Una hora después se reunían los oficiales en la sala principal. Von Radetzky y Häfner se habían ido con Blobel; había vuelto a dar patadas cuando lo estaban metiendo en el Opel y Sperath tuvo que ponerle otra inyección mientras Häfner lo sujetaba con una brazada. Callsen tomó la palabra: «Bueno, creo que están todos ustedes más o menos al corriente de la situación». Vogt lo interrumpió: «A lo mejor estaría bien recapitular».. —«¿Por qué no? Esta mañana el Generalfeldmarschall ordenó que se realizara una acción de represalia por los diez soldados alemanes que han aparecido mutilados en la fortaleza. Ha ordenado que ejecutásemos a un judío por cada persona a quien hayan asesinado los bolcheviques; es decir, más de mil judíos. El Standartenführer recibió esa orden y¿ al parecer, le provocó una crisis».. —«El ejército tiene cierta culpa también -intervino Kurt Hans-. Habrían podido enviar a alguien con más tacto que ese Hauptmann. Además eso de que sea un Hauptmann cualquiera quien transmita una orden de esa importancia es casi un insulto».— «Hay que reconocer que toda esta historia no repercute para bien en el honor de las SS», comentó Vogt.. —«Mire -dijo Sperath con voz agria-, la cuestión no es ésa. Puedo decir que el Standartenführer ya estaba enfermo esta mañana; tenía mucha fiebre. Un comienzo de tifus, supongo. Seguramente fue eso lo que provocó la crisis».. —«Sí, pero la verdad es que bebía mucho», comentó Kehrig.. —«Es cierto -me arriesgué a decir-, había una botella vacía en su habitación».. —«Tenía problemas intestinales -replicó Sperath-. Y pensaba que eso podía servirle de ayuda».. —«En cualquier caso -concluyó Vogt-, estamos sin comandante. Sin segundo comandante, por lo demás. No puede ser. Propongo que hasta que vuelva el Sturmbannführer Von Radetzky, el Hauptsturmführer Callsen esté al frente del Sonderkommando».. —«Pero si yo no soy el de graduación más alta -objetó Callsen-. Es usted o el Sturmbannführer Kehrig».— «Sí, pero no somos oficiales de operación. De entre los jefes de los Teilkommandos, el más antiguo es usted».. —«Estoy de acuerdo», dijo Kehrig. Callsen, con el rostro tenso, iba clavando los ojos de un hombre a otro; luego, miró a Janssen, quien desvió la vista antes de asentir con la cabeza: «Yo también lo estoy -remachaba Kurt Hans-. Hauptsturmführer, le corresponde tomar el mando». Callsen se quedó callado; luego, se encogió de hombros: «Bien. Como quieran».. —«Tengo una pregunta», dijo con voz calmosa Strehlke, nuestro Leiter II. Se volvió hacia Sperath: «Doctor, ¿en su opinión, en qué estado se encuentra el Standartenführer? ¿Podemos contar con su pronto regreso o no?». Sperath hizo una mueca: «No lo sé. Es difícil decirlo. Parte de su padecimiento no cabe duda de que es de origen nervioso, pero debe de haber también causas orgánicas. Habrá que ver cómo se encuentra cuando baje la fiebre».. —«Si le he entendido bien -carraspeó Vogt-, no volverá de forma inmediata».. —«Es poco probable. No en los próximos días, en cualquier caso».. —«Y, si a mano viene, no volverá nunca», soltó Kehrig. Se hizo un silencio en la sala. Estaba claro que nos unía un pensamiento común, aunque nadie se atreviese a ponerlo en palabras: a lo mejor no estaba tan mal que no volviera Blobel. Ninguno de nosotros lo conocía hacía un mes y apenas si hacía una semana que estábamos a sus órdenes; no obstante, nos habíamos dado cuenta de que trabajar con él podía resultar difícil, e incluso penoso. Callsen quebró el silencio: «Oigan, que esto no es todo; tenemos que empezar a planificar la acción».. —«Sí, pero a eso voy -siguió diciendo Kehrig con tono vehemente-; la historia esa es algo totalmente grotesco; no tiene ni pies ni cabeza».. —«¿Qué es grotesco?», preguntó Vogt.. —«;Pues esas represalias! jNi que estuviéramos en la guerra de los Treinta Años! además, para empezar, ¿cómo pretende identificar a un millar de judíos? ¿En una noche?» Se dio unos golpecitos en la nariz: «¿A ojo de buen cubero? ¿Mirándoles la nariz? ¿Midiéndosela?».. —«Eso es cierto -admitió Janssen, que hasta entonces no había dicho nada-. La cosa no va a ser fácil».. —«Häfner tenía una idea -propuso lacónicamente Kurt