lo bastante en forma como para ir a caballo a recibir a una caravana de peregrinos que volvían de La Meca. Pero, dos días después, ya no consigue levantarse. Poco a poco se ha ido sumiendo en un estado de letargo. Los momentos en que está consciente son cada vez más escasos. Como la nueva de su enfermedad ha corrido por la ciudad, los damascenos temen que ésta se suma pronto en la anarquía.
Se retiraron las telas de los zocos por miedo al saqueo. Y, todas las noches, cuando me apartaba de la cabecera del sultán para volver a mi casa, las gentes se arremolinaban por donde yo pasaba para intentar averiguar, por mi expresión, si lo inevitable se había producido ya.
Al caer la tarde del 2 de marzo, la habitación del enfermo se ve invadida por las mujeres del palacio, que no consiguen contener las lágrimas. El estado de Saladino es tan crítico que su hijo mayor, al-Afdal, le pide a Baha al-Din, así como a otro colaborador del sultán, el cadí al-Fadil, que pasen la noche en la alcazaba. «Sería una imprudencia —responde el cadí— pues si las gentes de la ciudad no nos vieran salir, se imaginarían lo peor y podría haber saqueos.» Para velar al enfermo, mandan venir a un jeque que vive dentro de la alcazaba.
Éste leía versículos del Corán, hablaba de Dios y del más allá, mientras el sultán yacía inconsciente. Cuando volví a la mañana siguiente, ya había muerto, ¡Dios tenga misericordia de él! Me han contado que cuando el jeque leyó el versículo que dice: «No hay más divinidad que Dios y a él me encomiendo», el sultán sonrió, se le iluminó el rostro y luego entregó el alma.
Nada más saberse la noticia de su muerte, muchos damascenos se dirigen hacia la alcazaba, pero los guardias no los dejan pasar. Sólo se autoriza a los grandes emires y a los principales ulemas a darle el pésame a al-Afdal, hijo mayor del difunto sultán, que está sentado en uno de los salones del palacio. Se invita a los poetas y a los oradores a que permanezcan en silencio. Los hijos más pequeños de Saladino salen a la calle y se mezclan, sollozando, con la muchedumbre.
Estas escenas insoportables —cuenta Baha al-Din— siguieron hasta después de la oración del mediodía. Se procedió entonces a lavar el cuerpo y a vestirlo con el sudario; hubo que pedir prestados todos los productos que para ello se utilizaron, pues el sultán no tenía nada suyo. Aunque me invitaron a la ceremonia del lavado, que realizó el teólogo al-Dawlahi, no tuve valor para asistir. Tras la oración del mediodía, llevaron el cuerpo fuera, dentro de un féretro envuelto en una sábana. Al ver el cortejo fúnebre, la muchedumbre comenzó a lanzar lamentos. Luego, grupo tras grupo, vinieron a orar ante sus restos; entonces transportaron al sultán hacia los jardines del palacio, allí donde lo habían atendido durante su enfermedad, y luego lo sepultaron en el pabellón occidental. Le enterraron a la hora de la oración de la tarde. ¡Que Dios santifique su alma e ilumine su tumba!
El justo y el perfecto
Como pasa con todos los grandes dirigentes musulmanes de su época, el inmediato sucesor de Saladino es la guerra civil. En cuanto él desaparece, se despedaza el imperio. Uno de sus hijos se queda con Egipto, otro con Damasco y un tercero con Alepo. Afortunadamente, la mayor parte de sus diecisiete hijos varones, así como su única hija, son demasiado jóvenes para entrar en liza, lo que limita algo el desmembramiento. Pero el sultán deja también dos hermanos y varios sobrinos, todos los cuales quieren su parte de la herencia y, si fuera posible, la herencia entera. Serán necesarios cerca de nueve años de combates, alianzas, traiciones y asesinatos para que el imperio ayyubí obedezca de nuevo a un solo jefe: al-Adel, el justo, el hábil negociador que ha estado a punto de convertirse en cuñado de Ricardo Corazón de León.
Saladino desconfiaba un poco de su hermano menor, que hablaba demasiado bien y era demasiado intrigante, demasiado ambicioso y exageradamente complaciente con los occidentales. Le había confiado, por tanto, un feudo de poca importancia: los castillos arrebatados a Reinaldo de Chátillon en la orilla este del Jordán. Desde aquel territorio árido y casi deshabitado, pensaba el sultán, nunca podría aspirar a dirigir el imperio; esto se debía a que no lo conocía. En julio de 1196, al-Adel le arrebata Damasco a al-Afdal. El hijo de Saladino, que contaba veintiséis años, se había mostrado totalmente incapaz de gobernar. Le dejaba el poder efectivo a su visir, Diya al-Din Ibn al-Atir, hermano del historiador, y se entregaba al alcohol y a los placeres del harén. Su tío se libra de él aprovechando un complot y lo exilia a la vecina fortaleza de Saljad, donde al-Afdal, consumido de remordimiento, promete abandonar su vida disoluta para consagrarse a la oración y a la meditación. En noviembre de 1198, otro hijo de Saladino, al-Aziz, señor de Egipto, se mata al caer del caballo durante una cacería de lobos cerca de las Pirámides. Al-Afdal no resiste la tentación de salir de su retiro para suceder a su hermano, pero a su tío no le cuesta ningún trabajo arrebatarle su nueva posición y devolverlo a su vida de recluso. A partir de 1202, al-Adel es, a los cincuenta y siete años, el dueño indiscutible del imperio ayyubí.
