El jueves, mamá sigue a papá a la oficina de empleo. Entra decidida tras él, y cuando el empleado pone el dinero delante de papá, ella se lo guarda. Los demás hombres que esperan cobrar el paro intercambian codazos y sonrisas, y papá queda deshonrado porque una mujer no debe entremeterse nunca con el dinero del paro de un hombre. Tal vez éste quiera apostar seis peniques a un caballo o tomarse una pinta, y si todas las mujeres empiezan a obrar como mamá, los caballos dejarán de correr y la Guinness quebrará. Pero ella ya tiene el dinero, y nos mudamos a la calle Hartstonge. Después coge a Eugene en brazos y subimos por la calle hasta la Escuela Nacional Leamy. El señor Scallan, el director, dice que debemos volver el lunes con un cuaderno de redacciones, un lápiz y una pluma con buena plumilla. No debemos presentarnos en la escuela con tiña ni con piojos y debemos sonarnos siempre la nariz, no en el suelo, con lo que se transmite la tisis, ni en la manga, sino con un pañuelo o con un paño limpio. Nos pregunta si somos niños buenos, y cuando le decimos que sí, dice:
—Santo cielo, ¿qué es esto? ¿Es que son yanquis acaso?
Mamá le cuenta lo de Margaret y lo de Oliver y él dice:
—Dios del cielo, Dios del cielo, hay mucho sufrimiento en el mundo. En todo caso, pondremos al pequeño, Malachy, en la clase de los párvulos y a su hermano en el primer curso. Estarán en una misma sala con un mismo maestro. Hasta el lunes por la mañana, pues, a las nueve en punto.
Los niños de la Escuela Leamy nos preguntan por qué hablamos así.
—¿Es que sois yanquis acaso?
Y cuando les decimos que hemos venido de América, nos preguntan:
—¿Sois gángsteres o vaqueros?
Un chico mayor se encara conmigo.
—Te estoy haciendo una pregunta —dice—. ¿Sois gángsteres o vaqueros?
Le digo que no lo sé, y cuando él me empuja el pecho con el dedo, Malachy dice:
—Yo soy gángster, Frank es vaquero.
El chico mayor dice:
—Tu hermano pequeño es listo y tú eres un yanqui estúpido.
Los niños que lo rodean están excitados. «Pelea», gritan, «pelea», y él me empuja con tanta fuerza que me caigo. Quiero llorar, pero se me vuelve oscuro todo dentro de la cabeza como me pasó con Freddie Leibowitz y caigo sobre él dándole patadas y puñetazos. Lo derribo e intento agarrarlo del pelo para darle golpes con la cabeza en el suelo, pero siento un vivo escozor en la parte posterior de mis piernas y alguien me aparta de él a la fuerza.
El señor Benson, el maestro, me ha agarrado de la oreja y me está dando golpes de vara en las piernas.
—Pequeño gamberro —dice—. ¿Así has aprendido a comportarte en América? Pues por Dios te digo que te portarás bien antes de que yo haya acabado contigo.
Me dice que extienda primero una mano y después la otra y me pega con la vara una vez en cada mano.
—Ahora vete a tu casa —dice— y dile a tu madre lo malo que has sido. Eres un yanqui malo. Dilo conmigo: «Soy un niño malo».
—Soy un niño malo.
—Ahora di: «Soy un yanqui malo».
—Soy un yanqui malo.
—No es un niño malo —dice Malachy—. Ha sido ese niño mayor. Ha dicho que éramos vaqueros y gángsteres.
—¿Has dicho eso, Heffernan?
—Sólo era una broma, señor.
—Basta de bromas, Heffernan. Si son yanquis, no es culpa suya.
—No, señor.
—Y tú, Heffernan, deberías ponerte de rodillas cada noche y dar gracias a Dios de no ser yanqui, porque si lo fueras, Heffernan, serías el gángster más grande de las dos orillas del Atlántico. Al Capone vendría a verte para que le dieses lecciones. No has de molestar más a estos dos yanquis, Hefferman.
