Las cenizas de Ángela (30 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Las cenizas de Ángela
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Oh, oh, basta de cosquillas, Jock,

Basta de cosquillas, Jock.

Basta de cosquillas,

Cosqui cosqui quillas.

Basta de cosquillas, Jock.

Papá tiene trabajo, de modo que Bridey Hannon puede visitar a mamá y al niño cuando quiera, y por una vez mamá no nos manda que salgamos a jugar a la calle para que ellas puedan hablar de cosas secretas. Se sientan junto al fuego fumando y hablando de nombres. Mamá dice que le gustan los nombres Kevin y Sean, pero Bridey dice:

—Ay, no, hay demasiados en Limerick. Jesús, Ángela, si te asomaras a la puerta y gritaras «Kevin» o «Sean, ven a tomarte el té», vendría medio Limerick corriendo a tu puerta.

Bridey dice que si tuviera un hijo, que lo tendrá algún día si Dios quiere, lo llamará Ronald, porque está loca por Ronald Colman, que sale en las películas del cine Coliseum. O Errol, que es otro nombre precioso, Errol Flynn.

—Déjate de eso, Bridey —dice mamá—. Yo no sería capaz de asomarme a la puerta y decir: «Errol, Errol, ven a tomarte el té». El pobre niño sería el hazmerreír de todos.

—Ronald —dice Bridey—, Ronald. Es una preciosidad.

—No —dice mamá—, tiene que ser irlandés. ¿Para qué hemos luchado, si no, todos estos años? ¿De qué sirve luchar contra los ingleses durante siglos si vamos a llamar Ronald a nuestros hijos?

—Jesús, Ángela, empiezas a hablar como él, los irlandeses por aquí, los ingleses por allá.

—Con todo, tiene razón, Bridey.

De pronto, Bridey exclama:

—Jesús, Ángela, a ese niño le pasa algo.

Mamá salta de la silla, abraza al niño, solloza:

—Ay, Jesús, Bridey, se está ahogando.

—Voy a buscar corriendo a mi madre —dice Bridey, y vuelve al cabo de un momento con la señora Hannon.

—Aceite de ricino —dice la señora Hannon—. ¿Lo tiene? Cualquier aceite. ¿Aceite de hígado de bacalao? Ése servirá.

Vierte el aceite en la boca del niño, lo pone boca abajo, le presiona la espalda, lo pone boca arriba, le mete una cuchara por la garganta y saca una bola blanca.

—Esto es —dice—. La leche. Se junta y se les queda dura en la pequeña garganta, y hay que ablandarla con aceite de cualquier clase.

—Jesús —dice mamá, llorando—, casi lo he perdido. Me moriría, claro que me moriría.

Está abrazando al niño y llorando e intenta dar las gracias a la señora Hannon.

—Caramba, no tiene importancia, señora. Coja al niño y vuelva a meterse en esa cama, pues los dos se han llevado un susto grande.

Mientras Bridey y la señora Hannon están ayudando a mamá a meterse en la cama yo advierto que hay gotas de sangre en la silla de ella. ¿Se está desangrando mi madre? ¿Se puede decir «mirad, hay sangre en la silla de mamá»? No, no se puede decir nada, porque ellos siempre tienen secretos. Sé que si dices algo los mayores te dicen:

—No importa, siempre estás curioseando..., no es asunto tuyo, vete a jugar.

Tengo que guardármelo dentro o puedo hablar con el ángel. La señora Hannon y Bridey se marchan y yo me siento en el séptimo peldaño. Intento decir al ángel que mamá se está desangrando. Quiero que me diga «nada temas», pero el peldaño está frío y no hay ninguna luz, ninguna voz. Me convenzo de que se ha marchado para siempre, y me pregunto si eso sucede cuando uno pasa de los nueve años a los diez.

Mamá no se desangra. Se levanta de la cama al día siguiente y prepara al niño para bautizarlo. Dice a Bridey que no se habría perdonado jamás a sí misma si el niño hubiera muerto y hubiera ido al limbo, que es el sitio donde van los niños no bautizados, donde puede que se esté a gusto y haga calor, pero, aun así se está siempre a oscuras y no hay esperanza de salir de allí, ni siquiera después del Juicio Final.

La abuela, que ha venido a ayudar, dice:

—Es verdad, el niño que no está bautizado no tiene esperanza de subir al cielo.

Bridey dice que un Dios que hiciera algo así sería muy severo.

—Tiene que ser severo —dice la abuela—; de lo contrario, aparecerían niños de todas clases pidiendo a voces entrar en el cielo, protestantes y de todo, ¿y por qué van a entrar después de lo que nos hicieron durante ochocientos años?

—Los niños no nos hicieron nada —dice Bridey—. Son demasiado pequeños.

—Nos lo harían si pudieran —dice la abuela—. Están enseñados a hacerlo.

