Las cruzadas vistas por los árabes (17 page)

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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: Las cruzadas vistas por los árabes
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Hasan envía a Siria a un predicador persa, un enigmático «médico-astrólogo» que se afinca en Alepo y consigue ganar la confianza de Ridwan. Los adeptos empiezan a afluir hacia la ciudad, a predicar su doctrina, a constituir células. Para conservar la amistad del rey selyúcida, no les repugna hacerle pequeños favores, sobre todo asesinando a cierto número de sus adversarios políticos. A la muerte del «médico-astrólogo», en 1103, la secta envía inmediatamente a la corte de Ridwan a un nuevo consejero persa, Abu-Taher, el orfebre. Muy pronto, su influencia es más aplastante aún que la de su predecesor. Ridwan vive enteramente dominado por él y, según Kamal al-Din, ningún habitante de Alepo puede conseguir el menor favor del monarca o resolver un problema de administración sin pasar por uno de los innumerables sectarios infiltrados en los círculos allegados al rey.

Pero a los asesinos se los detesta precisamente porque son poderosos. Ibn al-Jashab, en particular, exige continuamente que se ponga fin a sus actividades. Les reprocha no sólo su tráfico de influencias sino también, y sobre todo, la simpatía que manifiestan por los invasores occidentales. Por paradójica que sea, esta acusación está pleíamente justificada. A la llegada de los frany, a los asesinos, que apenas están empezando a implantarse en Siria, los llaman los «batiníes», «los que se adhieren a una creencia distinta de la que profesan en público»; apelación que da a entender que los adeptos sólo son musulmanes en apariencia. Los chiitas, como Ibn al-Jashab, no sienten simpatía alguna por los discípulos de Hasan a causa de su ruptura con el califato fatimita que sigue siendo, a pesar de su debilitamiento, el protector oficial de los chiitas del mundo árabe.

Detestados y perseguidos por todos los musulmanes, los asesinos se alegran, en consecuencia, de ver llegar un ejército cristiano que inflige derrota tras derrota tanto a los selyúcidas como a al-Afdal, autor de la muerte de Nizar. No cabe la menor duda de que la actitud excesivamente conciliadora de Ridwan para con los occidentales se debía, en gran parte, a los consejos de los batiníes.

A ojos de Ibn al-Jashab, la convivencia entre los asesinos y los frany equivale a una traición, por lo que actúa en consecuencia. Durante las matanzas que tienen lugar tras la muerte de Ridwan, a finales de 1113, se persigue a los batiníes de calle en calle, de casa en casa. A algunos los lincha la muchedumbre, a otros los arrojan desde lo alto de las murallas. De ese modo perecen cerca de doscientos miembros de la secta, entre ellos Abu-Taher, el orfebre.
Sin embargo
—indica Ibn al-Qalanisi—
consiguieron escapar algunos que se refugiaron entre los frany o se dispersaron por la región
.

A pesar de que Ibn al-Jashab ha arrebatado a los asesinos su principal bastión en Siria, la asombrosa carrera de éstos no ha hecho más que empezar. La secta escarmienta con el fracaso y cambia de táctica. El nuevo enviado de Hasan en Siria, un propagandista persa llamado Bahram, decide suspender provisionalmente cualquier tipo de acción espectacular y volver a un trabajo minucioso y discreto de organización e infiltración.

Bahram —cuenta el cronista de Damasco— vivía en el mayor secreto y el mayor retiro, cambiaba de disfraz y de atavío de forma tal que deambulaba por las ciudades y las plazas fuertes sin que nadie sospechara su identidad.

Al cabo de unos años, dispone de una red lo bastante poderosa como para pensar en salir de la clandestinidad. Muy oportunamente, encuentra un excelente protector para sustituir a Ridwan.

