Las cenizas de Ángela (31 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Las cenizas de Ángela
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Ya tengo diez años y voy a ir a la iglesia de San José para recibir la Confirmación. Nos prepara en la escuela el maestro, el señor O'Dea. Tenemos que saber bien lo que es la Gracia Santificante, una perla de alto precio que Jesús compró para nosotros con Su muerte. Al señor O'Dea se le ponen los ojos en blanco cuando nos dice que con la Confirmación pasaremos a formar parte de la Divinidad. Tendremos los dones del Espíritu Santo: sabiduría, entendimiento, buen consejo, fortaleza, conocimiento, piedad, temor de Dios. Los curas y los maestros nos dicen que con la Confirmación ya eres un verdadero soldado de la Iglesia, y que eso te da derecho a morir y a ser mártir si nos invaden los protestantes, los mahometanos u otros paganos cualesquiera. Otra vez me hablan de morir: me dan ganas de decirles que yo no podré morir por la Fe porque ya estoy comprometido para morir por Irlanda. Mikey Molloy me dice:

—¿Es que estás de broma? Eso de morir por la Fe es un camelo. No es más que un cuento que se han inventado para meterte miedo. Lo de Irlanda también. Ya no muere nadie por nada. Ya han muerto todos los que tenían que morir. Yo no pienso morir por Irlanda ni por la Fe. Quizás estuviese dispuesto a morir por mi madre, pero nada más.

Mikey lo sabe todo. Va a cumplir catorce años. Le dan ataques. Ve visiones.

Los mayores nos dicen que morir por la Fe es una cosa gloriosa, pero nosotros no estamos preparados todavía para ello, porque el día de la Confirmación es como el día de la Primera Comunión, uno recorre los callejones y las callejas y le dan bollos y dulces y dinero, la Colecta.

Y aquí interviene el pobre Peter Dooley. Nosotros lo llamamos «Cuasimodo»), porque tiene una joroba como el jorobado de Notre Dame, aunque sabemos bien que éste se llamaba en realidad Charles Laughton.

«Cuasimodo» tiene nueve hermanas, y se dice que su madre no lo quería, pero el ángel se lo trajo y es pecado quejarse de lo que te mandan. «Cuasimodo» es mayor, tiene quince años. El pelo pelirrojo se le pone de punta en todas direcciones. Tiene los ojos verdes, y uno se le mueve tanto que siempre se está dando golpecitos en las sienes para volverlo a su sitio. Tiene la pierna derecha corta y retorcida, y cuando anda va dando pasitos de baile y se cae cuando uno menos se lo espera. Y entonces es cuando el observador se queda sorprendido. Maldice de su pierna, maldice del mundo, pero maldice con un hermoso acento inglés que aprendió de la radio, de la BBC. Cuando va a salir de su casa asoma siempre la cabeza por la puerta y anuncia a todo el callejón: «Aquí viene mi cabeza, pronto llegará mi culo». Cuando «Cuasimodo» tenía doce años, llegó a la conclusión de que, en vista de su aspecto y de la forma en que el mundo lo miraba, lo mejor que podía hacer era prepararse para realizar un trabajo donde el público lo oyera pero no lo viera, y ¿qué mejor que sentarse delante de un micrófono en la BBC de Londres a leer las noticias?

Pero para irse a Londres hace falta dinero, y por eso acude cojeando a nosotros aquel viernes, la víspera de la Confirmación. Tiene una propuesta para Billy y para mí. Sabe que al día siguiente nos darán dinero por la Confirmación, y dice que si le prometemos pagarle un chelín cada uno nos dejará subir esa misma noche por el canalón que hay en la parte trasera de su casa para que miremos por la ventana y veamos a sus hermanas desnudas mientras se dan su baño semanal. Yo me apunto inmediatamente. Billy dice:

—Yo tengo mi propia hermana. ¿Por qué voy a pagarte para ver a tus hermanas desnudas?

