Las cenizas de Ángela (32 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Las cenizas de Ángela
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Tengo punzadas de dolor en los tobillos y en el dorso de la mano por los tubos que me meten la sangre y me da igual que los niños recen por mí. Cuando la hermana Rita sale de la habitación yo oigo el rumor de su hábito y el chasquido de su rosario. Me quedo dormido, y cuando me despierto es de noche y papá está sentado junto a la cama con su mano sobre la mía.

—¿Estás despierto, hijo?

Intento hablar pero estoy seco, no me sale nada, y me señalo la boca. Él me acerca a los labios un vaso de agua, que está dulce y fresca. Me aprieta la mano y dice que soy un buen soldado y que cómo no voy a serlo: ¿acaso no llevo la sangre de los soldados?

Ya no llevo los tubos y los frascos de cristal han desaparecido.

La hermana Rita entra y dice a papá que tiene que marcharse. Yo no quiero que se marche, porque tiene aspecto triste. Se parece a Paddy Clohessy el día en que le di la pasa. Cuando tiene aspecto triste es lo peor del mundo, y yo me echo a llorar.

—¿Qué es eso? —dice la hermana Rita—. ¿Llorando, con toda la sangre de soldado que llevas dentro? Mañana te espera una buena sorpresa, Francis. No lo adivinarás nunca. Pues te lo diré yo: te vamos a traer una galleta muy rica con el té de la mañana. ¿No es maravilloso? Y tu padre volverá mañana o pasado, ¿verdad, señor McCourt?

Papá asiente con la cabeza y vuelve a poner su mano sobre la mía. Me mira, retrocede, vuelve, me besa en la frente por primera vez en mi vida, y yo me siento tan feliz que me gustaría salir flotando de la cama.

Las otras dos camas de mi habitación están desocupadas. La enfermera dice que soy el único paciente con tifus y que es un milagro que haya superado la crisis.

La habitación contigua a la mía está desocupada hasta que una mañana oigo una voz de muchacha que dice:

—Hola, ¿hay alguien ahí?

Yo no estoy seguro de si me habla a mí o a alguien de la habitación del otro lado.

—Hola, chico del tifus, ¿estás despierto?

—Sí.

—¿Estás mejor?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué estás aquí?

—No lo sé. Sigo en la cama. Me ponen inyecciones y me dan medicinas.

—¿Cómo eres?

¿Qué querrá decir con esa pregunta? No sé qué contestarle.

—Hola, ¿sigues ahí, chico del tifus?

—Sí.

—¿Cómo te llamas?

—Frank.

—Es un buen nombre. Yo me llamo Patricia Madigan. ¿Cuántos años tienes?

—Diez.

—Ah.

Parece desilusionada.

—Pero voy a cumplir los once en agosto, el mes que viene.

—Bueno, once es mejor que diez. Yo voy a cumplir catorce en septiembre. ¿Quieres saber por qué estoy en el Hospital de Infecciosos?

—Sí.

—Tengo difteria y otra cosa.

—¿Qué otra cosa?

—No lo saben. Creen que tengo una enfermedad del extranjero, porque mi padre ha estado en África. Estuve a punto de morirme. ¿Vas a decirme cómo eres?

—Tengo el pelo negro.

—Como millones de personas.

—Tengo los ojos castaños con rayas verdes, lo que llaman color avellana.

—Como miles de personas.

—Tengo puntos en el dorso de la mano derecha y en los dos pies, por donde me metieron la sangre de los soldados.

—Dios mío, ¿te han hecho eso?

—Sí.

—No podrás parar de desfilar y de saludar.

Se oye el rumor de un hábito y el chasquido de un rosario y, a continuación, la voz de la hermana Rita:

—Vamos..., vamos..., ¿qué es esto? No se puede hablar de habitación a habitación..., y menos cuando son un niño y una niña. ¿Me has oído, Patricia?

—Sí, hermana.

—¿Me has oído, Francis?

—Sí, hermana.

—Podríais dar gracias por haberos recuperado milagrosamente. Podríais rezar el rosario. Podríais leer
El Pequeño Mensajero del Sagrado Corazón
que tenéis junto a la cama. Que no vuelva a encontraros hablando.

Entra en mi habitación y me señala con el dedo.

—Sobre todo a ti, Francis, después de que miles de niños rezaran por ti en la Cofradía. Da gracias, Francis, da gracias.

Se marcha y hay un rato de silencio. Después, Patricia susurra:

—Da gracias, Francis, da gracias y reza el rosario, Francis.

Yo me río con tanta fuerza que viene corriendo una enfermera a ver si me pasa algo. Es una enfermera muy severa del condado de Kerry y me asusta.

—¿Qué es esto, Francis? ¿Riéndote? ¿Qué es lo que tiene tanta gracia? ¿Estáis hablando esa niña, la Madigan, y tú? Daré parte a la hermana Rita. No te puedes reír, pues te puedes provocar daños graves en los órganos internos.

Se marcha pisando pesadamente y Patricia vuelve a susurrar con un fuerte acento de Kerry:

—No te puedes reír, Francis, pues te puedes provocar daños graves en los órganos internos. Reza el rosario, Francis, y reza por tus órganos internos.

