Las cenizas de Ángela (9 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Las cenizas de Ángela
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Mamá se queda en el coche mientras nosotros seguimos al chófer hasta el interior de la central de Correos.

—Allí está —dice—; ése es vuestro Cuchulain.

Y yo siento que me caen las lágrimas porque lo estoy viendo por fin, a Cuchulain, allí en su pedestal en la central de Correos. Es dorado y tiene el pelo largo; le cuelga la cabeza y tiene un gran pájaro posado en el hombro.

—¿Y qué es todo esto, en nombre de Dios? —dice el chófer—. ¿Qué hace ese sujeto con el pelo largo y con el pájaro en el hombro? ¿Y tendrá usted la bondad de decirme, señor, qué tiene que ver esto con los hombres de 1916?

—Cuchulain luchó hasta la muerte como los hombres de la Semana de Pascua —dice papá—. Sus enemigos tenían miedo de acercarse a él hasta que no estuvieron seguros de que había muerto, y cuando el pájaro se posó en él y bebió su sangre lo supieron.

—Bueno —dice el chófer—, es un día triste para los hombres de Irlanda si tienen que recurrir a un pájaro para que les diga que un hombre está muerto. Creo que será mejor que nos vayamos, o perderemos ese tren de Limerick.

La mujer del sargento dijo que enviaría un telegrama a la abuela para que fuera a recogernos en Limerick, y allí estaba en el andén la abuela, con el pelo blanco, la mirada amarga, un chal negro y sin una sonrisa para mi madre ni para ninguno de nosotros, ni siquiera para mi hermano Malachy, que tenía una gran sonrisa y unos dulces dientes blancos. Mamá señaló a papá.

—Éste es Malachy —dijo, y la abuela asintió con la cabeza y apartó la vista. Llamó a dos chicos que rondaban por la estación de ferrocarril y les pagó para que llevasen el baúl. Los chicos tenían la cabeza afeitada, las narices llenas de mocos y no llevaban zapatos, y nosotros los seguimos por las calles de Limerick. Yo pregunté a mamá por qué no tenían pelo, y ella dijo que tenían la cabeza afeitada para que no hubiera ningún escondrijo para liendres.

—¿Qué es una liendres? —preguntó Malachy; y mamá dijo:

—No es una liendres. Es una liendre —dijo mamá.

—¿Queréis callaros? —dijo la abuela—. ¿Qué manera de hablar es ésa?

Los chicos silbaban, reían y correteaban como si llevaran zapatos, y la abuela les dijo:

—Dejaos de risas o se os va a caer ese baúl y lo vais a romper.

Ellos dejaron de silbar y de reír y nosotros los seguimos hasta un parque que tenía en el centro una columna alta con una estatua y una hierba tan verde que lo deslumbraba a uno.

Papá llevaba a cuestas a los gemelos. Mamá cargaba una bolsa en una mano y llevaba de la mano a Malachy con la otra. Cuando la abuela vio que se paraba cada pocos pasos para recobrar el aliento, le dijo:

—¿Todavía fumas esos pitillos? Esos pitillos serán tu muerte. Ya hay bastante tisis en Limerick sin que encima fume la gente, y es un capricho de ricos.

A lo largo del camino, al pasar por el parque, había centenares de flores de colores diferentes que entusiasmaron a los gemelos. Las señalaban y hacían ruidos chillones y todos nos reímos; todos menos la abuela, que se cubrió la cabeza con el chal. Papá se detuvo y dejó a los gemelos en el suelo para que pudieran estar más cerca de las flores. «Flores», dijo, y los gemelos corrieron de un lado a otro, señalando, intentando decir «flores». Uno de los chicos que llevaban el baúl dijo:

—Dios, ¿es que son americanos?

—Lo son —dijo mamá—. Nacieron en Nueva York. Todos los niños nacieron en Nueva York.

El chico dijo al otro chico:

—Dios, son americanos.

