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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

Las cruzadas vistas por los árabes (10 page)

BOOK: Las cruzadas vistas por los árabes
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El príncipe de los creyentes, que durante mucho tiempo ha sido la encarnación de la gloria de los árabes, se ha convertido en el símbolo vivo de su decadencia. Y al-Mustazhir, de quien los refugiados de Jerusalén esperan un milagro, es el genuino representante de esa raza de califas holgazanes. Aunque quisiera, sería totalmente incapaz de acudir en auxilio de la Ciudad Santa, ya que, por todo ejército, no tiene más que una guardia personal de unos cuantos cientos de eunucos negros y blancos. Sin embargo, no son soldados lo que falta en Bagdad. Deambulan continuamente a miles, con frecuencia borrachos, por las calles. Para protegerse de sus abusos, los ciudadanos han tomado la costumbre de bloquear todas las noches la entrada a todos los barrios con ayuda de pesadas barreras de madera o de hierro.

Naturalmente, este azote uniformado, que ha llevado los zocos a la ruina con sus saqueos sistemáticos, no obedece las órdenes de al-Mustazhir. Su jefe prácticamente no habla árabe, ya que, al igual que todas las ciudades del Asia musulmana, Bagdad ha caído desde hace más de cuarenta años bajo la férula de los turcos selyúcidas. El hombre fuerte de la capital abasida, el joven sultán Barkyaruk, un primo de Kiliy Arslan, es teóricamente el señor feudal de todos los príncipes de la región. Pero, en realidad, cada provincia del imperio selyúcida es prácticamente independiente, y los miembros de la familia reinante están totalmente absortos en sus disputas dinásticas.

Cuando, en septiembre de 1099, al-Harawi abandona la capital abasida, no ha conseguido ver a Barkyaruk, pues el sultán está en el norte de Persia dirigiendo la campaña contra su propio hermano Muhammad, una lucha en la que, por otra parte, lleva las de ganar este último pues es Muhammad quien, ya en octubre, se apodera de la propia Bagdad. No por ello concluye este absurdo conflicto; incluso llega a tomar, ante la estupefacta mirada de los árabes, que ya no pretenden entender nada, un cariz realmente grotesco. ¡Júzguese si no! En enero de 1100, Muhammad abandona Bagdad a toda prisa y Barkyaruk entra en ella como triunfador; no por mucho tiempo pues, en la primavera, vuelve a perderla, para volver a ella violentamente en abril de 1101, tras un año de ausencia, y aplastar a su hermano; en las mezquitas de la capital abasida, se vuelve a pronunciar su nombre en el sermón de los viernes, pero en septiembre la situación cambia una vez más. Derrotado por una coalición de dos de sus hermanos, Barkyaruk parece definitivamente fuera de combate. Pero creer eso es no conocerlo: a pesar de su derrota, vuelve inopinadamente a Bagdad y se apodera de ella por unos cuantos días, antes de que lo derroten de nuevo en octubre. Pero también esta vez su ausencia es breve, pues ya en diciembre se llega a un acuerdo que le devuelve la ciudad. Ésta ha cambiado de manos ocho veces en treinta meses: ¡ha tenido un señor distinto cada cien días! Todo ello mientras los invasores occidentales consolidan su presencia en los territorios conquistados.

Los sultanes no se entendían
—dirá Ibn al-Atir empleando una hermosa litotes—
y por eso han podido apoderarse de la región los frany
.

Segunda parte
La ocupación (1100-1128)

Cada vez que los frany se apoderan de una fortaleza, atacan otra. Su poder va a seguir aumentando hasta que ocupen toda Siria y destierren a los musulmanes de este país.

