Las cenizas de Ángela (37 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Las cenizas de Ángela
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Bridey dice que no importa el acento que pueda tener un irlandés, pues nunca olvidará lo que nos hicieron los ingleses durante ochocientos largos años.

Sabemos cómo son los sábados en el callejón. Sabemos que algunas familias, como los Downes, que viven enfrente, reciben pronto el telegrama porque el señor Downes es un hombre formal que sabe tomarse una pinta o dos los viernes e irse a acostar después. Sabemos que los hombres como él van corriendo a la oficina de correos en cuanto cobran para que sus familias no pasen ni un minuto de espera ni de angustia. Los hombres como el señor Downey envían a sus hijos insignias de la RAF en forma de alas para que las lleven en el abrigo. Eso es lo que queremos nosotros y se lo encargamos a papá antes de que se marchara: «No te olvides de las insignias de la RAF, papá».

Vemos a los chicos de telégrafos que entran por el callejón en sus bicicletas. Son unos chicos de telégrafos contentos, porque las propinas que les dan en los callejones son mucho mayores que las que les puedan dar en las calles y en las avenidas elegantes, donde la gente rica te escatima el vapor que echa cuando mea.

Las familias que reciben los telegramas a primera hora tienen un aire satisfecho. Tienen todo el sábado por delante para disfrutar del dinero. Irán de compras, comerán, tendrán todo el día para pensar en lo que harán por la noche, y eso es casi igual de bueno que hacerlo, porque la noche del sábado, cuando se tienen unos chelines en el bolsillo, es la noche más deliciosa de la semana.

Hay familias que no reciben el telegrama cada semana, y se conocen por su aspecto angustiado. La señora Meagher lleva dos meses esperando en la puerta de su casa cada sábado. Mi madre dice que se moriría de vergüenza de esperar así en la puerta. Todos los niños juegan en el callejón y están atentos al chico de telégrafos.

—Oye, chico de telégrafos, ¿tienes algo para Meagher?

Y cuando él les dice que no, ellos dicen:

—¿Estás seguro?

Y él les responde:

—Claro que estoy seguro; yo sé lo que llevo en la jodida cartera.

Todos saben que los chicos de telégrafos dejan de llegar cuando tocan al Ángelus a las seis, y la caída de la tarde llena de desesperación a las mujeres y a los niños.

—Chico de telégrafos, ¿quieres mirar otra vez en tu cartera? Por favor. Ay, Dios.

—Ya he mirado. No hay nada para ustedes.

—Ay, Dios, míralo, por favor. Nos llamamos Meagher. ¿Quieres mirar?

—Sé de sobra que se llaman Meagher, y lo he mirado.

Los niños intentan arañarlo y él, subido en su bicicleta, les tira patadas.

—Jesús, ¿queréis dejarme en paz?

Cuando tocan al Ángelus a las seis de la tarde termina la jornada. Los que han recibido los telegramas están cenando con la luz eléctrica encendida, y los que no han recibido los telegramas tienen que encender velas e ir a ver si Kathleen O'Connell les puede fiar té y pan hasta la semana siguiente, cuando sin duda, con la ayuda de Dios y de Su Santa Madre, llegará el telegrama.

El señor Meehan, de la casa de lo alto del callejón, se fue a Inglaterra con papá, y cuando el chico de telégrafos se pasa por casa de los Meehan sabemos que después nos tocará a nosotros. Mamá tiene preparado el abrigo para ir a la oficina de correos, pero no está dispuesta a moverse de la silla junto al fuego en Italia hasta que tenga en la mano el telegrama. El chico de telégrafos baja en bicicleta por el callejón y para ante la casa de los Downes. Les entrega su telegrama, recibe su propina y da la vuelta a la bicicleta para volver a subir hasta lo alto del callejón. Malachy lo llama:

—Chico de telégrafos, ¿tienes algo para McCourt? El nuestro llega hoy.

El chico de telégrafos niega con la cabeza y se aleja en su bicicleta.

Mamá da caladas a su Woodbine.

—Bueno, tenemos todo el día por delante, pero me gustaría hacer algunas compras pronto antes de que se acaben los mejores jamones en la carnicería de Barry.

