Las cenizas de Ángela (10 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Las cenizas de Ángela
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—¿No tendría usted por casualidad un cigarrillo? —preguntó papá.

—¿Un cigarrillo? Ah, claro, desde luego. Tenga. Yo mismo estoy casi destrozado por los pitillos. La tos seca, ¿sabe? Es tan fuerte que casi me hace caer de la bicicleta. Siento que la tos se agita en el plexo solar y se abre camino a través de las entrañas hasta que, acto seguido, me llega a lo más alto de la cabeza.

Frotó una cerilla en una caja, encendió un cigarrillo para él y ofreció la cerilla a papá.

—Naturalmente —dijo—, es normal tener tos cuando se vive en Limerick, porque ésta es la capital del pecho débil, y el pecho débil lleva a la tisis. Si todos los que tienen la tisis en Limerick se murieran, ésta sería una ciudad fantasma, aunque yo personalmente no tengo la tisis. No, esta tos fue un regalo de los alemanes.

Hizo una pausa, dio una calada a su cigarrillo y tosió penosamente.

—Pardiez, y perdone la expresión, pero estos pitillos acabarán conmigo. Bueno, ahora lo dejo con el colchón, y recuerde lo que le he dicho: que se hagan un lío las desgraciadas.

Se marchó en su bicicleta haciendo eses, con el cigarrillo colgado de la boca, con el cuerpo sacudido por la tos.

—Los de Limerick hablan demasiado —dijo papá—. Vamos, vamos a poner este colchón en su sitio y ya veremos si podemos dormir algo esta noche.

Mamá estaba sentada junto a la chimenea con los gemelos dormidos en su regazo y Malachy estaba tendido en el suelo, hecho un ovillo, a sus pies.

—¿Con quién hablabas? —preguntó mamá—. Se parecía mucho a Pa Keating, el marido de Aggie. Lo he conocido por la tos. Tiene esa tos desde que estuvo en Francia, en la guerra, y respiró el gas.

Dormimos el resto de la noche, y a la mañana siguiente vimos los restos del banquete de las pulgas, nuestras carnes llenas de picaduras rosadas y brillantes por la sangre que nos habíamos hecho al rascarnos.

Mamá preparó té y pan frito y papá volvió a lavarnos las picaduras con agua y sal. Volvió a sacar el colchón al patio. En un día frío como era aquél, las pulgas se morirían de frío, seguro, y todos podríamos dormir a gusto.

Algunos días más tarde, cuando ya estamos asentados en la habitación, papá me saca de mis sueños sacudiéndome.

—Arriba, Francis, arriba. Ponte la ropa y corre a buscar a tu tía Aggie. Tu madre la necesita. Date prisa.

Mamá está gimiendo en la cama; tiene la cara completamente blanca. Papá saca a Malachy y a los gemelos de la cama y los hace sentarse en el suelo, junto a la chimenea apagada. Yo corro al otro lado de la calle y llamo a la puerta de la tía Aggie hasta que viene tosiendo y gruñendo el tío Pat Keating.

—¿Qué pasa?, ¿qué pasa?

—Mi madre está gimiendo en la cama. Creo que está enferma.

Entonces llega gruñendo mi tía Aggie.

—No dais más que problemas desde que llegasteis de América.

—Déjalo en paz, Aggie, no es más que un niño que hace lo que le han mandado.

Ella dice al tío Pa que vuelva a la cama, que tiene que trabajar a la mañana siguiente, no como otros del Norte a los que no quiere nombrar.

—No, no, voy —dice él—. A Ángela le pasa algo.

Papá me dice que me siente a un lado con mis hermanos. No sé qué le pasa a mamá, porque todos están susurrando, y oigo a duras penas que la tía Aggie dice al tío:

Pa que mamá ha perdido al niño y que corra a llamar a la ambulancia, y el tío Pa sale por la puerta, la tía Aggie dice a mamá que Limerick tendrá muchos defectos pero que la ambulancia es rápida. No habla a mi padre, no le dirige la mirada.

