En septiembre de 1122, Balak logra, mediante un brillante golpe de mano, apoderarse de Jocelin, quien ha sustituido a Balduino II como conde de Edesa. Según Ibn al-Atir,
lo envolvió en una piel de camello que mandó coser y, a continuación, rechazando todas las ofertas de rescate, lo encerró en una fortaleza
. He aquí, pues, tras la desaparición de Roger de Antioquía, otro estado franco que se ha quedado sin jefe. El rey de Jerusalén, preocupado, decide acudir personalmente al norte. Unos caballeros de Edesa lo llevan a visitar el lugar en que ha caído prisionero Jocelin, una zona pantanosa a orillas del Eufrates. Balduino II efectúa una breve visita de inspección y ordena que monten las tiendas para pasar la noche. Al día siguiente, se levanta muy temprano para practicar su deporte favorito, aprendido de los príncipes orientales, la cetrería, cuando, de repente, Balak y sus hombres, que se habían aproximado sin ruido, rodean el campamento. El rey de Jerusalén arroja las armas; a él también lo hacen prisionero.
Aureolado por el prestigio de estas hazañas, Balak hace, en junio de 1123, una entrada triunfal en Alepo. Repitiendo el gesto de Ilghazi, empieza por casarse con la hija de Ridwan y, luego, emprende, sin perder un momento y sin sufrir un solo revés, la reconquista sistemática de las posesiones francas que rodean la ciudad. La habilidad militar de este emir turco de cuarenta años, su espíritu de decisión, su rechazo de todo pacto con los frany, su sobriedad así como su historial de victorias sucesivas contrastan con la desconcertante mediocridad de los otros príncipes musulmanes.
Una ciudad en particular ve en él a su salvador providencial: Tiro, sitiada de nuevo por los frany a pesar de la captura de su rey. La situación de los defensores resulta mucho más delicada de lo que era durante su victoriosa resistencia, doce años antes, pues los occidentales controlan, en esta ocasión, el mar. En efecto, en la primavera de 1123, ha aparecido frente a las costas palestinas, una imponente escuadra veneciana de más de ciento veinte navíos. Nada más llegar, ha logrado coger por sorpresa a la flota egipcia anclada en Ascalón y destruirla. En febrero de 1124, tras haber firmado un acuerdo con Jerusalén sobre el reparto del botín, los venecianos han iniciado el bloqueo del puerto de Tiro mientras el ejército franco instalaba su campamento al este de la ciudad. Así pues, las perspectivas no son buenas para los sitiados. En verdad, los tirios luchan encarnizadamente. Una noche, por ejemplo, un grupo de excelentes nadadores se desliza hasta un navío veneciano, que está de guardia a la entrada del puerto y consiguen arrastrarlo hacia la ciudad donde lo desarman y destruyen. Pero, a pesar de tales proezas, las posibilidades de éxito son mínimas. La derrota de la armada fatimita hace imposible cualquier auxilio por vía marítima. Además, el avituallamiento de agua potable resulta difícil. Tiro —es su principal punto débil— no tiene ningún manantial dentro de sus muros. En tiempo de paz, el agua dulce llega del exterior por una canalización. En caso de guerras, la ciudad cuenta con sus aljibes y con un abundante aprovisionamiento por medio de barcas pequeñas. El rigor del bloqueo veneciano impide este recurso. Si el cerco no se afloja, al cabo de unos meses la capitulación será inevitable.
Al no esperar nada de los egipcios, sus habituales protectores, los defensores vuelven la vista hacia el héroe del momento, Balak. En ese momento el emir está sitiando una fortaleza de la región de Alepo, Manbiy, donde uno de sus vasallos se ha rebelado. Cuando le llega la llamada de los tirios, decide inmediatamente —cuenta Kamal al-Din— encomendar a uno de sus lugartenientes el asedio y acudir personalmente en ayuda de Tiro. El 6 de mayo de 1124, antes de ponerse en camino, efectúa una última ronda de inspección.
