Habían instalado una enorme cuba llena de agua. Al joven sospechoso, lo ataron, lo colgaron por los omóplatos de una cuerda y lo arrojaron a la cuba. Si era inocente, decían, se hundiría con el agua y lo sacarían tirando de esa cuerda. Si era culpable, no conseguiría hundirse en el agua. El desdichado, cuando lo echaron a la cuba, se esforzó por llegar hasta el fondo, pero no lo consiguió y hubo de someterse a los rigores de su ley. ¡Dios los maldiga! Le pasaron entonces por los ojos un punzón de plata al rojo y lo cegaron.
La opinión del emir sirio sobre los «bárbaros» sigue siendo prácticamente la misma cuando habla de sus conocimientos. En el siglo XII los frany están muy atrasados en relación con los árabes en todos los campos científicos y técnicos. Pero es en medicina donde la diferencia es mayor entre el Oriente desarrollado y el Occidente primitivo. Usama observa la disparidad:
Un día —cuenta—, el gobernador franco de Muneitra, en el monte Líbano, escribió a su tío Sultán, emir de Shayzar, para rogarle que le enviara un médico para tratar algunos casos urgentes. Mi tío escogió a un médico cristiano de nuestra tierra llamado Thabet. Éste sólo se ausentó unos días y luego regresó entre nosotros. Todos sentíamos gran curiosidad por saber cómo había podido conseguir tan pronto la curación de los enfermos y lo acosamos a preguntas. Thabet contestó: «Han traído a mi presencia a un caballero que tenía un absceso en la pierna y a una mujer que padecía de consunción. Le puse un emplasto al caballero; el tumor se abrió y mejoró. A la mujer le prescribí una dieta para refrescarle el temperamento. Pero llegó entonces un médico franco y dijo: "¡Este hombre no sabe tratarlos!" Y, dirigiéndose al caballero, le preguntó: "¿Qué prefieres, vivir con una sola pierna o morir con las dos?" Como el paciente contestó que prefería vivir con una sola pierna, el médico ordenó: "Traedme un caballero fuerte con un hacha bien afilada." Pronto vi llegar al caballero con el hacha. El médico franco colocó la pierna en un tajo de madera, diciéndole al que acababa de llegar: "¡Dale un buen hachazo para cortársela de un tajo!" Ante mi vista, el hombre le asestó a la pierna un primer hachazo y, luego, como la pierna seguía unida, le dio un segundo tajo. La médula de la pierna salió fuera y el herido murió en el acto. En cuanto a la mujer, el médico franco la examinó y dijo: "Tiene un demonio en la cabeza que está enamorado de ella. ¡Cortadle el pelo!" Se lo cortaron. La mujer volvió a empezar entonces a tomar las comidas de los francos con ajo y mostaza, lo que le agravó la consunción. "Eso quiere decir que se le ha metido el demonio en la cabeza", afirmó el médico. Y, tomando una navaja barbera, le hizo una incisión en forma de cruz, dejó al descubierto el hueso de la cabeza y lo frotó con sal. La mujer murió en el acto. Entonces, yo pregunté: "¿Ya no me necesitáis?" Me dijeron que no y regresé tras haber aprendido muchas cosas que ignoraba sobre la medicina de los frany».
Si Usama se escandaliza ante la ignorancia de los occidentales, lo hace aún más ante sus costumbres: «¡Los frany —exclama— no tienen sentido del honor! Si uno de ellos sale a la calle con su esposa y se encuentra con otro hombre, éste coge a la mujer por la mano y la lleva aparte para hablar con ella mientras el marido se aleja un poco para esperar que ella acabe la conversación. ¡Si se prolonga demasiado, la deja con su interlocutor y se va!» Tales hechos conturban al emir: «Pensad un poco en esta contradicción. ¡Esa gente no tiene celos ni sentido del honor, siendo como es tan valerosa! ¡El valor, sin embargo, no proviene sino del sentido del honor y del desprecio por lo que está mal!»