—Papá, ¿está enferma mamá? —dice Malachy.

—Och,
no le va a pasar nada, hijo. Tiene que ver al médico.

Yo me pregunto qué niño se ha perdido, porque allí estamos todos, uno, dos, tres, los cuatro que somos, no hay ningún niño perdido, y por qué no pueden decirme qué le pasa a mi madre. El tío Pa vuelve y la ambulancia llega tras él. Entra un hombre con una camilla, y cuando se han llevado a mamá quedan gotas de sangre en el suelo, junto a la cama. Malachy se mordió la lengua y había sangre, y el perro de la calle tenía sangre y murió. Quiero preguntar a papá si mamá se marchará para siempre como mi hermana Margaret, pero él se va con mamá y es inútil preguntar nada a la tía Aggie, que es capaz de comerte la cabeza de un bocado. La tía Aggie limpia las gotas de sangre y nos dice que nos metamos en la cama y nos quedemos allí hasta que vuelva a casa papá.

Es medianoche, y los cuatro estamos calentitos en la cama y nos quedamos dormidos hasta que papá vuelve a casa y nos dice que mamá está bien y a gusto en el hospital y que volverá a casa en poco tiempo.

Más tarde, papá va a la oficina de empleo a cobrar el subsidio de paro. Un trabajador con acento de Irlanda del Norte no tiene ninguna esperanza de encontrar trabajo en Limerick.

Cuando vuelve, dice a mamá que recibiremos diecinueve chelines por semana. Ella dice que eso es suficiente para que todos nos muramos de hambre.

—¿Diecinueve chelines para los seis que somos? Son menos de cuatro dólares en dinero americano; y ¿cómo vamos a vivir con eso? ¿Qué vamos a hacer dentro de quince días, cuando tengamos que pagar el alquiler? Si pagamos por esta habitación cinco chelines de alquiler por semana, nos quedan catorce chelines para comprar comida y ropa, y carbón para hervir el agua del té.

Papá mueve la cabeza, bebe su té en un tarro de mermelada, mira fijamente por la ventana y silba
Los mozos de Wexford.
Malachy y Oliver dan palmas y bailan por la habitación, y papá no sabe si silbar o sonreír, porque no se puede hacer ambas cosas a la vez y no lo puede remediar. Tiene que parar y sonreír y da una palmadita a Oliver en la cabeza y después vuelve a silbar. Mamá también sonríe, pero es una sonrisa muy rápida, y cuando vuelve la vista a las cenizas se le nota la preocupación en las comisuras de la boca, que tiene vueltas hacia abajo.

Al día siguiente dice a papá que cuide de los gemelos y nos lleva a Malachy y a mí a la Conferencia de San Vicente de Paúl. Nos ponemos tras una cola de mujeres que llevan chales negros. Nos preguntan cómo nos llamamos y sonríen cuando nos oyen hablar.

—Dios del cielo, ¿han oído a los pequeños yanquis? —dicen, y se preguntan por qué mamá, con su abrigo americano, tiene que pedir ayuda benéfica, ya que casi no hay suficiente para los pobres de Limerick para que tengan que venir los yanquis a quitarles el pan de la boca.

Mamá les dice que una prima suya le regaló aquel abrigo en Brooklyn, que su marido no tiene trabajo, que tiene otros niños en casa, gemelos. Las mujeres suspiran y se ciñen los chales; tienen sus propios problemas. Mamá les dice que tuvo que marcharse de América porque no soportaba vivir allí después de morir su hija recién nacida. Las mujeres vuelven a suspirar, pero ahora es porque mamá está llorando. Algunas dicen que también ellas han perdido a hijos pequeños, y que no hay nada peor en el mundo: aunque vivas tantos años como la mujer de Matusalén, no llegas a superarlo. Ningún hombre sabe lo que es ser una madre que ha perdido a un hijo, aunque viviera más que dos Matusalenes.