Mamá me visita los jueves. Me gustaría ver también a mi padre, pero ya estoy fuera de peligro, se acabó la crisis, y sólo se me permite un visitante. Por otra parte, ella me dice que papá vuelve a trabajar en la Fábrica de Harina de Rank y que pide a Dios que este empleo le dure algún tiempo, ahora que hay guerra y que los ingleses necesitan harina desesperadamente. Me trae una tableta de chocolate, lo que demuestra que papá está trabajando. Jamás podría permitírselo viviendo del paro. Él me envía notas. Me dice que todos mis hermanos rezan por mí, que debo ser bueno, que obedezca a los médicos, a las monjas, a las enfermeras, y que no me olvide de rezar. Está seguro de que fue San Judas Tadeo quien me hizo salir adelante cuando tuve la crisis, porque es el santo patrono de los casos desesperados, y el mío era, sin duda, un caso desesperado.

Patricia dice que tiene dos libros junto a su cama. Uno es un libro de poesías, y es el que le gusta. El otro es una historia resumida de Inglaterra, y me pregunta si lo quiero. Se lo entrega a Seamus, el hombre que friega los suelos todos los días, y él me lo trae a mí y me dice:

—No debería llevar nada de una habitación de dipteria a una habitación de tifus, con todos los microbios que van por el aire y que se esconden entre las páginas, y si te da la dipteria encima del tifus se van a enterar y yo perderé el buen trabajo que tengo y acabaré en la calle cantando canciones patrióticas y pidiendo con un bote de hojalata en la mano, y lo podría hacer muy bien, pues no se ha escrito ninguna canción sobre los padecimientos de Irlanda que yo no me sepa, y también me sé algunas sobre las alegrías del whiskey.

Sí, se sabe la canción de Roddy McCorley. Dice que me la cantará con mucho gusto, pero apenas ha empezado a cantar la primera estrofa cuando entra corriendo la enfermera de Kerry.

—¿Qué es esto, Seamus? ¿Cantando? Deberías saber mejor que nadie que en este hospital está prohibido cantar. Me dan ganas de dar parte a la hermana Rita.

—Ay, por Dios, no haga eso, enfermera.

—Muy bien, Seamus. Lo pasaré por alto por esta vez. Ya sabes que cantar podría provocar a estos pacientes una recaída.

Cuando ella se marcha, él me dice en voz baja que me enseñará algunas canciones, porque cantar es bueno para pasar el tiempo cuando uno está solo en una habitación de tifus. Dice que Patricia es una niña encantadora, que le suele dar dulces del paquete que le envía su madre cada quince días. Deja de fregar el suelo y dice en voz alta a Patricia, que está en la habitación contigua:

—Decía a Frankie que eres una niña encantadora, Patricia.

Y ella le dice:

—Tú también eres un hombre encantador, Seamus.

Él sonríe porque es un viejo de cuarenta años y nunca ha tenido hijos, sólo tiene a los niños con los que puede hablar aquí, en el Hospital de Infecciosos.

—Aquí tienes el libro, Frankie —me dice—. Qué lástima que tengas que leer cosas de Inglaterra después de todo lo que nos hicieron, que no haya una sola historia de Irlanda en este hospital.

El libro me habla del rey Alfredo y de Guillermo el Conquistador y de todos los reyes y reinas hasta Eduardo, que se pasó toda la vida esperando a que se muriera su madre, Victoria, hasta que pudo ser rey. En el libro viene el primer pasaje de Shakespeare que leí en mi vida:

Creo en verdad,

Inducida por poderosas circunstancias,

Que sois mi enemigo.

El historiador dice que eso se lo dice Catalina, que es una de las esposas de Enrique VIII, al cardenal Wolsey, que quiere que le corten la cabeza. No sé qué significa, y me da igual, porque es de Shakespeare y cuando repito las palabras es como tener joyas en la boca. Si tuviera todo un libro de Shakespeare, no me importaría que me hicieran estar en el hospital un año entero.

Patricia dice que no sabe qué significa «inducida» ni «poderosas circunstancias» y que no le interesa Shakespeare; ella tiene su libro de poesías y me lee desde el otro lado de la pared una poesía que habla de un búho y de una garita que se hicieron a la mar en una barca verde y que llevaban miel y dinero, y no tiene pies ni cabeza, y cuando se lo digo a Patricia ella se enfada y dice que es la última vez que me lee una poesía. Dice que yo estoy siempre recitando los versos de Shakespeare, que tampoco tienen ni pies ni cabeza. Seamus deja de fregar otra vez y nos dice que no tenemos que discutir por las poesías, que ya discutiremos bastante cuando seamos mayores y nos casemos. Patricia se disculpa y yo me disculpo también, y ella me lee parte de otra poesía, que yo tengo que aprenderme para volver a recitársela a ella de madrugada o a última hora de la noche, cuando no hay monjas ni enfermeras.