Cuanto más aprende acerca de ellos, peor idea se forma Usama de los occidentales. Lo único que admira son sus cualidades guerreras. En consecuencia, se comprende que el día en que uno de los «amigos» que se ha hecho entre ellos, un caballero del ejército del rey Foulques, le propone llevarse a su hijo, aún joven, a Europa para iniciarlo en las reglas de la caballería, el emir declina cortésmente la invitación, diciéndose para sus adentros que preferiría que su hijo fuera «a la cárcel que al país de los frany». Con estos extranjeros sólo se puede confraternizar dentro de ciertos límites. Además, pronto se verá que esa famosa colaboración entre Damasco y Jerusalén, que le ha proporcionado a Usama la inesperada oportunidad de conocer mejor a los occidentales, es un breve intermedio. Un acontecimiento espectacular va a reactivar en seguida la guerra a ultranza contra el ocupante: el sábado 23 de diciembre de 1144, la ciudad de Edesa, capital del más antiguo de los cuatro Estados francos de Oriente, ha caído en manos del atabeg Imad al-Din Zangi.
Si la caída de Jerusalén, en julio de 1099, ha marcado el final de la invasión franca y la de Tiro, en julio de 1124, el término de la fase de ocupación, la reconquista de Edesa perdurará en la historia como la culminación de la reacción árabe ante los invasores y el comienzo de la larga marcha hacia la victoria.
Nadie preveía que la ocupación iba a ponerse en tela de juicio de modo tan manifiesto. Es cierto que Edesa no era más que un puesto avanzado de la presencia franca, pero sus condes habían logrado integrarse plenamente en el juego político local y el último señor occidental de esta ciudad de mayoría armenia era Jocelin II, un hombre bajo, barbudo, de nariz prominente, ojos saltones y cuerpo desproporcionado, que jamás había brillado por su valor ni por su sabiduría. Pero sus súbditos le tenían aprecio, sobre todo porque su madre era armenia, y la situación de su feudo no parecía en modo alguno crítica. Sus vecinos y él realizaban, por turno, en terreno contrario, mutuas y rutinarias razzias que solían terminar en treguas.
Pero, bruscamente, en este otoño de 1144, cambia la situación. Mediante una hábil maniobra militar, Zangi pone fin a medio siglo de dominación franca en esta parte de Oriente, consiguiendo una victoria que va a hacer reaccionar a poderosos y humildes, desde Persia hasta el lejano país de los «alman», y que preludia una nueva invasión dirigida por los más importantes reyes de los frany.
El relato más conmovedor de la conquista de Edesa es el que hace un testigo ocular, el obispo sirio Abul-Faray Basilio, que se ha visto mezclado directamente en los acontecimientos. Su actitud durante la batalla es un buen ejemplo del drama de las comunidades cristianas orientales a las que pertenece. Al ver atacada su ciudad, Abul-Faray participa activamente en su defensa pero, al propio tiempo, sus simpatías se dirigen más al ejército musulmán que a sus «protectores» occidentales, a los que no tiene excesiva estima.
El conde Jocelin —cuenta— había salido a rapiñar por las orillas del Éufrates. Zangi se enteró, y el 30 de noviembre estaba ante los muros de Edesa. Sus tropas eran tan numerosas como las estrellas del cielo. Llenaron todas las tierras que rodean la ciudad, levantaron tiendas por doquier y el atabeg puso la suya al norte de la ciudad, frente a la puerta de las Horas, en lo alto de una colina que dominaba la iglesia de los Confesores.
Aunque situada en un valle, Edesa era difícil de tomar, pues su poderosa muralla triangular se hallaba sólidamente imbricada en las colinas circundantes. Pero —explica Abul-Faray—
Jocelin no había dejado tropas. No había más que zapateros, tejedores, comerciantes de sedas, sastres, sacerdotes
. La defensa quedará, pues, en manos del obispo franco de la ciudad, asistido por un prelado armenio y el propio cronista, partidario, sin embargo, de un arreglo con el atabeg.
