Para él, todo empezó en esos días de angustia en que llegan a Damasco los primeros rumores…
¡Mirad a los frany! Ved con qué encarnizamiento se baten por su religión, mientras que nosotros, los musulmanes, no mostramos ningún ardor por hacer la guerra santa.
S
ALADINO
Llegan los frany
Aquel año empezaron a llegar, una tras otra, informaciones sobre la aparición de tropas de frany procedentes del mar de Mármara en una multitud innumerable. La gente se asustó. El rey Kiliy Arslan, cuyo territorio era el que más cerca estaba de esos frany, confirmó tales informaciones.
«El rey Kiliy Arslan» de quien habla aquí Ibn al-Qalanisi no ha cumplido aún los diecisiete años cuando llegan los invasores. Este joven sultán turco de ojos ligeramente rasgados es el primer dirigente musulmán en tener noticia de su llegada y será a un tiempo el primero que les inflija una derrota y el primero que se deje derrotar por sus temibles caballeros.
Ya en julio de 1096, Kiliy Arslan se entera de que una inmensa multitud de frany está en camino hacia Constantinopla. De entrada, se teme lo peor; naturalmente no tiene idea alguna de los fines reales que persiguen esas gentes, pero, en su opinión, su llegada a Oriente no presagia nada bueno.
El sultanato que gobierna se extiende sobre una gran parte de Asia Menor, un territorio recién arrebatado por los turcos a los griegos. De hecho, el padre de Kiliy Arslan, Suleimán, ha sido el primer turco que se ha apoderado de esa tierra que, muchos siglos después, iba a llamarse Turquía. En Nicea, la capital de ese joven Estado musulmán, las iglesias bizantinas siguen abundando más que las mezquitas. Si bien la guarnición de la ciudad la forman jinetes turcos, la mayoría de la población es griega y Kiliy Arslan no se hace prácticamente ninguna ilusión acerca de los auténticos sentimientos de sus súbditos: para ellos, nunca dejará de ser el jefe de una tropa bárbara. El único soberano al que reconocen, aquel cuyo nombre repiten en voz baja en todas sus oraciones, es el
basileus
Alejo Comneno, emperador de los romanos. En realidad, Alejo sería más bien emperador de los griegos, quienes se proclaman herederos del Imperio romano, rango éste, por otra parte, que le reconocen los árabes, que —tanto en el siglo XI como en el XX— designan a los griegos con el término de rum, «romanos». El dominio conquistado por el padre de Kiliy Arslan a expensas del Imperio griego es llamado, incluso, el sultanato de los rum.
En aquellos tiempos, Alejo es una de las figuras más prestigiosas de Oriente. Este quincuagenario de menguada talla, ojos chispeantes de malicia, barba cuidada, modales elegantes, siempre cubierto de oro y ricos paños azules, tiene verdaderamente fascinado a Kiliy Arslan. Reina en Constantinopla, la fabulosa Bizancio, situada a menos de tres días de marcha de Nicea. Una proximidad que provoca en el joven monarca sentimientos contradictorios. Como todos los guerreros nómadas, sueña con conquistas y pillajes. No le desagrada sentir las legendarias riquezas de Bizancio al alcance de la mano. Pero, al mismo tiempo, se siente amenazado: sabe que Alejo no ha perdido nunca la esperanza de recuperar Nicea, no sólo porque la ciudad ha sido siempre griega, sino sobre todo porque la presencia de guerreros turcos a tan poca distancia de Constantinopla constituye un peligro permanente para la seguridad del Imperio.
Aun cuando el ejército bizantino, dividido desde hace años por crisis internas, fuera capaz de lanzarse solo a una guerra de reconquista, nadie ignora que Alejo siempre puede pedir ayuda a extranjeros. Los bizantinos no han vacilado nunca en recurrir a los servicios de caballeros procedentes de Occidente. Abundan los frany que visitan Oriente: mercenarios de pesadas armaduras o peregrinos rumbo a Palestina. Y, en 1096, no les resultan en modo alguno desconocidos a los musulmanes. Unos veinte años antes —Kiliy Arslan aún no había nacido, pero los ancianos emires de su ejército se lo han contado—, uno de esos aventureros de rubios cabellos, un tal Roussel de Bailleul, que había conseguido fundar un Estado autónomo en Asia Menor, llegó incluso a marchar hacia Constantinopla. Aterrados, los bizantinos no habían tenido más remedio que llamar en su auxilio al padre de Kiliy Arslan, que no había dado crédito a sus oídos cuando un enviado especial del
basileus
le había suplicado que acudiera en su auxilio. Los jinetes turcos se habían dirigido entonces a Constantinopla y habían logrado derrotar a Roussel, por lo que Suleimán había recibido una generosa recompensa en oro, caballos y tierras.