—No lo haré, señor.
—Y si lo haces, Heffernan, colgaré tu pellejo de la pared. Ahora marchaos todos a vuestras casas.
En la Escuela Nacional Leamy hay siete maestros, y todos tienen correas de cuero, varas, bastones de endrino. Te pegan con los bastones en los hombros, en la espalda, en las piernas y, sobre todo, en las manos. Cuando te pegan en las manos se llama «palmetazo». Te pegan si llegas tarde, si tu plumilla echa borrones, si te ríes, si hablas y si no sabes las cosas.
Te pegan si no sabes por qué hizo Dios el mundo, si no sabes quién es el santo patrono de Limerick, si no te sabes el Credo, si no sabes cuántas son diecinueve y cuarenta y siete, si no sabes cuántas son cuarenta y siete menos diecinueve, si no te sabes las ciudades y los productos principales de los treinta y dos condados de Irlanda, si no encuentras a Bulgaria en el mapamundi de la pared, que está manchado de escupitajos, mocos y borrones de tinta arrojados por alumnos iracundos que fueron expulsados para siempre.
Te pegan si no sabes decir tu nombre en irlandés, si no sabes rezar el Avemaria en irlandés, si no sabes pedir permiso para ir al retrete en irlandés.
Es útil escuchar lo que dicen los chicos mayores, de los cursos superiores. Ellos te pueden informar acerca del maestro que tienes ahora, de sus gustos y de sus odios.
Uno de los maestros te pega si no sabes que Eamon de Valera es el hombre más grande que ha existido jamás. Otro maestro te pega si no sabes que Michael Collins fue el hombre más grande que existió jamás.
El señor Benson odia a América, y tienes que acordarte de odiar a América, o te pegará.
El señor O'Dea odia a Inglaterra, y tienes que acordarte de odiar a Inglaterra, o te pegará.
Todos te pegan si dices alguna vez algo bueno de Oliver Cromwell.
Aunque te den seis palmetazos en cada mano con la palmeta de fresno o con el bastón de endrino con nudos, no debes llorar. Serías un mariquita. Algunos niños se pueden meter contigo y burlarse de ti en la calle, pero también ellos deben andarse con cuidado, porque llegará el día en que el maestro les pegue y les dé palmetazos, y entonces serán ellos los que tendrán que aguantarse las lágrimas o quedarán deshonrados para siempre. Algunos niños dicen que es mejor llorar, porque eso agrada a los maestros. Si no lloras, los maestros te odian porque los has hecho parecer débiles ante la clase, y se prometen a sí mismos que la próxima vez que te peguen te harán derramar lágrimas, o sangre, o las dos cosas.
Los chicos mayores del quinto curso nos cuentan que al señor O'Dea le gusta hacerte salir ante la clase para poderse poner a tu espalda, pellizcarte las patillas, que se llaman
cossicks,
tirar de ellas hacia arriba. «Arriba, arriba», dice, hasta que estás de puntillas y se te llenan los ojos de lágrimas. No quieres que los chicos de la clase te vean llorar, pero cuando te tiran de los
cossicks
se te saltan las lágrimas quieras que no, y eso le gusta al maestro. El señor O'Dea es el único maestro que siempre es capaz de sacarte las lágrimas y la vergüenza.
Es mejor no llorar, porque tienes que hacer causa común con los chicos de la escuela y nunca debes dar gusto a los maestros.
Si el maestro te pega, no sirve de nada que te quejes a tu padre o a tu madre. Siempre te dicen:
—Te lo mereces. No seas crío.
Yo sé que Oliver ha muerto y Malachy sabe que Oliver ha muerto, pero Eugene es demasiado pequeño para saber nada. Cuando se despierta por la mañana dice: «Oli, Oli», y gatea por la habitación buscando debajo de las camas, o se sube a la cama que está junto a la ventana y señala a los niños de la calle, sobre todo a los niños que tienen el pelo rubio como Oliver y como él. «Oli, Oli», dice, y mamá lo coge en brazos, solloza, lo abraza. Él forcejea por bajarse, porque no quiere que lo cojan en brazos ni que lo abracen. Lo que quiere es encontrar a Oliver.