F
AJR-EL-MULK
I
BN
A
MMAR

Señor de Trípoli

Capítulo 4

Los dos mil días de Trípoli

Tras tantas derrotas sucesivas, tantas decepciones, tantas humillaciones, las tres noticias inesperadas que llegan a Damasco en este verano de 1100 despiertan muchas esperanzas. No sólo entre los militantes religiosos que rodean al cadí al-Harawi, sino también en los zocos, bajo los soportales de la calle Recta donde los mercaderes de sedas griegas, de brocados de oro, de lienzos adamascados o de muebles damasquinados, sentados a la sombra de las parras, se interpelan de un puesto a otro, por encima de la cabeza de los transeúntes, con la voz de los días faustos.

A principios de julio corre un primer rumor que pronto resulta cierto: el anciano Saint-Gilles, que nunca ha ocultado sus aspiraciones sobre Trípoli, Homs y toda Siria, ha embarcado súbitamente hacia Constantinopla tras un conflicto con los demás jefes francos. Se rumorea que ya no volverá.

A finales de julio, llega otra noticia, más extraordinaria aún, que se extiende en unos minutos de mezquita en mezquita, de calleja en calleja.
Mientras sitiaba la ciudad de Acre, a Godofredo, señor de Jerusalén, lo alcanzó una flecha y lo mató
—relata Ibn al-Qalanisi—. También hablan de fruta envenenada que, al parecer, ha regalado un notable palestino al jefe franco. Otros opinan que ha sido una muerte natural, fruto de una epidemia. Pero la que se gana el favor del público es la versión recogida por el cronista de Damasco: según esta versión, Godofredo ha sucumbido a heridas que le han causado los defensores de Acre. ¿Acaso tal victoria, que llega un año después de la caída de Jerusalén, no indicaría que el viento empieza a cambiar?

Esta impresión parece confirmarse días después cuando la gente se entera de que a Bohemundo, el más temible de los frany, lo acaban de capturar. Ha sido Danishmend «el sabio» quien lo ha vencido. Como ya había hecho tres años antes, durante la batalla de Nicea, el jefe turco ha puesto cerco a la ciudad armenia de Malatya.
Al conocer tal noticia
—dice Ibn al-Qalanisi—.
Bohemundo, rey de los frany y señor de Antioquía, reunió a sus hombres y marchó contra el ejército musulmán
. Temeraria empresa, pues para llegar hasta la ciudad sitiada el jefe franco ha de cabalgar durante una semana por un territorio montañoso donde los turcos están sólidamente asentados. Informado de su proximidad, Danishmend le tiende una emboscada. A Bohemundo y a los quinientos caballeros que lo acompañan los recibe una barrera de flechas que caen sobre ellos en un estrecho desfiladero donde no consiguen desplegarse.
Dios dio la victoria a los musulmanes, que mataron a gran número de frany. A Bohemundo y a algunos compañeros suyos los capturaron
. Los conducen, cargados de cadenas, hacia Niksar, en el norte de Anatolia.

La sucesiva eliminación de Saint-Gilles, Godofredo y Bohemundo, los tres principales artífices de la invasión franca, aparece ante todos como una señal del cielo. Los que se hallaban anonadados por la aparente invulnerabilidad de los occidentales recobran ánimos. ¿No será el momento de asestarles un golpe definitivo? En cualquier caso, hay un hombre que lo desea ardientemente: Dukak.

Que nadie se engañe; el joven rey de Damasco no es en absoluto un celoso defensor del Islam. ¿Acaso no ha demostrado lo suficiente, con ocasión de la batalla de Antioquía, que estaba dispuesto a traicionar a los suyos para satisfacer sus ambiciones locales? Además, hasta la primavera de 1100 no ha descubierto de repente el selyúcida la necesidad de una guerra santa contra los infieles. Como uno de sus vasallos, un jefe beduino de los altos del Golán, se ha quejado de las repetidas incursiones de los frany de Jerusalén, que le saqueaban las cosechas y le robaban los rebaños, Dukak ha decidido intimidarlos. Un día de mayo, mientras Godofredo y su brazo derecho, Tancredo, un sobrino de Bohemundo, regresaban con sus hombres de una razzia especialmente fructífera, los ha atacado el ejército de Damasco.