Zangi —cuenta— dirigía constantemente a los sitiados propuestas de paz, diciéndoles: «¡Desdichados! Ya veis que no queda esperanza. ¿Qué queréis? ¿Qué esperáis? ¡Tened piedad de vosotros mismos, de vuestros hijos, de vuestras mujeres, de vuestras casas! ¡No dejéis que vuestra ciudad quede devastada y privada de habitantes!» Pero no había en la ciudad ningún jefe capaz de imponer su voluntad. Contestaban estúpidamente a Zangi con baladronadas e insultos.
Viendo que los zapadores empezaban a excavar bajo las murallas, Abul-Faray sugiere escribir una carta a Zangi para proponer una tregua, a la cual da conformidad el obispo franco. «Se escribió la carta y se leyó al pueblo, pero un hombre insensato, un comerciante de seda, alargó la mano, se apoderó de la carta violentamente y la rompió.» Sin embargo, Zangi no dejaba de repetir: «Si deseáis una tregua de unos días, os la concederemos para ver si conseguís ayuda. ¡Si no, rendíos y vivid!»
Pero no llega ningún auxilio. Aunque se ha enterado en seguida de la ofensiva contra su capital, Jocelin no se atreve a medirse con las fuerzas del atabeg. Prefiere instalarse en Tell Basher, a la espera de que acudan en su ayuda tropas de Antioquía o de Jerusalén.
Los turcos habían arrancado los cimientos de la muralla septentrional y, en su lugar, habían puesto leña, vigas y troncos en abundancia. Había rellenado los intersticios de nafta, de grasa y de azufre para que se inflamara con mayor facilidad el brasero y se derrumbara la muralla. Entonces, a una orden de Zangi, le prendieron fuego. Los heraldos de su campo gritaron que se dispusieran al combate, llamando a los soldados a introducirse por la brecha en cuanto hubiera caído el muro, prometiéndoles dejar en sus manos la ciudad para que la saquearan durante tres días. El fuego prendió en la nafta y el azufre e inflamó la leña y la grasa derretida. El viento soplaba del norte y llevaba el humo hacia los defensores. A pesar de su solidez, la muralla se tambaleó y, a continuación, se derrumbó. Tras haber perdido a muchos de los suyos en la brecha, los turcos entraron en la ciudad y empezaron a matar a los habitantes indiscriminadamente; aquel día perecieron unos seis mil. Las mujeres, los niños y los jóvenes se precipitaron hacia la ciudadela alta para escapar a la matanza. Hallaron la puerta cerrada por el obispo que les había dicho a los guardias: «Si no veis mi rostro, no abráis la puerta!» Así, los grupos subían, unos tras otros, y se pisoteaban entre sí. Lamentable y horripilante espectáculo: atropellados, asfixiados, convertidos en una masa compacta, perecieron atrozmente unos cinco mil y quizá más.
Sin embargo, será Zangi quien intervenga personalmente para detener la carnicería, antes de enviar a su principal lugarteniente a entrevistarse con Abul-Faray. «Venerable —dijo éste—, deseamos que nos jures sobre la Cruz y sobre el Evangelio que tú y tu comunidad nos seréis fieles. Sabes muy bien que esta ciudad, durante los doscientos años que la gobernaron los árabes, fue floreciente como una metrópoli. Hoy hace cincuenta años que la ocuparon los frany y ya la han arruinado. Nuestro señor, Imad al-Din Zangi, está dispuesto a trataros bien. Vivid en paz y en seguridad bajo su autoridad y rezad por su vida.»
