Las benévolas (3 page)

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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

BOOK: Las benévolas
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Muertos soviéticos………….20 millones

Muertos alemanes……..……..3 millones

Subtotal (guerra del Este).......23 millones

Endlösung
...........................5,1 millones

Total...................................26,6 millones.

No hay que olvidar que 1, 5 millones de judíos se contaron también como muertos soviéticos («Ciudadanos soviéticos muertos por el invasor fascista», como indica de forma tan discreta el extraordinario monumento de Kiev).

Ahora, las matemáticas. El conflicto con la URSS duró desde el 22 de junio de 1941 a las tres de la mañana hasta, de forma oficial, el 8 de mayo de 1945 a las 23:01, lo que nos da tres años, diez meses, dieciséis días, veinte horas y un minuto; es decir, redondeando, 46,5 meses, 202,42 semanas, 1.417 días, 34.004 horas o 2..040.241 minutos (contando el minuto de propina). En cuanto al programa llamado de «Solución final», nos quedaremos con las mismas fechas; anteriormente no había aún nada decidido ni sistematizado y las bajas judías fueron fortuitas. Relacionemos ahora estas dos series de cifras: los alemanes tuvieron 64.516 muertos mensuales, es decir, 14.821 muertos semanales, es decir, 2.117 muertos diarios, es decir, 88 muertos cada hora, es decir, 1,47 muertos cada minuto; se trata de la media para todos los minutos de todas las horas de todos los días de todas las semanas de todos los meses de todos los años, durante tres años, diez meses, dieciséis días, veinte horas y un minuto. A los judíos les salen, incluyendo los judíos soviéticos, alrededor de 109.677 muertos mensuales, es decir, 2,5.195 muertos semanales, es decir, 3.599 muertos diarios, es decir, 150 muertos cada hora, es decir, 2,5 muertos cada minuto en un período idéntico. Por parte soviética, en fin, tenemos unos 430.108 muertos mensuales, 98.804 muertos semanales, 14.114 muertos diarios, 588 muertos cada hora, o bien, 9,8 muertos cada minuto, en un período idéntico. Es decir, en cuanto al total global en mi campo de actividad, unas medias de 572.000 muertos mensuales, 121.410 muertos semanales, 18.772 muertos diarios, 782 muertos cada hora y 13,04 muertos cada minuto, todos los minutos de todas las horas de todos los días de todas las semanas de todos los meses de todos y cada uno de los años del período contemplado; es decir, recordémoslo, tres años, diez meses, dieciséis días, veinte horas y un minuto. Que quienes se hayan burlado de ese minuto de propina, un tanto pedante cierto es, piensen que no deja de ser una media de 13,04 muertos más, y que se imaginen, si pueden, a 13 personas de su entorno muertas en un minuto. Puede también calcularse el intervalo de tiempo entre cada muerto, lo que nos da una media de un muerto alemán cada 40,8 segundos, un muerto judío cada 124 segundos y un muerto bolchevique (contando a los judíos soviéticos) cada 6,12 segundos, y eso para el período ya citado en conjunto. Estáis ahora en condiciones de realizar, basándoos en esas cantidades, ejercicios de imaginación concretos. Coged un reloj, por ejemplo, y empezad a contar: un muerto, dos muertos, tres muertos, etcétera, cada 4,6 segundos (o cada 6,12 segundos, o cada 24 segundos, o cada 40,8 segundos, si tenéis una preferencia determinada), intentando ver, como si los tuvierais ahí delante, en fila, a esos uno, dos, tres muertos. Ya veréis qué ejercicio tan bueno de meditación es. O tomad otra catástrofe más reciente, que os haya afectado mucho, y comparad. Por ejemplo, si sois franceses, pensad en vuestra aventurilla argelina, que tanto traumatizó a vuestros conciudadanos. Perdisteis en ella a 25.000 hombres en siete años, incluidos los accidentes: el equivalente de algo menos de un día y trece horas de muertos en el frente del Este; o de alrededor de siete días de muertos judíos. Por supuesto que no contabilizo los muertos argelinos: como nunca, como quien dice, los mencionáis ni en vuestros libros ni en vuestros programas, no deben de contar gran cosa para vosotros. Y eso que matasteis a diez por cada uno de vuestros muertos, que es un esfuerzo muy honroso incluso comparado con el nuestro. Aquí me quedo; podríamos seguir mucho rato; os animo a que sigáis solos, hasta que se os abra el suelo bajo los pies. Yo no lo necesito: hace ya mucho que tengo el pensamiento de la muerte
más cerca de mí que mi vena yugular,
como dice esa hermosa frase del Corán. Si en alguna ocasión consiguierais hacerme llorar, mis lágrimas os quemarían el rostro como el vitriolo.