El viento era un torrente oscuro entre los árboles agitados;

La luna era un galeón espectral azotado por mares turbulentos;

El camino era una franja de luna entre el páramo purpúreo,

Y el bandolero llegó galopando,

Galopando, galopando,

El bandolero llegó galopando a la puerta de la vieja posada.

Llevaba un tricornio francés en la frente, encajes en el cuello,

Casaca de terciopelo rosado y calzas de gamuza parda

Ceñidas sin arrugas; las botas hasta los muslos,

Y cabalgaba con joyas que brillaban.

Las pistolas le brillaban,

La vaina del sable le brillaba bajo el cielo enjoyado.

Cada día espero con impaciencia a que los médicos y las enfermeras me dejen solo para que Patricia pueda enseñarme una nueva estrofa y poder enterarme de lo que les pasa al bandolero y a la hija del posadero, de rojos labios. Me gusta esta poesía porque es emocionante y es casi tan buena como mis dos versos de Shakespeare. Los casacas rojas acechan al bandolero porque saben que él le dijo a ella: «Vendré por ti a la luz de la luna, aunque todo el infierno me cierre el paso».

A mí me encantaría hacer eso mismo, venir a la luz de la luna a llevarme a Patricia de la habitación de al lado, sin que me importe un pedo de violinista que todo el infierno me cierre el paso. Cuando va a leerme las últimas estrofas entra de pronto la enfermera de Kerry, gritándonos a ella y a mí.

—Os dije que no se podía hablar de habitación a habitación. Los de la difteria tienen prohibido hablar con los del tifus, y viceversa. Os lo advertí.

Y grita a Seamus:

—Seamus, llévate a éste. Llévate al chico. La hermana Rita dijo que si hablaban una palabra más, arriba con él. Os advertimos que os dejaseis de charla, pero no hicisteis caso. Llévate al chico, Seamus, llévatelo.

—Ay, vamos, enfermera, no ha hecho ningún daño. No es más que un poco de poesía.

—Llévate a ese chico, Seamus, llévatelo enseguida.

Él se inclina sobre mí y me susurra:

—Ay, Dios, Frankie, lo siento mucho. Toma tu libro de historia inglesa.

Me desliza el libro bajo el camisón y me levanta de la cama. Me susurra que soy como una pluma. Yo intento ver a Patricia cuando pasamos por su habitación, pero lo único que distingo es una mancha en forma de cabeza morena sobre una almohada.

La hermana Rita nos detiene en el pasillo para decirme que la he decepcionado mucho, que esperaba que yo hubiera sido un niño bueno después de lo que había hecho Dios por mí, después de todo lo que habían rezado por mí cientos de niños en la Cofradía, después de todo lo que me habían cuidado las monjas y las enfermeras del Hospital de Infecciosos, después de que habían dejado entrar a mi madre y a mi padre para que me vieran, cosa que rara vez se permite, y así se lo había pagado yo, echado en la cama recitando poesías tontas con Patricia Madigan, cuando sabía muy bien que estaba prohibido que los del tifus hablasen con los de la difteria. Dice que tendré mucho tiempo a mi disposición para reflexionar sobre mis pecados en la sala grande del piso de arriba, y que debía pedir perdón a Dios por mi acto de desobediencia al recitar una poesía inglesa pagana que hablaba de un ladrón a caballo y de una doncella con labios rojos que comete un pecado terrible, en vez de dedicarme a rezar o a leer la vida de un santo. Ya se había encargado ella de leer la poesía, y más me valía decírselo al cura cuando me confesase.

La enfermera de Kerry nos sigue hasta el piso de arriba, jadeando y asiéndose a la barandilla. Me dice que me quite de la cabeza la idea de que ella vaya a subirse hasta aquí, el fin del mundo, cada vez que a mí me duela o me pique algo.

En la sala hay veinte camas, todas blancas, todas desocupadas. La enfermera dice a Seamus que me acueste al final de la sala, junto a la pared, para asegurarse de que yo no vaya a hablar con cualquiera que pase por la puerta, cosa muy improbable porque no hay un alma en todo este piso. Dice a Seamus que ésta era la sala de infecciosos en la Gran Hambruna, hace mucho tiempo, y que sólo Dios sabe cuántos murieron aquí después de que los trajeran demasiado tarde para hacerles nada más que lavarlos antes de enterrarlos, y que se cuenta que se oyen gritos y quejidos en plena noche.

—Se te partiría el corazón si pensases en lo que nos hicieron los ingleses —dice—. Si no trajeron ellos la peste de la patata, tampoco hicieron gran cosa para aliviarla. Sin piedad. Sin la menor compasión por la gente que moría en esta misma sala, por los niños que sufrían y que morían aquí mientras los ingleses zampaban rosbif y trasegaban el mejor vino en sus casonas, por los niños que tenían la boca verde por haber intentado comer la hierba de los campos de los alrededores. Que Dios nos asista y nos libre de futuras hambrunas.

Seamus dice que fue una cosa terrible, verdaderamente, y que no le gustaría haber tenido que recorrer estos pasillos en la oscuridad viendo aquellas boquitas verdes abiertas. La enfermera me toma la temperatura.

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