Entorpecidos por el botín, los frany han sido incapaces de trabar combate. Han preferido huir dejando a sus espaldas varios muertos. El propio Tancredo se ha salvado por poco.

Para vengarse, ha organizado una incursión de represalia en los mismísimos alrededores de la metrópoli siria. Ha devastado los huertos y saqueado e incendiado las aldeas. Dukak, a quien la magnitud y la rapidez de la respuesta ha pillado desprevenido, no se ha atrevido a intervenir. Con su habitual versatilidad, lamentando ya amargamente la incursión del Golán, ha llegado incluso a proponerle a Tancredo pagarle una fuerte suma si consiente en alejarse. Naturalmente, esta oferta no ha hecho sino reforzar la determinación del príncipe franco. Creyendo, con toda lógica, que el rey estaba en situación desesperada, le ha enviado una delegación de seis personas para instarlo nada menos que a convertirse al cristianismo o a entregarle Damasco. Indignado por tanta arrogancia, el selyúcida ha mandado detener a los emisarios y, tartamudeando de ira, les ha ordenado, a su vez, que abracen las creencias del Islam. Uno de ellos ha accedido. A los otros cinco les han cortado en el acto la cabeza.

Apenas se conoció la noticia, llegó Godofredo, se reunió con Tancredo y, con todos los hombres de que disponían, se dedicaron, durante diez días, a una labor de destrucción sistemática de los alrededores de la metrópoli siria. La rica llanura del Ghuta, que
rodea Damasco como el halo rodea la luna
, según la expresión de Ibn Yubayr, ofrecía un espectáculo desolador. Dukak no se movía. Encerrado en su palacio de Damasco, esperaba a que pasara el huracán: tanto más cuanto que su vasallo del Golán rechazaba su soberanía y, a partir de aquel momento, se disponía a pagarles el tributo anual a los señores de Jerusalén. Y, lo que resultaba aún más grave, la población de la metrópoli siria empezaba a quejarse de la incapacidad de sus gobernantes para protegerla. La gente echaba pestes de todos esos soldados turcos que presumían como pavos reales en los zocos pero a los que se tragaba la tierra en cuanto el enemigo estaba a las puertas de la ciudad. Dukak no tenía ya más que una obsesión: vengarse cuanto antes aunque no fuera más que para rehabilitarse a ojos de sus propios súbditos.

No es difícil imaginar que en tales circunstancias la muerte de Godofredo le haya causado una inmensa alegría al selyúcida a quien, tres meses antes, dicha muerte hubiera dejado bastante indiferente. La captura de Bohemundo, acaecida días después, lo anima a emprender una acción sonada.

La ocasión se presenta en octubre.
Cuando mataron a Godofredo
—cuenta Ibn al-Qalanisi—,
su hermano el conde Balduino, señor de Edesa, se puso en camino hacia Jerusalén con quinientos caballeros y soldados de infantería. Al saber que iba a pasar por allí, Dukak reunió a todas las tropas y marchó contra él. Se encontraron cerca de la plaza costera de Beirut
. Está claro que Balduino intenta suceder a Godofredo. Es un caballero famoso por su brutalidad y su falta de escrúpulos, como lo ha demostrado el asesinato de sus «padres adoptivos» en Edesa, pero también es un guerrero valeroso y astuto cuya presencia en Jerusalén constituiría una amenaza permanente para Damasco y el conjunto de la Siria musulmana. Matarlo o capturarlo en ese crítico momento supone decapitar de hecho al ejército de invasión y volver a poner en tela de juicio la presencia de los frany en Oriente. Y si el momento está bien elegido, el lugar del ataque no lo está menos.