La conclusión de todo esto, si me permitís otra cita, la última, lo prometo, es, como tan bien decía Sófocles:
Lo que debes preferir a todo lo demás es no haber nacido.
Por lo demás, Schopenhauer escribía más o menos lo mismo:
Más valdría que no hubiera nada. Como hay más dolor que placer en la tierra, cualquier satisfacción no es sino transitoria, y crea nuevos deseos y nuevas desesperaciones, y la agonía del animal devorado es mayor que el placer del que lo devora.
Sí, ya sé, son dos citas, pero se trata de la misma idea: en verdad que vivimos en el peor de los mundos posibles. Por supuesto, ya se ha acabado la guerra. Y, además, hemos aprendido la lección; no volverá a suceder. Pero ¿estáis completamente seguros de que hayamos aprendido la lección? ¿Estáis seguros de que no volverá a suceder? ¿Estáis ni tan siquiera seguros de que se haya acabado la guerra? En cierto modo, la guerra nunca se acaba, o, si no, no se habrá acabado hasta que entierren sano y salvo al último niño nacido el último día de lucha, e incluso entonces proseguirá en sus hijos, y en los hijos de sus hijos, hasta que por fin la herencia se diluya un tanto, los recuerdos se deshilachen y el dolor mengüe, incluso si en ese momento ya nadie se acuerda de nadie desde hace muchísimo, y todo se considera ya historias pasadas, que no valen ni para meterles miedo a los niños, y menos aún a los hijos de los muertos y a quienes habrían deseado estarlo, estar muertos, quiero decir.