Ella no puede apartarse del fuego y nosotros no podemos apartarnos del callejón por miedo a que viniera el chico de telégrafos y no encontrase a nadie en casa. Entonces tendríamos que esperar al lunes para cobrar el giro, y eso nos estropearía del todo el fin de semana. Tendríamos que ver a los Meehan y a todos los demás pasearse con su ropa nueva y volver a sus casas cargados de huevos, de patatas y de salchichas para el domingo y marcharse alegremente al cine el sábado por la noche. No, no podemos movernos ni un centímetro hasta que llegue ese chico de telégrafos. Mamá dice que no hay que preocuparse demasiado entre el mediodía y las dos de la tarde, porque muchos chicos de telégrafos van a comer y seguramente habrá mucho movimiento entre las dos y el Ángelus. No tenemos nada de qué preocuparnos hasta las seis. Detenemos a todos los chicos de telégrafos. Les decimos que nos llamamos McCourt, que estamos esperando nuestro primer telegrama, que debe de ser de tres libras o más, que quizás se hayan olvidado de poner el nombre o la dirección. «¿Estás seguro? ¿Estás seguro?». Uno de los chicos nos dice que preguntará en la oficina de correos. Dice que sabe lo que es esperar el telegrama, porque su propio padre es un mierda borracho que se fue a Inglaterra y no les ha mandado nunca ni un penique. Mamá lo oye desde dentro de casa y nos dice que no debemos hablar así nunca de nuestro padre. El mismo chico de telégrafos vuelve poco antes del Ángelus de las seis y nos dice que preguntó a la señora O'Connell en la oficina de correos si tenían algo para McCourt en todo el día y no lo tenían. Mamá se vuelve a las cenizas muertas del fuego y aspira el último resto de la colilla del Woodbine que sujeta entre el pulgar marrón y el dedo medio, quemado. Michael, que sólo tiene cinco años y no entenderá nada hasta que tenga once años como yo, pregunta si vamos a comer esta noche pescado frito con patatas fritas, porque tiene hambre.

—La semana que viene, cariño —dice mamá, y él vuelve a salir a jugar al callejón.

Uno no sabe qué hacer cuando no llega el primer telegrama. No te puedes pasar toda la noche jugando en el callejón con tus hermanos porque todo el mundo ha vuelto a su casa y te daría vergüenza quedarte en el callejón para sufrir el tormento del olor de las salchichas y de la panceta y del pan frito. No quieres ver la luz eléctrica que sale de las ventanas cuando es de noche y no quieres oír las noticias de la BBC o de Radio Eireann en la radio de los demás. La señora Meagher y sus hijos han vuelto a su casa y sólo se ve la luz tenue de una vela en su cocina. También ellos están avergonzados. Se quedan en casa los sábados por la noche y ni siquiera van a misa los domingos por la mañana. Bridey Hannon contó a mamá que la señora Meagher está avergonzada constantemente por los harapos que llevan, y que está tan desesperada que baja al dispensario a recibir la beneficencia pública. Mamá dice que eso es lo peor que le puede pasar a una familia. Eso es peor que cobrar el paro, eso es peor que ir a la Conferencia de San Vicente de Paúl, eso es peor que pedir limosna por las calles con los gitanos y con los traperos. Es lo último que haría uno para no ir al asilo y para que los niños no vayan al orfanato.

Tengo una llaga encima de la nariz, entre las cejas, gris y roja, y me pica. La abuela me dice:

—No te toques esa llaga y no le pongas agua para que no se te extienda.

Si te rompes un brazo, la abuela te diría que no te pongas agua para que no se te extienda. La llaga se me extiende a los ojos, a pesar de todo, y ahora están enrojecidos y amarillentos por la sustancia que supura y hace que se me peguen por la mañana. Se me pegan tanto que tengo que abrirme los párpados a la fuerza con los dedos, y mamá tiene que limpiarme esa sustancia amarilla con un trapo húmedo y ácido bórico. Se me caen las pestañas, y los días de viento se me meten en los ojos todas las motas de polvo de Limerick. La abuela me dice que tengo los ojos desnudos y dice que es culpa mía, que todos esos males de los ojos vienen de quedarme sentado en lo alto del callejón bajo la farola, haga bueno o haga malo, con la nariz metida en los libros, y dice que lo mismo le pasará a Malachy si no deja de leer tanto. Ya se ve que el pequeño Michael va por el mismo camino, metiendo la nariz en los libros, cuando debería salir a jugar como un niño sano.

—Los libros, los libros, los libros... —dice la abuela—. Os vais a estropear los ojos del todo.

Está tomando té con mamá y la oigo decir en voz baja:

—Lo que tienes que hacer es ponerle la saliva de San Antonio.

—¿Qué es eso? —pregunta mamá.

—Es tu saliva de por la mañana, estando en ayunas. Acércate a él por la mañana, antes de que se despierte, y échale saliva en los ojos, pues la saliva de una madre en ayunas tiene mucha fuerza para curar.

Pero yo siempre me despierto antes que mamá. Me abro los ojos a la fuerza mucho antes de que ella se mueva. La oigo venir de la otra habitación y cuando se pone a mi lado para echarme la saliva yo abro los ojos.

—Dios mío —dice ella—, tienes los ojos abiertos.

—Creo que los tengo mejor.

—Eso está bien —dice, y vuelve a acostarse.

Los ojos no se me curan y ella me lleva al dispensario, donde los pobres consultan al médico y reciben sus medicinas. Allí es donde se solicita la asistencia pública cuando el padre de familia ha muerto o ha desaparecido y no entra en casa ni el subsidio de paro ni un sueldo.

