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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (64 page)

BOOK: Las benévolas
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Llamaron y abrí la puerta: un botones venía a comunicarme que el Obersturmbannführer Hauser me había dejado un recado. Le mandé que se llevase las sobras de la comida que había pedido que me subieran la víspera y me tomé tiempo para ducharme y peinarme antes de bajar a recepción para llamar a Thomas. Me informaba de que Werner Best estaba en Berlín y aceptaba verme esa misma noche en el bar del hotel Adlon. «¿Irás?» Volví a mi cuarto, me preparé un baño lo más caliente posible y me metí en el agua hasta que me pareció que se me aplastaban los pulmones. Luego pedí que subiera un barbero a afeitarme. A la hora prevista, estaba en el Adlon, jugueteando nerviosamente con el pie de una copa de Martini y mirando a los Gauleiter, los diplomáticos, los SS de alta graduación y los aristócratas ricos que se citaban allí o se alojaban en aquel hotel cuando estaban de paso en Berlín. Pensé en Best. ¿Cómo iba a reaccionar un hombre como Werner Best si le decía que me había parecido ver al Führer envuelto en el chal de los rabinos? Seguramente me daría la dirección de un buen médico. Pero también a lo mejor me explicaba fríamente por qué
tenía
que ser así. Un individuo curioso. Lo vi en el verano de 1937, después de que me hubiera echado una mano, por mediación de Thomas, cuando me detuvieron en el Tiergaten; nunca hizo alusión a ello más adelante. Cuando me reclutaron, y aunque me llevaba por lo menos diez años, pareció interesarse por mí y me invitó a cenar varias veces, normalmente en compañía de Thomas y de algún otro oficial del SD, o de un par de ellos, en una ocasión con Ohlendorf, que bebió mucho café y habló poco, y a veces a solas también. Era un hombre extraordinariamente preciso, frío y objetivo y, al tiempo, entregado con apasionamiento a sus ideales. Cuando apenas lo conocía, me parecía clarísimo que Thomas Hauser le copiaba el estilo, y vi más adelante que sucedía otro tanto con la mayoría de los oficiales jóvenes del SD, que lo admiraban, desde luego, más que a Heydrich. Por aquel entonces, a Best todavía le gustaba predicar lo que él llamaba
el realismo heroico:
«Lo que cuenta -afirmaba, citando a Jünger, a quien leía con avidez- no es por qué combatimos, sino cómo combatimos». Para aquel hombre, el nacionalsocialismo no era una opinión política, sino más bien un modo de vida, duro y radical, en el que se mezclaban la capacidad de analizar objetivamente y la aptitud para obrar. La ética más elevada, explicaba, consiste en sobreponerse a las inhibiciones tradicionales en la búsqueda del bien del
Volk.
En ese aspecto, la
Kriegsju gendgeneration,
la «generación de los jóvenes de la guerra», a la que pertenecía lo mismo que Ohlendorf, Six, Knochen y también Heydrich, se diferenciaba claramente de la generación anterior, la
Junge Frontgeneration,
«la juventud del frente», que había estado en la guerra. La mayoría de los Gauleiter y de los jefes del Partido, tales como Himmler y Hans Frank y también Goebbels y Darré, pertenecían a esa generación, pero a Best le parecían en exceso idealistas, en exceso sentimentales, ingenuos y poco realistas. Los
Kriegsjungen,
demasiado jóvenes para haber estado en la guerra o incluso para combatir en los Freikorps, crecieron durante los años revueltos de Weimar; y contra ese caos se forjó una perspectiva
volkisch
y radical de los problemas de la Nación. Entraron en el NSDAP no porque tuviera una ideología diferente de la de los demás partidos
volkisch