«Cuasimodo» dice que mirar el cuerpo desnudo de tu propia hermana es el pecado mayor que existe y que no sabe si habrá en todo el mundo un cura capaz de perdonarte si lo cometes, que quizás tengas que acudir al obispo, que, como todo el mundo sabe, es un coco.

Billy se apunta.

El viernes por la noche saltamos el muro del patio trasero de «Cuasimodo». Hace una noche preciosa; la luna de junio está suspendida en lo alto sobre Limerick y se siente una brisa cálida que sube del río Shannon. Cuando «Cuasimodo» está a punto de dejar a Billy subirse por el canalón, aparece encima del muro el mismísimo Mikey Molloy «el Ataques», que susurra a «Cuasimodo»:

—Toma el chelín, «Cuasimodo». Déjame subir por el canalón.

Mikey ya tiene catorce años, es mayor que cualquiera de nosotros y está fuerte por su trabajo de repartidor de carbón. Está negro de carbón como el tío Pa Keating, y sólo se le ve el blanco de los ojos y la espuma blanca que tiene en el labio inferior, que indica que le puede dar el ataque en cualquier momento.

—Espera, Mikey —dice «Cuasimodo»—. Éstos están primero.

—¿Que espere? Y una mierda —dice Mikey, y se sube por el canalón. Billy protesta, pero «Cuasimodo» sacude la cabeza.

—No puedo evitarlo —dice—. Viene todas las semanas con el chelín. Yo tengo que dejarle subir por el canalón. Si no, me pegará y se lo contará a mi madre, y a continuación mi madre me meterá en la carbonera todo el día con las ratas.

Mikey «el Ataques» está en lo alto, agarrado al canalón con una mano. Tiene la otra mano en el bolsillo y la mueve, la mueve, y cuando el canalón empieza a moverse también y a crujir, «Cuasimodo» susurra:

—Molloy, nada de pajas subido al canalón.

Da saltos por el patio mientras protesta. Ha perdido el acento de la BBC y ahora habla como un natural de Limerick por los cuatro costados:

—Jesús, Molloy, bájate de ese canalón o se lo cuento a mi madre.

La mano de Mikey se mueve más aprisa en el bolsillo, tan aprisa que el canalón da una sacudida y se desploma y Mikey queda tendido en el suelo gritando:

—Estoy muerto, estoy destrozado. Dios mío.

Se le ve la espuma de los labios y la sangre que le sale por haberse mordido la lengua.

La madre de «Cuasimodo» sale por la puerta gritando: «¡Jesús! ¿Qué es esto?», y el patio se inunda de la luz de la cocina. Las hermanas chillan asomadas a la ventana de arriba. Billy intenta huir y ella lo arranca de la pared. Le dice que vaya corriendo a la farmacia de O'Connor, que está a la vuelta de la esquina, para que llamen por teléfono a una ambulancia o a un médico o a lo que sea para Mikey. Nos manda a voces que entremos en la cocina. Mete a «Cuasimodo» a patadas en el pasillo. Él está a cuatro patas, y ella lo arrastra hasta la carbonera que hay bajo la escalera y lo encierra dentro con llave.

—Quédate allí hasta que recobres el juicio.

Él llora y la llama a voces, con puro acento de Limerick:

—Ay, mamá, mamá, déjame salir. Aquí hay ratas. Sólo quería ir a la BBC, mamá. Ay, Jesús; mamá, Jesús. No volveré a dejar subir a nadie por el canalón. Te mandaré dinero desde Londres. ¡Mamá! ¡Mamá!

Mikey sigue tendido en el suelo, con convulsiones y retorciéndose por el patio. La ambulancia se lo lleva al hospital con una clavícula rota y con la lengua hecha trizas.

Nuestras madres aparecen al poco rato.

—Estoy deshonrada —dice la señora Dooley—, eso es lo que estoy, deshonrada. Mis hijas no se pueden bañar los viernes por la noche sin que todo el mundo fisgonee por la ventana, y estos chicos están en pecado y deben presentarse al cura antes de que les den la Confirmación mañana.

