Las cenizas de Ángela (34 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Las cenizas de Ángela
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No puedo quedarme en casa para siempre, y mamá vuelve a llevarme en noviembre a la Escuela Leamy. El señor O'Halloran, el nuevo director, dice que lo siente, que he perdido más de dos meses de escuela y que tengo que volver al quinto curso. Mamá dice que seguro que estoy preparado para el sexto curso.

—Al fin y al cabo, sólo ha perdido unas semanas —dice.

El señor O'Halloran dice que lo siente mucho y que me lleve al aula de al lado, a la clase del señor O'Dea.

Mientras vamos por el pasillo digo a mamá que no quiero estar en el quinto curso. Malachy está en esa clase y yo no quiero estar en clase con mi hermano, que es un año menor que yo. Ya recibí la Confirmación el año pasado. Él no. Yo soy mayor. Ya no soy más grande que él por culpa del tifus, pero soy mayor.

—No te vas a morir por eso —dice mamá.

A ella no le importa, y a mí me vuelven a meter en esa clase con Malachy y sé que todos sus amigos están riéndose de mí porque he perdido curso. El señor O'Dea me hace sentarme en la primera fila y me dice que me quite de la cara esa expresión amarga o sentiré la punta de su palmeta de fresno.

Entonces sucede un milagro, todo gracias a San Francisco de Asís, mi santo favorito, y a Nuestro Señor en persona. Ese primer día de vuelta a la escuela me encuentro un penique en la calle y quiero ir corriendo a la tienda de Kathleen O'Connell para comprarme una tableta grande de
toffee
Cleeves, pero no puedo correr porque todavía tengo débiles las piernas, y a veces tengo que apoyarme en una pared. Deseo desesperadamente el
toffee
Cleeves, pero también deseo desesperadamente salir de la clase de quinto curso.

Sé que tendré que acudir a la estatua de San Francisco de Asís. Es el único que me querrá escuchar, pero está en la otra punta de Limerick y tardo una hora en llegar allí, sentándome en los escalones, apoyándome en las paredes. Ponerle una vela cuesta un penique, y yo me pregunto si podría ponerle la vela y guardarme el penique. No, San Francisco se enteraría. Ama a las aves del cielo y a los peces del río, pero no es tonto. Enciendo la vela, me arrodillo ante su estatua y le suplico que me saque de la clase de quinto curso donde me han metido con mi hermano, que seguramente está paseándose ahora por el callejón presumiendo de que su hermano mayor ha perdido curso. San Francisco no dice una sola palabra, pero sé que me está escuchando y sé que me sacará de esa clase. Es lo menos que puede hacer después de todo el trabajo que me ha costado llegar hasta su estatua, sentándome en los escalones, apoyándome en las paredes, cuando podría haber ido a la iglesia de San José y haber puesto una vela a la Florecilla o al propio Sagrado Corazón de Jesús. ¿De qué me sirve llevar su nombre si me va a abandonar en los momentos de necesidad?

Tengo que estar en la clase del señor O'Dea escuchando el catecismo y todo lo demás que enseñó el año pasado. Me gustaría levantar la mano y responder a las preguntas, pero él me dice: «Cállate, deja que responda tu hermano». Les pone problemas de aritmética y me encarga a mí que se los corrija. Les hace dictados en irlandés y me hace a mí corregir lo que han escrito. Después me encarga a mí que escriba redacciones especiales y me las hace leer ante toda la clase para que vean todo lo que aprendí de él el año pasado. Dice a la clase:

—Frank McCourt va a enseñaros lo bien que aprendió a escribir en esta clase el año pasado. Va a escribir una redacción sobre Nuestro Señor, ¿verdad, McCourt? Va a decirnos qué habría pasado si Nuestro Señor se hubiera criado en Limerick, que tiene la Archicofradía de la Sagrada Familia y que es la ciudad más santa de Irlanda. Sabemos que si Nuestro Señor se hubiera criado en Limerick no lo habrían crucificado, porque las gentes de Limerick han sido siempre buenos católicos y nada partidarios de las crucifixiones. De modo que, McCourt, escribe esa redacción en tu casa y tráela mañana.