Desde entonces, los bizantinos desconfían de los frany, pero los ejércitos imperiales, siempre faltos de soldados expertos, se ven obligados a reclutar mercenarios; aunque no únicamente frany: bajo las banderas del imperio cristiano abundan los guerreros turcos. Precisamente gracias a congéneres alistados en el ejército bizantino se entera Kiliy Arslan, en julio de 1096, de que miles de frany se están acercando a Constantinopla. El cuadro que le pintan sus informadores lo deja perplejo. Esos occidentales se parecen muy poco a los mercenarios que se suelen ver. Naturalmente, hay entre ellos unos cuantos centenares de caballeros y un número importante de soldados de infantería armados, pero también miles de mujeres, de niños, de ancianos harapientos: diríase una población expulsada de sus tierras por algún invasor. También cuentan que todos ellos llevan, cosidas a la espalda, tiras de tela en forma de cruz.
El joven sultán, a quien le cuesta trabajo calibrar el peligro, pide a sus agentes que doblen la vigilancia y lo tengan continuamente al tanto de cuanto hagan esos nuevos invasores. Por si acaso, manda revisar las fortificaciones de su capital. Las murallas de Nicea, que tienen más de un farsaj (seis mil metros) de largo, están coronadas por doscientas cuarenta torres. Al suroeste de la ciudad, las tranquilas aguas del lago Ascanios constituyen una excelente protección natural.
Sin embargo, en los primeros días de agosto, se concreta la amenaza. Los frany cruzan el Bosforo, escoltados por navíos bizantinos y, a pesar del sol abrasador, avanzan a lo largo de la costa. Por doquier, y aunque se los haya visto saquear a su paso más de una iglesia griega, se los oye clamar que vienen a exterminar a los musulmanes. Su jefe es, al parecer, un ermitaño llamado Pedro. Los informadores calculan su número en unas cuantas decenas de miles, pero nadie sabe decir adonde los conducen sus pasos. Parece que el emperador Alejo ha resuelto instalarlos en Civitot, un campamento que había levantado con anterioridad para otros mercenarios, a menos de un día de marcha de Nicea.
El palacio del sultán es un hervidero enloquecido. Mientras los jinetes turcos están dispuestos, en todo momento, a saltar sobre sus caballos de batalla, se asiste a un continuo ir y venir de espías y de exploradores que informan de los menores movimientos de los frany. Se comenta que, todas las mañanas, estos últimos abandonan el campamento en hordas de varios miles de individuos para ir a forrajear por los alrededores, que saquean algunas casas de labranza e incendian otras antes de regresar a Civitot, donde sus clanes se disputan los frutos de la razzia. No hay nada en ello que pueda resultar realmente escandaloso para los soldados del sultán. Ni tampoco nada que pueda inquietar a su señor. Durante un mes, sigue la misma rutina.
Sin embargo, un día, hacia mediados de septiembre, los frany cambian bruscamente de costumbres. Al no tener ya, sin duda, nada de que apoderarse por los alrededores, han tomado, según se dice, la dirección de Nicea, han cruzado varias aldeas, todas ellas cristianas, y han echado mano de las cosechas que se acababan de entrojar en esta época de recolección, matando despiadadamente a los campesinos que intentaban resistirse. Incluso han quemado vivos, al parecer, a niños de corta edad.
Estos acontecimientos cogen desprevenido a Kiliy Arslan. Cuando le llegan las primeras noticias, los asaltantes ya están ante los muros de su capital, y cuando el sol aún no ha llegado a la línea del horizonte, los ciudadanos ven elevarse el humo de los incendios. El sultán envía al instante una patrulla de soldados de caballería que se enfrentan con los frany, quienes destrozan a los turcos, muy inferiores en número. Sólo unos cuantos supervivientes regresan a Nicea cubiertos de sangre. Kiliy Arslan considera amenazado su prestigio y querría librar la batalla en el acto, pero los emires de su ejército lo disuaden. Pronto va a caer la noche y los frany ya retroceden a toda prisa hacia su campamento. La venganza habrá de esperar.
No por mucho tiempo. Enardecidos, según parece, por su éxito, los occidentales reinciden dos semanas después. Esta vez, el hijo de Suleimán, avisado a tiempo, va siguiendo paso a paso su avance. Una tropa franca, compuesta por algunos caballeros, pero sobre todo por miles de saqueadores andrajosos, toma el camino de Nicea; luego, rodeando la población, se dirige hacia el este y se apodera por sorpresa de la fortaleza de Xerigordon.
El joven sultán se decide. A la cabeza de sus hombres, cabalga a toda velocidad hacia la pequeña plaza fuerte donde, para celebrar la victoria, los frany se están emborrachando, incapaces de imaginar que su destino ya está sellado, ya que Xerigordon encierra una trampa que los soldados de Kiliy Arslan conocen muy bien, pero que estos extranjeros sin experiencia no han sabido descubrir: su aprovisionamiento de agua se halla en el exterior, bastante lejos de las murallas, y los turcos se han apresurado a cortar el acceso. Les basta con tomar posiciones en torno a la fortaleza y no moverse. La sed combate en lugar de ellos.