Todas lloran a sus anchas hasta que una mujer pelirroja hace pasar una cajita. Las mujeres toman algo de la cajita con la punta de los dedos y se lo meten en las narices. Una mujer joven estornuda, y la mujer pelirroja se ríe.

—Ah, de verdad, Biddy, tú no aguantas este rapé. Venid aquí, niños yanquis, tomad un pellizco.

Nos mete la sustancia parda en las narices, y nosotros estornudamos con tanta fuerza que las mujeres dejan de llorar y se ríen hasta que tienen que limpiarse los ojos con los chales.

—Eso es bueno para vosotros —nos dice mamá—; os despejará la cabeza.

La mujer joven, Biddy, dice a mamá que somos dos niños encantadores. Señala a Malachy.

—¿No es una monada ese chico pequeño con su remolino dorado? Podía ser una estrella de cine con Shirley Temple.

Y Malachy sonríe y llena de calor la cola.

La mujer del rapé dice a mamá:

—Señora, no quiero parecer atrevida, pero creo que debería sentarse, pues hemos oído de su pérdida.

—Ay, no, eso no les gusta —dice otra mujer, preocupada.

—¿A quiénes no les gusta qué?

—Ay, de verdad, Nora Molloy, a los de la Conferencia no les gusta que nos sentemos en los escalones. Quieren que estemos de pie, junto a la pared, mostrando respeto.

—Pueden besarme el culo —dice Nora, la mujer pelirroja—. Siéntese allí, señora, en ese escalón, y yo me sentaré a su lado, y si los de la Conferencia de San Vicente de Paúl dicen una sola palabra yo les cambiaré la cara, ya lo verá. ¿Fuma usted, señora?

—Sí —dice mamá—, pero no tengo qué.

Nora saca un cigarrillo de un bolsillo de su delantal, lo parte en dos y ofrece la mitad a mamá.

—Eso tampoco les gusta —dice la mujer preocupada—. Dicen que con cada pitillo que te fumas estás quitando la comida de la boca a tu hijo. El señor Quinlivan, que está ahí dentro, está en contra con toda su alma. Dice que si tienes dinero para pitillos tienes dinero para comida.

—Quinlivan puede besarme el culo también, ese desgraciado de la sonrisita. ¿Va a negarnos una calada a un pitillo, el único consuelo que nos queda en este mundo?

Se abre una puerta al final del pasillo y aparece un hombre.

—¿Algunas de ustedes esperan recoger botas de niño?

Algunas mujeres levantan la mano. «Yo. Yo».

—Pues bien, se han acabado todas las botas. Tendrán que volver el mes que viene.

—Pero mi Mikey necesita botas para ir a la escuela.

—Se han acabado, ya se lo he dicho.

—Pero hace un tiempo helado, señor Quinlivan.

—Las botas se han acabado. No puedo hacer nada. ¿Qué es esto? ¿Quién está fumando?

—Yo —dice Nora, agitando ostentosamente su cigarrillo—, y estoy disfrutándolo hasta la última ceniza.

—Con cada bocanada de humo... —empieza a decir él.

—Ya lo sé —dice ella—: estoy quitando la comida de la boca a mis hijos.

—Es usted insolente, mujer. Aquí no recibirá ninguna ayuda benéfica.

—¿De verdad? Pues bien, señor Quinlivan, si no la recibo aquí, ya sé dónde la recibiré.

—¿De qué está hablando?

—Acudiré a los cuáqueros. Ellos me darán ayuda benéfica.

El señor Quinlivan se acerca a Nora y la señala con el dedo.

—¿Saben lo que tenemos aquí? Tenemos entre nosotros a una sopista. Ya tuvimos sopistas en la Gran Hambruna. Los protestantes iban por ahí diciendo a los buenos católicos que si renunciaban a su fe y se volvían protestantes podrían tomar sopa hasta quedar hartos; y (Dios nos asista) algunos católicos aceptaron la sopa, y desde entonces los llamaron sopistas, y perdieron sus almas inmortales, condenadas a caer en lo más hondo del infierno. Y ustedes, mujeres, si acuden a los cuáqueros, perderán su alma inmortal y las almas de sus hijos.