Visten al niño con el vestido de encajes de Limerick con el que nos bautizaron a todos. Mamá dice que podemos ir todos a San José y nos ilusionamos porque después tomaremos gaseosa y bollos.

—¿Cómo se llama el niño, mamá? —pregunta Malachy.

—Alphonsus Joseph.

Se me escapan las palabras de la boca:

—Es un nombre tonto. Ni siquiera es irlandés.

La abuela me mira fijamente con sus ojos viejos y enrojecidos.

—A este chico le hace falta un buen cachete en la boca —dice.

Mamá me da una bofetada en la cara que me envía al otro lado de la cocina. El corazón me palpita violentamente y tengo ganas de llorar, pero no puedo porque papá no está y yo soy el hombre de la casa. Mamá dice:

—Puedes subir al piso de arriba con tu bocaza y no te muevas de esa habitación.

Yo me detengo en el séptimo peldaño, pero sigue frío, no está la luz, no está la voz.

La casa se queda en silencio cuando todos se han marchado a la capilla. Yo espero sentado arriba, quitándome las pulgas de los brazos y de las piernas, deseando que estuviera papá, pensando en mi hermanito y en su nombre extranjero, Alphonsus, un nombre que es una lacra.

Al cabo de un rato se oyen voces en el piso de abajo y se habla de tomar té, jerez, gaseosa, bollos, y de que «este niño es la criatura más encantadora del mundo», «el pequeño Alphie», «es un nombre extranjero, pero aun así, aun así», «no ha abierto la boca en todo el rato», «qué buen carácter tiene», «que Dios lo bendiga, seguro que no morirá nunca, con esa dulzura suya», «es un pequeño encanto», «el vivo retrato de su madre, de su padre, de su abuela, de sus hermanitos que están muertos».

Mamá dice en voz alta desde abajo de las escaleras:

—Frankie, baja y tómate una gaseosa y un bollo.

—No los quiero. Quedáoslos.

—He dicho que bajes ahora mismo, porque si tengo que subir estas escaleras te caliento el trasero y te vas a enterar de lo que vale un peine.

—¿Un peine? ¿Cuánto vale un peine?

—No te preocupes de cuánto vale un peine. Baja ahora mismo.

Tiene la voz cortante, y lo del peine parece peligroso. Bajaré.

En la cocina, la abuela dice:

—Mira qué cara más larga tiene. Debería estar contento por su hermanito; claro que un niño que pasa de los nueve a los diez años siempre es totalmente inaguantable, y vaya si lo sé yo, para eso he tenido dos.

La gaseosa y el bollo están deliciosos, y Alphie, el niño nuevo, está gorjeando y disfrutando del día de su bautizo, tan inocente que no sabe que su nombre es una lacra.

El abuelo del Norte envía un giro telegráfico de cinco libras para Alphie, el niño recién nacido. Mamá quiere ir a cobrarlo, pero no puede apartarse mucho de la cama. Papá dice que irá a cobrarlo él a la oficina de correos. Mamá nos dice a Malachy y a mí que vayamos con él. Él lo cobra y nos dice:

—Bueno, chicos, volved a casa y decid a vuestra madre que yo volveré dentro de un rato.

—Papá —dice Malachy—, no debes ir a la taberna.

Mamá dijo que debías traer el dinero a casa. No debes beberte la pinta.

—Vamos, vamos, hijos. Volved a casa con vuestra madre.

—Danos el dinero, papá. Ese dinero es para el niño.

—Vamos, Francis, no seas un niño malo. Haced lo que os dice vuestro padre.

Se aparta de nosotros y entra en la taberna de South.

Mamá está sentada junto a la chimenea con Alphie en brazos. Sacude la cabeza.

—Se ha ido a la taberna, ¿verdad?

—Sí.

—Quiero que volváis a esa taberna y que lo hagáis salir cantándole las verdades. Quiero que os pongáis en medio de la taberna y que digáis a todos los presentes que vuestro padre se está bebiendo el dinero del niño. Vais a decir a todo el mundo que no hay en toda la casa un bocado que comer, ni un trozo de carbón para encender el fuego, ni una gota de leche para el biberón del niño.

Malachy ensaya el discurso en voz alta mientras vamos andando por la calle:

—Papá, papá, esas cinco libras son para el niño nuevo. No son para beber. El niño está arriba, en la cama, pidiendo leche a gritos y a voces, y tú, bebiéndote la pinta.

Se ha marchado de la taberna de South. Malachy quiere ponerse en medio de la taberna y pronunciar el discurso de todos modos, pero yo le digo que tenemos que darnos prisa y buscar en otras tabernas antes de que papá se beba las cinco libras. Tampoco lo encontramos en otras tabernas. Sabe que mamá vendría a buscarlo o que nos enviaría, y en este extremo de Limerick y en las afueras hay tantas tabernas que podríamos pasarnos un mes entero buscándolo. Tenemos que decir a mamá que no hay rastro de él, y ella nos dice que somos unos inútiles totales.