De hecho —prosigue Abul-Faray—, hicieron salir de la ciudadela a los sirios y a los armenios y todos volvieron a sus casas sin que los importunaran. A los frany, en cambio, les quitaron cuanto tenían, el oro, la plata, los vasos sagrados, los cálices, las patenas, las cruces ornamentales y gran cantidad de alhajas. Pusieron aparte a los sacerdotes, a los nobles y a los notables y los despojaron de sus vestiduras antes de mandarlos, cargados de cadenas, a Alepo. De los demás, tomaron a los artesanos, a los que Zangi mantuvo junto a él como prisioneros para que cada cual trabajara en su oficio. A todos los demás frany, unos cien hombres, los ejecutaron.
En cuanto se conoce la noticia de la reconquista de Edesa, el mundo árabe se llena de entusiasmo. Se le atribuyen a Zangi los más ambiciosos proyectos. Los refugiados de Palestina y de las ciudades costeras, que abundan en el séquito del atabeg, empiezan a hablar ya de reconquistar Jerusalén, un objetivo que pronto se convertirá en el símbolo de la resistencia a los frany.
El califa se ha apresurado a conceder al héroe del momento prestigiosos títulos: al-malek al-mansur, «el rey victorioso», zain-el-islam, «ornamento del Islam», nasir amir al-muninin, «sostén del príncipe de los creyentes». Como todos los dirigentes de la época, Zangi alinea con orgullo sus sobrenombres, símbolos de su poder. En una nota sutilmente satírica, Ibn al-Qalanisi se disculpa ante sus lectores por haber escrito en su crónica «el sultán Fulano de Tal», «el emir» o «el atabeg», sin añadir los títulos completos. Pues, explica, desde el siglo X hay tal inflación de sobrenombres honoríficos que su relato se habría tornado ilegible si hubiera querido citarlos todos. Añorando discretamente los tiempos de los primeros califas que se conformaban con el título, soberbio dentro de su sencillez, de «príncipe de los creyentes», el cronista de Damasco cita varios ejemplos para ilustrar lo que dice y, entre ellos, precisamente el de Zangi. Ibn al-Qalanisi recuerda que, cada vez que menciona al atabeg, debería escribir textualmente:
El emir, el general, el grande, el justo, el ayudante de Dios, el triunfador, el único, el pilar de la religión, la piedra angular del Islam, el ornamento del Islam, el protector de las criaturas, el asociado de la dinastía, el auxiliar de la doctrina, la grandeza de la nación, el honor de los reyes, el apoyo de los sultanes, el vencedor de los infieles, de los rebeldes y de los ateos, el jefe de los ejércitos musulmanes, el rey victorioso, el rey de los príncipes, el sol de los méritos, el emir de los dos Irak y de Siria, el conquistador de Irán, Bahlawan Yihan Alp Inasay Kotlogh Toghrulbeg atabeg Abu-Said Zangi Ibn Aq Sonqor, sostén del príncipe de los creyentes.
Además de ser muy pomposos, de lo que el cronista de Damasco se ríe irreverentemente, esos títulos son fiel reflejo del lugar preponderante que Zangi ocupa en el mundo árabe. Los frany tiemblan ante la sola mención de su nombre. Su desconcierto es tanto mayor cuanto que el rey Foulques ha muerto poco antes de la caída de Edesa, dejando dos hijos menores de edad. Su mujer, que desempeña el cargo de regente, se ha apresurado a enviar emisarios al país de los frany para llevar las noticias del desastre que acaba de sufrir su pueblo.
Hicieron entonces en todos sus territorios
—dice Ibn al-Qalanisi—
llamamientos para que la gente corriera al asalto de la tierra del Islam
.
Como para confirmar los temores de los occidentales, Zangi regresa a Siria tras su victoria, haciendo correr la voz de que está preparando una ofensiva de gran envergadura contra las principales ciudades en poder de los frany. Al principio, tales proyectos reciben una acogida entusiasta en las ciudades sirias. Pero, poco a poco, los damascenos empiezan a preguntarse por las auténticas intenciones del atabeg, que se ha instalado en Baalbek, como hizo ya en 1139, para construir gran cantidad de máquinas de sitio. ¿No será a los propios damascenos a quienes tiene la intención de atacar con el pretexto del yihad?