Las benévolas (66 page)

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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

BOOK: Las benévolas
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Full fathom uve thy father lies;

Of his bones are coral made;

Those are pearls that were his eyes:

Nothing of him that doth fade,

But doth suffer a sea-change

Into something rich and strange.

Asqueado, me aparté y me alejé. Me alcanzó y me cogió del brazo:

«Ven. Vamos a visitar el palacio». Dimos la vuelta al edificio, mientras nos crujía la grava bajo los pies, y entramos en la ronda. Ya dentro, miré con ojos distraídos los dorados, los primorosos mueblecitos y los cuadros voluptuosos del siglo XVIII; sólo se me inmutó el pensamiento en la sala de música, al mirar el pianoforte, y me pregunté si sería el mismo en el que el tan querido Bach improvisó para el rey la futura
Ofrenda musical
el día en que vino aquí: si no hubiera sido por el guardián, habría extendido la mano y tocado esas teclas que quizá habían sentido los dedos de Bach. Habían quitado de la pared, por temor a los bombardeos, sin duda, el famoso cuadro de Von Menzel, que representa a Federico II, a la luz de catedrales de velas, tocando la flauta travesera igual que el día en que recibió a Bach. Algo más allá, el recorrido de la visita pasaba por el cuarto de invitados, llamado
cuarto de Voltaire,
con una cama diminuta en donde, según se dice, durmió el gran hombre durante los años en que instruía a Federico II en la Ilustración y en el odio a los judíos; en realidad, se alojaba, por lo visto, en el palacio de la ciudad de Potsdam. Una, divertida, se fijaba en los adornos frivolos: «Para ser un rey que ni siquiera podía ya quitarse las botas, y menos aún el calzón, hay que ver lo que le gustaban las mujeres desnudas. Todo el palacio parece erotizado». —«Era para recordar lo que ya había olvidado». Al salir, señaló la colina en la que destacaban las ruinas artificiales fruto del capricho de aquel príncipe un tanto fantasioso: «¿Quieres que subamos?».. —«No. Vamos mejor a la
orangerie».
Deambulábamos perezosamente, sin fijarnos demasiado en lo que teníamos alrededor. Nos sentamos un momento en la terraza de la
orangerie,
y después bajamos por las escaleras que enmarcan, con una ordenación regular, clásica, perfectamente simétrica, los estanques grandes y los parterres. Luego, volvía a empezar el parque y seguimos al azar por uno de los largos paseos. «¿Eres feliz?», me preguntó Una.. —«¿Feliz? ¿Yo? No. Pero supe lo que era ser feliz. Ahora estoy satisfecho con lo que hay y no me quejo. ¿Por qué me preguntas eso?». —«Pues porque sí». Algo más allá, añadió: «¿Puedes decirme por qué llevamos más de ocho años sin hablarnos?».. —«Te casaste», repliqué conteniendo un arrebato de rabia.. —«Sí, pero eso fue después. Y, además, no es una razón».. —«Para mí sí lo es. ¿Por qué te casaste con él?» Se paró y me miró atentamente: «No tengo por qué darte cuentas. Pero, si es que deseas saberlo, lo quiero». La miré a mi vez: «Has cambiado». —«Todo el mundo cambia. Tú también has cambiado». Seguimos andando. «¿Y tú no has querido a nadie?», preguntó.. —«No, yo mantengo mis promesas».. —«Nunca te hice ninguna».. —«Es cierto», admití.. —«En cualquier caso -siguió diciendo-, el apego obstinado a unas promesas antiguas no es una virtud. El mundo cambia y hay que saber cambiar con él. Tú sigues prisionero del pasado».. —«Prefiero hablar de lealtad y de fidelidad». —«El pasado se acabó, Max».. —«El pasado nunca se acaba».