—Ay, Jesús, si yo estuviera fuerte registraría todas las tabernas de Limerick. Le arrancaría la boca de la cara, vaya si lo haría. Volved, volved y buscad en todas las tabernas de la zona de la estación y buscad también en la freiduría de pescado y patatas de Naughton.

Tengo que ir yo solo, porque Malachy tiene diarrea y no puede apartarse demasiado del cubo. Registro todas las tabernas de la calle Parnell y de los alrededores. Busco en los reservados donde beben las mujeres y en todos los retretes para hombres. Tengo hambre, pero me da miedo volver a casa sin haber encontrado a mi padre. No está en la freiduría de Naughton, pero en una mesa del rincón hay un borracho dormido y se le ha caído al suelo su pescado con patatas fritas envuelto en páginas del
Limerick Leader,
y si no me lo llevo yo se lo llevará el gato, de modo que me lo meto bajo el jersey y salgo por la puerta y subo la calle para sentarme en los escalones de la estación del ferrocarril a comerme el pescado frito con patatas fritas, a ver pasar a los soldados borrachos con las chicas que se ríen, a dar las gracias mentalmente al borracho por haber inundado de vinagre el pescado y las patatas fritas y por haberlos rebozado de sal, y entonces pienso que si me muero esta noche estoy en pecado por haber robado y que podría ir de cabeza al infierno lleno de pescado y patatas fritas, pero hoy es sábado y si los curas siguen en los confesonarios puedo limpiar mi alma después de haber comido.

La iglesia de los dominicos está cerca, subiendo la calle Glentworth.

—Ave María Purísima; padre, hace quince días de mi última confesión.

Le cuento los pecados habituales, y después le digo que he robado pescado frito con patatas fritas a un borracho.

—¿Por qué, hijo mío?

—Tenía hambre, padre.

—¿Y por qué tenías hambre?

—Porque tenía la tripa vacía, padre.

No dice nada, y aunque está a oscuras yo sé que está sacudiendo la cabeza.

—Hijo mío, ¿por qué no pudiste ir a tu casa y pedir a tu madre que te diese algo?

—Porque ella me envió a buscar a mi padre en las tabernas, padre, y yo no lo encontraba, y no tiene ni un bocado en casa, porque él se está bebiendo las cinco libras que envió el abuelo del Norte para el niño nuevo, y ella está rabiando junto al fuego porque yo no encuentro a mi padre.

Me pregunto si este cura está dormido, porque se queda muy callado hasta que dice:

—Hijo mío, yo me siento aquí. Escucho los pecados de los pobres. Les impongo la penitencia. Les doy la absolución. Debería estar de rodillas lavándoles los pies. ¿Me entiendes, hijo mío?

Yo le digo que sí, aunque no lo entiendo.

—Vete a tu casa, hijo. Reza por mí.

—¿No me pone penitencia, padre?

—No, hijo mío.

—Pero he robado el pescado y las patatas fritas. Estoy condenado.

—Estás perdonado. Vete. Reza por mí.

Me echa la bendición en latín, habla solo en inglés y yo me pregunto qué le he hecho.

Deseo encontrar a mi padre para poder decir a mamá: «Aquí está, y le quedan tres libras en el bolsillo». Ya no tengo hambre, y puedo subir por una acera de la calle O'Connell y bajar por la otra y registrar también las tabernas de las bocacalles, y lo encuentro en la taberna de Gleeson; es inconfundible por su manera de cantar:

Es cosa mía si la sorpresa más grande

Brillara para mí en los ojos de alguien.

Es asunto mío lo que yo sentiría

Cuando los verdes valles de Antrim me dieran la bienvenida.

El corazón me palpita con fuerza en el pecho y no sé qué hacer, porque sé que estoy ardiendo de rabia dentro de mí como mi madre que está sentada junto al fuego, y lo único que se me ocurre es entrar y darle una buena patada en la pierna y volver a salir corriendo, pero no lo hago porque tenemos las mañanas junto al fuego cuando me habla de Cuchulain y de De Valera y de Roosevelt, y si ahora está allí borracho tomándose pintas con el dinero del niño también tiene en los ojos esa mirada que tenía Eugene cuando buscaba a Oliver, y más vale que vuelva a casa y diga a mi madre una mentira, que no lo he visto y no he podido encontrarlo.

Mamá está en la cama con el niño. Malachy y Michael están arriba, en Italia, dormidos. Sé que no tengo que decir nada a mamá, que falta poco para que cierren las tabernas y entonces llegará él a casa cantando y ofreciéndonos un penique por morir por Irlanda, y ahora será diferente, porque beberse el paro o el sueldo ya es malo de por sí, pero el hombre que se bebe el dinero que era para un niño nuevo es el colmo de los colmos, como diría mi madre.

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