En el mismo momento —relata el cronista de Damasco con tono fingidamente ingenuo—, la princesa, hermana del sultán Muhammad y esposa del califa, llegaba a Bagdad procedente de Ispahán, acompañada de un magnífico séquito: piedras preciosas, suntuosos ropajes, arreos y animales de tiro de todas clases, servidores, esclavos de ambos sexos, doncellas y tantas otras cosas que no podían valorarse ni enumerarse. Su llegada coincidió con las escenas antes descritas que perturbaron la alegría del regreso y pusieron en peligro la seguridad de la princesa. El califa al-Mustazhir-billah se mostró muy disgustado. Quiso perseguir a los autores del incidente para infligirles un severo castigo. Pero el sultán se lo impidió, disculpó la acción y ordenó a los emires y a los jefes militares que volvieran a sus provincias para apercibirse para el yihad contra los infieles enemigos de Dios.
Si el bondadoso al-Mustazhir se ha enfadado tanto no ha sido sólo por el disgusto que le han dado a su joven esposa, sino por esa terrible consigna que se ha coreado por las calles de su capital: «¡El rey de los rum es más musulmán que el príncipe de los creyentes!» Pues sabe que no se trata de una acusación gratuita, sino que los manifestantes, guiados por Ibn al-Jashab, han aludido al mensaje que, días antes, ha llegado al diván del califa. Provenía del emperador Alejo Comneno e instaba a los musulmanes a unirse a los rum
para luchar contra los frany y expulsarlos de nuestras tierras
.
Paradójicamente, si el poderoso señor de Constantinopla y el pequeño cadí de Alepo realizan de común acuerdo sus gestiones en Bagdad es porque a ambos los ha humillado Tancredo. En efecto, el «gran emir» franco ha despachado con insolencia a unos embajadores bizantinos que han ido a recordarle que los caballeros de Occidente habían jurado devolver Antioquía al
basileus
y que, trece años después de la caída de la ciudad, aún no han cumplido su promesa. En cuanto a los de Alepo, Tancredo les ha impuesto últimamente un tratado especialmente deshonroso: habrán de pagarle un tributo anual de veinte mil dinares, entregarle dos importantes fortalezas muy próximas a Alepo y regalarle, en señal de vasallaje, sus diez mejores caballos. El rey Ridwan, siempre tan timorato, no se ha atrevido a negarse. Pero, desde que se han hecho públicos los términos del tratado, la capital está soliviantada.
En las horas críticas de su historia, los ciudadanos de Alepo tienen, desde siempre, la costumbre de hacer corrillos para tratar con animación de los peligros que los acechan. Los notables se reúnen con frecuencia en la mezquita mayor, sentados en las alfombras rojas o en el patio, a la sombra del minarete, que domina las casas de color ocre de la ciudad. Los comerciantes se ven durante el día a lo largo de la antigua avenida de columnatas, construida por los romanos, que cruza Alepo de oeste a este, desde la puerta de Antioquía hasta el barrio prohibido de la Alcazaba donde reside el tenebroso Ridwan. Esta arteria central lleva mucho tiempo cerrada a la circulación de carros y comitivas. La calzada la invaden centenares de puestos en los que se amontonan telas, ámbar o baratijas, dátiles, pistachos o condimentos. Para resguardar a los transeúntes del sol y de la lluvia, la avenida y las calles próximas están enteramente cubiertas por un techo de madera, que forma, en las encrucijadas, altas cúpulas de estuco. En la esquina de las avenidas, sobre todo las que llevan a los zocos de los fabricantes de esteras, de los herreros y de los vendedores de leña, los ciudadanos de Alepo conversan ante los numerosos figones que, en medio de un persistente olor a aceite hirviendo, a carne a la parrilla y a especias, ofrecen comidas a precios módicos: albóndigas de cordero, buñuelos, lentejas. Las familias modestas compran los platos preparados en el zoco; sólo los ricos se permiten el lujo de guisar en sus casas. No lejos de los figones se oye el tintineo característico de los vendedores de «sharab», esas bebidas frescas de fruta concentrada que los frany aprenderán de los árabes en su forma líquida, «jarabe», o helada, «sorbetes».