Habíamos llegado al pabellón chino. Un mandarín con su sombrilla estaba entronizado en lo alto de la cúpula en torno a la cual había un alero azul y oro que sostenían unas columnas doradas con forma de palmera. Eché una ojeada al interior: una sala redonda, cuadros orientales. En el exterior, al pie de cada palmera, se aposentaban unas figuras exóticas, también doradas. «Una
folie
auténtica -comenté-. Con cosas así soñaban los grandes de antaño. Resulta un poco ridículo».. —«No mucho más que los delirios de los poderosos de hoy -me contestó tranquilamente-. A mí me gusta mucho este siglo. Es el único del que, al menos, puede decirse que no fue un siglo de fe».. —«Empezando por Watteau y acabando en Robespierre», repliqué con ironía. Una hizo un mohín: «Robespierre es ya el siglo XIX. Es casi un romántico alemán. ¿Te sigue gustando la música francesa de entonces, Rameau, Forqueray, Couperin?». Noté que se me ensombrecía la cara. Aquella pregunta me había recordado brutalmente a Yakov, el niño pianista judío de Jitomir. «Sí -contesté por fin-. Pero hace ya una buena temporada que no he tenido la oportunidad de oírlos».. —«Berndt toca cosas de ellos de vez en cuando, sobre todo de Rameau. Dice que no está mal, que para teclado tiene cosas que valen casi tanto como las de Bach».. —«Es lo que me parece a mí también». Yo había tenido una conversación casi idéntica con Yakov. No dije nada más. Habíamos llegado al final del parque; dimos media vuelta y, luego, de común acuerdo, torcimos hacia la Friedenskirche y la salida. «¿Y tú? -pregunté- ¿Eres feliz en el rincón ese de Pomerania?». —«Sí, soy feliz».. —«¿No te aburres? Debes de sentirte un poco sola a veces». Volvió a mirarme durante mucho rato antes de contestar: «No necesito nada». Aquella frase me dejó aterido. Cogimos un ómnibus hasta la estación. Mientras esperábamos el tren, compré el
Vólkische Beobachter,
Una se rió al verme volver. «¿Por qué te ríes?». —«Me estaba acordando de una broma de Berndt. Al
VB
lo llama el
Verblódungsblatt,
la hoja que embrutece». Volví a ponerme serio: «Debería tener cuidado con lo que dice».. —«No te preocupes, que no es tonto. Y sus amigos son hombres inteligentes».. —«No me estaba preocupando. Me limitaba a ponerte sobre aviso». Miré la primera página: los ingleses habían vuelto a bombardear Colonia, causando numerosas víctimas civiles. Le enseñé el artículo: «La verdad es que esos
Luftmorder
son unos sinvergüenzas -dije-. Dicen que defienden la libertad y matan a mujeres y a niños».. —«También nosotros matamos a mujeres y a niños», contestó ella con suavidad. Sus palabras me avergonzaron, pero en el acto la vergüenza se convirtió en ira: «Nosotros matamos a nuestros enemigos para defender nuestro país».. —«Ellos también defienden su país».. —«¡Matan a civiles inocentes!» Me estaba poniendo encarnado, pero ella conservaba la calma. «A las personas que habéis ejecutado vosotros no las cogisteis con las armas en la mano. También vosotros habéis matado niños». Me ahogaba de rabia, no sabía explicárselo; la diferencia me parecía clarísima, pero ella se empecinaba y prefería no verla: «¡Me estás llamando asesino!», exclamé. Me cogió la mano: «Que no. Cálmate». Me calmé y salí a fumar; luego, cogimos el tren. Igual que a la ida, miraba pasar el Grunewald y yo, al mirarla a ella, fui cayendo, primero despacio y, luego, a velocidad vertiginosa, en el recuerdo de nuestro último encuentro. Fue en 1934, inmediatamente después de haber cumplido ambos los veintiún años. Por fin me había hecho mía la libertad y le había anunciado a mi madre que me iba de Francia; de camino hacia Alemania, di un rodeo por Zúrich, cogí una habitación en un hotelito y fui a buscar a Una, que estudiaba en esa ciudad. Le sorprendió verme, y eso que ya estaba al tanto de la riña que había tenido en París con Moreau y con nuestra madre y de mi decisión. Me la llevé a cenar a un restaurante bastante modesto, pero tranquilo. Me explicó que estaba a gusto en Zúrich y que tenía amigos; Jung era un hombre magnífico. Estas últimas palabras me despertaron la agresividad, seguramente por algo que había en la entonación, pero no dije nada. «¿Y tú?», me preguntó. Le desvelé entonces mis esperanzas, mi matrícula en Kiel y también mi ingreso en el NSDAP (que databa ya de mi segundo viaje a Alemania, en 1932). Me escuchó mientras bebía vino; yo bebía también, pero más despacio. «No estoy segura de compartir ese entusiasmo que tienes por Hitler -comentó-. Me parece un neurótico atiborrado de complejos sin resolver, de frustraciones y de resentimientos peligrosos».. —«¿Cómo puedes decir eso?» Me embarqué en una larga parrafada. Pero ella se iba poniendo enfurruñada y se iba encerrando en sí misma. Dejé de hablar mientras ella volvía a llenarse el vaso y le cogí la mano encima del mantel a cuadros. «Una, eso es lo que
quiero
hacer y es lo que
debo
hacer. Nuestro padre era alemán. Mi porvenir está en Alemania, no con la burguesía corrupta de Francia».. —«Es posible que tengas razón. Pero me da miedo que con esos hombres te quedes sin tu alma». Me puse encarnado de rabia y di un golpe en la mesa. «¡Una!» Era la primera vez que le levantaba la voz. Con el golpe, la copa se volcó, rodó y se rompió a sus pies, estallando en un charco rojo de vino tinto. Un camarero acudió a toda prisa con una escoba y Una, que hasta entonces, había tenido la mirada baja, la alzó hacia mí. Era una mirada clara, casi transparente. «Sabes -dije-, por fin he leído a Proust. ¿Te acuerdas de este párrafo?» Recité, con un nudo en la garganta:
«Esta copa será, como en el Templo, el símbolo de nuestra unión indestructible».
Negó con la mano. «No, no, Max, nunca entiendes nada, nunca has entendido nada». Estaba roja y debía de haber bebido mucho. «Siempre te tomaste las cosas demasiado a pecho. Eran juegos, juegos de niños. Eramos niños». Se me hinchaban de llanto la garganta y los ojos. Hice un esfuerzo por controlar la voz. «Estás equivocada, Una. Fuiste tú quien no entendió nada». Tomó otro sorbo. «Hay que crecer, Max». Hacía por entonces siete años que nos habíamos separado. «Nunca -dije entrecortadamente-, nunca». Y esa promesa la he mantenido, incluso aunque a ella le disguste.