Un día —dice Ibn al-Qalanisi—, llegó Bahram a Damasco, donde el atabeg Toghtekin lo recibió muy bien por precaución contra su maldad y la de su banda. Le dieron muestras de la mayor consideración y le garantizaron una celosa protección. El segundo personaje de la metrópoli siria, el visir Tahir al-Mazdaghani, se entendió con Bahram, aunque no pertenecía a su secta y le ayudó a tender por todas partes las trampas de su maldad.

De hecho, a pesar del fallecimiento de Hasan as-Sabbah en su guarida de Alamut en 1124, la actividad de los asesinos se ha recrudecido. El asesinato de Ibn al-Jashab no es un acto aislado. Un año antes, otro de los primeros «resistentes con turbante» caía bajo sus golpes. Todos los cronistas relatan su asesinato con solemnidad, pues el hombre que había dirigido en agosto de 1099 la primera manifestación de ira contra la invasión franca se había convertido desde entonces en una de las más altas autoridades religiosas del mundo musulmán. Anunciaron desde Irak que al cadí de los cadíes de Bagdad, esplendor del Islam, Abu-Saad al-Harawi, lo habían atacado unos batiníes en la mezquita mayor de Hamadhan. Lo mataron a puñaladas y, luego, huyeron en el acto sin dejar indicios o huellas y sin que nadie los persiguiera, pues les tenían mucho miedo. El crimen provocó una fuerte indignación en Damasco, donde al-Harawi había vivido muchos años. Sobre todo en los ambientes religiosos la actividad de los asesinos suscitó una actividad creciente. Los mejores entre los creyentes tenían el corazón en un puño, pero se abstenían de hablar pues los batiníes habían empezado a matar a quienes se le resistían y a apoyar a quienes aprobaban sus desvaríos. ¡Nadie se atrevía ya a censurarlos en público, ni emires, ni visires, ni sultanes!

Tal terror está justificado. El 26 de noviembre de 1126, al-Borsoki, el poderoso señor de Alepo y de Mosul, es víctima, a su vez, de la terrible venganza de los asesinos.

Y sin embargo —se asombra Ibn al-Qalanisi—, el emir estaba en guardia. Llevaba una cota de malla en la que no podían penetrar la punta del sable ni la hoja del puñal y se rodeaba de soldados armados hasta los dientes. Pero cuando el destino tiene que cumplirse, no se puede evitar. Al-Borsoki había ido, como solía, a la mezquita mayor de Mosul a cumplir con el precepto de los viernes. Allí estaban los malvados, vestidos a la usanza de los sufíes, orando en un rincón sin despertar sospechas. De repente se abalanzaron sobre él y le asestaron varios golpes sin conseguir atravesar la cota de mallas. Cuando los batiníes vieron que los puñales no hacían mella en el emir, uno de ellos gritó: «¡Dadle arriba, en la cabeza!» Con los puñales le alcanzaron la garganta y lo acribillaron de heridas. Al-Borsoki murió como un mártir y a los que lo habían matado los ejecutaron.

Nunca ha sido tan seria la amenaza de los asesinos. Ya no se trata de una simple empresa de hostigamiento, sino de una auténtica lepra que carcome el mundo árabe en un momento en que necesita toda su energía para hacer frente a la ocupación franca. Además, la serie negra continúa. Unos meses después de la desaparición de al-Borsoki, su hijo, que acaba de sucederlo, muere asesinado. En Alepo, cuatro emires rivales se disputan entonces el poder y ya no está allí Ibn al-Jashab para mantener un mínimo de cohesión. En el otoño de 1127, mientras en la ciudad reina la anarquía, reaparecen los frany ante los muros. Antioquía tiene un nuevo príncipe, el joven hijo del gran Bohemundo, un gigante rubio de dieciocho años que acaba de llegar de su país para tomar posesión de la herencia familiar. Se llama como su padre y, sobre todo, tiene su mismo carácter impetuoso. Los de Alepo se apresuran a pagarle el tributo y los más derrotistas ven ya en él el futuro conquistador de su ciudad.