Dejaron el baúl en el suelo y se quedaron mirándonos fijamente, y nosotros les devolvimos las miradas hasta qué la abuela dijo:

—¿Os vais a quedar todo el día contemplando las flores y mirándoos pasmados los unos a los otros?

Y todos nos pusimos en marcha otra vez, salimos del parque, bajamos por un callejón estrecho y llegamos a otro callejón donde estaba la casa de la abuela.

Hay una hilera de casas pequeñas a cada lado del callejón y la abuela vive en una de las casas pequeñas. En su cocina hay un fogón de hierro negro, limpio y reluciente, con el fuego encendido. Hay una mesa adosada a la pared, bajo la ventana, y enfrente hay un aparador con tazas, platillos y jarrones. Este aparador está siempre cerrado con llave y ella guarda la llave en su monedero, porque no se debe usar nada de lo que contiene a no ser que alguien se muera o regrese del extranjero, o que venga de visita un sacerdote.

En la pared, junto al fogón, hay una estampa en la que aparece un hombre con el pelo largo y castaño y ojos tristes. Se señala el pecho, donde tiene un corazón grande del que le salen llamas.

—Es el Sagrado Corazón de Jesús —nos dice mamá, y yo le pregunto por qué está ardiendo el corazón del hombre y por qué no le echa agua.

—¿Es que estos niños no saben nada de su religión? —pregunta la abuela, y mamá le dice que en América las cosas son diferentes. La abuela dice que el Sagrado Corazón está en todas partes y que una ignorancia así no tiene excusa.

Bajo la estampa del hombre del corazón ardiendo hay una repisa con un vaso rojo en el que hay vela de llama vacilante, y junto a ella una figurilla.

—Ése es el Niño Jesús —nos dice mamá—, el Niño Jesús de Praga, y siempre que necesitéis alguna cosa podéis rezarle.

—Mamá..., ¿puedo decirle que tengo hambre? —pregunta Malachy, y mamá lo hace callar llevándose el dedo a los labios.

La abuela gruñe trasteando en la cocina, haciendo té y diciendo a mamá que corte la barra de pan, sin hacer las rebanadas demasiado gruesas. Mamá se sienta junto a la mesa jadeando y dice que cortará el pan en seguida. Papá coge el cuchillo y se pone a rebanar el pan, y advertimos que eso no le gusta a la abuela. Le frunce el ceño, pero no dice nada, a pesar de que está cortando rebanadas gruesas.

No hay sillas para todos, de modo que yo me siento en las escaleras con mis hermanos para tomarme el pan y el té. Papá y mamá se sientan a la mesa y la abuela se sienta bajo el Sagrado Corazón con su tazón de té.

—Bien sabe Dios que no sé lo que voy a hacer con vosotros —dice—. En esta casa no hay sitio para vosotros. No hay sitio ni siquiera para uno de vosotros.

Malachy dice «vosotros, vosotros» y le da una risa tonta, y yo digo «vosotros, vosotros», y los gemelos dicen «vosotros, vosotros», y nos reímos tanto que apenas somos capaces de comernos el pan.

La abuela nos mira fijamente.

—¿De qué os reís? En esta casa no hay nada de qué reírse. Será mejor que os comportéis antes de que ajuste cuentas con vosotros.

No deja de decir «vosotros», Malachy se cae de risa, se le cae de la boca el pan y el té, y la cara se le pone roja.

—Malachy y los demás, ya basta —dice papá.

Pero Malachy no puede parar, sigue riéndose hasta que papá le dice:

—Ven aquí.

Remanga la camisa de Malachy y alza la mano como si fuera a darle un cachete en el brazo.

—¿Te vas a portar bien?

A Malachy se le llenan los ojos de lágrimas y asiente con la cabeza, dice que sí, porque papá no había alzado la mano así nunca.

—Sé un niño bueno y ve a sentarte con tus hermanos —dice papá a Malachy, le baja las mangas y le da una palmadita en la cabeza.