En el tren de Potsdam la miraba, embargado por una sensación de pérdida, como si me hubiera ido al fondo y nunca hubiera vuelto a la superficie. ¿En qué pensaba ella? No le había cambiado la cara desde aquella noche de Zúrich. Sólo la tenía algo más llena; pero seguía cerrada e inaccesible para mí; detrás, había otra vida. Estábamos cruzando por las elegantes mansiones de Charlottenburg; luego llegaron el zoo y el Tiergarten. «Sabes -dije-, desde que llegué a Berlín, todavía no he ido al zoo».. —«Y eso que te gustaban mucho los zoos».. —«Sí, tendría que ir a dar una vuelta». Nos bajamos en la Lehrter Hauptbahnhof y cogí un taxi para acompañarla hasta la Wilhelmplatz. «¿Quieres cenar conmigo?», le pregunté delante de la entrada del Kaiserhof.. —«Muy bien -contestó-, pero ahora tengo que ir a ver a Berndt». Quedamos en vernos dos horas después y volví a mi hotel para bañarme y cambiarme. Me notaba exhausto. Las palabras de Una se confundían con mis recuerdos; mis recuerdos, con mi sueños; y mis sueños, con mis pensamientos más insensatos. Recordé su cruel cita de Shakespeare: ¿así que se había pasado al bando de nuestra madre? Debía de ser la influencia de su marido, el barón báltico. Me dije con rabia: Debería haber seguido siendo virgen, como yo. La inconsecuencia de aquel pensamiento me hizo soltar la carcajada, una carcajada larga y salvaje; y, al tiempo, quería llorar. A la hora convenida, estaba en el Kaiserhof. Una se reunió conmigo en el vestíbulo, entre confortables sillones cuadrados y tiestos con palmeras enanas; llevaba la misma ropa que por la tarde. «Berndt está descansando», me dijo. Ella también estaba cansada y decidimos quedarnos a cenar en el hotel. Desde que los restaurantes habían vuelto a abrir, una nueva directriz de Goebbels los instaba a ofrecer a los clientes
Feldküchengerichte,
cocina de campaña, por solidaridad con las tropas del frente; la mirada del
maitre,
al explicárnoslo, se quedaba prendida en mis medallas y la cara que puse lo hizo tartamudear; la risa alegre de Una cortó en seco su apuro: «Creo que mi hermano ya ha comido bastantes cosas de ésas».. —«Sí, por supuesto -se apresuró a decir el
máitre-.
También tenemos venado de la Selva Negra. Con salsa de ciruelas. Es excelente».. —«Muy bien -dije-. Y vino francés».. —«¿Un borgoña para el venado?» Durante la cena hablamos de todo, sin entrar en lo que nos afectaba más de cerca. Volví a hablarle a Una de Rusia, no de las cosas espantosas, sino de mis experiencias más humanas: la muerte de Hanika, y la de Voss, sobre todo: «Le tenías afecto».. —«Sí, era un tipo estupendo». Ella me hablaba de las matronas que la irritaban desde que había llegado a Berlín. Había ido con su marido a una recepción y a unas cuantas cenas de sociedad en donde las mujeres de algunos altos dignatarios del Partido criticaban a
los desertores del frente de la reproducción,
a las mujeres sin hijos, culpables de
traición contra la naturaleza
por estar en
huelga de vientre.
Se rió: «Por supuesto que nadie tuvo la frescura de meterse conmigo directamente; todo el mundo puede ver en qué estado está Berndt. Y menos mal, porque les habría dado de bofetadas. Pero se morían de curiosidad; venían a rondar por donde yo estaba sin atreverse a preguntarme claramente si mi marido
funcionaba».
Volvió a reírse y tomó un sorbo de vino. Yo no decía nada; también me había hecho esa misma pregunta. «Hubo incluso una, imagínate la escena, una gorda, la mujer de un Gauleiter, que iba chorreando diamantes y con una permanente azulada, que tuvo la cara dura de sugerirme