Por la tarde, las personas de toda condición se reúnen en los baños, privilegiados lugares de encuentro en los que se purifican antes de la oración de la puesta del sol. Luego, al caer la noche, los vecinos dejan desierto el centro de Alepo para recogerse en los barrios, fuera del alcance de los soldados borrachos. También allí circulan las noticias y los rumores, en boca de mujeres y hombres, y las ideas se abren camino. La furia, el entusiasmo o el desánimo trastornan a diario a esta colmena que lleva tres milenios zumbando de este modo.
Ibn al-Jashab es el hombre a quien más se escucha en los barrios de Alepo. Desciende de una familia de ricos comerciantes de madera y desempeña un papel primordial en la administración de la ciudad. Como cadí chiita goza de gran autoridad religiosa y moral y asume el cargo de mediador en los litigios relativos a las personas y los bienes de su comunidad, la más importante de Alepo. Además, es rais, o dicho de otra manera, jefe de la ciudad, lo que lo convierte a la vez en preboste de los comerciantes, representante de los intereses de la población ante el rey y comandante de la milicia urbana.
Pero la actividad de Ibn al-Jashab rebasa el marco, ya amplio, de sus funciones oficiales. Rodeado de numerosa «clientela», es el promotor, desde la llegada de los frany, de una corriente de opinión patriótica y pietista que reclama una actitud más firme frente a los invasores. No teme decirle al rey Ridwan lo que piensa de su política conciliadora e incluso servil. Cuando Tancredo impuso al monarca selyúcida la colocación de una cruz en el minarete de la mezquita mayor, el cadí organizó un motín consiguiendo que el crucifijo se trasladase a la catedral de Santa Elena. Ridwan evita, desde entonces, entrar en conflicto con el irascible cadí. Encerrado en la alcazaba, entre su harén, su guardia, su mezquita, su manantial y su hipódromo verde, el rey turco prefiere no herir las susceptibilidades de sus súbditos. Mientras no se discuta su autoridad, tolera la opinión pública.
Sin embargo, en 1111, Ibn al-Jashab se ha personado en la alcazaba para hacerle presente una vez más a Ridwan el gran descontento de los ciudadanos. Los creyentes —le explica— se escandalizan de tener que pagar un tributo a los infieles instalados en territorio del Islam y los mercaderes ven cómo decae su comercio desde que el insoportable príncipe de Antioquía controla la totalidad de los caminos que llevan de Alepo al Mediterráneo y grava a las caravanas. Puesto que la ciudad ya no puede defenderse por sus propios medios, el cadí propone que una delegación, que agrupe a notables chiitas y sunníes, comerciantes y religiosos, vaya a pedir a Bagdad la ayuda del sultán Muhammad. A Ridwan no le apetece en absoluto mezclar a su primo selyúcida en los asuntos de su reino; sigue prefiriendo entenderse con Tancredo, pero, dada la inutilidad de las misiones enviadas a la capital abasida, piensa que no corre el menor riesgo si accede a la petición de sus súbditos.