En Damasco, la situación no es menos dramática. El atabeg Toghtekin, que va envejeciendo y está enfermo, no ejerce ya control alguno sobre los asesinos. Éstos tienen su propia milicia armada, la administración está en sus manos y el visir al-Mazdaghani, que es totalmente partidario de ellos, mantiene estrechas relaciones con Jerusalén. Por su parte, Balduino II ya no oculta su intención de coronar su carrera tomando la metrópoli siria. Parece que lo único que impide aún a los asesinos entregar la ciudad a los frany es la presencia del anciano Toghtekin. Pero la tregua va a ser corta; a comienzos de 1128, el atabeg empieza a adelgazar rápidamente y ya no puede ni levantarse. A su cabecera, las intrigas se multiplican. Tras haber designado a su hijo Buri como sucesor, expira el 12 de febrero. Los damascenos ya están convencidos de que a caída de la ciudad es sólo cuestión de tiempo.

Evocando, un siglo después, este período crítico de la historia árabe, Ibn al-Atir escribirá, muy acertadamente:

Con la muerte de Toghtekin desaparecía el último hombre capaz de hacer frente a los frany. Éstos parecían entonces en condiciones de ocupar toda Siria. Pero Dios, en su infinita bondad, se apiadó de los musulmanes.

Tercera parte
La reacción (1128-1146)

Iba a empezar la oración cuando un hombre, un frany, se abalanzó sobre mí, me agarró y me hizo girar el rostro hacia Oriente diciéndome: «¡Así es como se reza!»

U
SAMA
I
BN
M
UNQIDH

Cronista (1095-1188)

Capítulo 6

Los complots de Damasco

El visir al-Mazdaghani se presentó, como hacía a diario, en el pabellón de las Rosas del palacio de la Alcazaba de Damasco. Estaban allí —cuenta Ibn al-Qalanisi— todos los emires y los jefes militares. La asamblea trató diversos asuntos. El señor de la ciudad, Buri, hijo de Toghtekin, cambió impresiones con los presentes y, luego, todos se levantaron para volver a sus casas. Según la costumbre, el visir debía irse después de todos los demás. Cuando se puso en pie, Buri hizo una seña a uno de sus allegados y éste dio a al-Mazdaghani varios sablazos en la cabeza. Luego lo decapitaron y llevaron su cuerpo en dos trozos a la puerta de Hierro para que todo el mundo pudiera ver lo que hace Dios con quienes usan de engaños.

En unos minutos, la muerte del protector de los asesinos se conoce en todos los zocos de Damasco y va seguida, en el acto, de una caza del hombre. Una inmensa muchedumbre se dispersa por las calles, blandiendo sables y puñales. A todos los batiníes, a sus parientes, a sus amigos, así como a cuantos son sospechosos de simpatizar con ellos, los acosan por la ciudad, los persiguen en sus casas, los degüellan sin piedad. A sus jefes los crucificarán en las almenas de las murallas. Varios miembros de la familia de Ibn al-Qalanisi toman parte activa en la matanza. Hay motivos para pensar que el propio cronista que, en ese mes de septiembre de 1129, es un alto funcionario de cincuenta y siete años, no se mezcló con el populacho. Pero el tono de su relato revela claramente su estado de ánimo en esas horas sangrientas:
Por la mañana, las plazas estaban libres de batiníes y los perros aullaban mientras se disputaban sus cadáveres
.

