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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (71 page)

BOOK: Las benévolas
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Mi madre me puso en mi antiguo cuarto: pero ya no quedaba nada que pudiera ayudarme a reconocer mi cuarto. Mis carteles y los pocos efectos personales que me había dejado habían desaparecido; habían cambiado la cama, la cómoda y el papel pintado. «¿Dónde están mis cosas?», pregunté.. —«En el desván -contestó-. Lo he guardado todo. Luego puedes ir a ver». Me miraba con las manos pegadas al vestido, por delante. «¿Y el cuarto de Una?», pregunté. —«De momento, hemos puesto allí a los gemelos». Se marchó, y yo fui al gran cuarto de baño a refrescarme la cara y la nuca. Volví luego al dormitorio, me cambié de nuevo y colgué el uniforme en el armario empotrado. Al salir, titubeé un momento delante de la puerta de Una y, después, seguí andando. Salí a la terraza. El sol bajaba tras los pinos, proyectando sombras alargadas a través del parque y tiñendo de un hermoso y denso tono azafrán las paredes de piedra de la casa. Vi pasar a los gemelos; iban corriendo por el césped y desaparecieron luego tras los árboles. Un día, desde esta terraza, enfadado porque nos habíamos peleado, le disparé una flecha (con un botón en la punta, todo hay que decirlo) a mi hermana, apuntándole a la cara; le di justo encima del ojo y casi la dejo tuerta. Pensándolo bien, me parecía que luego mi padre me había castigado con mucha severidad; si todavía estaba con nosotros, es que el incidente había ocurrido en Kiel y no aquí. Pero en Kiel, en la casa donde vivíamos, no había terraza y me parecía recordar, unidos a aquel gesto, unos tiestos grandes de gres repartidos alrededor de la extensión de grava en la que Moreau y mi madre acababan de recibirme. No me aclaraba y, contrariado por esa incertidumbre, di media vuelta y volví a meterme en la casa. Paseé por los pasillos, aspirando el olor a cera de las maderas y abriendo puertas al azar. Poco parecía haber cambiado, si exceptuamos mi cuarto. Llegué al pie de la escalera que llevaba al desván; también ahora titubeé y acabé por dar media vuelta. Bajé por la gran escalera del vestíbulo y salí por la puerta principal. Dejé enseguida el paseo y me interné otra vez bajo los árboles, rozando con los dedos los troncos grises y rugosos, los chorreones de savia endurecida, pero aún espesa y pegajosa, y dando patadas a las piñas caídas. El aroma agudo y embriagador de los pinos perfumaba el aire; quería fumar, pero renuncié a hacerlo para seguir notando el olor. El suelo, aquí, estaba pelado, sin hierba, sin matorrales, sin heléchos, y, no obstante, me recordaba muchísimo el bosque que estaba cerca de Kiel, en donde jugaba a mis curiosos juegos infantiles. Quise apoyar la espalda en un árbol, pero el tronco estaba pringoso y me quedé a pie firme y con los brazos colgando, dando vueltas frenéticas por mis pensamientos.

La cena transcurrió entre palabras breves y tirantes, que casi se perdían en el entrechocar de los cubiertos y de los platos. Moreau se quejaba de cómo le iban los negocios y de los italianos y aludía con patética insistencia a sus buenas relaciones con la administración económica alemana de París. Intentaba sacar adelante una conversación y yo, por mi parte, cortésmente, lo acosaba con puntaditas agresivas. «¿Qué graduación es esa que llevas en el uniforme?», me preguntó.. —«SS-Sturmbannführer. Es el equivalente a mayor en el ejército de aquí».. —«Ah, mayor, eso está bien, has ido ascendiendo, enhorabuena». Correspondí preguntándole en qué arma había servido antes de junio de 1940; sin darse cuenta del ridículo que