Papá y mamá le dicen que Oliver está en el cielo jugando con los angelitos y que todos lo volveremos a ver algún día, pero él no lo entiende porque sólo tiene dos años y no conoce las palabras, y no hay cosa peor que ésa en todo el mundo.
Malachy y yo jugamos con él. Intentamos hacerle reír. Hacemos muecas. Nos ponemos cazos en la cabeza y fingimos que se nos caen. Corremos por la habitación y fingimos que nos caemos. Lo llevamos al Parque del Pueblo para que vea las hermosas flores, para que juegue con los perros, para que se revuelque en la hierba.
Ve a niños pequeños con pelo rubio, como Oliver. Ya no dice «Oli». Sólo señala.
Papá dice que Eugene es afortunado por tener hermanos como Malachy y yo, porque le ayudamos a olvidar y pronto, con la ayuda de Dios, ya no se acordará de Oliver.
Pero de todos modos se murió.
Seis meses después de la muerte de Oliver, al despertarnos en una desapacible mañana de noviembre, Eugene estaba frío en la cama a nuestro lado. El doctor Troy vino y dijo que aquel niño había muerto de pulmonía, y preguntó por qué no estaba en el hospital hacía mucho tiempo. Papá dijo que no lo sabía y mamá dijo que no lo sabía, y el doctor Troy dijo que por eso se mueren los niños. Porque la gente no sabe. Dijo que si Malachy o yo dábamos la menor muestra de tener tos o el más leve carraspeo debían llevarnos inmediatamente a que él nos viese, a cualquier hora del día o de la noche. Debíamos estar secos siempre, pues parecía que en nuestra familia había algo de debilidad del pecho. Dijo a mamá que la acompañaba en el sentimiento y que le daría una receta para que tomase unas pastillas que le aliviarían el dolor de los días venideros. Dijo que Dios estaba pidiendo demasiado, demasiado, maldita sea.
La abuela vino a nuestra habitación con la tía Aggie. Lavó a Eugene, y la tía Aggie fue a una tienda a comprar un vestidito blanco y un rosario. Lo vistieron con el vestido blanco y lo tendieron en la cama, junto a la ventana por la que solía buscar a Oliver. Le pusieron las manos en el pecho, una mano encima de la otra, atadas con el pequeño rosario de cuentas blancas. La abuela le cepilló el pelo que le caía en los ojos y en la frente y dijo:
—¡Qué pelo tan precioso tiene, suave como la seda!
Mamá se acercó a la cama y le puso una manta sobre las piernas para que no cogiera frío. La abuela y la tía Aggie se miraron y no dijeron nada. Papá estaba plantado a los pies de la cama, dándose golpes en los muslos con los puños, hablando a Eugene, diciéndole:
—Och,
ha sido el río Shannon el que te ha hecho daño; ha sido la humedad de ese río la que ha venido y se os ha llevado a Oliver y a ti.
—¿Quieres dejar eso? —dijo la abuela—. Estás poniendo nerviosa a toda la casa.
La abuela tomó la receta del doctor Troy y me mandó que fuera corriendo a la farmacia de O'Connor a recoger las pastillas; me dijo que no me cobrarían gracias a la bondad del doctor Troy. Papá dijo que vendría conmigo, que iríamos a la iglesia de los jesuitas a rezar por Margaret, por Oliver y por Eugene, que estarían todos felices en el cielo. El farmacéutico nos dio las pastillas, nos pasamos por la iglesia a rezar, y cuando volvimos a la habitación, la abuela dio dinero a papá para que se trajera de la taberna unas botellas de cerveza negra. Mamá dijo «No, no», pero la abuela dijo:
—Él no tiene el alivio de las pastillas, Dios nos asista, y una botella de cerveza negra será un pequeño consuelo.
Después le dijo que tendría que ir al día siguiente a la funeraria para traerse el ataúd en un coche. A mí me dijo que acompañase a mi padre y que me ocupase de que no se quedara toda la noche en la taberna bebiéndose todo el dinero.