Con el casco en la cabeza y el escudo en el brazo —prosigue el cronista de Alepo—, se acercó Balak a la fortaleza de Manbiy para elegir el sitio en que dispondría los almajaneques. Mientras daba las órdenes, lo alcanzó por debajo de la clavícula izquierda una flecha procedente de las murallas. Se arrancó él mismo el dardo y, escupiendo en él con desprecio, murmuró: «¡Este golpe será mortal para todos los musulmanes!» Luego expiró.
Decía la verdad. En cuanto llega a Tiro la noticia de su muerte, los habitantes se desaniman y ya no piensan más que en negociar las condiciones de la rendición.
El 7 de julio de 1124
—cuenta Ibn al-Qalanisi—,
salieron entre dos filas de soldados, sin que los importunaran los frany. Todos los militares y los civiles salieron de la ciudad, donde no quedaron más que los lisiados. Algunos exiliados fueron a Damasco, los demás se dispersaron por la región
.
Si bien se ha podido evitar el baño de sangre, la admirable resistencia de los tirios concluye en medio de la humillación.
No serán los únicos que sufran las consecuencias de la desaparición de Balak. En Alepo el poder pasa a Tinurtash, el hijo de Ilghazi, un joven de diecinueve años
interesado sólo
—según Ibn al-Atir—
en divertirse, que se apresuró a dejar Alepo para ir a su ciudad de origen, Mardin, porque le parecía que en Siria había demasiadas guerras con los frany
. No contento con abandonar su capital, el incapaz Timurtash se apresura a dejar en libertad al rey de Jerusalén a cambio de veinte mil dinares. Le regala ropa de gala, un gorro de oro y unas botas con adornos e, incluso, le devuelve el caballo que Balak le había quitado el día de su captura, comportamiento principesco, sin duda, pero totalmente irresponsable pues, unas semanas después de su liberación, Balduino II llega a las puertas de Alepo con la firme intención de apoderarse de ella.
La defensa de la ciudad recae por completo en Ibn al-Jashab, que sólo dispone de unos cuantos cientos de hombres armados. El cadí, que ve miles de combatientes en torno a su ciudad, envía un mensajero al hijo de Ilghazi. Jugándose la vida, el emisario cruza de noche las líneas enemigas. Una vez en Mardin, se presenta en el diván del emir y le suplica insistentemente que no abandone a Alepo. Pero Timurtash, tan desvergonzado como cobarde, ordena que metan en la cárcel al mensajero cuyas quejas lo importunan.
Ibn al-Jashab vuelve entonces la mirada hacia otro salvador, al-Borsoki, un anciano militar turco que acaba de recibir el nombramiento de gobernador de Mosul. Conocido por su rectitud y su celo religioso, pero también por su habilidad política y su ambición, al-Borsoki, acepta en seguida la invitación que le envía el cadí y se pone inmediatamente en camino. Su llegada, en enero de 1125, ante la ciudad sitiada sorprende a los frany que huyen abandonando sus tiendas. Ibn al-Jashab se apresura a salir al encuentro de al-Borsoki para invitarlo a perseguirlos, pero el emir está cansado de haber cabalgado tanto y, sobre todo, está ansioso por visitar su nueva posesión. Igual que Ilghazi cinco años antes, no se atreverá a aprovechar su ventaja y dará al enemigo tiempo para recuperarse. Pero su intervención reviste una importancia considerable, ya que la unión que se efectúa en 1125 entre Alepo y Mosul va a convertirse en el núcleo de un poderoso Estado, que pronto podrá replicar con éxito a la arrogancia de los frany.