hacía, alzó los brazos al cielo: «¡Ay, muchacho! Cuánto me habría gustado alistarme, pero no me cogieron; dijeron que era demasiado viejo. Por supuesto -se apresuró a decir-, los alemanes nos derrotaron de forma leal. Y apruebo por completo la política colaboracionista del Mariscal». Mi madre no decía nada y estaba pendiente del juego que yo me traía entre manos, con la mirada alerta. Los gemelos comían alegremente, pero de vez en cuando cambiaban por completo de expresión, como si les cayera encima un velo de seriedad. «¿Y aquellos amigos judíos que tenía? ¿Cómo se llamaban? Benahum creo. ¿Qué ha sido de ellos?» Moreau se puso colorado. «Se fueron -contestó, muy seca, mi madre-. A Suiza».. —«Debió de ser muy molesto para sus negocios -seguí diciéndole a Moreau-. ¿Eran ustedes socios, no?». —«Le compré su parte», dijo Moreau. —«Ah, muy bien. ¿A precio de judío o a precio de ario? Espero que no se dejara timar».. —«Ya basta -dijo mi madre-. Los negocios de Arístides no son cosa tuya. Más vale que nos cuentes tus experiencias. ¿Estabas en Rusia, verdad?». —«Sí, -dije, repentinamente humillado-. Fui a luchar contra el bolchevismo».. —«¡Ah, eso es muy loable!», comentó sentenciosamente Moreau.. —«Sí, pero ahora los rojos están avanzando», dijo mi madre.. —«¡Bah, no te preocupes! -exclamó Moreau-. Hasta aquí no van a llegar».. —«Hemos tenido algunos reveses -dije-; pero es algo temporal. Estamos preparando armas nuevas. Y los aplastaremos».. —«Excelente, excelente -resopló Moreau asintiendo con la cabeza-. Espero que luego vayan a por los italianos».. —«Los italianos son nuestros hermanos de combate de los primeros tiempos -repliqué-. Cuando construyamos la nueva Europa, serán los primeros en recibir la parte que les corresponda». Moreau se lo tomó muy a pecho y se enfadó: «¡Son unos cobardes! Nos declararon la guerra cuando ya estábamos derrotados para poder saquearnos. Pero estoy seguro de que Hitler respetará la integridad de Francia. Dicen que siente admiración por el Mariscal». Me encogí de hombros: «El Führer tratará a Francia como se merece». Moreau se puso encarnadísimo. «Max, ya basta -volvió a decir mi madre-. Cómete el postre».

Después de cenar, mi madre me hizo subir a su gabinete. Era una habitación contigua a su dormitorio, que había decorado con buen gusto; nadie entraba si ella no le daba permiso. No anduvo con rodeos: «¿Qué has venido a hacer aquí? Te advierto que si ha sido sólo para chincharnos, no merecía la pena». Volví a notar que me achicaba; ante aquella voz imperiosa y aquellos ojos fríos me quedaba sin recursos y volvía a ser un niño amedrentado, más pequeño que los gemelos. Intenté controlarme, pero fue un esfuerzo inútil. «No -conseguí balbucir-; sólo quería veros. Estaba en Francia por motivos de trabajo y me acordé de vosotros. Y, además, casi me matan, mamá, ¿sabes? A lo mejor no sobrevivo a esta guerra. Y tenemos tanto que reparar». Se aplacó un poco y me rozó el dorso de la mano con el mismo ademán que mi hermana: retiré la mano despacio, pero no pareció notarlo. «Tienes razón. Podrías haber escrito, oye. No te habría costado tanto. Ya sé que no estás de acuerdo con lo que he elegido. Pero desaparecer así cuando se es hijo de alguien, esas cosas no se hacen. Es como si te hubieras muerto. ¿Puedes entenderlo?» Se quedó pensativa y luego siguió diciendo, deprisa, como si fuera a faltarle tiempo: «Ya sé que me guardas rencor por la desaparición de tu padre. Pero a quien tienes que guardar rencor es a él, no a mí. Me abandonó con vosotros y me dejó sola; durante más de un año no pude dormir, tu hermana me despertaba todas las noches, tenía pesadillas y lloraba. Tú no llorabas, pero era casi peor. Tuve