Por la noche llegó a casa la hermana de mamá, la tía Aggie, a la salida de su trabajo en la fábrica de ropa. Era grande, como las hermanas MacNamara, y tenía el pelo rojo como el fuego. Metió una bicicleta grande en la habitación pequeña que estaba detrás de la cocina y salió para tomarse su cena. Estaba viviendo en casa de la abuela porque había reñido con su marido, Pa Keating, que le había dicho, después de haber bebido:

—Eres una vaca gorda; vete a casa de tu madre.

Eso fue lo que la abuela contó a mamá, y por eso no había sitio para nosotros en casa de la abuela. Allí vivían ella misma, la tía Aggie y su hijo Pat, que era mi tío y que estaba fuera, vendiendo periódicos.

La tía Aggie se quejó cuando la abuela le dijo que mamá tendría que dormir con ella aquella noche.

—Oh, cierra el pico —dijo la abuela—. Es una sola noche, y no te vas a morir por eso, y si no te gusta puedes volverte con tu marido, que al fin y al cabo es donde debes estar, en vez de venir corriendo a mi casa. Jesús, María y el santo San José, hay que ver cómo está esta casa: Pat y tú, y Ángela con su guirigay de americanos. ¿Podré tener algo de paz en mis últimos años?

Extendió abrigos y trapos por el suelo de la habitación pequeña del fondo y dormimos allí con la bicicleta. Papá se quedó en la cocina, en una silla, nos llevó al retrete del patio trasero cuando nos hizo falta y por la noche hizo callar a los gemelos cuando lloraban de frío.

A la mañana siguiente vino a recoger su bicicleta la tía Aggie y nos dijo:

—¿Queréis mirar dónde os ponéis? ¿Queréis quitaros de en medio?

Cuando se marchó, Malachy se puso a decir: «¿Queréis mirar dónde os ponéis? ¿Queréis quitaros de en medio?», y yo oía que papá se reía en la cocina, hasta que la abuela bajó por la escalera y papá tuvo que decir a Malachy que se callara.

Aquel día salieron la abuela y mamá y encontraron una habitación amueblada en la calle Windmill, donde la tía Aggie tenía un piso con su marido, Pa Keating. La abuela pagó el alquiler, diez chelines por dos semanas. Dio a mamá dinero para que comprase comida, nos prestó una tetera, una cazuela, una sartén, cuchillos y cucharas, tarros de mermelada vacíos para que sirvieran de tazones, una manta y una almohada. Dijo que era todo lo que podía permitirse, que papá tendría que mover el culo, encontrar trabajo, apuntarse al paro, acudir a la obra benéfica de la Conferencia de San Vicente de Paúl o ir a la beneficencia.

La habitación tenía una chimenea donde podríamos hervir agua para hacer té, o un huevo duro si alguna vez teníamos dinero. Había una mesa, tres sillas y una cama que era la más grande que había visto mamá en su vida, según dijo ella. Aquella noche disfrutamos de la cama, cansados como estábamos después de dormir varias noches en el suelo en Dublín y en la casa de la abuela. No importaba que estuviéramos seis en la cama: estábamos juntos, sin abuelas y sin guardias, Malachy podía decir «vosotros, vosotros, vosotros» y podíamos reírnos a gusto.

Papá y mamá se acostaron en la cabecera de la cama, Malachy y yo en los pies, los gemelos en cualquier parte donde pudieran estar cómodos. Malachy nos hizo reír otra vez, dijo «vosotros, vosotros, vosotros» y
«oy, oy, oy»,
y después se quedó dormido. Mamá roncaba con ese ruidito,
hink, hink,
que nos indicaba que estaba dormida. Yo miraba el otro extremo de la cama y veía a la luz de la luna que papá estaba despierto todavía, y cuando Oliver se puso a llorar en sueños, papá lo cogió en brazos.

—Chis —le dijo—. Chis.

Entonces Eugene se incorporó, gritando, rascándose.

—Ay, ay, mami, mami.

Papá se incorporó.

—¿Qué es? ¿Qué pasa, hijo?