Hans-. Basta con mandarles que se bajen los pantalones». Kehrig estalló de repente: «Pero eso es totalmente ridículo. ¡Han perdido todos el sentido común! Callsen, dígaselo usted». Callsen seguía taciturno, pero no se inmutó: «Mire, Sturmbannführer, tranquilícese. Tiene que haber una solución; dentro de un rato lo hablaré con el Obergruppenführer. En cuanto al fundamento del asunto, a mí no me gusta más que a usted. Pero ésas son las órdenes». Kehrig lo miraba fijamente, mordisqueándose la lengua; estaba claro que intentaba contenerse. «Y qué dice el Brigadeführer Rasch -soltó por fin-. Es nuestro superior directo, a fin de cuentas».. —«Precisamente ahí tenemos otro problema. Ya he intentado entrar en contacto con él, pero parece ser que el Gruppenstab todavía está en marcha. Me gustaría enviar a un oficial a Lemberg para informarle y pedirle instrucciones».. —«¿Y a quién pensaba mandar?». —«Estaba pensando en el Obersturmführer Aue. ¿Puede usted prescindir de él un día o dos?» Kehrig se volvió hacia mí: «¿Qué tal lleva los expedientes esos, Obersturmführer?».. —«Ya tengo seleccionados bastantes. Todavía me queda tarea para unas cuantas horas, me parece». Callsen miró el reloj: «De todas formas andamos ya un poco escasos de tiempo para llegar antes de la noche».. —«Bueno -zanjó Kehrig-. Pues entonces acabe esta noche y salga mañana de madrugada».. —«Muy bien, Herr Hauptsturmführer. ¿Qué quiere que haga?», le pregunté a Callsen.. —«Ponga en conocimiento del Brigadeführer la situación y el problema del Kommandant. Explíquele qué decisiones hemos tomado y dígale que esperamos sus instrucciones».. —«Y ya de paso -añadió Kehrig-, infórmese acerca de la situación local. Por lo visto, está bastante confusa. Me gustaría mucho saber qué está ocurriendo».—
«Zu Befebl».
Por la noche, necesité a cuatro hombres para que subieran los documentos escogidos a las oficinas del SD. Kehrig estaba de un humor de perros. «Oiga, Obersturmführer -exclamó cuando vio aquellos cajones-, me parece que le había pedido que hiciera una selección».. —«Debería ver todo lo que he dejado abajo, Herr Sturmbannführer».. —«Es posible. Y encima no nos va a quedar más remedio que pedir traductores. Bueno. Tiene dispuesto el vehículo; pregúntele a Höfler. Salga temprano. Y ahora vaya a ver a Callsen». Por el pasillo, me crucé con el Untersturmführer Zorn, otro oficial auxiliar que solía colaborar con Häfner. «¡Ah, Doktor Aue, qué suerte tiene usted!». —«Por qué me dice eso».. —«Pues porque se marcha. Mal asunto lo de mañana». Asentí con la cabeza: «Desde luego. ¿Todo está listo entonces?». —«No lo sé. Yo sólo tengo que ocuparme del acordonamiento».. —«Zorn no para de quejarse», refunfuñó Janssen, que se nos unió.. —«¿Ya han resuelto el problema?», pregunté.. —«¿Cuál?». —«El problema de los judíos. El de localizarlos».—Soltó una risa seca: «Bah, eso era de lo más sencillo. El AKO está imprimiendo los carteles: se pide a todos los judíos que se presenten mañana por la mañana en la plaza mayor para el trabajo obligatorio. Y nos quedaremos con los que acudan».. —«¿Y cree que habrá bastantes?». —«El Obergruppenführer dice que sí, que siempre funciona. Y, si no, detendremos a los dirigentes judíos y amenazaremos con fusilarlos si no nos salen las cuentas».. —«Ya veo».. —«Ay, menuda cabronada es todo esto -se lamentó Zorn-. Menos mal que sólo me toca ocuparme del acordonamiento».. —«Por lo menos está usted aquí -refunfuñó Janssen-. No como ese asqueroso de Häfner».. —«No tiene él la culpa -objeté-. Quería quedarse. Fue el Sturmbannführer quien insistió para que lo acompañase».. —«Hombre, a propósito, y ése ¿por qué no está aquí?» Me miró con expresión malévola. «A mí también me gustaría ir a darme una vueltecita por Lublin o por Lemberg». Me encogí de hombros y me fui a buscar a Callsen. Estaba inclinado sobre un plano de la ciudad con Vogt y con Kurt Hans. «¿Sí, Obersturmführer?» —«Quería usted verme». Callsen parecía mucho más dueño de sí mismo que por la tarde, casi relajado. «Le dirá usted al Brigadeführer doctor Rasch que el Obergruppenführer Jeckeln confirma las órdenes del ejército y se hace cargo de controlar personalmente la
Aktion».