-por si resultaba que un día era necesario—
que me buscase un SS guapo para que me fecundara. Un hombre... ¿qué fue lo que dijo?...
decente, dolicocéfalo, portador de una voluntad
volkisch,
sano física y psíquicamente.
Me explicó que había una oficina SS que se encargaba de prestar
asistencia eugenésica
y que podía dirigirme a ella. ¿Es cierto?». —«Eso dicen. Es un proyecto del Reichsführer que se llama
Lebensborn.
Pero no sé cómo funciona». —«Esa gente está fatal de la cabeza, la verdad. ¿Estás seguro de que no es sólo un burdel para SS y mujeres de mundo?». —«No, no, es otra cosa». Movió la cabeza. «Abreviando, te va a encantar la conclusión:
Porque no se crea que le va a llegar un hijo del Espíritu Santo,
me dijo. Tuve que contenerme para no contestarle que, en cualquier caso, no conocía a ningún SS tan patriótico como para dejarla preñada a ella». Volvió a reírse y siguió bebiendo. Apenas había tocado el plato, pero ya se había tomado ella sola casi una botella de vino; sin embargo seguía teniendo la mirada despejada, no estaba borracha. Al llegar al postre, el
maítre
nos ofreció pomelos; yo no los había probado desde el principio de la guerra. «Vienen de España», especificó. Una no quiso y miró cómo preparaba el mío y lo saboreaba; le di a probar unos cuantos gajos levemente azucarados. Luego la acompañé al vestíbulo. La miré mientras seguía notando en la boca el sabor fragante del pomelo: «¿Compartís habitación?». —«No -contestó-, sería demasiado complicado». Vaciló y, luego, me rozó el dorso de la mano con las uñas ovaladas: «Sube a tomar una copa, si quieres. Pero no hagas el tonto. Luego tienes que irte». Ya en la habitación, dejé la gorra encima de un mueble y me senté en un sillón. Una se descalzó y cruzó la moqueta, sólo con las medias de seda, para servirme un coñac: después, se acomodó en la cama, cruzando los pies, y encendió un cigarrillo. «No sabía que fumabas».. —«De vez en cuando -respondió-. Cuando bebo». Me parecía más hermosa que cualquier otra cosa del mundo. Le hablé de mi proyecto de destino en Francia y de las dificultades con las que me topaba para conseguirlo. «Deberías decírselo a Berndt -dijo-. Tiene muchos amigos con puestos de mando en la Wehrmacht, sus compañeros de la pasada guerra. A lo mejor puede hacer algo por ti». Aquellas palabras acabaron de dar rienda suelta a mi ira contenida: «¡Berndt! Es que no se te cae de los labios».. —«Cálmate, Max. Es mi marido». Me levanté y empecé a dar paseos por la habitación. «¡Me importa un carajo! Es un intruso. No pinta nada entre nosotros». —«Max -seguía hablando con suavidad-. Ese nosotros del que hablas no existe, ya no existe, se deshizo. Berndt es mi vida cotidiana, tienes que entenderlo». Sentía tan mezclada la rabia con el deseo que ya no sabía dónde acababa la una y dónde empezaba el otro. Me acerqué y la agarré por ambos brazos: «Bésame». Negó con la cabeza; por primera vez le vi una mirada dura. «No vas a volver a las andadas». Me sentía enfermo, me asfixiaba; desesperado, me desplomé junto a la cama, poniéndole la cabeza en las rodillas como si la pusiera en el tajo. «En Zúrich me besaste», sollocé.. —«En Zúrich estaba borracha». Se hizo a un lado y puso la mano encima de la colcha. «Ven. Échate a mi lado». Me subí a la cama sin quitarme las botas y me ovillé pegado a sus piernas. Me parecía notar su olor a través de las