Balduino viene del norte, siguiendo la costa mediterránea, y ha de llegar a Beirut hacia el 24 de octubre. Previamente tiene que cruzar Nahr-el-Kalb, la antigua frontera fatimita. Cerca de la desembocadura del «Río del Perro», el camino se estrecha y está rodeado de acantilados y de abruptos montes. El lugar es ideal para tender una emboscada. Precisamente ahí es donde Dukak ha decidido esperar a los frany, ocultando a sus hombres en las grutas o las laderas arboladas. Sus exploradores lo informan con regularidad del avance del enemigo.

Desde la más lejana antigüedad, Nahr-el-Kalb es la obsesión de los conquistadores. Cuando uno de ellos consigue superar el paso, se enorgullece tanto de ello que deja en el acantilado el relato de su hazaña. En tiempos de Dukak, ya pueden contemplarse varios de estos vestigios, desde los jeroglíficos del faraón Ramsés II y los signos cuneiformes del babilonio Nabucodonosor hasta los elogios en latín que el emperador romano de origen sirio Septimio Severo había dirigido a sus valerosos legionarios galos. Pero, frente a este puñado de vencedores, ¡cuántos guerreros han visto cómo se estrellaban sus sueños contra estas rocas sin dejar huella! Al rey de Damasco no le cabe duda alguna de que «el maldito Balduino» va a ser pronto uno más en esa cohorte de vencidos. Dukak tiene motivos sobrados para ser optimista; sus tropas son seis o siete veces superiores en número a las del jefe franco y, sobre todo, tiene la ventaja que proporciona la sorpresa. No sólo va a reparar la afrenta que le ha infligido, sino que va a recobrar su lugar preponderante entre los príncipes de Siria y a ejercer de nuevo una autoridad minada por la irrupción de los frany.

Si hay un hombre a quien no se le ha escapado lo que está en juego en la batalla, ése es el nuevo señor de Trípoli, el cadí Fajr el-Mulk, quien, un año antes, ha sucedido a su hermano Yalal el-Mulk. Como el señor de Damasco codiciaba su ciudad antes de la llegada de los occidentales, no le faltan razones para temer la derrota de Balduino, pues Dukak querrá entonces convertirse en el campeón del Islam y en libertador de la tierra siria y habrá que reconocer su soberanía y soportar sus caprichos.

Para evitarlo, Fajr el-Mulk no tiene escrúpulos. Cuando se entera de que Balduino se acerca a Trípoli de camino hacia Beirut y, después, hacia Jerusalén, le hace llegar vino, miel, pan, carne así como ricos presentes de oro y plata e, incluso, un mensajero que insiste en verlo en privado y le pone al tanto de la emboscada que le va a tender Dukak, proporcionándole numerosos detalles acerca de la disposición de las tropas de Damasco y prodigándole consejos sobre las mejores tácticas que ha de emplear. El jefe franco, tras haber agradecido al cadí tan valiosa como inesperada colaboración, reanuda su marcha hacia Nahr-el-Kalb.

Sin sospechar nada, Dukak se dispone a abalanzarse sobre los frany en cuanto se internen en la estrecha franja costera a la que están apuntando sus arqueros. De hecho, los frany aparecen por la parte donde se halla la localidad de Yunieh y avanzan haciendo alarde de total despreocupación. Unos pasos más y caerán en la trampa. Pero, de repente, se inmovilizan y luego, lentamente, empiezan a retroceder. Nada está decidido aún pero al ver que el enemigo no ha caído en la emboscada, Dukak no sabe qué hacer. Hostigado por sus emires, acaba por ordenar a los arqueros que arrojen unas cuantas tandas de flechas, sin atreverse, sin embargo, a lanzar a sus jinetes contra los frany. A la caída de la tarde, la moral de las tropas musulmanas está por los suelos. Árabes y turcos se acusan mutuamente de cobardía, estallan algunas rencillas, y al día siguiente por la mañana, tras un breve enfrentamiento, las tropas de Damasco retroceden hacia la montaña libanesa mientras los frany prosiguen tranquilamente su camino hacia Palestina.

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