Entre los frany estaba Bohemundo, el jefe de todos, pero también había un fraile sumamente astuto que les aseguró que en el Kusian, un gran edificio de Antioquía, estaba enterrada una lanza del mesías, la paz sea con Él. Les dijo: «Si la encontráis, venceréis; si no, la muerte es segura.» Previamente, había enterrado una lanza en el suelo del Kusian y había borrado todas las huellas. Les ordenó que ayunaran e hicieran penitencia durante tres días; al cuarto, los mandó entrar en el edificio con sus sirvientes y obreros, que cavaron por doquier y hallaron la lanza. Entonces el fraile exclamó: «¡Regocijaos pues la victoria es segura!» El quinto día, salieron por la puerta de la ciudad en grupos pequeños de cinco o seis. Los musulmanes le dijeron a Karbuka: «Deberíamos ponernos junto a la puerta y matar a todos los que salen. ¡Es fácil puesto que están dispersos!» Pero éste contestó: «¡No! ¡Esperad a que estén todos fuera y mataremos hasta el último!»
El cálculo del atabeg era menos absurdo de lo que parece. Con unas tropas tan indisciplinadas, con unos emires que están esperando la primera ocasión para desertar, no puede prolongar el sitio. Si los frany quieren entablar la batalla, no hay que asustarlos con un ataque demasiado masivo, para no correr el riesgo de ver cómo vuelven a la ciudad. Lo que Karbuka no ha previsto es que su decisión de diferir la acción la van a aprovechar inmediatamente quienes buscan su pérdida. Mientras los frany prosiguen su despliegue, empiezan las deserciones en el campo musulmán. Se acusan unos a otros de cobardía y de traición. Sintiendo que el control de sus tropas se le va de las manos y que sin duda ha subestimado los efectivos de los sitiados, Karbuka solicita de estos últimos una tregua, lo que acaba de desprestigiarlo a ojos de los suyos e incrementa la confianza de los enemigos: los frany cargan sin contestar siquiera a su ofrecimiento, obligándolo a su vez a lanzar contra ellos una oleada de jinetes arqueros. Pero Dukak y la mayoría de los emires se alejan ya tranquilamente con sus tropas. Viéndose cada vez más aislado, el atabeg ordena una retirada general, que inmediatamente degenera en desbandada.
Así se desintegró el poderoso ejército musulmán «sin haber dado un solo golpe con la espada o la lanza ni arrojado una sola flecha». El historiador de Mosul casi no exagera. «Los propios frany temían una artimaña, pues aún no había habido un combate que justificara semejante huida. ¡Por eso prefirieron renunciar a perseguir a los musulmanes!» Karbuka puede así regresar a Mosul sano y salvo con lo que le queda de sus tropas. Todas sus ambiciones se han evaporado para siempre ante Antioquía; la ciudad que se había jurado salvar la tienen ahora firmemente en sus manos los frany. Y por muchísimo tiempo.
Pero lo más grave después de este día de vergüenza es que ya no hay en Siria ninguna fuerza capaz de contener el avance de los invasores.
Los caníbales de Maarat
¡No sé si es un pastizal para animales salvajes o mi casa, mi morada natal!
Este grito de aflicción de un poeta anónimo de Maarat no es una simple figura retórica. Desgraciadamente, tenemos que tomar sus palabras al pie de la letra y preguntarnos con él: ¿qué monstruosidad ha ocurrido en la ciudad siria de Maarat a finales de este año de 1098?
Hasta la llegada de los frany, los habitantes vivían apaciblemente al abrigo de su muralla circular. Sus viñedos, al igual que sus olivares y sus campos de higueras, les procuraban una modesta prosperidad. En cuanto a los asuntos de la ciudad, los gestionaban unos honrados notables locales sin gran ambición, cuyo señor nominal era Ridwan de Alepo. El orgullo de Maarat era ser la patria de una de las mayores figuras de la literatura árabe, Abul-Ala al-Maari, fallecido en 1057. Este poeta ciego, librepensador, había osado criticar las costumbres de su época, haciendo caso omiso de las prohibiciones. Hacía falta atrevimiento para escribir:
Los habitantes de la tierra se dividen en dos,
los que tienen cerebro pero no religión,
los que tienen religión pero no cerebro.
Cuarenta años después de su muerte, un fanatismo llegado de lejos iba a darle aparentemente la razón al hijo de Maarat, tanto en su falta de religiosidad como en su legendario pesimismo:
El destino nos destroza como si fuéramos de cristal,
y nuestros pedazos nunca más vuelven a unirse.
En efecto, la ciudad quedará reducida a un montón de ruinas, y esa desconfianza, que tan a menudo había expresado el poeta respecto a sus semejantes, encontrará en ellos su más cruel ilustración.