Es sabido que, gracias a su tenacidad y a su asombrosa perspicacia, Ibn al-Jashab no sólo ha salvado a su ciudad de la ocupación, sino que también ha contribuido, más que cualquier otro, a preparar el camino de los grandes dirigentes del yihad contra los invasores. Sin embargo, el cadí no verá la llegada de estos dirigentes. Un día del verano de 1125, cuando salía de la mezquita mayor de Alepo tras la oración del mediodía, se le echa encima un hombre disfrazado de asceta y le clava un puñal en el pecho. Es la venganza de los asesinos. Ibn al-Jashab había sido el adversario más encarnizado de la secta, había hecho correr a raudales la sangre de sus adeptos y nunca se había arrepentido de ello. No podía ignorar, pues, que acabaría pagando con la vida. Desde hacía un tercio de siglo, ningún enemigo de los asesinos había logrado escapar.
Esta secta, la más temible de todos los tiempos, la había creado en 1090 un hombre de vasta cultura, sensible a la poesía, de espíritu curioso y al tanto de los últimos adelantos de las ciencias. Hasan as-Sabbah había nacido hacia 1048 en la ciudad de Rayy, muy cerca del lugar en que se fundará, unos decenios después, la población de Teherán. ¿Fue, como pretende la leyenda, el compañero inseparable de juventud del poeta Umar al-Jayyam, muy aficionado también a las matemáticas y a la astronomía? No se sabe a ciencia cierta; aunque se conocen con exactitud las circunstancias que llevaron a este hombre brillante a consagrar su vida a organizar la secta.
Cuando nació Hasan, la doctrina chiita, a la que se adherirá, era dominante en el Asia musulmana. Siria pertenecía a los fatimitas de Egipto y otra dinastía, la de los boneyhidas, controlaba Persia y le decía lo que tenía que hacer al califa abasida en pleno corazón de Bagdad. Pero, durante la juventud de Hasan, la situación había cambiado por completo. Los selyúcidas, defensores de la ortodoxia sunní, se han apoderado de toda la región. El chiismo, antaño triunfante, no era por entonces sino una doctrina apenas tolerada y, a menudo, perseguida.
Hasan, que se mueve en un ambiente de religiosos persas, se rebela contra esta situación. Hacia 1071, decide ir a afincarse en Egipto, último bastión del chiismo. Pero lo que se encuentra en el país del Nilo no es nada halagüeño. El anciano califa fatimita al-Mustanzir es más fantoche todavía que su rival abasida; ya no se atreve a salir de su palacio sin pedirle permiso a su visir armenio, Badr al-Yamali, padre y predecesor de al-Afdal. Hasan encuentra en El Cairo a muchos integristas religiosos que comparten sus aprensiones y desean, como él, reformar el califato chiita y vengarse de los selyúcidas.
Pronto toma forma un auténtico movimiento que tiene por jefe a Nizar, el hijo mayor del califa. Tan piadoso como valiente, el heredero fatimita no tiene deseo alguno de entregarse a los placeres de la corte ni de desempeñar el papel de marioneta en manos de un visir. Cuando muera su anciano padre, cosa que no puede tardar en suceder, ha de ocupar su puesto y, con la colaboración de Hasan y sus amigos, garantizar a los chiitas una nueva edad de oro. Se ultima un minucioso plan cuyo principal artífice es Hasan. El militante persa irá a afincarse en el corazón del imperio selyúcida para prepararle el terreno a la reconquista que Nizar no dejará de emprender cuando llegue al trono.
Hasan triunfa mucho más de lo que se podía esperar, pero con métodos muy distintos de los que imaginaba el virtuoso Nizar. En 1090 toma por sorpresa la fortaleza de Alamut, ese «nido de águila» situado en la sierra de Elburz, cerca del mar Caspio, en una zona prácticamente inexpugnable. Al disponer de este modo de un santuario inviolable, Hasan empieza a poner en pie una organización político-religiosa cuya eficacia y espíritu de disciplina no tendrán igual en la historia.