Para los sitiados comienza un suplicio atroz: llegan a beber la sangre de sus cabalgaduras y su propia orina. Se los ve, en estos primeros días de octubre, mirando desesperadamente el cielo, acechando unas cuantas gotas de lluvia, en vano. Al cabo de una semana, el jefe de la expedición, un caballero llamado Reinaldo, accede a capitular si se le perdona la vida. Kiliy Arslan, que ha exigido que los frany renuncien públicamente a su religión, se sorprende un tanto cuando Reinaldo se dice dispuesto no sólo a convertirse al Islam sino también a luchar junto a los turcos contra sus propios compañeros. A varios de sus amigos, que se han prestado a las mismas exigencias, los envían en cautividad hacia las ciudades de Siria o al Asia Central. A los demás los pasan a cuchillo.
El joven sultán está orgulloso de su hazaña, pero conserva la cabeza fría. Tras haber concedido a sus hombres una pausa para el tradicional reparto del botín, los vuelve a llamar al orden al día siguiente. Es cierto que los frany han perdido cerca de seis mil hombres, pero los que quedan son seis veces más, y es una ocasión inmejorable para librarse de ellos. Para lograr sus fines, decide utilizar la astucia: envía a dos espías, unos griegos, al campamento de Civitot, para anunciar que los hombres de Reinaldo están en excelentes condiciones, que han conseguido apoderarse de la propia Nicea, cuyas riquezas están firmemente decididos a no dejarse disputar por sus correligionarios. Mientras tanto, el ejército turco preparará una gigantesca emboscada.
De hecho, los rumores, cuidadosamente propalados, suscitan en el campamento de Civitot el revuelo previsto. Todos se arremolinan, insultan a Reinaldo y a sus hombres; ya han decidido ponerse en camino sin dilación para participar en el saqueo de Nicea. No obstante, de repente, sin que se sepa muy bien cómo, llega un superviviente de la expedición de Xerigordon y desvela la verdad sobre la suerte de sus compañeros. Los espías de Kiliy Arslan piensan que han fracasado en su misión, puesto que los frany más prudentes recomiendan calma. Pero, una vez pasado el primer momento de consternación, vuelve la agitación. La muchedumbre bulle y vocifera: quiere salir en el acto, no ya para participar en el pillaje sino para «vengar a los mártires». A quienes vacilan los tildan de cobardes. Por fin, los más fanáticos se salen con la suya y se fija la salida para el día siguiente. Han ganado la partida los espías del sultán, cuya treta ha quedado descubierta pero que han logrado sus fines. Mandan decir a su señor que se prepare para el combate.
El 21 de octubre de 1096, al alba, los occidentales salen de su campamento. Kiliy Arslan no está lejos, ha pasado la noche en las colinas próximas a Civitot y sus hombres se mantienen bien ocultos. Desde donde está, puede ver personalmente a lo lejos la columna de los frany que va levantando una nube de polvo. Varios cientos de caballeros, la mayoría sin armadura, avanzan en cabeza, seguidos de una multitud de soldados de infantería en desorden. Llevan caminando menos de una hora cuando el sultán oye acercarse su clamor. El sol, despuntando a su espalda, les da de lleno en el rostro. Conteniendo la respiración, hace señas a sus emires de que estén preparados. Llega el instante fatídico, un gesto apenas perceptible, unas cuantas órdenes cuchicheadas aquí y allá, y ya están los arqueros tensando lentamente los arcos. Bruscamente, surgen en un único y prolongado silbido mil flechas. La mayoría de los caballeros se desploman en los primeros minutos. Luego quedan, a su vez, diezmados los soldados de infantería.
Cuando se entabla la lucha cuerpo a cuerpo, los frany ya retroceden en desbandada. Quienes estaban en la retaguardia han vuelto corriendo hacia el campamento donde los que no combaten se acaban de despertar. Un anciano sacerdote celebra una misa matutina, unas cuantas mujeres preparan la comida. La llegada de los fugitivos con los turcos pisándoles los talones siembra el pánico. Los frany huyen en todas direcciones, a algunos, que han intentado llegar a los bosques vecinos, los cogen en seguida. Otros, más inspirados, se parapetan en una fortaleza abandonada que presenta la ventaja de tener el mar detrás. No queriendo correr riesgos innecesarios, el sultán renuncia a sitiarlos. La flota bizantina, avisada con toda rapidez, acude a liberarlos. De esta forma se van a salvar entre dos mil y tres mil hombres. Pedro el Ermitaño, que se encuentra desde hace unos días en Constantinopla, consigue así salir con vida. Pero sus secuaces tienen menos suerte, a las mujeres más jóvenes las han raptado los jinetes del sultán para repartirlas entre los emires o venderlas en los mercados de esclavos. Algunos muchachos jóvenes corren la misma suerte. A los demás frany, sin duda más de veinte mil, los exterminan.
Kiliy Arslan no cabe en sí de júbilo. Acaba de aniquilar a ese ejército franco del que se decía que era tan temible, y las pérdidas de sus propias tropas son insignificantes. Al contemplar el inmenso botín acumulado a sus pies, cree vivir su más hermoso triunfo.