Adivino qué estáis pensando: pero qué hombre más malo, os decís, un hombre perverso, un sinvergüenza, vamos, se lo mire por donde se lo mire, que debería estar pudriéndose en la cárcel en vez de soltarnos esa filosofía suya tan confusa de ex fascista a medio arrepentir. En lo del fascismo, no hay que confundir las cosas, y en lo de mi responsabilidad penal, no prejuzguéis, que todavía no os he contado mi historia; en cuanto a lo de mi responsabilidad moral, permitidme unas cuantas consideraciones. Con frecuencia han comentado los filósofos políticos que, en tiempos de guerra, el ciudadano, el ciudadano varón al menos, pierde uno de sus derechos más elementales, el de vivir, y eso desde los tiempos de la Revolución Francesa y la invención del reclutamiento, que es ahora un principio universalmente admitido o casi. Pero pocas veces han dejado constancia de que ese ciudadano pierde al mismo tiempo otro derecho, no menos elemental y más vital quizá incluso para él en lo tocante a la idea que se hace de sí mismo en tanto en cuanto hombre civilizado: el derecho a no matar. Nadie nos pide opinión. El hombre que está a pie firme junto a la fosa común no ha pedido, en la mayor parte de los casos, estar en ese sitio, de la misma forma que tampoco lo ha pedido el que se halla tendido, muerto o moribundo, dentro de esa misma fosa. Me diréis que matar a otro militar en combate no es lo mismo que matar a un civil desarmado; las leyes de la guerra permiten aquello, pero no esto; y otro tanto sucede con la ética al uso. Un buen argumento en términos abstractos, desde luego, pero que no tiene en cuenta en absoluto las condiciones del conflicto en cuestión. La distinción totalmente arbitraria que se crea, acabada la guerra, entre, por una parte «las operaciones militares», equiparables a las de cualquier otro conflicto, y, por otra, «las atrocidades» al frente de las cuales se halla una minoría de sádicos y de trastornados, es, como espero demostrar, una ilusión que consuela a los vencedores, si los vencedores son occidentales, debería especificar, pues los soviéticos, pese a la retórica que se gastan, siempre entendieron de qué iba la cosa: a Stalin, después de mayo de 1945 y tras los primeros aspavientos para la galería, le importaba un bledo una ilusoria «justicia»; quería cosas firmes y concretas, esclavos y materiales para volver a levantar y a construir, nada de remordimientos ni de lamentaciones, pues sabía tan bien como nosotros que los muertos no se enteran de los llantos y que los remordimientos nunca le han puesto alubias al potaje. No defiendo la
Befeblnotstand,
el sometimiento a las órdenes que tanto gusta a nuestros buenos abogados alemanes. Lo que hice, lo hice con pleno conocimiento de causa, convencido de que era mi deber y de que era necesario hacerlo, por desagradable y triste que fuera. También consiste en eso la guerra total: lo civil ya no existe, y entre el niño judío que muere en la cámara de gas o fusilado y el niño alemán a quien matan las bombas incendiarias no hay sino una diferencia de medios: esas dos muertes eran inútiles por igual, ninguna de las dos abrevió la guerra ni un segundo, pero en ambos casos el hombre o los hombres que los mataron creían que era justo y necesario; si se equivocaron ¿a quién hay que condenar? Esto que digo sigue siendo cierto incluso si se hace una distinción artificial entre la guerra y lo que el abogado judío Lempkin bautizó con el nombre de genocidio, e indico que, al menos en nuestro siglo, nunca ha habido aún un genocidio sin guerra y que, al igual que la guerra, se trata de un fenómeno colectivo: el genocidio moderno es un proceso que las masas hacen padecer a las masas y por las masas. Es también, en el caso que nos ocupa, un proceso segmentado por las exigencias de los procedimientos industriales. De la misma forma que, según Marx, el obrero está alienado en lo referido al producto de su trabajo, en el genocidio o en la guerra total en su forma moderna, el ejecutante está alienado respecto al producto de su acción. Esto es válido incluso para el caso de un hombre que apoye el fusil en la cabeza de otro hombre y apriete el gatillo. Pues a la víctima la trajeron otros hombres y su muerte la decidieron otros diferentes y también el que dispara sabe que no es sino el último eslabón de una cadena larguísima y que no tiene que hacerse más preguntas que las que se hace el miembro de un pelotón que, en la vida civil, ejecuta a un hombre que las leyes han condenado como es debido. Quien dispara sabe que es el azar el que determina que dispare él, que un compañero acordone y otro más conduzca el camión. Como mucho, podrá intentar cambiarles el sitio al guardián o al conductor. Otro ejemplo, sacado de la abundante literatura histórica más que de mi experiencia personal: el del programa de exterminación de los inválidos y los enfermos mentales, llamado «Eutanasis» o «T-4 » , que se creó dos años antes que el programa «Solución final». En ese programa, a los enfermos, seleccionados mediante disposiciones legales, los recibían en un edificio unas enfermeras profesionales que registraban la entrada y los desnudaban; unos médicos los examinaban y los llevaban a un cuarto cerrado; un operario abría el gas; otros, limpiaban; un policía extendía el certificado de defunción. Cuando, después de la guerra, interrogaron a esas personas, todas dijeron: «¿Culpable yo?». La enfermera no mató a nadie, se limitó a desnudar y a tranquilizar a unos enfermos, gestos habituales en su profesión. El médico tampoco mató a nadie; sencillamente confirmó un diagnóstico, ateniéndose a criterios fijados por otras instancias. El peón que abre la llave del gas, esa persona que es, pues, la que se halla más próxima en el tiempo y en el espacio al asesinato, realiza una operación técnica bajo el control de sus superiores y de los médicos. Los obreros que vacían el cuarto realizan una indispensable tarea de saneamiento, y muy repugnante además. El policía sigue el procedimiento reglamentario, que es dejar constancia de un