A los adeptos se los clasifica según su nivel de instrucción, de fiabilidad y de valor, desde los novicios hasta el gran maestre. Asisten a clases intensivas de adoctrinamiento así como a un entrenamiento físico. El arma favorita de Hasan para aterrar a sus enemigos es el crimen. A los miembros de la secta se los envía individualmente o, las menos veces, en pequeños equipos, con la misión de matar a determinada personalidad. Generalmente se disfrazan de mercenarios o de ascetas, transitan por la ciudad en la que ha de perpetrarse el crimen, se familiarizan con los lugares y las costumbres de sus víctimas y, luego, una vez que el plan está a punto, golpean. Pero, si bien los preparativos se desarrollan en el mayor secreto, la ejecución ha de llevarse a cabo necesariamente en público, ante la mayor cantidad posible de gente. Por eso, el lugar predilecto es la mezquita y el día preferido el viernes, por lo general a mediodía. Para Hasan, el crimen no es un simple medio de quitarse de encima a un adversario; es, ante todo, una doble lección que hay que dar en público: el castigo de la víctima y el sacrificio heroico del adepto ejecutor, llamado «fedai», es decir «comando suicida», porque casi siempre lo matan en el acto.
La serenidad con que los miembros de la secta aceptaban dejarse matar hizo creer a los contemporáneos que estaban drogados con hachís, lo que les valió el sobrenombre de «hashishiyun» o «hashashin», una palabra que se va a deformar en «asesino» y que no tardará en convertirse, en muchas lenguas, en un nombre común. La hipótesis es plausible pero, en todo lo concerniente a la secta, es difícil distinguir la realidad de la leyenda. ¿Empujaba Hasan a los adeptos a drogarse para procurarles la sensación de hallarse durante un momento en el paraíso y animarlos así al martirio? ¿Intentaba, más prosaicamente, acostumbrarlos a algún narcótico para tenerlos constantemente a su merced? ¿Les daba, sencillamente, un euforizante para que no flaquearan en el momento del asesinato? ¿Contaba con su fe ciega? Sea cual fuere la respuesta, sólo por el hecho de plantear tales hipótesis se está rindiendo homenaje a la excepcional capacidad de organización de Hasan.
Su éxito es, además, fulminante. El primer crimen, ejecutado en 1092, dos años después de la fundación de la secta, es, por sí solo, una epopeya. Los selyúcidas están entonces en el apogeo de su poderío. Ahora bien, el pilar de su imperio, el hombre que ha organizado durante treinta años el dominio conquistado por los guerreros turcos en un auténtico estado artífice del renacimiento del poder sunní y de la lucha contra el chiismo, es un anciano visir cuyo nombre basta para evocar su obra: Nizam al-Mulk, el «Orden del Reino». El 14 de octubre de 1092, un adepto de Hasan le asesta una puñalada.
Cuando asesinaron a Nizam al-Mulk
—dice Ibn al-Atir—,
se desintegró el Estado
. De hecho, el imperio selyúcida jamás volverá a recobrar su unidad, su historia ya no estará jalonada de conquistas sino de interminables guerras de sucesión. Misión cumplida, habría podido decir Hasan a sus camaradas de Egipto. En lo sucesivo, está abierto el camino para una reconquista fatimita. Ahora le toca actuar a Nizar; pero, en El Cairo, la insurrección no prospera. Al-Afdal, que hereda el visirato de su padre en 1094, aplasta despiadadamente a los amigos de Nizar, al que empareda vivo.
Por esta razón, Hasan se encuentra ante una situación imprevista. No ha renunciado al resurgimiento del califato chiita, pero sabe que hará falta tiempo; en consecuencia, modifica su estrategia: mientras prosigue su labor de zapa contra el Islam oficial y sus representantes religiosos y políticos, se esfuerza por encontrar, a partir de ese momento, un lugar de implantación para constituir un feudo autónomo. ¿Y qué región podría ofrecer mejores perspectivas que Siria, fragmentada en esa multitud de estados minúsculos y rivales? A la secta le bastaría con introducirse allí, con enemistar a una ciudad con otra, a un emir con sus hermanos para poder sobrevivir hasta que el califato fatimita saliera de su sopor.