Sin embargo se equivoca, ya que, en contra de lo que se esperaba, las manifestaciones de febrero de 1111 en Bagdad producen el efecto pretendido por Ibn al-Jashab. Al sultán, que acaba de enterarse de la caída de Saida y del tratado impuesto a los de Alepo, empiezan a preocuparle las ambiciones de los frany. Accediendo a las súplicas de Ibn al-Jashab, ordena al más reciente gobernador de Mosul, el emir Mawdud, que marche sin tardanza a la cabeza de un poderoso ejército y ayude a Alepo. Cuando, a su regreso, Ibn al-Jashab informa a Ridwan del éxito de su misión, el rey, mientras reza para que no ocurra nada, finge alegrarse. Le hace incluso saber a su primo que está ansioso por participar en el yihad a su lado. Pero cuando le anuncian, en julio, que las tropas del sultán se aproximan realmente a la ciudad, no oculta su desasosiego. Manda atrancar todas las puertas, detiene a Ibn al-Jashab y a sus partidarios y los encierra en el calabozo de la alcazaba. A los soldados turcos les encarga que patrullen día y noche por los barrios de la ciudad para impedir cualquier contacto entre la población y «el enemigo». Los acontecimientos posteriores van a justificar, en parte, su súbito cambio de opinión. Privadas del avituallamiento que el rey hubiera debido proporcionarles, las tropas del sultán se vengan saqueando salvajemente los alrededores de Alepo. Luego, por culpa de las disensiones entre Mawdud y los demás emires, el ejército se deshace sin haber librado batalla alguna.
Mawdud regresa a Siria dos años después, con el encargo del sultán de reunir a todos los príncipes musulmanes, excepto a Ridwan, contra los frany. Como tiene prohibido ir a Alepo, es en la otra gran ciudad, Damasco, donde instala, lógicamente, su cuartel general para preparar una ofensiva de envergadura contra el reino de Jerusalén. Su anfitrión, el atabeg Toghtekin, finge que está encantado del honor que le dispensa el delegado del sultán, pero se siente tan aterrado como Ridwan. Teme que Mawdud intente apoderarse de su capital e interpreta cualquier gesto del emir como una amenaza para el futuro.
El 2 de octubre de 1113 —nos dice el cronista de Damasco—, el emir Mawdud abandona su campamento situado junto a la puerta de Hierro, una de las ocho entradas de la ciudad, para ir, como todos los días, a la mezquita omeya en compañía del atabeg cojo.
Cuando hubo acabado la oración y Mawdud hubo hecho además algunas otras devociones, se fueron ambos; Toghtekin caminaba delante para honrar al emir. Estaban rodeados de soldados, de guardias y de milicianos que llevaban toda clase de armas; los sables afilados, las espadas puntiagudas, las cimitarras y los puñales desenvainados parecían una espesa maleza. En torno, se apiñaba la muchedumbre para admirar su pompa y magnificencia. Cuando llegaron al patio de la mezquita, un hombre salió de entre la muchedumbre y se acercó al emir Mawdud como para rogar a Dios por él y pedirle una limosna. De repente, lo cogió por el cinturón del manto y lo apuñaló dos veces por encima del ombligo. El atabeg Toghtekin retrocedió unos pasos y sus compañeros lo rodearon. En cuanto a Mawdud, muy dueño de sí, fue andando hasta la puerta norte de la mezquita y luego se derrumbó. Mandaron acudir a un cirujano que logró coser parte de las heridas, pero el emir murió al cabo de unas horas, ¡Dios tenga misericordia de él!
¿Quién mató al gobernador de Mosul la víspera de su ofensiva contra los frany? Toghtekin se apresuró a acusar a Ridwan y a sus amigos de la secta de los asesinos. Pero, para la mayoría de los contemporáneos, el único que pudo armar el brazo del homicida fue el señor de Damasco. Según Ibn al-Atir, el rey Balduino, escandalizado por este crimen, envió a Toghtekin un mensaje especialmente despectivo:
¡Una nación
—le dice—
que mata a su jefe en la casa de su dios se merece que la aniquilen!
En cuanto al sultán Muhammad, grita de rabia cuando le comunican la muerte de su lugarteniente. Sintiéndose personalmente insultado por este crimen, decide meter definitivamente en cintura a todos los dirigentes sirios, tanto a los de Alepo como a los de Damasco; forma un ejército de varias decenas de miles de soldados bajo el mando de los mejores oficiales del clan selyúcida y ordena tajantemente a todos los príncipes musulmanes que acudan a unirse a él para cumplir con el deber sagrado del yihad contra los frany.