Me miraba con ojos serenos; estaba claro que la decisión de Jeckeln le quitaba un peso de encima. «También confirma mi cargo de comandante interino hasta que vuelva el Sturmbannführer Von Radetzky -siguió diciendo-, a menos que el Brigadeführer prefiera otra cosa. Y, finalmente, para la
Aktion
nos presta unos auxiliares ucranianos y una compañía del 9 . 0 Batallón de Reserva de la policía. Eso es lo que hay». Saludé y salí sin decir palabra. Aquella noche estuve despierto mucho rato: pensaba en los judíos que acudirían al día siguiente. El sistema elegido me parecía muy injusto; se castigaba a los judíos de buena voluntad, a los que se habían fiado de la palabra del Reich alemán; y los demás, los cobardes, los traidores, los bolcheviques, se quedarían escondidos y no daríamos con ellos. Como decía Zorn: menuda cabronada. Me alegraba de irme a Lemberg; sería un viaje interesante, pero no me quedaba satisfecho al zafarme de la acción; opinaba que algo así era un problema grave, pero que había que enfrentarse a ello y resolverlo, al menos de cara a uno mismo, y no salir huyendo. Los demás, Callsen, Zorn, todos querían escurrir el bulto o, en cualquier caso, no cargar con la responsabilidad: desde mi punto de vista, no era correcto. Si cometíamos una injusticia, había que pensarlo y decidir si era necesaria e inevitable o si no era el fruto de la facilidad, de la pereza y de la falta de ideas. Era una cuestión de rigor. Sabía que aquellas decisiones se tomaban en un nivel muy superior al nuestro; sin embargo, no éramos unos autómatas, no sólo había que obedecer las órdenes, también había que estar conformes con ellas; ahora bien, yo tenía dudas, y eso me alteraba. Acabé por leer un rato y por dormir unas cuantas horas.
Me vestí a las cuatro. Höfler, el conductor, ya me estaba esperando en el comedor de oficiales con un café muy malo. «Si quiere, tengo también pan y queso, Herr Obersturmführer».. —«No, así está bien; no tengo hambre». Me bebí el café en silencio. Höfler dormitaba. Fuera, no había ni un ruido. Popp, el soldado que tenía que hacerme de escolta, llegó y se puso a comer ruidosamente. Me levanté y salí a fumar al patio. El cielo estaba claro, las estrellas titilaban por encima de las altas fachadas del antiguo monasterio, herméticas e impasibles bajo la suave luz blanca. No veía la luna. Höfler salió a su vez y me saludó: «Todo está listo, Herr Obersturmführer».. —«¿Has cogido bidones de gasolina?». —«Sí. Tres». Popp estaba de pie junto a la puerta delantera del Admiral, con aspecto torpe y satisfecho, armado con su fusil. Le hice una seña para que subiera atrás. «Herr Obersturmführer, el escolta suele ir delante».. —«Sí, pero prefiero que vayas atrás».