que criaros sola, que daros de comer, que vestiros, que educaros. No puedes imaginar lo duro que fue. Así que cuando conocí a Aristide, ¿por qué iba a decirle que no? Es un hombre bueno y me ayudó. ¿Qué tenía que haber hecho según tú? ¿Dónde estaba tu padre? Incluso cuando aún no se había ido, nunca estaba. Todo tenía que hacerlo yo, limpiaros el culo, lavaros, daros de comer. Tu padre iba a veros un cuarto de hora diario, jugaba un rato con vosotros y se volvía a sus libros y a su trabajo. Y tú a quien odias es a mí». La emoción me ponía un nudo en la garganta: «No, mamá, no te odio».. —«Sí, me odias, lo sé, lo veo. Has venido con ese uniforme para decirme cuánto me odias».. —«¿Por qué se fue mi padre?» Tomó aire a fondo: «Eso no lo sabe nadie más que él. A lo mejor porque se aburría, sencillamente».. —«¡No me lo creo! ¿Qué le hiciste?». —«No le hice nada, Max. No lo eché. Se fue y ya está. A lo mejor le resultaba cansada. A lo mejor erais vosotros quienes les resultabais cansados». La angustia me abotargaba la cara: «¡No! ¡Eso es imposible! ¡Nos quería!».. —«No sé si supo alguna vez qué era querer -contestó con mucha suavidad-. Si nos hubiera querido, si os hubiera querido, al menos habría escrito. Aunque no fuera más que para decir que no iba a volver. No nos habría dejado a todos en la duda y angustiados».. —«Hiciste que lo declararan muerto».. —«Lo hice en buena parte por vosotros. Para proteger vuestros intereses. Nunca dio señales de vida, nunca tocó la cuenta que tenía en el banco, dejó todos los asuntos empantanados, tuve que solucionarlo todo, las cuentas estaban bloqueadas, me costó mucho. Y no quería que tuvieras que depender de Aristide. ¿De dónde te crees que salió el dinero con el que te fuiste a Alemania? Sabes muy bien que era dinero suyo y tú lo cogiste y lo usaste. Seguramente está muerto en alguna parte».. —«Es como si lo hubieras matado». Me daba cuenta de que mis palabras la hacían sufrir, aunque no perdía la calma. «Se mató él solo, Max. Lo había elegido él. Eso tienes que entenderlo».

Pero yo no quería entenderlo. Aquella noche caí en el sueño como en un agua oscura, espesa, revuelta, pero sin sueños. Me despertó la risa de los gemelos que subía del parque. Era de día; el sol brillaba por las rendijas de las contraventanas. Mientras me lavaba y me vestía, pensaba en lo que había dicho mi madre. Había algo que me había dejado una impresión penosa: irme de Francia, romper con mi madre, era cierto que había podido hacer todo eso gracias a la herencia de mi padre, un capital modesto que Una y yo teníamos que repartirnos al llegar a la mayoría de edad. Pero resultaba que en aquellos años nunca relacioné las gestiones odiosas de mi madre y aquel dinero que me permitió independizarme de ella. Estuve mucho tiempo preparando esa marcha. Durante los meses siguientes a la algarada de febrero de 1934, entré en contacto con el doctor Mandelbrod para pedirle asistencia y apoyo; y, como ya he dicho, me los proporcionó generosamente; cuando llegó el día de mi cumpleaños, ya lo tenía todo listo. Mi madre y Moreau fueron a París para el papeleo de mi herencia: a la hora de la cena, con los documentos del notario en el bolsillo, les anuncié mi decisión de irme de la ELSP y marcharme a Alemania. Moreau se tragó la indignación y se quedó callado mientras mi madre intentaba razonar conmigo. Ya en la calle, Moreau se volvió hacia mi madre: «¿No te das cuenta de que tu hijo se ha vuelto un fascistilla? Que se vaya a desfilar al paso de la oca si le apetece». Yo era demasiado feliz para enfadarme y me separé de ellos en el bulevar de Montparnasse. Tuvieron que pasar nueve años y una guerra para que volviera a verlos.