Cuando la poderosa expedición del sultán llega a Siria central en la primavera de 1115, la espera una gran sorpresa. Balduino de Jerusalén y Toghtekin de Damasco están allí, codo con codo, rodeados de sus tropas, así como de las de Antioquía, Alepo y Trípoli. Los príncipes de Siria, tanto los musulmanes como los francos, sintiéndose amenazados por igual por el sultán, han decidido coaligarse y el ejército selyúcida tendrá que realizar una afrentosa retirada al cabo de unos meses. Muhammad jura entonces que nunca más se ocupará del problema franco y cumplirá su palabra.
Mientras los príncipes musulmanes dan nuevas pruebas de su total irresponsabilidad, dos ciudades árabes van a demostrar, con unos meses de intervalo, que aún es posible resistirse a la ocupación extranjera. Tras la rendición de Saida en diciembre de 1110, los frany son los dueños de todo el litoral, el «sahel», desde Sinaí hasta el «país del hijo del armenio», al norte de Antioquía. Exceptuando, sin embargo, dos enclaves costeros: Ascalón y Tiro. Alentado por sus sucesivas victorias, Balduino se propone, por tanto, darles su merecido sin dilación. La región de Ascalón es célebre por el cultivo de sus cebollas rojizas, llamadas «ascalonias», una palabra que dio lugar a «escaloña». Pero su importancia es, ante todo, militar pues constituye el punto de reunión de las tropas egipcias cada vez que proyectan una expedición contra el reino de Jerusalén.
A partir de 1111, Balduino desfila con sus tropas ante los muros de la ciudad. El gobernador fatimita de Ascalón, Shams al-Jilafa, «Sol del Califato»,
más proclive al comercio que a la guerra
—comenta Ibn al-Qalanisi— se asusta inmediatamente ante la demostración de fuerza de los occidentales. Sin esbozar ni un gesto de resistencia, accede a pagarles un tributo de siete mil dinares. La población palestina de la ciudad, que se siente humillada por esta capitulación inesperada, envía emisarios a El Cairo para pedir la destitución del gobernador. Al enterarse, y temiendo que el visir al-Afdal quiera castigarlo por su cobardía, Shams al-Jilafa intenta evitarlo expulsando a los funcionarios egipcios y poniéndose decididamente bajo la protección de los frany. Balduino le envía trescientos hombres, que se hacen cargo de la alcazaba de Ascalón.
Los habitantes se escandalizan, pero no se desaniman. Se celebran reuniones secretas en las mezquitas, se trazan planes, hasta un día de julio de 1111 en que, cuando Shams al-Jilafa sale a caballo de su residencia, lo ataca un grupo de conjurados y lo acribilla a puñaladas. Es la señal de la rebelión. Ciudadanos armados, a los que se han unido soldados beréberes que pertenecen a la guardia del gobernador, se lanzan al asalto de la alcazaba. Los guerreas francos están acorralados en las torres y a lo largo de las murallas. Ninguno de los trescientos hombres de Balduino conseguirá salvarse. La ciudad seguirá libre del dominio de los frany durante más de cuarenta años.
Para vengarse de la humillación que los resistentes de Ascalón acaban de infligirle, Balduino se vuelve contra Tiro, la antigua ciudad fenicia de la que había salido, para difundir el alfabeto por el Mediterráneo, el príncipe Cadmos, el propio hermano de Europa que iba a dar su nombre al continente de los frany. La imponente muralla de Tiro recuerda aún su gloriosa historia. El mar rodea la ciudad por tres de sus costados; sólo una estrecha cornisa construida por Alejandro Magno la une a tierra firme. Famosa por lo inexpugnable, en 1111 alberga a gran número de refugiados de los territorios recientemente ocupados. Éstos van a desempeñar un papel importantísimo en la defensa, como refiere Ibn al-Qalanisi, cuyo relato se basa claramente en testimonios de primera mano.