Hay bancos pegados a la pared junto a las consultas de los médicos. Los bancos siempre están llenos de gente que habla de sus enfermedades. Los viejos y las viejas esperan sentados y gruñen, los niños de pecho gritan y sus madres les dicen: «Chis, cariño, chis». En el centro del dispensario hay una tarima alta rodeada de un mostrador que llega hasta el pecho. Cuando uno necesita algo, se pone en una cola que llega al mostrador para hablar con el señor Coffey o con el señor Kane. Las mujeres que esperan en esa cola son como las mujeres de la Conferencia de San Vicente Paúl. Llevan chales y hablan con respeto al señor Coffey y al señor Kane, porque de lo contrario podrían decirles que se marchen y que vuelvan la semana que viene, a pesar de que es ahora mismo cuando necesitan la asistencia pública o el volante para la consulta del médico. Al señor Coffey y al señor Kane les gusta reírse a costa de las mujeres. Son ellos los que deciden si tu caso es lo bastante desesperado para recibir asistencia pública o si estás lo bastante enfermo para consultar a un médico. Tienes que decirles delante de todos lo que te pasa, y muchas veces se ríen a costa de lo que les dices.

—¿Y qué desea, señora O'Shea? ¿Un volante para el médico, verdad? ¿Y qué le pasa, señora O'Shea? ¿Le duele algo? Serán quizás los gases. O quizás haya comido demasiado repollo. Sí, con el repollo basta para estar así.

Se ríen, y la señora O'Shea se ríe, y todas las mujeres se ríen y dicen que el señor Coffey y el señor Kane tienen mucha gracia, que el Gordo y el Flaco a su lado no valen nada.

—Y usted, mujer, ¿cómo se llama? —dice el señor Coffey.

—Ángela McCourt, señor.

—¿Y qué le pasa?

—Mi hijo, señor. Tiene los dos ojos malos.

—Ah, por Dios, vaya si los tiene, señora. Esos ojos tienen un aspecto desesperado. Son como dos soles nacientes. Los japoneses podrían usarlo de bandera, ja, ja, ja. ¿Es que se ha echado ácido en la cara?

—Es una infección de alguna clase, señor. El año pasado tuvo el tifus y ahora le ha dado esto.

—Está bien, está bien, no hace falta que nos cuente su vida. Tenga, el volante para el doctor Troy.

Hay dos bancos largos llenos de pacientes para la consulta del doctor Troy. Mamá se sienta junto a una señora que tiene en la nariz una llaga grande que no se le quita.

—Lo he probado todo, señora, todos los remedios conocidos de este mundo de Dios. Tengo ochenta y tres años y me gustaría irme sana a la tumba. ¿Es mucho pedir que quiera tener la nariz sana cuando me reciba mi Redentor? ¿Y qué le pasa a usted, señora?

—Mi hijo. Los ojos.

—Ay, Dios nos asista y nos proteja, hay que ver cómo tiene los ojos. Son los ojos más irritados que he visto en mi vida. Nunca había visto ojos así de rojos.

—Es una infección, señora.

—Eso tiene un remedio seguro. Necesita
amnios.

—¿Y qué es eso?

—Es una cosa que llevan en la cabeza algunos niños cuando nacen, una especie de capucha rara y mágica. Consígase
amnios
y póngaselos en la cabeza cualquier día que lleve el número tres, hágale contener la respiración durante tres minutos aunque tenga que taparle la cara con la mano, aspérjalo con agua bendita tres veces, de la cabeza a los dedos de los pies, y cuando salga el sol al día siguiente tendrá los ojos brillantes.

—Y ¿dónde voy a conseguir
amnios?

—Como si no tuvieran
amnios
todas las comadronas, señora. ¿Qué es una comadrona sin
amnios?
Curan toda clase de enfermedades y protegen de otras.

Mamá dice que hablará con la enfermera O'Halloran para ver si tiene algunos
amnios
de sobra.

El doctor Troy me examina los ojos.

—Hay que llevar a este chico al hospital en seguida. Llévelo al departamento de oftalmología del Asilo Municipal. Aquí tiene el volante para que lo admitan.

—¿Qué tiene, doctor?

—Es la conjuntivitis más fuerte que he visto en mi vida, y tiene algo más que no entiendo. Tiene que verlo el oftalmólogo.

—¿Cuánto tiempo pasará ingresado, doctor?

—Sólo Dios lo sabe. Debería haber visto a este niño hace varias semanas.

En la sala del hospital hay veinte camas y hay hombres y niños que llevan vendajes que les cubren la cabeza, parches negros en los ojos, gafas con gruesos cristales. Algunos andan con bastones, dando golpes a las camas. Hay un hombre que exclama constantemente que no volverá a ver, que es muy joven, que sus hijos son niños de pecho, que no volverá a verlos.

—Jesucristo, ay, Jesucristo —dice, y las monjas se escandalizan de oírlo tomar el nombre de Dios en vano.

—Cállate, Maurice, deja de blasfemar. Tienes tu salud. Estás vivo. Todos tenemos nuestros problemas. Ofréceselo a Dios y piensa en los sufrimientos de Nuestro Señor en la cruz, en la corona de espinas, en los clavos que le atravesaron las manos y los pies, en la herida de Su costado.

—Ay, Jesús —dice Maurice—, mírame y ten piedad de mí.

La hermana Bernadette le advierte que si no se modera en sus expresiones lo llevarán a otra sala donde esté solo, y él dice «Dios del Cielo», que no es tan malo como decir «Jesucristo», así que la hermana Bernadette se queda satisfecha.

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