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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (60 page)

BOOK: Las benévolas
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Todos los días llegaban nuevos heridos: desde Kursk, desde Rostov, desde Jarkov, que los soviéticos habían recuperado una a una; desde Kasserin también; y cruzar unas cuantas palabras con los recién llegados era mucho más instructivo que todos los partes militares. Aquellos partes, que transmitían en las salas comunes unos altavoces pequeños, comenzaban con la obertura de la cantata de Bach
Ein Feste Burg ist unser Gott,
y resultaba que la Wehrmacht utilizaba el arreglo de Wilhelm Friedmann, el hijo disoluto de Johann Sebastian, que había añadido tres trompetas y un timbal a la depurada orquestación de su padre, lo cual era para mí pretexto más que suficiente para salir por pies de la sala cada vez que la emitían, evitando así la borrachera de una oleada de eufemismos lenitivos que a veces duraban veinte minutos largos. No era yo el único en mostrar cierta aversión por aquellos comunicados; una enfermera con la que coincidía con frecuencia en momentos como aquéllos, ostensiblemente ocupada en una terraza, me explicó un día que la mayoría de los alemanes se había enterado de que el 6° Ejército estaba embolsado al mismo tiempo que se enteró de que lo habían aniquilado, hecho que no fue de gran ayuda para suavizar un impacto anímico que no había dejado de tener consecuencias en la vida de la
VoIksgemeinschaft;
la gente hablaba y criticaba abiertamente, y en Munich había habido incluso algo así como un amago de revuelta estudiantil. De eso, claro está, no me enteré ni por la radio, ni por las enfermeras, ni por los pacientes, sino por Thomas, que ahora estaba en excelente situación para que lo informasen de aquella clase de acontecimientos. Habían repartido octavillas subversivas y pintado en las paredes eslóganes derrotistas; la Gestapo tuvo que intervenir enérgicamente y ya habían condenado y ejecutado a los cabecillas, jóvenes descarriados en su mayoría. Entre las consecuencias anejas a la catástrofe podía también incluirse, por desgracia, el regreso por todo lo alto al proscenio del escenario político del doctor Goebbels: nos retransmitieron entera por la radio su declaración de
guerra total
desde el Sportspalast, sin posibilidad de escurrir el bulto; en una casa de reposo de las SS se tomaban desdichadamente estas cosas muy en serio.