En los primeros meses de 1098, los habitantes de Maarat han seguido con preocupación la batalla de Antioquía que se desarrollaba a tres días de marcha al noroeste de su ciudad. Posteriormente, tras su victoria, los frany han realizado razzias en unas cuantas aldeas vecinas y Maarat no ha sufrido daños, pero algunas de sus familias han preferido abandonarla para dirigirse a lugares más seguros, Alepo, Homs o Hama. Sus temores resultan justificados cuando, a finales de noviembre, miles de guerreros francos vienen a poner cerco a la ciudad. Algunos ciudadanos todavía logran huir, pero la mayoría quedan atrapados. Maarat no tiene ejército, sino una simple milicia urbana a la que se incorporan rápidamente algunos cientos de jóvenes sin experiencia militar. Durante dos semanas, resisten valerosamente a los temibles caballeros, llegando incluso a arrojar sobre los sitiadores, desde lo alto de las murallas, colmenas repletas de abejas.
Al verlos tan tenaces —contará Ibn al-Atir—, los frany construyeron una torre de madera que llegaba a la altura de las murallas. Algunos musulmanes, presas del pánico y desmoralizados, pensaron que podrían defenderse mejor fortificándose en los edificios más elevados de la ciudad. Abandonaron, pues, los muros, desguarneciendo así los puestos que ocupaban. Otros siguieron su ejemplo y quedó abandonado otro punto de la muralla. Pronto quedó toda ella sin defensores. Los frany treparon con escalas y, cuando los musulmanes los vieron en lo alto de la muralla, perdieron el valor.
Llega la noche del 11 de diciembre; está muy oscuro y los frany aún no se atreven a penetrar en la ciudad; los notables de Maarat se ponen en contacto con Bohemundo, el nuevo señor de Antioquía, que está a la cabeza de los asaltantes. El jefe franco promete a los habitantes perdonarles la vida si detienen la lucha y se retiran de ciertos edificios. Aferrándose desesperadamente a su palabra, las familias se agrupan en las casas y en los sótanos de la ciudad y esperan temblando durante toda la noche.
Al alba llegan los frany: es una carnicería.
Durante tres días pasaron a la gente a cuchillo, matando a más de cien mil personas y cogiendo muchos prisioneros
. Está claro que las cifras de Ibn al-Atir son fantasiosas, pues la población de la ciudad en vísperas de su caída era probablemente inferior a diez mil habitantes. Pero el horror en este caso no reside tanto en el número de víctimas como en la suerte casi inconcebible que les estaba reservada.
En Maarat, los nuestros cocían a paganos adultos en las cazuelas, ensartaban a los niños en espetones y se los comían asados
. Esta confesión del cronista franco Raúl de Caen no la leerán los habitantes de las ciudades próximas a Maarat, pero se acordarán mientras vivan de lo que han visto y oído. Pues el recuerdo de estas atrocidades, difundido por los poetas locales así como por la tradición oral, fijará en las mentes una imagen de los frany difícil de borrar. El cronista Usama Ibn Munqidh, nacido tres años antes de estos acontecimientos en la vecina ciudad de Shayzar, había de escribir un día:
Cuantos se han informado sobre los frany han visto en ellos a alimañas, que tienen la superioridad del valor y del ardor en el combate, pero ninguna otra, lo mismo que los animales tienen la superioridad de la fuerza y de la agresión.
Un juicio claro y rotundo que resume perfectamente la impresión que causaron los frany al llegar a Siria: una mezcla de temor y de desprecio, muy comprensible, por parte de una nación árabe muy superior en cultura, pero que ha perdido toda su combatividad. Los turcos no olvidarán jamás el canibalismo de los occidentales. A lo largo de toda su literatura épica, describirán invariablemente a los frany como antropófagos.
¿Es injusta esta visión de los frany? ¿Se comieron los invasores occidentales a los habitantes de la ciudad mártir con el solo fin de sobrevivir? Así lo afirmarán sus jefes al año siguiente en una carta oficial al Papa:
Un hambre terrible asaltó al ejército en Maarat y lo puso en la cruel necesidad de alimentarse de los cadáveres de los sarracenos
. Pero tales afirmaciones parecen hechas a la ligera, pues los habitantes de la región de Maarat asisten, durante este siniestro invierno, a comportamientos que no se explican sólo por el hambre. Ven, en efecto, bandas de frany fanatizados, los tafurs, que se diseminan por la campiña clamando a voz en cuello que quieren comer la carne de los sarracenos, y que se reúnen por la noche alrededor del fuego para devorar a sus presas. ¿Caníbales por necesidad? ¿Caníbales por fanatismo? Todo esto parece irreal y, sin embargo, los testimonios son abrumadores, tanto por los hechos que describen como por la atmósfera mórbida que trasciende de ellos. A este respecto, sigue siendo de un horror sin par una frase del cronista franco Alberto de Aquisgrán, que participó personalmente en la batalla de Maarat:
¡A los nuestros no les repugnaba comerse no sólo a los turcos y a los sarracenos que habían matado sino tampoco a los perros!
El suplicio de la ciudad de Abul-Ala no acabará hasta el 13 de enero de 1099, cuando cientos de frany armados con hachones recorren las callejuelas, prendiendo fuego a todas las casas una por una. Para entonces ya habían demolido las murallas piedra a piedra.