Pero mamá dice:

—No sé lo que harán los demás, pero yo me he pasado ahorrando un año entero para el traje de Confirmación de Frank y no voy a presentarme al cura a decirle que mi hijo no está preparado para la Confirmación y tener que esperar al año que viene, cuando ya se le haya quedado pequeño este traje, sólo porque se haya subido a un canalón para echar una mirada inocente al culo esmirriado de Mona Dooley.

Me lleva a casa a rastras de la oreja y me hace arrodillarme ante el Papa.

—Júralo —dice—, jura al Papa que no has mirado a Mona Dooley en cueros.

—Lo juro.

—Si mientes, no estarás en gracia de Dios cuando recibas la Confirmación mañana, y ése es el peor de los sacrilegios.

—Lo juro.

—Sólo el obispo podría perdonar un sacrilegio como ése.

—Lo juro.

—Está bien. Vete a la cama, y a partir de hoy no vuelvas a acercarte a ese desgraciado de «Cuasimodo» Dooley.

Al día siguiente nos confirman a todos. El obispo me hace una pregunta del catecismo: «¿Cuál es el cuarto mandamiento?», y yo le respondo: «Honrarás a tu padre y a tu madre». Me da una palmadita en la mejilla y con eso me convierte en soldado de la Iglesia Verdadera. Me arrodillo en el banco y pienso en «Cuasimodo», encerrado en la carbonera bajo las escaleras, y me pregunto si debería darle a pesar de todo el chelín como ayuda para su carrera profesional en la BBC.

Pero me olvido de «Cuasimodo» porque me empieza a sangrar la nariz y me encuentro mareado. Los chicos y las chicas que han recibido la Confirmación están en la calle con sus padres, delante de la iglesia de San José, y hay abrazos y besos bajo el sol brillante, y a mí me da igual. Mi padre está trabajando y a mí me da igual. Mi madre me besa y a mí me da igual. Los chicos hablan de la Colecta y a mí me da igual. La nariz no me deja de sangrar y mamá teme que vaya a estropear el traje. Entra corriendo en la iglesia a pedir un trapo a Stephen Carey, el sacristán, y éste le da un pedazo de lienzo que me irrita la nariz.

—¿No quieres hacer la Colecta? —me dice, y yo le digo que me da igual.

—Sí, sí, Frankie —dice Malachy, que está triste porque yo le había prometido que lo llevaría al cine Lyric a ver la película y a atiborrarnos de dulces. Yo tengo ganas de acostarme. Me dan ganas de acostarme allí mismo, en la escalinata de San José y de dormirme para siempre.

—La abuela está preparando un buen desayuno —dice mamá, y con sólo oír hablar de la comida me dan tantas náuseas que corro al borde de la acera y vomito, y todo el mundo me mira y a mí me da igual. Mamá dice que más vale que me lleve a casa y me meta en la cama, y a mis amigos les sorprende que alguien pueda meterse en la cama cuando puede salir a hacer una Colecta.

Me ayuda a quitarme el traje de Confirmación y me mete en la cama. Toma un trapo húmedo y me lo pone en la nuca, y al cabo de un rato dejo de sangrar. Me trae té, pero sólo con verlo me dan náuseas y tengo que vomitar en el cubo. Llega la señora Hannon de la casa de al lado y le oigo decir que este niño está muy enfermo y que debería verlo un médico. Mamá dice que es sábado, que el dispensario está cerrado y que dónde va a encontrar un médico.

Papá vuelve a casa de su trabajo en la Fábrica de Harina de Rank y dice a mamá que estoy pasando una etapa, los dolores del crecimiento. Viene la abuela y dice lo mismo. Dice que cuando los niños pasan de la edad de una cifra, que es el nueve, a la edad de dos cifras, que es el diez, están cambiando y suelen sangrar por la nariz. Dice que, en todo caso, es posible que yo tenga demasiada sangre y que una buena limpieza no me vendrá nada mal.

Pasa el día y duermo a ratos. Malachy y Michael se meten en la cama por la noche y oigo que Malachy dice:

—Frankie está muy caliente.

—Me está sangrando en la pierna —dice Michael.