—Entonces, señor Quinlivan, tendrá usted que salvarnos, ¿no?

Él la mira fijamente y ella le devuelve la mirada. Él vuelve los ojos a las demás mujeres. Una se tapa la mano con la boca intentando contener una risa.

—¿A qué se debe esa risita? —ruge él.

—A nada, señor Quinlivan, palabra de honor.

—Se lo digo una vez más: no hay botas.

Y se marcha cerrando la puerta de un portazo.

Hacen pasar a las mujeres a la habitación, una a una. Nora sale sonriendo y mostrando un papel.

—Botas —dice—. Me dan tres pares para mis hijos. Si amenazas a esos hombres con ir a los cuáqueros, se quitan hasta los calzoncillos para dártelos.

Cuando llaman a mamá ella nos hace pasar a Malachy y a mí con ella. Nos quedamos de pie ante una mesa donde hay tres hombres sentados que hacen preguntas. El señor Quinlivan quiere decir algo, pero el hombre del centro dice:

—Ya basta, Quinlivan. Si de usted dependiera, todos los pobres de Limerick correrían a caer en brazos de los protestantes.

Se dirige a mamá y le pregunta de dónde sacó ese abrigo rojo tan bueno. Ella le cuenta lo que contó a las mujeres que esperaban fuera y cuando llega a la muerte de Margaret tiembla y solloza. Dice a los hombres que siente mucho llorar así, pero que sólo han pasado unos meses y no lo ha superado todavía, ni siquiera sabe dónde enterraron a su niña si es que la enterraron, ni sabe tampoco si la bautizaron, porque estaba tan débil de cuidar a los cuatro niños que no tenia energía para ir a la iglesia para que la bautizaran, y le quema el corazón pensar que Margaret podría estar en el limbo para siempre, sin esperanza de vernos a los demás cuando vayamos al cielo, al infierno o al purgatorio.

El señor Quinlivan le acerca su propia silla.

—Venga, señora. Venga. ¿Quiere sentarse? Vamos.

Los otros hombres miran a la mesa, al techo. El hombre del centro dice que va a dar a mamá un vale para que recoja alimentos para una semana en la tienda de McGrath, en la calle Parnell. Recibirá té, azúcar, harina, leche, mantequilla y otro vale para recoger un saco de carbón en el almacén de carbón de Sutton, en la carretera del Muelle.

—Naturalmente, no recibirá esto todas las semanas, señora —dice el tercer hombre—. Visitaremos su casa para ver si hay verdadera necesidad. Tenemos que hacerlo así, señora, para poder comprobar su solicitud.

Mamá se limpia la cara con la manga y coge el vale.

—Que Dios los bendiga por su bondad —dice a los hombres. Ellos asienten con la cabeza y miran a la mesa, al techo, a las paredes, y le piden que haga pasar a la mujer siguiente.

Las mujeres que esperan fuera dicen a mamá:

—Cuando vaya a la tienda de McGrath, no pierda de vista a la perra vieja o la engañará en el peso. Pone las cosas en la balanza en un papel que cuelga por su lado, detrás del mostrador, donde ella cree que no lo ve una. Tira del papel de tal manera que hay que tener suerte para llevarse la mitad de lo que le corresponde a una. Y tiene la tienda llena de estampas de la Virgen María y del Sagrado Corazón de Jesús, y siempre está de rodillas en la capilla de San José, haciendo sonar las cuentas del rosario y dando suspiros como una virgen y mártir, la perra vieja.

—Yo iré con usted, señora —dice Nora—. A mí me toca la misma señora McGrath, y sabré si la está engañando.

Nos guía hasta la tienda de la calle Parnell. La mujer que está tras el mostrador trata con amabilidad a mi madre, que lleva su abrigo americano, hasta que mamá le enseña el vale de San Vicente de Paúl.

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