de los años veinte, sino porque, en vez de empantanarse en las ideas, en las polémicas de las élites, en los debates estériles e interminables, se centró en la organización, la propaganda de masas y el activismo, y destacó así naturalmente y ocupó un puesto de guía. El SD era la encarnación de esa perspectiva dura, objetiva y realista. En cuanto a nuestra generación -en esas charlas, Best se refería así a la de Thomas y mía-, aún no estaba plenamente definida: había llegado a la edad adulta bajo el nacionalsocialismo, pero aún no se había enfrentado a sus auténticos retos. Por eso teníamos que prepararnos, adoptar una disciplina severa, aprender a luchar por nuestro
Volk
y, si menester fuere, destruir a nuestros adversarios, sin odio y sin animosidad, no como esas sumas autoridades teutónicas, que se veían aún vestidos con pieles de animales, sino de forma sistemática, eficaz y razonada. Tal era el temple del SD por entonces, el que tenía, por ejemplo, el profesor doctor Alfred Six, mi primer jefe de departamento, que dirigía, al tiempo, la facultad de economía exterior de la universidad: era un hombre amargo, más bien desagradable, y que hablaba mucho más de política racial-biológica que de economía; pero preconizaba los mismos métodos que Best y otro tanto les sucedía a todos los jóvenes a quienes Hóhn fue reclutando, con el correr de los años, los
lobos jóvenes
del SD, Schellenberg, Knochen, Behrends, D'Alquen, y Ohlendorf, claro, pero también hombres que ahora sonaban menos, como Melhorn, Gürke, que murió en el frente en 1943, Lemmel, Taubert. Era una raza aparte, que no gustaba demasiado dentro del Partido, pero lúcida, activa, disciplinada, y cuando entré en el SD sólo aspiraba a convertirme en uno de ellos. Ahora, ya no lo tenía así de claro. Me daba la impresión, tras mis experiencias en el Este, de que a los idealistas del SD los habían desbordado los policías y los funcionarios de la violencia. Me preguntaba qué opinaba Best de la
Endlósung.
Pero no tenía la mínima intención de preguntárselo, ni tan siquiera de sacar a colación el tema, y menos aún el de mi extraña visión.

Best llegó con media hora de retraso, ataviado con un pasmoso uniforme negro con doble hilera de botones dorados y unas solapas cruzadas gigantescas, de terciopelo blanco. Tras hacernos los saludos de rigor, me dio un caluroso apretón de manos y se disculpó por el retraso: «Estaba con el Führer. No me ha dado tiempo a cambiarme». Mientras nos congratulábamos por nuestros respectivos ascensos, se acercó un
maitre,
saludó a Best y nos llevó a una mesa reservada, en un entrante algo retirado. Pedí otro Martini y Best una copa de vino tinto. Luego me preguntó por mi trayectoria en Rusia: contesté sin entrar en detalles. En cualquier caso, Best sabía mejor que nadie qué era un Einsatzgruppe. «¿Y ahora qué?» Le expuse mi idea. Me escuchaba pacientemente, asintiendo con la cabeza; en la frente grande y abombada, que le brillaba a la luz de las arañas, se le veía aún la señal de la gorra, que había dejado en el asiento corrido. «Sí, lo recuerdo -dijo por fin-. Estaba empezando a interesarle el derecho internacional. ¿Por qué no ha publicado nada?». —«Nunca he tenido una posibilidad real de hacerlo. En la RSHA, después de que usted se fuera, sólo me encomendaban cuestiones de derecho constitucional y penal, y luego, ya en el terreno, era imposible. En cambio, me he hecho con una buena experiencia práctica en lo relacionado con nuestros sistemas de ocupación».. —«No estoy seguro de que Ucrania sea el mejor ejemplo».. —«Desde luego que no -dije-. Nadie entiende en la RSHA cómo le consienten a Koch que se porte como un energúmeno. Es una catástrofe».. —«Es una de las disfunciones del nacionalsocialismo. En ese aspecto, Stalin es mucho más riguroso que nosotros. Pero los hombres como Koch, espero, no tienen porvenir alguno. ¿Ha leído el
Festgabe
que publicamos con motivo del cuadragésimo cumpleaños del Reichsführer?» Negué con la cabeza: «No, por desgracia».. —«Diré que le manden un ejemplar. Yo contribuí con un desarrollo de una teoría del
Grossraum
basada en unos fundamentos
vólkisch;
