Las cenizas de Ángela (33 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Las cenizas de Ángela
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—Ha subido un poco. Duerme, que te sentará bien, ahora que ya no puedes charlar ahí abajo con Patricia Madigan, que no peinará canas.

Hace un gesto con la cabeza a Seamus y éste responde con otro gesto triste.

Las enfermeras y las monjas se creen que uno no entiende nunca lo que dicen. Cuando tienes diez años para cumplir once se creen que eres un inocente, como mi tío Pat Sheehan, al que dejaron caer de cabeza. No puedes hacer preguntas. No puedes dar muestras de que has entendido lo que ha dicho la enfermera de Patricia Madigan, que se va a morir, y no puedes dar muestras de que te dan ganas de llorar por esta niña que te ha enseñado una poesía preciosa que, según la monja, era mala.

La enfermera dice que se tiene que ir y manda a Seamus barrer el polvo bajo mi cama y fregar un poco la sala. Seamus me dice que es una vieja perra por haber ido corriendo a quejarse a la hermana Rita de que nos estábamos recitando la poesía de una habitación a otra. Me dice que con una poesía no se puede contagiar ninguna enfermedad, como no sea el amor, ja, ja, y que eso mal podía pasar cuando se tienen, ¿cuántos años?, ¿diez para cumplir once? No había visto nunca nada igual, que a un chiquillo lo trasladaran al piso de arriba por recitar una poesía, y que le daban ganas de ir a contarlo al
Limerick Leader
para que lo publicasen, si no fuera porque él tenía ese empleo y lo perdería si la hermana Rita se enteraba.

—De todas formas, Frankie, un buen día tú saldrás de aquí y podrás leer toda la poesía que quieras, aunque no sé qué será de Patricia ahí abajo, no sé qué será de Patricia, que Dios nos asista.

A los dos días se entera de lo que fue de Patricia, porque ésta se levantó de la cama para ir al retrete, aunque debía hacerlo en una cuña, se desmayó y se murió en el retrete. Seamus friega el suelo y tiene lágrimas en los ojos, y dice:

—Es una porquería morirse en el retrete cuando se es tan encantadora. Ella me dijo que sentía haberte hecho recitar esa poesía y que te trasladaran de la habitación. Dijo que todo fue por su culpa.

—No lo fue, Seamus.

—Ya lo sé, y bien que se lo dije.

Patricia ya no está, y yo no me enteraré de lo que pasó al bandolero y a Bess, la hija del posadero. Se lo pregunto a Seamus, pero él no sabe nada de poesías, y menos de poesías inglesas. Antes se sabía una poesía irlandesa, pero era toda de hadas y no salía ningún bandolero. Pero me dice que se lo preguntará a los parroquianos de la taberna que frecuenta él, donde siempre hay alguien recitando algo, y él me lo contará a mí. Mientras tanto, yo tendré en qué ocuparme leyendo mi historia resumida de Inglaterra y enterándome de toda su perfidia. Eso es lo que dice Seamus, perfidia, y yo no sé qué significa y él tampoco lo sabe, pero si es algo que hacen los ingleses debe de ser terrible.

Viene a fregar el suelo tres veces por semana, y la enfermera viene todas las mañanas a tomarme la temperatura y el pulso. El médico me escucha el pecho con la cosa que tiene colgada del cuello. Todos me dicen:

—¿Y cómo está hoy nuestro soldadito?

Una muchacha que lleva un vestido azul me trae las comidas tres veces al día y no me habla nunca. Seamus me dice que no está bien de la cabeza y que no le diga ni una palabra.

Los días de julio son largos y yo tengo miedo a la oscuridad. En la sala sólo hay dos luces, en el techo, y las apagan cuando se llevan la bandeja del té y la enfermera me da las pastillas. La enfermera me dice que me duerma pero yo no puedo, porque veo en las diecinueve camas de la sala a personas moribundas y con la boca verde por haber intentado comer hierba, y pidiendo a gemidos sopa, sopa protestante, la sopa que sea, y yo me cubro la cara con la almohada esperando que no vengan a rodear mi cama, a intentar cogerme y a pedirme a gritos trozos de la tableta de chocolate que me dio mi madre la semana pasada.