Papá dice que el señor O'Dea tiene mucha imaginación, pero que Nuestro Señor ya sufrió bastante en la cruz para que encima tuviese que estar en Limerick con toda la humedad del río Shannon. Se pone la gorra y sale a dar un largo paseo, y tengo que pensar yo solo en Nuestro Señor y me pregunto qué voy a escribir en la redacción de mañana.

Al día siguiente, el señor O'Dea dice:

—Muy bien, McCourt, lee tu redacción a la clase.

—El nombre de mi redacción es...

—El título, McCourt, el título.

—El título de mi redacción es: «Jesús y el tiempo».

—¿Qué?

—«Jesús y el tiempo».

—Está bien, léela.

—Ésta es mi redacción:

«No creo que a Jesús, que es Nuestro Señor, le hubiese gustado el tiempo de Limerick, porque siempre está lloviendo y la ciudad está siempre húmeda por el Shannon. Mi padre dice que el Shannon es un río asesino porque mató a mis dos hermanos. En los retratos de Jesús siempre se le ve andando por el antiguo Israel con una sábana. Allí no llueve nunca y no se oye decir que nadie tosa ni que a nadie le dé la tisis ni nada por el estilo, y allí nadie tiene trabajo porque lo único que hacen es estar por ahí, comer maná, sacudir el puño y asistir a las crucifixiones.

»Siempre que Jesús tenía hambre lo único que tenía que hacer era ir andando por el camino hasta que encontraba una higuera o un naranjo y comer hasta hartarse. Si quería tomarse una pinta, movía la mano sobre un vaso grande y aparecía la pinta. O podía visitar a María Magdalena y a la hermana de ésta, Marta, y le daban de comer sin rechistar y le lavaban los pies y se los secaban con el pelo de María Magdalena mientras Marta fregaba los platos, lo que me parece injusto. ¿Por qué tenía que fregar ella los platos mientras su hermana se quedaba sentada charlando con Nuestro Señor? Es una buena cosa que Jesús decidiera nacer judío en esa tierra caliente, porque si hubiera nacido en Limerick habría cogido la tisis y se habría muerto en un mes, y no habría Iglesia Católica, y no habría Comunión ni Confirmación y no tendríamos que aprendernos el catecismo ni escribir redacciones sobre Él. Fin.»

El señor O'Dea se queda callado y me dirige una mirada rara, y yo me inquieto, porque cuando se queda callado de ese modo eso significa que alguien va a sufrir.

—¿Quién te ha escrito esa redacción, McCourt? —pregunta.

—Yo, señor.

—¿Te ha escrito tu padre esa redacción?

—No, señor.

—Ven conmigo, McCourt.

Salgo del aula detrás de él y vamos por el pasillo al despacho del director. El señor O'Dea le enseña mi redacción, y el señor O'Halloran me dirige también una mirada rara.

—¿Has escrito tú esta redacción?

—Sí, señor.

Me sacan de la clase de quinto curso y me ponen en la clase de sexto curso del señor O'Halloran, con todos los chicos que conozco: Paddy Clohessy, Fintan Slattery, «Quigley el Preguntas»; y aquel día, a la salida de clase, sé que tengo que volver a presentarme ante la estatua de San Francisco de Asís para darle gracias, aunque todavía tengo las piernas débiles del tifus y tengo que sentarme en los escalones y apoyarme en las paredes, y me pregunto si ha sido porque he dicho algo bueno en esa redacción o porque he dicho algo malo.

El señor Thomas L. O'Halloran imparte clases a tres cursos en una misma aula, al sexto curso, al séptimo y al octavo. Tiene la cara del presidente Roosevelt y lleva gafas con montura de oro. Lleva trajes azul marino o grises, y lleva una leontina de oro que le cuelga sobre el vientre, de un bolsillo del chaleco a otro. Lo llamamos «Saltarín», porque tiene una pierna más corta que la otra y da saltitos al andar. Él sabe que lo llamamos así y dice:

—Sí, soy «Saltarín», y os saltaré encima.