Hóhn, su ex profesor, escribió un artículo sobre el mismo tema, y también Stuckart, del Ministerio del Interior. Lemmel, ¿se acuerda de Lemmel?, también publicó algo sobre esto, pero en otro sitio. Lo que pretendíamos era rematar nuestra lectura crítica de Cari Schmitt y, al tiempo, promover las SS como fuerza motriz para la construcción del Nuevo Orden europeo. El Reichsführer, rodeado de hombres como nosotros, podría haber sido su principal arquitecto. Pero dejó que se le escapara la oportunidad».. —«¿Qué pasó?». —«Es difícil decirlo. No sé si al Reichsführer lo tenían obnubilado sus planes para la reconstrucción del Este alemán o si lo desbordó una cantidad excesiva de tareas. Desde luego que la implicación de las SS en los procesos de acondicionamiento demográfico del Este tuvo su papel. Si decidí dejar la RSHA fue hasta cierto punto por eso». Yo sabía que esa afirmación no era sincera. Cuando terminé la tesis (versaba sobre la reconciliación del derecho positivo del Estado con la noción de
Volksgemeinschaft)
y entré a tiempo completo en el SD para colaborar en la redacción de las opiniones jurídicas, Best ya estaba empezando a tener problemas, sobre todo con Schellenberg. Schellenberg, en privado, y también por escrito, acusaba a Best de exceso de burocracia, de ser demasiado inhibido, un
abogado académico
que
le buscaba tres pies al gato.
Y, por lo que se rumoreaba, eso mismo opinaba también Heydrich; al menos, Heydrich había dado rienda suelta a Schellenberg. Best, por su parte, criticaba la «desoficialización» de la policía; afirmaba, en concreto, que todos los empleados del SD en comisión en la SP, como Thomas y como yo, tenían que quedar sometidos a las pautas y a los procedimientos ordinarios de la administración del Estado; todos los jefes de servicio debían tener formación jurídica. Pero Heydrich guaseaba con ese
jardín de infancia para revisores
y Schellenberg lanzaba andanada tras andanada. Best me hizo un día, al respecto, un comentario que me impresionó: «Mire, aunque aborrezco 1793, a veces me siento próximo a Saint-Just, que decía:
Le tengo menos miedo a la austeridad o al delirio de unos que a la ductilidad de los otros».
Todo lo que cuento sucedía durante la primavera anterior a la guerra; ya he hablado de lo que pasó después, en otoño; de cómo se fue Best y de mis propias preocupaciones: pero me daba cuenta de que Best prefería ver el lado positivo de aquellas prolongaciones. «En Francia, y ahora en Dinamarca -decía-, he intentado trabajar en los aspectos prácticos de esas teorías».. —«¿Y qué tal?» —«En Francia, era buena la idea de una administración supervisada. Pero había demasiadas interferencias de la Wehrmacht, que seguía adelante con su propia política, y de Berlín, que lo estropeaba todo un tanto con esas historias de rehenes. Y, luego, claro, el 13 de noviembre acabó con todo aquello. Opino que fue un error burdo. En fin... Tengo grandes esperanzas, en cambio, de convertir Dinamarca en un protectorado modelo».. —«Todo son alabanzas en lo que se refiere a su trabajo».. —«!Bah, también tengo mis críticos! Y además, sabe, acabo de empezar. Pero, más allá de esos retos concretos, lo que cuenta es empeñarse en el desarrollo de una perspectiva global para la posguerra. De momento, todas las medidas que tomamos son ad hoc e incoherentes. Y el Führer lanza señales contradictorias en lo tocante a sus intenciones. Y así es muy difícil prometer cosas concretas».. —«Me doy perfecta cuenta de lo que quiere decir». Le hablé brevemente de Lippert, de las esperanzas que había despertado cuando charlamos en Maikop. «Sí, es un buen ejemplo -dijo Best-. Pero, mire, hay más personas que prometen lo mismo a los flamencos. Y, además, ahora el Reichsführer, a quien incita el Obergruppenführer Berger, está poniendo en marcha su propia política con la creación de legiones Waffen-SS nacionales, algo incompatible o, al menos, sin coordinación con la política del
Auswártiges Amt.