Pasado el Styr, Höfler torció por la carretera del sur. El camino estaba jalonado de indicadores; visto el mapa, teníamos por delante unas cuantas horas de camino. Era un hermoso lunes por la mañana, tranquilo, apacible. No parecía que la guerra afectase mucho a los pueblos dormidos; los puestos de control nos dejaban pasar sin dificultad. A nuestra izquierda ya iba clareando el cielo. Algo después, el sol, rojizo aún, apareció a través de los árboles. Delgados jirones de bruma estaban pegados al suelo; de pueblo a pueblo, se extendían hasta perderse de vista amplios campos llanos, que interrumpían bosquecillos y colinas rechonchas y frondosas. El cielo iba volviéndose azul despacio. «La tierra debe de ser buena por aquí», comentó Popp. No contesté y se calló. En Radziechow hicimos un alto para comer. Otra vez estaban los arcenes y las cunetas cubiertos de carcasas de blindados y las isbas quemadas desfiguraban los pueblos. Iba en aumento la circulación, nos cruzábamos con largas columnas de camiones cargados de soldados y de víveres. Poco antes de llegar a Lemberg, una barrera nos obligó a hacernos a un lado para que pasasen unos panzers. La carretera vibraba, volutas de polvo nos oscurecían los cristales y se metían por las ranuras. Höfler me ofreció un cigarrillo, y otro a Popp. Puso una cara muy rara al encender el suyo: «Estos Sportnixe son realmente una mierda».— «Para ir tirando -dije-. No hay que ser exigente». Cuando acabaron de pasar los carros de combate, se acercó un Feldgendarme y nos hizo seña de que no arrancásemos. «Viene otra columna detrás», voceaba. Me acabé el cigarrillo y tiré la colilla por la ventana. «Tiene razón Popp -dijo de repente Höfler-. Está bien esta tierra. Podríamos instalarnos aquí después de la guerra».. —«¿Tú te vendrías a instalarte aquí?», le pregunté con una sonrisa. Se encogió de hombros: «Depende».. —«¿De qué?». —«De los burócratas. Si son las cosas como en nuestro país, no merece la pena».. —«¿Y a qué te dedicarías?». —«¿Si dependiera de mí, Herr Obersturmführer? Abriría un comercio, como en donde vivo. Un buen estanco, con ultramarinos también, y a lo mejor, hasta frutas y verduras, estaría por ver».. —«¿Y preferirías tener algo así aquí mejor que en donde vives?» Dio un golpe seco en el volante: «Pero si es que en donde vivo tuve que cerrar. Ya en el 38 » .. —«¿Por qué?». —«Pues por esos cabrones de los cárteles, la Reemtsma. Decidieron que había que ingresar por lo menos cinco mil reichsmarks al año para recibir abastecimiento. En mi pueblo no sé si llegamos a sesenta familias, así que antes de vender cigarrillos por valor de cinco mil reichsmarks... Y no hay nada que hacer; no hay más proveedores que ellos. Yo era el único estanquero de mi pueblo y tenía el apoyo de nuestro Parteiführer; escribió en mi nombre cartas al Gauleiter, lo intentamos todo, y nada que hacer. Acabé en el tribunal económico y perdí, así que tuve que cerrar. Con las verduras no me llegaba. Y luego me llamaron a filas».. —«¿Así que en tu pueblo ya no hay estanco?», dijo Popp con su voz sorda.. —«Pues no, ya ves».. —«En el mío no lo hubo nunca». Ya llegaba la otra columna de panzers y todo empezó a vibrar otra vez. Uno de los cristales del Admiral, poco firme, tintineaba como loco en el marco. Se lo señalé a Höfler y asintió con la cabeza. La columna pasaba, interminable: el frente debía de estar avanzando otra vez a toda velocidad. Por fin nos indicó el Feldgendarme que la carretera estaba libre.
En Lemberg reinaba el caos. Ninguno de los soldados a quienes preguntamos en los puestos de control podía indicarnos el puesto de mando de la
Sicherheitspolizei
y del SD; aunque habían tomado la ciudad hacía dos días, nadie se había tomado la molestia de colocar los indicadores tácticos. Avanzábamos por una calle ancha, un poco al azar; iba a dar a un bulevar largo que un parque dividía en dos y que flanqueaban unas fachadas de tonos pastel coquetamente adornadas con molduras blancas. Las calles estaban a rebosar de gente. Entre los vehículos militares alemanes circulaban coches y camiones de caja descubierta decorados con banderines y banderas azules y amarillas, repletos de hombres de paisano o, a veces, con algunas prendas de uniforme y armados con fusiles y pistolas; vociferaban, cantaban, disparaban al aire; en las aceras y en el parque, otros hombres, armados o no, los aclamaban, mezclados con soldados alemanes indiferentes. Un Leutnant de la Luftwaffe pudo por fin indicarme un puesto de mando de división; desde allí nos mandaron al AOK 17. Había oficiales que corrían por las escaleras y entraban y salían de los despachos dando portazos; carpetas de documentos soviéticos, volcadas y pisoteadas, estorbaban en los pasillos; en el vestíbulo había un grupo de hombres vestidos de paisano, pero con brazaletes azules y amarillos y con fusiles; hablaban con vehemencia en ucraniano o en polaco, no lo sé, con soldados alemanes que lucían una placa con la estampación de un ruiseñor. Por fin conseguí dar con un Major joven del Abwehr: «¿El Einsatzgruppe B? Llegaron ayer. Se han instalado en las oficinas del NKVD».. —«¿Y dónde están las oficinas esas?» Me miró con expresión agotada: «No tengo ni la menor idea». Acabó por localizar a un subalterno que había estado allí y lo puso a mi disposición.