El episodio de Maarat va a contribuir a abrir entre los árabes y los frany un foso que no podrá cerrarse durante varios siglos. Por el momento, sin embargo, las poblaciones, paralizadas por el terror, no ofrecen ya resistencia, a menos que se vean obligadas a ello. Y, cuando los invasores, no dejando tras de sí más que ruinas humeantes, reanudan su marcha hacia el sur, los emires sirios se apresuran a enviarles emisarios cargados de regalos para dar fe de su buena voluntad, y proponerles cualquier ayuda que pudieran necesitar.
El primero es sultán Ibn Munqidh, tío del cronista Usama, que reina en el pequeño emirato de Shayzar. Los frany llegan a su territorio al día siguiente de su partida de Maarat. Llevan a la cabeza a Saint-Gilles, uno de sus jefes que con mayor frecuencia citan los cronistas árabes; como el emir le ha enviado una embajada, en seguida se llega a un acuerdo: Sultán se compromete no sólo a aprovisionar a los frany sino que, además, los autoriza a ir a comprar caballos al mercado de Shayzar y va a proporcionarles guías para permitirles cruzar sin tropiezos el resto de Siria.
En esa región están todos enterados del avance de los frany; ya se conoce su itinerario. ¿No proclaman acaso a voz en cuello que su objetivo último es Jerusalén, donde quieren tomar posesión de la tumba de Jesús? Cuantos se hallan en la ruta de la Ciudad Santa intentan precaverse contra el azote que representan. Los más pobres se ocultan en los bosques próximos, a pesar de que están poblados de fieras, leones, lobos, osos y hienas. Quienes disponen de medios emigran hacia el interior del país. Otros se refugian en la fortaleza más cercana. Esta última solución es la que han elegido los campesinos de la fértil llanura del Bukaya cuando, durante la última semana de enero de 1099, les anuncian la presencia en las cercanías de tropas francas. Reuniendo su ganado y sus reservas de aceite y de trigo, suben hacia Hosn-el-Akrad, «la alcazaba de los kurdos», que, desde lo alto de un pico de difícil acceso, domina toda la llanura hasta el Mediterráneo. Aunque la fortaleza está abandonada desde hace mucho, tiene los muros sólidos, y en ella esperan los campesinos estar al abrigo. Pero los frany, siempre escasos de provisiones, van a sitiarlos. El 28 de enero sus guerreros empiezan a escalar los muros de Hosn-el-Akrad. Viéndose perdidos, a los campesinos se les ocurre una estratagema. Abren súbitamente las puertas de la alcazaba y dejan escapar una parte de sus rebaños. Olvidando el combate, todos los frany se abalanzan sobre los animales para apoderarse de ellos. Es tal el desorden en sus filas que los defensores, enardecidos, efectúan una salida y llegan hasta la tienda de Saint-Gilles, donde el jefe franco, abandonado por sus guardias, que también quieren su parte de ganado, se libra por poco de que lo capturen.
Nuestros campesinos están muy satisfechos de su hazaña, pero saben que los sitiadores van a regresar para vengarse. Al día siguiente, cuando Saint-Gilles lanza a sus hombres al asalto de las murallas, no se dejan ver. Los atacantes se preguntan qué nueva artimaña han ideado los campesinos; es la más sabia de todas: han aprovechado la noche para salir sin ruido y desaparecer a lo lejos. En el emplazamiento de Hosn-el-Akrad es donde, cuarenta años después, los frany construirán una de sus más temibles fortalezas. El nombre no cambiará mucho: «Akrad» se deformará en «Krat» y después en «Krac». El «Krac de los caballeros», con su imponente silueta, sigue dominando en el siglo XX la llanura del Bukaya.
En febrero de 1099, la alcazaba se convierte, por unos cuantos días, en el cuartel general de los frany. Se asiste en ella a un espectáculo desconcertante; de todas las ciudades vecinas, e incluso de algunas aldeas, llegan delegaciones, arrastrando tras de sí mulos cargados de oro, de paños y de provisiones. La fragmentación política de Siria es tal que el menor villorrio se comporta como un emirato independiente. Todo el mundo sabe que sólo puede contar con sus propias fuerzas para defenderse y tratar con los invasores. Ningún príncipe, ningún cadí, ningún notable puede realizar el menor gesto de resistencia sin poner en peligro al conjunto de la comunidad. Así pues, se dejan a un lado los sentimientos patrióticos para ir, con sonrisa forzada, a presentar regalos y respetos.
Besa el brazo que no puedes romper y ruega a Dios que lo rompa El
, dice un proverbio local.
Esta sabiduría de la resignación es la que va a dictarle su conducta al emir Yanah ad-Dawla, señor de la ciudad de Homs. Este guerrero reputado por su bravura era, apenas siete meses antes, el más fiel aliado del atabeg Karbuka. Ibn al-Atir especifica que
Yanah ad-Dawla fue el último en huir de Antioquía
. Sin embargo, ya no es momento de celo guerrero o religioso, y el emir se muestra especialmente solícito con Saint-Gilles, ofreciéndole, además de los regalos habituales, gran número de caballos, pues, especifican los embajadores de Homs en tono almibarado, Yanah ad-Dawla se ha enterado de que los caballeros estaban faltos de ellos.