Ahí radica todo el problema: mientras el Führer no interviene en persona, cada cual sigue adelante con su política personal. No hay en absoluto visión de conjunto y, en consecuencia, ninguna política realmente
volkisch.
Los nacionalsocialistas de verdad son incapaces de hacer lo que les corresponde, que es orientar y guiar al
Volk;
en vez de eso, son los
Parteigenossen,
los hombres del Partido, los que se construyen feudos y luego los gobiernan como les da la gana».. —«¿No le parece que los miembros del Partido sean nacionalsocialistas de verdad?» Best alzó un dedo: «¡Ojo! No confundamos miembro del Partido y hombre del Partido. No todos los miembros del Partido, como usted y como yo, son forzosamente unos "PG". Un nacionalsocialista tiene que creer en la visión nacionalsocialista. Y, como por fuerza es una visión única, todos los nacionalsocialistas de verdad sólo pueden laborar en una dirección, que es la del
Volk.
Pero ¿usted cree que toda esas personas -hizo un ademán amplio que abarcó el local- son nacionalsocialistas de verdad? Un hombre del Partido es alguien que le debe su carrera al Partido, que tiene una posición por defender dentro del Partido y que, en consecuencia, defiende los intereses del Partido en las controversias con las demás jerarquías, fueren cuales fueren los intereses del
Volk.
El Partido, al principio, se concebía como un movimiento, un agente de movilización del
Volk;
ahora, se ha convertido en una burocracia como las demás. Algunos de nosotros tuvimos la esperanza, durante mucho tiempo, de que las SS podrían tomar el relevo. Y aún no es demasiado tarde. Pero también las SS caen en peligrosas tentaciones». Bebimos un sorbo; yo quería volver al tema que me preocupaba. «¿Qué opina de mi idea? pregunté por fin-. Me parece que con mi pasado y con mi conocimiento del país y de las diversas corrientes francesas de ideas, en Francia es donde podría ser de mayor utilidad».. —«Es posible que tenga razón. El problema, como ya sabe, es que, si dejamos de lado el terreno estrictamente policíaco, las SS están bastante fuera de juego en Francia. Y no creo que dar mi nombre le resultara de mucha utilidad con el
Militarbefehlshaber.
Tampoco tengo influencia con Abetz, es muy suyo en todo lo de su negociado. Pero si de verdad tiene mucho interés, hable con Knochen. Debería acordarse de usted».. —«Sí, es una idea», dije de mala gana. No era eso lo que yo quería. Best seguía diciendo: «Puede decirle que va de mi parte. ¿Y Dinamarca? ¿No le apetecería? Seguramente podría encontrarle un puesto bueno». Intenté que no se me notase que me sentía cada vez más tirante: «Le agradezco mucho esa oferta. Pero tengo ideas muy concretas relacionadas con Francia y querría ahondar en ellas si me fuera posible».. —«Lo comprendo. Pero si cambia de opinión, vuelva a ponerse en contacto conmigo».. —«Por descontado». Miró el reloj: «Ceno con el ministro y no me queda más remedio que cambiarme. Si se me ocurre algo para Francia o si oigo hablar de un puesto interesante, se lo haré saber».. —«Le quedaría muy reconocido. Vuelvo a darle las gracias por haber sacado tiempo para verme». Apuró el vaso y contestó: «Ha sido un placer. Esto es lo que echo de menos desde que me fui de la RSHA: la posibilidad de charlar abiertamente de ideas con hombres de convicciones. En Dinamarca, tengo que andar continuamente con la guardia alta. ¡Adiós y que tenga una buena velada!». Lo acompañé y nos separamos en la calle, delante de la Embajada de Gran Bretaña. Me quedé mirando cómo se metía en su coche por la Wilhelmstrasse y me encaminé luego hacia la puerta de Brandeburgo y el Tiergarten, alterado por las últimas palabras. ¿Un hombre de convicciones? Antaño lo había sido, sin duda, pero ahora ¿dónde andaba la claridad de mis convicciones? Podía divisar las convicciones, revoloteaban despacio a mi alrededor: pero si intentaba asir una, se me escurría entre los dedos, como una anguila nerviosa y robusta.

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