La verdad es que no me la dio ella. Tuvo que dejarla en la puerta porque ya no puedo recibir más visitas. La hermana Rita me dice que una visita al Hospital de Infecciosos es un privilegio y que después de mi mala conducta con lo de Patricia Madigan y aquella poesía yo ya no puedo gozar más del privilegio. Dice que volveré a casa dentro de pocas semanas y que lo que tengo que hacer es dedicarme a ponerme bueno y a aprender a andar otra vez después de pasar seis semanas en la cama, y que mañana, después de desayunar, podré salir de la cama. No sé por qué dice que tengo que aprender a andar, yo ando desde que era pequeño, pero cuando la enfermera me pone de pie junto a la cama, me caigo al suelo y la enfermera se ríe:

—¿Lo ves? Has vuelto a ser un niño pequeño.

Practico andando de cama en cama, de un lado a otro, de un lado a otro. No quiero ser un niño pequeño. No quiero estar en esta sala vacía, sin Patricia, sin el bandolero y sin la hija del posadero, de labios rojos. No quiero que los fantasmas de los niños con las bocas verdes me apunten con los dedos esqueléticos y me pidan a gritos trozos de mi tableta de chocolate.

Seamus dice que uno de los parroquianos de su taberna se sabía todas las estrofas de la poesía del bandolero y que tenía un final muy triste. Se brinda a recitármela, pues él no había aprendido a leer y tenía que llevar la poesía en la cabeza. De pie en el centro de la sala, apoyado en su fregona, recita:

¡Trot, trot en el silencio helado! ¡Trot, trot en el eco de la noche!

¡Él estaba cada vez más cerca! ¡El rostro de ella era como una luz!

Abrió mucho los ojos un momento, dio un último suspiro hondo,

Y su dedo se movió a la luz de la luna,

Su fusil destrozó la luz de la luna,

Le destrozó el pecho a la luz de la luna y dio aviso a él, muriendo ella.

Él oye el disparo y huye, pero cuando se entera al alba de cómo murió Bess se pone furioso y vuelve con sed de venganza, pero los casacas rojas lo matan.

Tintas en sangre sus espuelas bajo el sol dorado; roja como el vino su casaca de terciopelo,

Cuando lo mataron en el camino real,

Lo abatieron como a un perro en el camino real,

Y yació entre su sangre en el camino real, con encajes en el cuello.

Seamus se limpia la cara con la manga y se sorbe los mocos. Dice:

—No hay derecho a que te hayan trasladado aquí arriba, apartándote de Patricia, cuando no sabías siquiera lo que había pasado al bandolero y a Bess. Es un cuento muy triste, y cuando se lo recité a mi mujer ella se pasó llorando toda la noche, hasta que nos acostamos. Dijo que no había derecho a que los casacas rojas matasen a aquel bandolero, que ellos tienen la culpa de los males de medio mundo y que tampoco tuvieron nunca compasión con los irlandeses. Bueno, Frankie, si quieres oír más poesías dímelo; yo las oiré en la taberna y te las traeré en la cabeza.

La muchacha del vestido azul que no está bien de la cabeza me dice de repente un día: «¿Quieres leer un libro?», y me trae
La maravillosa búsqueda del señor Ernest Bliss,
de E. Phillips Oppenheim, que trata de un inglés que está harto y que no sabe a qué dedicarse todo el día, a pesar de que es tan rico que no es capaz de contar todo el dinero que tiene. Su criado le trae el periódico de la mañana, el té, el huevo, la tostada y la mermelada y él le dice: «Llévate eso, la vida está vacía». No es capaz de leer el periódico, no es capaz de comerse el huevo, y se consume. Su médico le dice que se vaya a vivir entre los pobres, en el este de Londres, y que así aprenderá a amar la vida; él lo hace así y se enamora de una muchacha que es pobre pero honrada y muy inteligente y se casan y se van a vivir a su casa del oeste de Londres, que es la parte de los ricos, porque es más fácil ayudar a los pobres y no estar hartos cuando se vive bien y con comodidades.