No tiene ni el carisma ni el genio de su ilustre hermano, pero es mejor administrador. El mundo árabe vive, bajo su égida, una era de paz, de prosperidad y de tolerancia. Creyendo que la guerra santa ya no tiene razón de ser tras la recuperación de Jerusalén y el debilitamiento de los frany, el nuevo sultán adopta respecto a estos últimos una política de coexistencia y de intercambios comerciales; fomenta incluso la instalación en Egipto de varios cientos de mercaderes italianos. En el frente franco-árabe va a reinar, durante varios años, un período de calma sin precedentes.
Al principio, al estar los ayyubíes absortos en sus querellas, los frany han intentado poner algo de orden en su territorio gravemente mermado. Antes de abandonar Oriente, Ricardo le ha confiado el reino de Jerusalén, cuya capital es ahora Acre, a uno de sus sobrinos, «alcond-Herri», el conde Enrique de Champaña. En cuanto a Guido de Lusignan, desacreditado tras la derrota de Hattina, se le exilia con todos los honores y se convierte en rey de Chipre, donde va a reinar su dinastía durante cuatro siglos. Para compensar la debilidad de su Estado, Enrique de Champaña intenta aliarse con los asesinos. Va en persona a una de sus fortalezas, al-Kahf, para reunirse con su gran maestre. Sinan, el viejo de la montaña, ha muerto poco antes, pero su sucesor ejerce sobre la secta la misma autoridad absoluta. Para probárselo a su visitante franco, ordena a dos adeptos que se arrojen desde lo alto de las murallas, cosa que hacen sin vacilar un instante —el gran maestre está incluso dispuesto a seguir con la escabechina, pero Enrique le suplica que concluya. Se llega a una alianza. Para honrar a su invitado, los asesinos le preguntan si no tiene que encargarles que maten a alguien. Enrique les da las gracias y les promete recurrir a sus servicios si se presenta la ocasión. Por ironías del destino, poco después de haber asistido a esta escena, el 10 de septiembre de 1197, muere el sobrino de Ricardo al caerse accidentalmente por una ventana de su palacio de Acre.
Durante las semanas que siguen a esta desaparición se producen los únicos enfrentamientos serios que marcan este período. Unos fanáticos peregrinos alemanes se apoderan de Saida y de Beirut antes de que los corten en pedazos cuando se encaminan a Jerusalén, mientras que, al mismo tiempo, al-Adel está recuperando Jaffa. Sin embargo, el 1 de julio de 1198, se firma una nueva tregua de cinco años y ocho meses de duración, tregua que el hermano de Saladino aprovecha para consolidar su poder.
Como experto hombre de Estado, sabe que ya no basta con entenderse con los frany del litoral para evitar una nueva invasión, sino que a quien hay que dirigirse es al propio Occidente. ¿Acaso no sería oportuno utilizar sus buenas relaciones con los mercaderes italianos para convencerlos de que no vuelvan a lanzar sobre Egipto y Siria oleadas de guerreros incontrolados?
En 1202 recomienda a su hijo al-Kamel, «el Perfecto», virrey de Egipto, que entable conversaciones con la serenísima república de Venecia, principal potencia marítima del Mediterráneo. Como ambos Estados hablan el lenguaje del pragmatismo y de los intereses comerciales, se llega rápidamente a un acuerdo. Al-Kamel garantiza a los venecianos el acceso a los puertos del delta del Nilo, como Alejandría y Damieta, y les ofrece toda la protección y la asistencia necesarias; a cambio, la República de los dux se compromete a no apoyar ninguna expedición occidental contra Egipto. Los italianos, que, con la promesa de una fuerte suma, acaban de firmar con un grupo de príncipes occidentales un acuerdo que prevé precisamente el transporte de casi treinta y cinco mil guerreros francos hacia Egipto, prefieren guardar en secreto este tratado. Como hábiles negociadores que son, los venecianos están decididos a no romper ninguno de sus compromisos.