Abajo, me encontré a Moreau sentado en una silla de jardín, en un charco de sol, delante de la puerta vidriera del salón. Hacía bastante fresco. «Buenos días -me dijo, con aquella expresión astuta suya-. ¿Has dormido bien?». —«Sí, gracias. ¿Se ha levantado mi madre?. —«Está despierta, pero todavía está descansando. Hay café y rebanadas de pan encima de la mesa».. —«Gracias». Fui a servirme y volví luego junto a él con una taza de café en la mano. Miré el parque. Yo no oía a los gemelos. «¿Dónde están los niños?». —«En el colegio. Volverán por la tarde». Tomé un sorbo de café. «¿Sabes? -siguió diciendo-. Tu madre se alegra de que hayas venido».. —«Sí, es posible», dije. Pero él seguía pensando plácidamente en voz alta: «Deberías escribir más a menudo. Se avecinan tiempos duros. Todo el mundo va a necesitar a la familia. La familia es lo único con lo que se puede contar». No dije nada; lo miré con ojos distraídos; él contemplaba el jardín. «Mira, el mes que viene es el Día de la Madre. Podrías felicitarla».. —«¿Qué fiesta es ésa?» Me lanzó una mirada de extrañeza: «La puso el Mariscal hace dos años. Para honrar la Maternidad. Es en mayo y este año cae el día 30» . Seguía mirándome: «Podrías mandarle una postal».. —«Lo intentaré». Se calló y volvió a contemplar el jardín. «Si tienes tiempo -dijo al cabo de un buen rato¿podrías ir al cobertizo a cortar leña para la cocina? Me voy haciendo viejo». Lo miré otra vez, encogido en la silla: desde luego que había envejecido. «Bueno», contesté. Volví a la casa, dejé la taza vacía encima de la mesa, mordisqueé una biscote y subí al primer piso; esta vez me fui derecho al desván. Cerré la trampilla cuando entré y anduve despacio entre los muebles y los cajones, haciendo crujir, al pisarlas, las tablas de la tarima. Se alzaban los recuerdos a mi alrededor; el aire, el olor, la luz y el polvo los volvían táctiles, y me sumergí en esas sensaciones como me había sumergido en el Volga, con total descuido. Me parecía divisar la sombra de nuestros cuerpos por los rincones, el resplandor de nuestra piel blanca. Luego me sacudí los recuerdos y encontré las cajas de cartón con mis pertenencias. Las arrastré hasta un espacio despejado, cerca de una pilastra, y empecé a revolver. Había coches de hojalata, boletines de notas y cuadernos de clase, libros juveniles, fotos metidas en sobres gruesos; otros sobres, lacrados, en que había cartas de mi hermana; todo un pasado ajeno y brutal. No me atrevía a mirar las fotos, a abrir los sobres. Notaba cómo me crecía por dentro un terror animal; incluso los objetos más anodinos, los más inocentes, llevaban la huella del pasado, de aquel pasado, y el hecho de que existiera ese pasado me dejaba helado hasta la médula; cada objeto, nuevo aunque tan familiar, me inspiraba una mezcla de repulsión y fascinación, como si tuviera en las manos una mina cebada. Para tranquilizarme, miré despacio los libros: era la biblioteca de cualquier adolescente de mi época: Jules Verne, Paul de Kock, Hugo, Eugéne Sue, los norteamericanos E. R. Burroughs y Mark Twain; las aventuras de Fantomas o de Rouletabille, relatos de viajes, algunas biografías de grandes hombres. Me entraron ganas de volver a leer algunos y, tras pensármelo, aparté los tres primeros tomos de la serie marciana de Burroughs, los que habían exacerbado mis fantasías en el cuarto de baño del primer piso; tenía curiosidad por ver si correspondían aún a la intensidad de mis recuerdos. Volví a coger luego los sobres cerrados. Los sopesé, les di vueltas en la mano. Al principio, tras el escándalo, cuando nos mandaron al internado, a mi hermana y a mí aún nos dejaban escribirnos; cuando recibía una de sus cartas, tenía que abrirla delante de uno de los curas y dársela para que la leyera antes de poder leerla yo; supongo que a ella le pasaba lo mismo. Aquellas cartas, curiosamente escritas a máquina, eran largas, edificantes y solemnes:
Mi querido hermano: todo bien por aquí, me tratan con afecto. Estoy despertando a un nuevo florecimiento espiritual, etcétera.
Pero, de noche, me encerraba en el retrete con un cabo de vela, tiritando de angustia y de nervios, y ponía la carta encima de la llama hasta que aparecía un mensaje diferente, garabateado entre líneas con leche: ¡SOCORRO! ¡SÁCAME DE AQUÍ! ¡TE LO SUPLICO! Se nos había ocurrido esa idea al leer, a escondidas por supuesto, una vida de Lenin que habíamos encontrado en un librero de lance, cerca del ayuntamiento. Aquellos mensajes desesperados me desencadenaron el pánico y decidí escaparme y salvarla. Pero planeé mal el intento y no tardaron en dar conmigo. Me castigaron con severidad: me dieron de bastonazos y estuve una semana a pan solo, y las vejaciones de los chicos mayores fueron a más, pero todo me daba igual; lo único malo fue que me prohibieron recibir cartas y me hundí en la rabia y la desesperación. No sabía siquiera si había conservado esas últimas misivas, si estaban también en los sobres; y no me apetecía abrirlos para comprobarlo. Lo guardé todo en las cajas, cogí los tres libros y volví a bajar.

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