A Seamus le gusta que yo le cuente lo que leo. Me dice que ese relato del señor Ernest Bliss es un cuento inventado, porque nadie que estuviera en su sano juicio tendría que ir al médico por tener demasiado dinero y por no comerse un huevo, aunque nunca se sabe. Puede que sea así en Inglaterra. En Irlanda no se vería nunca nada semejante. Si aquí no te comes un huevo, te llevan al manicomio o dan parte al obispo.

No veo la hora de volver a casa y de contarle a Malachy lo de aquel hombre que no se quería comer el huevo. Malachy se caerá por el suelo de risa, porque una cosa así no podría pasar nunca. Dirá que me lo estoy inventando, pero cuando le diga que el personaje de este relato es un inglés, lo entenderá.

No puedo decirle a la muchacha del vestido azul que el relato era una tontería porque le puede dar un ataque.

—Si has terminado ese libro, te traeré otro —me dice—, porque hay una caja entera de libros que dejaron los pacientes antiguos.

Me trae un libro titulado
Tom Brown en la escuela,
que es difícil de leer, y un montón de libros de P. G. Wodehouse, que me hace reír con Ukridge y Bertie Wooster y Jeeves y todos los Mulliner. Bertie Wooster es rico, pero se come el huevo todas las mañanas por miedo a lo que pueda decir Jeeves. Me gustaría poder hablar de los libros con la muchacha del vestido azul o con quien fuese, pero tengo miedo de que se entere la enfermera de Kerry o la hermana Rita y me trasladen a una sala mayor todavía en el piso de arriba, con cincuenta camas vacías y llena de fantasmas de la Hambruna con la boca verde y que apuntan con dedos esqueléticos. Por la noche, en la cama, pienso en Tom Brown y en sus aventuras en la escuela de Rugby y en todos los personajes de P. G. Wodehouse. Puedo soñar con la hija del posadero, de labios rojos, y con el bandolero, y las monjas y las enfermeras no pueden evitarlo. Es muy bonito saber que la gente no puede entrometerse con lo que tienes dentro de la cabeza.

Llega el mes de agosto y yo cumplo once años. Llevo dos meses en este hospital, y pregunto si me dejarán salir para Navidad. La enfermera de Kerry dice que debía estar de rodillas dando gracias a Dios de estar vivo, en vez de quejarme.

—No me quejo, enfermera. Sólo preguntaba si estaré en casa para Navidad.

No me responde. Me dice que me porte bien o que me mandará a la hermana Rita, y que entonces ya veré si me porto bien.

Mamá viene al hospital el día de mi cumpleaños y me hace entregar un paquete con dos tabletas de chocolate y con una nota con los nombres de las gentes del callejón que me dicen que me ponga bueno y «vuelve a casa» y «eres un buen soldado, Frankie». La enfermera me deja hablar con ella por la ventana, y es difícil, porque las ventanas están altas y yo tengo que ponerme de pie en los hombros de Seamus. Digo a mamá que quiero volver a casa, pero ella dice que todavía estoy algo débil y que seguro que salgo dentro de poco tiempo.

—Es estupendo tener once años —dice Seamus—, porque el día menos pensado serás un hombre, te afeitarás y todo y podrás salir a encontrar trabajo y beberte tu pinta como un hombre más.

Al cabo de catorce semanas la hermana Rita me dice que puedo volver a mi casa y que qué suerte tengo, porque será el día de San Francisco de Asís. Me dice que he sido un paciente muy bueno, salvo aquel problemilla de la poesía y de Patricia Madigan, que Dios tenga en su seno, y que estoy invitado a volver al hospital el día de Navidad a hacer una buena comida. Mamá viene a recogerme al hospital, y con lo débiles que tengo las piernas tardamos mucho tiempo en llegar andando hasta la parada de autobús de Union Cross.