Cuando los caballeros llegan a la ciudad del Adriático dispuestos a embarcarse, los recibe calurosamente el dux Dándolo. Era —nos dice Ibn al-Atir— un hombre muy anciano y ciego y, cuando montaba a caballo, necesitaba que un escudero le guiase la cabalgadura. A pesar de la edad y la ceguera, Dándolo anuncia su intención de participar personalmente en la expedición bajo el estandarte de la cruz. Sin embargo, antes de partir, exige a los caballeros la suma convenida, y cuando éstos solicitan que se retrase el pago, sólo acepta a condición de que la expedición comience con la ocupación del puerto de Zara que desde hace unos años compite con Venecia en el Adriático. Los caballeros se resignan a ello no sin vacilaciones, ya que Zara es una ciudad cristiana que pertenece al rey de Hungría, fiel servidor de Roma, pero no les queda elección: el dux exige ese pequeño favor o el pago inmediato de la suma prometida. Por tanto, en noviembre de 1202, atacan Zara y la saquean.
Pero los venecianos aspiran a más. Ahora intentan convencer a los jefes de la expedición de que den un rodeo por Constantinopla para instalar en el trono imperial a un joven príncipe favorable a los occidentales. Evidentemente, el objetivo final del dux es proporcionar a su república el control del Mediterráneo, pero los argumentos que alega son hábiles. Sirviéndose de la desconfianza de los caballeros hacia los «herejes» griegos, haciendo relucir ante ellos los inmensos tesoros de Bizancio, explicándoles a los jefes que el control de la ciudad de los rum les permitirá lanzar ataques más eficaces contra los musulmanes, los venecianos consiguen salirse con la suya. En junio de 1203, la flota veneciana llega ante Constantinopla.
El rey de los rum huyó sin combatir —cuenta Ibn al-Atir— y los frany instalaron a su joven candidato en el trono. Pero del poder sólo tenía el nombre, pues todas las decisiones las tomaban los frany. Impusieron a las gentes pesados tributos y cuando no pudieron pagar cogieron todo el oro y las joyas, incluso lo que había sobre las cruces y las imágenes del Mesías, ¡la paz sea con él! Entonces los rum se rebelaron, mataron al joven monarca y luego, expulsando a los frany de la ciudad, atrancaron las puertas. Como tenían pocas fuerzas, le mandaron un mensajero a Suleiman, hijo de Kiliy Arslan, señor de Konya, para que viniera a ayudarlos. Pero no fue capaz de ello.
Efectivamente, los rum no estaban en condiciones de defenderse. No sólo su ejército estaba formado en gran parte por mercenarios francos, sino que numerosos agentes venecianos actuaban contra ellos desde el interior mismo de las murallas. En abril de 1204, tras una semana escasa de combate, se produjo la invasión de la ciudad que, durante dos días, fue víctima de saqueos y matanzas. Se robaban o destruían iconos, imágenes, libros, innumerables objetos de arte testimonios de las civilizaciones griega y bizantina, y se degollaba a miles de habitantes.
Mataron o despojaron de sus pertenencias a todos los rum —cuenta el historiador de Mosul—. Algunos de sus notables intentaron refugiarse en la gran iglesia que llaman Sofía, perseguidos por los frany. Un grupo de sacerdotes y de monjes salieron entonces, llevando cruces y evangelios, para suplicar a los atacantes que respetasen sus vidas, pero los frany no atendieron sus ruegos: los mataron a todos y luego saquearon la iglesia.
Se cuenta también que una prostituta que había venido con la expedición franca se sentó en el trono del patriarca entonando canciones subidas de tono mientras que unos soldados borrachos violaban a las monjas griegas en los vecinos monasterios. Tras el saco de Constantinopla, uno de los hechos más degradantes de la historia, se entronizó, como ha dicho Ibn al-Atir, a un emperador latino de Oriente, Balduino de Flandes, cuya autoridad, como es lógico, jamás reconocerán los rum. Las supervivientes de la corte imperial irán a instalarse a Nicea, que se convertirá en la capital provisional del imperio griego hasta la nueva toma de Bizancio, cincuenta y siete años después.
Lejos de reforzar los asentamientos francos en Siria, la insensata expedición de Constantinopla les asesta un duro golpe. En efecto, para todos estos caballeros que, en gran número, vienen a buscar fortuna a Oriente, la tierra griega ofrece ahora mejores perspectivas. Hay feudos de los que apoderarse, riquezas que atesorar, mientras que la estrecha franja costera de los alrededores de Acre, Trípoli o Antioquía no presenta atractivo alguno para los aventureros. A corto plazo, el hecho de que la expedición se haya desviado priva a los frany de Siria de los refuerzos que les habrían permitido intentar una nueva operación contra Jerusalén y los obliga a pedir al sultán, en 1204, la renovación de la tregua. Al-Adel acepta por un período de seis años. Aunque ahora está en la cumbre de su poder, el hermano de Saladino no tiene intención alguna de lanzarse a una empresa de reconquista. La presencia de los frany en la costa no lo molesta en absoluto.