fallecimiento y de que ha sucedido sin vulnerar las leyes vigentes. ¿Quién es culpable, pues? ¿Todos o nadie? ¿Por qué iba a ser más culpable el operario encargado del gas que el operario encargado de las calderas, el jardín o los vehículos? Igual sucede con todas las facetas de esa gigantesca empresa. ¿Es culpable, por ejemplo, el guardagujas del ferrocarril de la muerte de los judíos a quienes encarriló hacia un campo? Ese obrero es un funcionario, lleva veinte años haciendo el mismo trabajo. Desvía los trenes ateniéndose a una disposición, no tiene por qué saber qué hay dentro de esos trenes. No tiene culpa de que transporten a los judíos, mediante el cambio de agujas que él hace, de un punto A a un punto B, en donde los matan. Y, sin embargo, ese guardagujas desempeña un papel crucial en el trabajo de exterminio: sin él, el tren de judíos no puede llegar al punto B. Otro tanto sucede con el funcionario a cuyo cargo está requisar pisos para los damnificados por los bombardeos, con el impresor que prepara los avisos de deportación, con el proveedor que vende hormigón o alambre de espino a las SS, con el suboficial de intendencia que provee de gasolina a un Teilkommando de la SP y con Dios, allá en los cielos, que permite todo lo dicho. Por supuesto que pueden establecerse grados de responsabilidad penal relativamente exactos que permiten condenar a unos y dejar a todos los demás que se las arreglen con sus conciencias, en el supuesto de que las tengan; es tanto más fácil cuanto que se redactan las leyes después de ocurridos los hechos, como en Núremberg. Pero incluso ahí se hicieron las cosas un tanto manga por hombro. ¿Por qué ahorcaron a Streicher, ese paleto impotente, y no al macabro Von dem Bach-Zelewski? ¿Por qué ahorcaron a mi superior, Rudolf Brandt, y no al de él, Wolff? ¿Por qué ahorcaron al ministro Frick y no a su subordinado Stuckart, que le hacía todo el trabajo? Un hombre feliz, ese Stuckart, que nunca se manchó las manos más que de tinta, nunca de sangre. Que quede claro, una vez más: no intento decir que yo no sea culpable de tal o cual hecho. Soy culpable, y vosotros no, estupendo. Pero, pese a todo, deberíais ser capaces de deciros que lo que yo hice vosotros lo habríais hecho también. A lo mejor con menos celo, aunque quizá también con menos desesperación, pero, en cualquier caso, de una forma o de otra. Creo que puedo afirmar como hecho que ha dejado establecido la historia moderna que todo el mundo, o casi, en un conjunto de circunstancias determinado, hace lo que le dicen; y habréis de perdonarme, pero hay pocas probabilidades de que vosotros fuerais la excepción, como tampoco lo fui yo. Si habéis nacido en un país y en una época en que no sólo nadie viene a mataros a la mujer y a los hijos sino que, además, nadie viene a pediros que matéis a la mujer y a los hijos de otros, dadle gracias a Dios e id en paz. Pero no descartéis nunca el pensamiento de que a lo mejor tuvisteis más suerte que yo, pero que no sois mejores. Pues si tenéis la arrogancia de creer que lo sois, ahí empieza el peligro. Nos gusta eso de oponer el Estado, totalitario o no, al hombre vulgar, chinche o junco. Pero nos olvidamos entonces de que el Estado se compone de hombres, más o menos vulgares todos ellos, cada cual con su vida, su historia, la serie de casualidades que hicieron que un día se encontrara del lado bueno del fusil o de la hoja de papel, mientras que otros se encontraban del lado malo. Muy pocas veces ha escogido uno ese itinerario, ni siquiera hay una predisposición a seguirlo. A las víctimas, en la inmensa mayoría de los casos, nunca las torturaron o las mataron porque eran buenas, y sus verdugos no las torturaron porque fuesen malos. Pensar eso sería un tanto ingenuo, y basta con tratarse con cualquier burocracia, incluso la de la Cruz Roja, para convencerse de ello. Por lo demás, Stalin hizo una demostración elocuente de esto que estoy diciendo, al convertir a cada generación de verdugos en víctimas de la generación siguiente, sin que por ello careciera nunca de verdugos. Ahora bien, la maquinaria del Estado está hecha de la misma aglomeración de arena deleznable que aquello que muele, grano a grano. Existe porque todo el mundo está de acuerdo en que exista, y lo están incluso, con gran frecuencia, y hasta el último minuto, sus víctimas. Sin los Höss, los Eichmann, los Goglidze, los Vychinski, pero también sin los guardagujas, los fabricantes de hormigón y los contables de los ministerios, un Stalin o un Hitler no son sino un odre henchido de odio y de terrores estériles. Ahora es ya un tópico decir que la inmensa mayoría de las personas que organizaron los procesos de exterminio no eran sádicos o seres anormales. Sádicos y trastornados los hubo, por supuesto, como en todas las guerras, y cometieron atrocidades indecibles, es la verdad. Es también verdad que las SS habrían podido intensificar los esfuerzos para controlar a esa gente, aunque hizo más de lo que suele creerse; y no está claro que pudiera, que se lo pregunten a los generales franceses, que estaban bien fastidiados en Argelia con aquellos oficiales suyos, alcohólicos, violadores y asesinos. Pero no es ése el problema. Trastornados los hay en todas partes y en todas las épocas. Nuestros tranquilos barrios periféricos rebosan de pedófilos y de psicópatas; nuestros albergues nocturnos, de megalómanos rabiosos; algunos se convierten en un problema, efectivamente; matan a dos, a tres, a diez, incluso a cincuenta personas, y, a continuación, ese mismo Estado que los utilizaría, sin un parpadeo, en una guerra, los aplasta como a mosquitos atiborrados de sangre. Esos hombres enfermos no tienen importancia. Pero los hombres corrientes que forman el Estado -sobre todo en tiempos de inestabilidad-, ésos son el auténtico peligro. El auténtico peligro para el hombre soy yo, y sois vosotros. Y si no estáis convencidos, para qué seguir leyendo. No entenderéis nada y os irritaréis sin provecho ni para vosotros ni para mí.

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