Lleva un palo largo, un puntero, y si no le prestas atención o si le das una respuesta estúpida te da tres palmetazos en cada mano o te azota en las piernas por detrás. Nos hace aprenderlo todo de memoria, todo, y por eso es el maestro más duro de la escuela. Admira a los Estados Unidos y nos hace aprendernos los nombres de todos los Estados en orden alfabético. Nos prepara en su casa tablas de gramática irlandesa, de historia irlandesa y de álgebra, las coloca en un caballete y nosotros tenemos que recitar juntos los casos, las conjugaciones y las declinaciones del irlandés, los nombres y las batallas célebres, las proporciones, la regla de tres, las ecuaciones. Tenemos que sabernos todas las fechas importantes de la historia irlandesa. Nos dice qué es lo importante y por qué lo es. Ningún maestro nos había explicado antes los porqués. Si preguntabas por qué, te pegaban en la cabeza. «Saltarín» no nos llama idiotas y si se le hace una pregunta no le da un ataque de rabia. Es el único maestro que se detiene a decir:

—¿Entendéis lo que estoy diciendo? ¿Queréis hacer alguna pregunta?

Todos nos quedamos impresionados cuando dice que la batalla de Kinsale, en mil seiscientos uno, fue el momento más triste de la historia irlandesa, una batalla muy reñida en la que ambos bandos cometieron actos de crueldad y atrocidades.

¿Actos de crueldad en ambos bandos? ¿En el bando irlandés? ¿Cómo puede ser? Todos los demás maestros nos habían dicho que los irlandeses siempre lucharon con nobleza, que siempre lucharon de forma limpia. Recita unos versos que nos hace aprender:

Salieron al combate pero siempre cayeron.

Tenían los ojos fijos sobre los hoscos escudos.

Lucharon con nobleza y valor, pero no con maña,

Y cayeron con el corazón herido por un hechizo sutil.

Si perdieron sería por culpa de los traidores y de los delatores. Pero yo quiero enterarme de lo de las atrocidades irlandesas.

—Señor, ¿cometieron atrocidades los irlandeses en la batalla de Kinsale?

—Sí, en efecto. Cuentan las crónicas que mataron a algunos prisioneros, pero no fueron peores ni mejores que los ingleses.

El señor O'Halloran no puede mentir. Es el director. Durante todos estos años nos han estado diciendo que los irlandeses eran siempre nobles y que pronunciaban discursos valerosos cuando los ingleses iban a ahorcarlos. Ahora, O'Halloran «el Saltarín» está diciendo que los irlandeses hicieron cosas malas. Ya sólo falta que diga que los ingleses hicieron cosas buenas. Dice:

—Tenéis que estudiar y que aprender para poder llegar a vuestras propias conclusiones sobre la Historia y sobre todo lo demás, pero no podéis llegar a conclusiones si tenéis la mente vacía. Amueblaos la mente, amueblaos la mente. Es vuestro tesoro, y nadie en el mundo puede entrometerse en ella. Si os tocase la lotería y os compraseis una casa que necesitase muebles, ¿la llenaríais de trastos viejos de la basura? Vuestra mente es vuestra casa, y si la llenáis de basura de los cines se os pudrirá en la cabeza. Podéis ser pobres, podéis tener rotos los zapatos, pero vuestra mente es un palacio.

Nos hace salir uno a uno al frente y nos mira los zapatos. Nos pregunta por qué los tenemos rotos o por qué no tenemos zapatos siquiera. Dice que esto es una vergüenza y que va a organizar una rifa para ganar algo de dinero y para que podamos tener botas fuertes y calientes para el invierno. Nos da tacos de papeletas y nosotros invadimos todo Limerick a vender papeletas para el fondo de botas de la Escuela Leamy, un primer premio de cinco libras y cinco premios de una libra cada uno. Once niños que no tenían botas reciben botas nuevas. Malachy y yo no recibimos botas porque tenemos zapatos, aunque las suelas están desgastadas, y nos preguntamos por qué nos hemos recorrido todo Limerick vendiendo papeletas para que otros niños puedan recibir botas. Fintan Slattery dice que haciendo obras de caridad ganamos indulgencias plenarias, y Paddy Clohessy le dice:

—Fintan, vete a cagar, ¿quieres?