—Och,
Frankie no debería entrar en las tabernas —dijo papá, y la abuela dijo:
—Entonces, no te quedes tú allí.
Papá se puso la gorra y fuimos a la taberna de South, y me dijo en la puerta que ya podía irme a casa, que él volvería después de tomarse una pinta. Yo dije que no, y él me dijo:
—No seas desobediente. Vuélvete a casa con tu pobre madre.
Yo dije que no, y él me dijo que era un niño malo y que Dios se iba a disgustar. Yo le dije que no volvería a casa sin él, y él dijo:
—Och,
¿dónde va a parar el mundo?
Se tomó deprisa una pinta de cerveza negra y nos marchamos a casa con las botellas de cerveza negra. Pa Keating estaba en nuestra habitación con una botella pequeña de whiskey y botellas de cerveza negra, y el tío Pat Sheehan había traído otras dos botellas de cerveza negra para él. El tío Pat estaba sentado en el suelo rodeando las cervezas con los brazos y no dejaba de decir: «Son mías, son mías», por miedo a que se las quitaran. Las personas que se cayeron de cabeza de niños siempre temen que alguien les quite su cerveza negra.
—Está bien, Pat —dijo la abuela—, bébete tu cerveza tú solo. Nadie te molestará.
La tía Aggie y ella se sentaron en la cama junto a Eugene. Pa Keating estaba sentado junto a la mesa de la cocina, bebiéndose su cerveza negra y ofreciendo a todos un trago de su whiskey. Mamá se tomó sus pastillas y se sentó junto a la chimenea con Malachy en su regazo. No dejaba de decir que Malachy tenía el pelo como Eugene, y la tía Aggie decía que no, hasta que la abuela dio un codazo a la tía Aggie en el pecho y le dijo que se callase. Papá estaba de pie apoyado en la pared, bebiéndose su cerveza negra, entre la chimenea y la cama donde estaba Eugene. Pa Keating contaba cuentos divertidos y los mayores se reían, a pesar de que no querían reírse o de que no debían reírse delante de un niño muerto. Dijo que cuando estaba en el ejército inglés en Francia los alemanes habían arrojado gases que lo habían puesto tan enfermo que tuvieron que mandarlo al hospital. Lo tuvieron en el hospital algún tiempo y después lo enviaron de nuevo a las trincheras. A los soldados ingleses los mandaban a sus casas, pero les importaba un pedo de violinista que los soldados irlandeses se salvasen o se muriesen. En vez de morirse, Pa ganó una gran fortuna. Dijo que había resuelto uno de los grandes problemas de la guerra de trincheras. En las trincheras estaba todo tan mojado y tan lleno de barro que no tenían manera de hervir el agua para hacer el té. Se dijo: «Jesús, yo tengo el organismo lleno de gas, y es una lástima derrocharlo». De modo que se metió un tubo por el culo, le aplicó una cerilla y en seguida obtuvo una buena llama para hervir agua en cualquier marmita. Cuando los soldados ingleses conocieron la noticia, llegaban corriendo de todas las trincheras de los alrededores y le daban el dinero que pidiera para que les dejara hervir agua. Ganó tanto dinero que pudo sobornar a los generales para que lo licenciasen del ejército y se marchó a París, donde lo pasó bien bebiendo vino con los artistas y las modelos. Se corrió tales juergas que se gastó todo el dinero, y cuando regresó a Limerick el único trabajo que encontró fue el de alimentar las calderas de carbón en la Fábrica de Gas. Dijo que ahora tenía tanto gas en el organismo que podía iluminar una ciudad pequeña durante un año entero. La tía Aggie sollozó y dijo que aquél no era un cuento decente para contarlo delante de un niño muerto, y la abuela dijo que era mejor escuchar un cuento así que estar sentados con las caras largas. El tío Pat Sheehan, que estaba sentado en el suelo con su cerveza negra, dijo que iba a cantar una canción.