Eugene siguió llorando y cuando papá saltó de la cama y encendió la luz de gas vimos las pulgas que daban saltos, que estaban clavadas en nuestras carnes. Les dimos palmadas, pero ellas botaban de un cuerpo a otro, botando, picando. Nos rascamos las picaduras hasta que sangraban. Saltamos de la cama; los gemelos lloraban; mamá sollozaba, «Jesús, ¿no vamos a tener un descanso?». Papá vertió agua y sal en un tarro de mermelada y nos lavó las picaduras. La sal quemaba, pero papá dijo que nos sentiríamos mejor al poco rato.

Mamá se sentó junto a la chimenea con los gemelos en el regazo. Papá se puso los pantalones y quitó el colchón de la cama y lo arrastró a la calle. Llenó de agua la tetera y la cazuela, dejó el colchón de pie apoyado en la pared, se puso a darle golpes con un zapato, me dijo que vertiera agua en el suelo para ahogar a las pulgas que caían. La luna de Limerick brillaba tanto que yo veía trozos de luna reflejados en el agua y quería coger trozos de luna, pero ¿cómo iba a hacerlo mientras las pulgas me saltaban en las piernas? Papá seguía dando golpes con el zapato y yo tuve que volver corriendo a través de la casa al grifo del patio trasero para traer más agua en la tetera y en la cazuela.

—Mira cómo estás —dijo mamá—. Tienes los zapatos empapados y vas a coger un enfriamiento de muerte, y tu padre va a coger seguramente una pulmonía, descalzo como está.

Un hombre que pasaba en bicicleta se detuvo y preguntó a papá por qué estaba dando golpes a aquel colchón.

—Madre de Dios —dijo—, no había oído nunca ese remedio contra las pulgas. ¿Sabía usted que si el hombre pudiera saltar tanto como la pulga llegaría de un salto a la mitad de la distancia de la Tierra a la Luna? Lo que tiene que hacer es esto: cuando vuelva a entrar con ese colchón, póngalo en la cama al revés, y así se harán un lío las desgraciadas. No sabrán dónde están y se pondrán a picar el colchón o a picarse las unas a las otras, que es el mejor remedio de todos. Cuando han picado al ser humano se ponen frenéticas, ¿sabe?, porque tienen otras pulgas a su alrededor que también pican al ser humano, y el olor de la sangre es demasiado para ellas y se ponen fuera de sí. Son un verdadero tormento maldito, y vaya si lo sé yo, pues para eso me he criado en Limerick, ahí abajo, en el barrio de Irishtown, y las pulgas eran tan abundantes y tan impertinentes que eran capaces de posarse en la punta de la bota de uno y de ponerse a comentar la triste historia de Irlanda. Se dice que en la antigua Irlanda no había pulgas, que las trajeron los ingleses para sacarnos de nuestros cabales por completo, y a mí no me extrañaría que los ingleses fueran capaces de una cosa así. Y ¿no es curioso que San Patricio expulsase de Irlanda a las serpientes y que los ingleses trajeran a las pulgas? Durante muchos siglos Irlanda fue un país encantador y tranquilo: las serpientes habían desaparecido, no se encontraba una sola pulga. Uno podía pasearse por los cuatro campos verdes de Irlanda sin miedo a las serpientes y luego dormir a gusto toda la noche sin que lo molestasen las pulgas. Las serpientes no hacían daño alguno, no lo molestaban a uno a no ser que las acorralase, y se alimentaban de otras criaturas que se mueven bajo los matorrales y por otros sitios así, mientras que la pulga te chupa la sangre mañana, tarde y noche, pues ésa es su naturaleza y no puede evitarlo. He oído contar como cosa cierta que en los sitios donde abundan las serpientes no hay pulgas. En Arizona, por ejemplo. Siempre se oye hablar de las serpientes de Arizona, pero ¿ha oído usted decir alguna vez que haya pulgas en Arizona? Que le vaya bien. Tengo que andarme con cuidado aquí, pues si se me sube una a la ropa es como si hubiera invitado a toda su familia a venir a mi casa. Se multiplican más deprisa que los hindúes.

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