—No corras —me dice—. Después de tres meses y medio, no importa que tardemos una hora más.

Las gentes de la colina del Cuartel y del callejón Roden salen a recibirme a la puerta de sus casas y me dicen que se alegran mucho de verme volver, que soy un buen soldado, que mi padre y mi madre pueden estar orgullosos de mí. Malachy y Michael salen corriendo a mi encuentro en el callejón y me dicen:

—Dios, qué despacio andas. ¿Ya no puedes correr?

Hace un día luminoso y yo estoy contento hasta que veo a papá sentado en la cocina con Alphie en su regazo y siento un vacío en el corazón porque sé que vuelve a estar sin trabajo. Yo había creído todo este tiempo que tenía trabajo, mamá me había dicho que lo tenía, y yo creía que no nos faltaría comida ni zapatos. Me sonríe y dice a Alphie:

—Och,
aquí está tu hermano mayor que ha vuelto a casa del hospital.

Mamá le dice lo que dijo el médico: que yo debía comer mucha comida nutritiva y descansar. El médico dijo que la carne sería lo mejor para que recobrase fuerzas. Papá asiente con la cabeza. Mamá prepara un caldo de carne con una pastilla de concentrado y Malachy y Mike me miran mientras me lo tomo. Dicen que ellos también quieren, pero mamá les dice:

—Dejadme en paz. Vosotros no habéis tenido el tifus.

Mamá dice que el médico ha mandado que me acueste pronto. Dice que intentó librarse de las pulgas, pero que están peor que nunca con el buen tiempo que hace.

—En todo caso —dice—, poco te pueden sacar, ahora que eres todo huesos y pellejo.

Me acuesto en la cama y pienso en el hospital, donde cambiaban todos los días las sábanas blancas y no había rastro de pulgas. Había un retrete donde se podía sentar uno a leer un libro hasta que llegaba alguien y te preguntaba si estabas muerto. Había una bañera donde se podía meter uno en el agua caliente todo el tiempo que quisiera y recitar:

Creo en verdad,

Inducida por poderosas circunstancias,

Que sois mi enemigo.

Y recitar esto me ayuda a quedarme dormido.

Cuando Malachy y Michael se levantan a la mañana siguiente para ir a la escuela, mamá me dice que puedo quedarme en la cama. Malachy ya está en el quinto curso, con el señor O'Dea, y le gusta decir a todo el mundo que se está aprendiendo el catecismo rojo grande para la Confirmación, y el señor O'Dea les está hablando de la gracia de Dios, de Euclides y de cómo atormentaron los ingleses a los irlandeses durante ochocientos largos años.

Ya no quiero quedarme en la cama. Los días de octubre son preciosos, y prefiero quedarme sentado en la calle, mirando por el callejón cómo cae el sol por la pared que está enfrente de nuestra casa. Mikey Moloney me trae libros de P. G. Wodehouse que saca su padre de la biblioteca y yo paso días estupendos con Ukridge, con Bertie Wooster y con todos los Mulliner. Papá me deja leer su libro favorito, el
Diario de la cárcel
de John Mitchel, que trata de un gran rebelde irlandés al que los ingleses mandaron al exilio en la tierra de Van Diemen, en Australia. Los ingleses dicen a John Mitchel que es libre de ir y venir a sus anchas por la tierra de Van Diemen si da su palabra de honor como caballero de que no intentará escaparse. Él da su palabra hasta que llega un barco para ayudarle a escapar, y él se presenta en la oficina del magistrado inglés y le dice «voy a escaparme», se sube de un salto a su caballo y acaba en Nueva York. Papá dice que no le importa que lea libros ingleses tontos de P. G. Wodehouse mientras no me olvide de los hombres que hicieron su parte y que dieron sus vidas por Irlanda.

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