Cuando papá hace la cosa mala yo lo sé. Sé cuándo se bebe el dinero del paro y mamá está desesperada y tiene que ir a pedir limosna a la Conferencia de San Vicente de Paúl y pedir fiado en la tienda de Kathleen O'Connell, pero yo no quiero apartarme de él y correr al lado de mamá. ¿Cómo podría hacerlo cuando estoy despierto con él todas las mañanas mientras todo el mundo duerme? Enciende el fuego, prepara el té y canta solo o me lee el periódico en un susurro para no despertar al resto de la familia. Mikey Molloy me robó a Cuchulain, el Ángel del Séptimo Peldaño se ha marchado a otra parte, pero por la mañana mi padre sigue siendo mío. Compra temprano el
Irish Press
y me habla de lo que pasa por el mundo, de Hitler, de Mussolini, de Franco. Dice que esta guerra no nos importa porque los ingleses están naciendo de las suyas otra vez. Me habla del gran Roosevelt que está en Washington y del gran De Valera que está en Dublín. Por la mañana tenemos el mundo entero para nosotros solos y nunca me dice que tengo que morir por Irlanda. Me habla de los tiempos antiguos en Irlanda cuando los ingleses no dejaban a los católicos tener escuelas porque querían que la gente siguiera siendo ignorante; me cuenta que los niños católicos se reunían en escuelas clandestinas entre los setos de las partes más remotas del campo y aprendían inglés, irlandés, latín y griego. A la gente le gustaba la cultura. Les gustaban los relatos y las poesías, aunque nada de ello sirviera para encontrar trabajo. Los hombres, las mujeres y los niños se reunían en las zanjas para escuchar a aquellos grandes maestros y todos se asombraban de cuántas cosas podía tener un hombre dentro de la cabeza. Los maestros se jugaban la vida de zanja en zanja y de seto en seto, porque si los ingleses los pillaban enseñando podían deportarlos al extranjero o hacerles algo peor. Me dice que ir a la escuela es fácil en nuestros tiempos, pues no hay que sentarse en una zanja a aprenderse las cuentas o la gloriosa historia de Irlanda. Yo debo ser bueno en la escuela y algún día volveré a América y encontraré un trabajo de oficina y estaré sentado en un escritorio con dos plumas estilográficas en el bolsillo, una roja y otra azul, tomando decisiones. No me mojaré cuando llueva y llevaré traje y zapatos y viviré en una casa caldeada, ¿y qué más puede desear un hombre? Dice que en América se puede hacer cualquier cosa, que es la tierra de las oportunidades. Puedes ser pescador en Maine o granjero en California. América no es como Limerick, que es un sitio gris con un río que mata.

Cuando tienes a tu padre para ti solo junto al fuego por la mañana no necesitas a Cuchulain ni al Ángel del Séptimo Peldaño ni nada más.

Por la noche nos ayuda con los deberes. Mamá dice que en América los llaman las tareas, pero aquí son los deberes, las cuentas, la gramática inglesa, el irlandés, la historia. No nos puede ayudar con el irlandés porque él es del Norte y no habla la lengua del país. Malachy se ofrece a enseñarle todas las palabras irlandesas que sabe, pero papá dice que es demasiado tarde, que él es ya perro viejo para aprender cosas nuevas. Antes de acostarnos nos sentamos alrededor del fuego y si le decimos «Papá, cuéntanos un cuento» él se inventa un cuento que trata de alguien del callejón y el cuento nos lleva por todo el mundo, por los aires, bajo el mar y de vuelta al callejón. Todos los que salen en el cuento son de un color diferente, y todo está patas arriba y al revés. Los automóviles y los aviones van por debajo del agua y los submarinos vuelan por el aire. Los tiburones se posan en los árboles y los salmones gigantes juegan en la luna con los canguros. Los osos polares luchan con los elefantes en Australia y los pingüinos enseñan a los zulúes a tocar la gaita. Después del cuento, nos lleva al piso de arriba y se arrodilla a nuestro lado mientras rezamos. Rezamos el Padrenuestro y tres Avemarias y decimos: «Dios bendiga al Papa, Dios bendiga a mamá, Dios bendiga a nuestra hermana y a hermanos difuntos, Dios bendiga a Irlanda, Dios bendiga a De Valera y Dios bendiga a cualquiera que dé trabajo a papá». Después nos dice:

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