medias. Me acarició el pelo: «Pobrecito mi hermano pequeño», susurró. Riendo entre lágrimas conseguí decir: «Me llamas así porque naciste un cuarto de hora antes que yo, porque fue a ti a quien ataron el cordón rojo a la muñeca».. —«Sí, pero hay otra diferencia; ahora soy una mujer, y tú sigues siendo un niño». En Zúrich, las cosas habían sido de otra manera. Había bebido mucho; yo también había bebido. Después de la cena, salimos a la calle. Fuera hacía frío y se estremeció; caminaba con cierta inseguridad, la cogí del brazo y se aferró a mí. «Ven conmigo -le dije-. A mi hotel». Protestó con voz un tanto pastosa: «No seas tonto, Max. Ya no somos unos niños». —«Ven -insistí-. Para charlar un poco». Pero estábamos en Suiza, e incluso en hoteles como el mío los conserjes ponen pegas: «Lo siento mucho, mein Herr. Sólo los huéspedes del establecimiento pueden subir a las habitaciones. Pueden ir al bar, si quieren». Una se volvió en la dirección que nos indicaba, pero la sujeté: «No, no quiero ver gente. Vamos a tu casa». No se resistió y me llevó a su cuarto de estudiante, pequeño, atiborrado de libros, gélido. «¿Por qué no enciendes un poco más a menudo el fogón?», pregunté, raspándolo por dentro para hacerlo yo. Se encogió de hombros y me enseñó una botella de vino blanco de Fendant du Valais. «Es todo lo que tengo. ¿Te vale?». —«Me vale todo». Abrí la botella y llené hasta los bordes los dos vasos que ella sujetaba entre risas. Bebió y se sentó, luego, en la cama. Me notaba tenso y crispado; fui hasta la mesa y miré despacio el lomo de los libros apilados. La mayoría de los nombres me eran desconocidos. Cogí uno al azar. Una lo vio y volvió a reírse, con una risa aguda que me hizo rechinar los nervios. «¡Ah, Rank! Está bien Rank».— «¿Quién es?». —«Un ex discípulo de Freud, un amigo de Ferenczi. Escribió un libro estupendo sobre el incesto». Me volví hacia ella y le clavé la mirada. Dejó de reírse. «¿Por qué dices esa palabra?», pregunté por fin. Se encogió de hombros y me alargó el vaso. «Déjate de esas tonterías tuyas -dijo-. Más vale que me pongas más vino». Solté el libro y cogí la botella: «No son tonterías». Volvió a encogerse de hombros. Le eché vino en el vaso y bebió. Me acerqué a ella, alargando la mano para tocarle el pelo, aquel pelo tan hermoso, negro y abundante. «Una..». Me apartó la mano. «Estáte quieto, Max». Se tambaleaba levemente y le metí la mano por debajo del pelo para acariciarle la mejilla y el cuello. Se puso tensa, pero no rechazó mi mano y volvió a beber. «¿Qué quieres, Max?». —«Quiero que todo sea como antes», dije bajito y con el corazón palpitante. «Es imposible». Le castañeteaban un poco los dientes y bebió más. «Ni siquiera antes era como antes. Antes no existió nunca». Divagaba y se le cerraban los ojos. «Ponme vino».. —«No». Le quité el vaso y me incliné para besarla en los labios. Me rechazó con dureza, pero aquel gesto le hizo perder el equilibrio y cayó de espaldas en la cama. Dejé su vaso y me arrimé a ella. No se movía, y las piernas, enfundadas en las medias, le colgaban fuera de la cama; la falda se le había subido por encima de las rodillas. Me latía la sangre en las sienes, estaba trastornado, en aquel momento la quería más que nunca, más incluso de lo que la había querido en el vientre de nuestra madre; y ella tenía que quererme también, de aquel modo y para siempre. Me incliné hacia ella y no se resistió.

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