Los damascenos estaban visiblemente hartos de la influencia de los asesinos en su ciudad y, más que cualquier otro, el hijo de Toghtekin, que se negaba a hacer el papel de fantoche manejado por la secta y por el visir al-Mazdaghani. Sin embargo, para Ibn al-Atir, no se trata de una simple lucha por el poder, sino de salvar a la metrópoli siria de un desastre inminente.
Al-Mazdaghani había escrito a los frany para proponerles la entrada a Damasco si accedían a darle a cambio la ciudad de Tiro. Estaba cerrado el trato. Incluso había llegado a un acuerdo sobre el día, un viernes
. En efecto, las tropas de Balduino II debían llegar de improviso ante los muros de la ciudad, cuyas puertas tenían que abrirles grupos de asesinos armados, mientras que otros comandos tenían a su cargo la custodia de las puertas de la mezquita mayor para impedir a dignatarios y militares salir en tanto los frany no hubieran ocupado la ciudad. Unos días antes de poner en ejecución este plan, Buri, que había tenido noticias de él, se había apresurado a eliminar a su visir, dando así la señal a la población para que se arrojara sobre los asesinos.

¿Hubo realmente tal complot? Se puede poner en duda, sabiendo que el propio Ibn al-Qalanisi, a pesar de su saña verbal contra los batiníes, no los acusa en ningún momento de haber querido entregar la ciudad a los frany.

Pero, a pesar de todo, el relato de Ibn al-Atir no es inverosímil. Los asesinos y su aliado al-Mazdaghani se sentían amenazados en Damasco, tanto por una hostilidad popular creciente como por las intrigas de Buri y de sus allegados. Además, sabían que los frany estaban decididos a apoderarse de la ciudad a cualquier precio. Mejor que luchar contra demasiados enemigos a la vez, es muy probable que la secta decidiera reservarse un santuario como Tiro, desde el cual podría enviar a sus predicadores y a sus criminales hacia el Egipto fatimita, objetivo principal de los discípulos de Hasan as-Sabbah.

Los acontecimientos que siguieron parecen confirmar la tesis del complot. Los pocos batiníes que sobreviven a la matanza van a afincarse en Palestina, bajo la protección de Balduino II, a quien entregan Baniyas, una poderosa fortaleza situada al pie del monte Hermón que controla el camino de Jerusalén a Damasco. Además, unas semanas después, un potente ejército franco hace su aparición en los alrededores de la metrópoli siria. Cuenta con cerca de diez mil soldados de caballería e infantería procedentes no sólo de Palestina sino también de Antioquía, de Edesa y de Trípoli, así como con varios cientos de guerreros, recientemente llegados del país de los frany, que proclaman muy alto su intención de apoderarse de Damasco. Los más fanáticos pertenecen a la orden de los Templarios, una orden religiosa y militar fundada diez años antes en Palestina.

Al no disponer de las tropas suficientes para hacer frente a los invasores, Buri llama a toda prisa a unas cuantas bandas de nómadas turcos y a algunas tribus árabes de la región, prometiéndoles una buena retribución si lo ayudan a rechazar el ataque. El hijo de Toghtekin sabe que no podrá contar por mucho tiempo con estos mercenarios que, en seguida, desertarán para entregarse al pillaje. Su primera preocupación es, pues, entablar combate lo antes posible. Un día de noviembre, sus exploradores le informan de que varios miles de frany han ido a forrajear en la rica llanura del Ghuta. Sin dudarlo, envía a la totalidad de su ejército en persecución de aquéllos. Como los sorprenden completamente desprevenidos, rodean rápidamente a los occidentales. Algunos caballeros no tendrán ni siquiera tiempo de recuperar sus cabalgaduras.

Turcos y árabes volvieron a Damasco al final de la tarde, triunfantes, jubilosos y cargados de botín —relata Ibn al-Qalanisi—. La población se alegró, se reconfortaron los corazones y el ejército decidió ir a atacar a los frany en su campamento. Al día siguiente, al alba, partieron a toda velocidad numerosos jinetes. Al ver que se levantaba una gran humareda, pensaron que los frany estaban allí; pero, cuando se acercaron, descubrieron que los enemigos habían levantado el campo tras haber prendido fuego a sus pertrechos, pues ya no tenían animales de carga para llevarlos.

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