Mamá me pone el trapo húmedo y una llave en la nuca, pero con eso no dejo de sangrar. El domingo por la mañana tengo sangre en el pecho y a mi alrededor. Mamá dice a papá que estoy sangrando por el trasero y él dice que quizás tenga una descomposición de vientre, que es corriente cuando se tienen los dolores del crecimiento.

Nuestro médico es el doctor Troy, pero está de vacaciones, y al que viene a verme el lunes le huele el aliento a whiskey. Me reconoce y dice a mi madre que tengo un catarro fuerte y que guarde cama. Pasan los días y yo duermo y sangro. Mamá me prepara té y caldo de carne y yo no los quiero tomar. Hasta me trae helado, y sólo con verlo me dan náuseas. Vuelve a venir la señora Hannon y dice que ese médico no sabe lo que se dice y que vayamos a ver si ha regresado el doctor Troy.

Mamá vuelve con el doctor Troy. Éste me toca la frente, me levanta los párpados, me da la vuelta para verme la espalda, me coge en brazos y echa a correr hacia su automóvil. Mamá corre tras él y él le dice que tengo fiebres tifoideas.

—Ay, Dios, ay, Dios —exclama mamá—, ¿es que voy a perder a toda la familia? ¿Acabará esto alguna vez?

Ella se sube al coche, me sujeta en su regazo y pasa gimiendo todo el camino hasta el Hospital de Infecciosos del Asilo Municipal.

La cama tiene las sábanas frescas y blancas. Las enfermeras llevan uniformes limpios y blancos, y la monja, la hermana Rita, va toda de blanco. El doctor Humphrey y el doctor Campbell llevan batas blancas y llevan colgadas del cuello unas cosas que me aplican al pecho y por todo el cuerpo. Yo no hago más que dormir, pero estoy despierto cuando traen unos frascos llenos de un líquido rojo y brillante que cuelgan de unas varas altas sobre mi cama y me meten unos tubos en los tobillos y en el dorso de la mano derecha.

—Estás recibiendo sangre, Francis —dice la hermana Rita—. Sangre de los soldados del cuartel de Sarsfield.

Mamá está sentada junto a la cama y la enfermera le dice:

—Sabe usted, señora, esto es muy poco corriente. A nadie le dejan entrar nunca al Hospital de Infecciosos por miedo al contagio, pero con usted han hecho una excepción, ahora que le viene la crisis. Si la supera, seguro que se recuperará.

Me quedo dormido. Cuando me despierto, mamá se ha marchado, pero hay movimiento en la habitación y es el cura, el padre Gorey, el de la Cofradía, que está diciendo misa en una mesa en el rincón. Vuelvo a adormecerme y ahora me despiertan de nuevo y me apartan las sábanas. El padre Gorey me está tocando con aceite y está rezando en latín. Sé que es la Extremaunción y que eso significa que me voy a morir, y me da igual. Vuelven a despertarme para darme la comunión. Yo no la quiero, tengo miedo de que me den náuseas. Me guardo la hostia en la lengua y me quedo dormido, y cuando me despierto otra vez ha desaparecido.

Se ha hecho de noche y el doctor Campbell está sentado junto a mi cama. Me coge la muñeca y mira su reloj. Tiene el pelo rojo y gafas, y sonríe siempre que me habla. Ahora se sienta y tararea y mira por la ventana. Se le cierran los ojos y ronca un poco. Se inclina de lado en la silla y se tira un pedo y sonríe para sí mismo, y ahora sé que voy a recuperarme, porque un médico no se tiraría nunca un pedo delante de un niño que se estuviera muriendo.

El hábito blanco de la hermana Rita brilla al sol que entra por la ventana. Me coge la muñeca, mira su reloj, sonríe.

—Ah —sonríe—, estamos despiertos, ¿verdad? Bueno, Francis, creo que hemos pasado lo peor. Nuestras oraciones han sido atendidas, y también todas las oraciones de los cientos de niños de la Cofradía. ¿Te lo imaginas? Cientos de niños han rezado el rosario por ti y han ofrecido su comunión por ti.

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