Los apuestos Waffen-SS que llenaban las habitaciones estaban la mayoría de ellos en lamentable estado: les faltaban, con frecuencia, trozos de brazos o de piernas, e incluso, a veces, la mandíbula; el ambiente no era siempre muy alegre que digamos. Pero comprobé con interés que casi todos, pese a cuanto podía sugerir la más trivial consideración de los hechos o el examen de un mapa, conservaban íntegra la fe en la
Endsieg
y la veneración por el Führer. No le sucedía otro tanto a todo el mundo; ya había en Alemania quien estaba empezando lúcidamente a sacar, a partir de los hechos y de los mapas, conclusiones objetivas; yo había hablado de esto con Thomas, e incluso me había dado a entender que algunos, como Schellenberg, ya estaban meditando acerca de las consecuencias lógicas de sus conclusiones y pensando en actuar basándose en ello. De todo esto, por supuesto, no hablaba yo con mis compañeros de infortunio; desmoralizarlos aún más, arrebatarles a la ligera lo que constituía los cimientos de su vida doliente no habría tenido sentido alguno. Yo iba recuperando las fuerzas: ahora podía vestirme y andar solo por la playa, entre el viento y el grito ronco de las gaviotas; la mano izquierda comenzaba a obedecerme por fin. A finales de mes (todo esto ocurría en febrero de 1943), el médico en jefe del centro, tras reconocerme, me preguntó si me sentía capaz de irme: con todo lo que estaba sucediendo, andaban escasos de plazas y yo podía sin problemas acabar de convalecer en familia. Le expliqué amablemente que volver con mi familia no estaba en el orden del día, pero que, si quería, me podía marchar: me iría a la ciudad y viviría en un hotel. En la documentación que me entregó me daban tres meses de permiso. Así que tomé el tren y me fui a Berlín. Allí, tomé una habitación en un hotel bueno, el Edén, en la Budapesterstrasse: una suite espaciosa, con un salón, un dormitorio y un estupendo cuarto de baño alicatado; aquí no estaba racionada el agua caliente y todos los días me metía en la bañera; salía, pasada una hora, con la piel de un tono rojo vivo y me desplomaba desnudo en la cama con el corazón latiendo rabiosamente. Había también una puerta vidriera y un balcón estrecho que daba al zoo: por la mañana, al levantarme, mientras me bebía el té, miraba cómo hacían la ronda los guardianes y cómo daban de comer a los animales; me agradaba muchísimo. Desde luego que todo esto costaba bastante caro; pero había cobrado de golpe las pagas de veintiún meses; sumándoles las primas, era una cantidad que no estaba nada mal y podía permitirme la distracción de gastar un poco. Así que me encargué en el sastre de Thomas un espléndido uniforme negro, en el que mandé coser los nuevos galones de Sturmbannführer y le puse las medallas (además de la Cruz de Hierro y de la Cruz por Servicios de Guerra, me habían dado unas medallas menores: por la herida, por la campaña de invierno 41-42, aunque con cierto retraso, y una medalla del NSDAP que le daban a todo el mundo como quien dice). No es que me gusten mucho los uniformes, pero debo reconocer que tenía una pinta estupenda y era una alegría irme así, a pasear sin rumbo por la ciudad, con la gorra un tanto ladeada y llevando los guantes en la mano con negligencia; ¿quién habría pensado, al verme, que no era, en el fondo, más que un burócrata? El aspecto de la ciudad había cambiado un tanto desde que me había ido. Por todas partes la desfiguraban las medidas contra las incursiones aéreas de los ingleses; una carpa de circo enorme, hecha de redes camufladas con trapos y ramas de pino, cubría la Charlottenburgstrasse desde la puerta de Brandeburgo hasta el final del Tiergarten y dejaba la avenida a oscuras incluso en pleno día; la columna de la Victoria se había quedado sin la hoja de oro y, en cambio, tenía una espantosa pintura parda y unas redes; en la Adolf-Hitler Platz y en otros sitios habían colocado edificios falsos, amplios decorados teatrales bajo los que circulaban los coches y los tranvías; y el zoo, junto a mi hotel, estaba a los pies de una edificación fantástica que parecía sacada de una pesadilla: un gigantesco fortín medieval de hormigón erizado de cañones que, supuestamente, protegían a los humanos y a los animales de los
Luftmórder
británicos: tenía bastante curiosidad por ver cómo funcionaba aquella monstruosidad. Pero hay que reconocer que los ataques, con los que ya por entonces aterraban a la población, tenían, no obstante, poco que ver con lo que había de venir más adelante. Habían cerrado casi todos los buenos restaurantes por
movilización total.
Cierto es que Góring había intentado que se salvara Horcher, su local favorito, y le había puesto guardia.; pero Goebbels, como Gauleiter de Berlín, organizó
una manifestación espontánea de la ira del pueblo
durante la cual rompieron todos los cristales, y Góring tuvo que ceder. Thomas y yo no fuimos los únicos en reírnos con sarcasmo del incidente; a falta de un régimen «Stalingrado», un poco de abstinencia no le vendría mal al Reichsmarschall. Menos mal que Thomas conocía clubs privados que no tenían por qué cumplir las nuevas normas: podía uno ponerse ciego de bogavante y de ostras, que costaban caros, también es verdad, pero no estaban sometidos a racionamiento, y beber champaña, que estaba estrictamente controlado incluso en Francia, pero no en Alemania. Por desgracia, era completamente imposible encontrar pescado y cerveza. Aquellos lugares hacían gala a veces de una mentalidad que resultaba curiosa en vista del ambiente general: en Le Fer á Cheval Doré había una patrona negra y las clientes podían montar a caballo en una pista de circo pequeña para enseñar las piernas; en el Jockey Club, la orquesta tocaba música americana; no se podía bailar, pero la barra seguía decorada con fotos de las estrellas de Hollywood, e incluso de Leslie Howard.

No tardé en darme cuenta de que aquel buen humor que se había adueñado de mí al llegar a Berlín era sólo superficial; por debajo, me iba deteriorando cada vez más, notaba que estaba hecho de una substancia deleznable que se desmigajaba al menor soplo. Pusiera donde pusiera los ojos, el espectáculo de la vida cotidiana, las aglomeraciones en los tranvías o en el S-Bahn, la risa de una mujer elegante, el roce satisfecho de las hojas de un periódico, me herían como si me rozase una lámina cortante de cristal. Tenía la impresión de que el agujero de la frente daba a un tercer ojo, un ojo pineal que no miraba hacia el sol; podía contemplar la luz cegadora del sol, pero estaba orientado a las tinieblas y poseía el poder de mirar el rostro desnudo de la muerte, o de vislumbrar ese rostro detrás de todos y cada uno de los rostros de carne, bajo las sonrisas, por la transparencia de los cutis más blancos y más sanos, de los ojos más risueños. El desastre ya había llegado y no se daban cuenta, pues el desastre es el propio pensamiento del desastre por venir que todo lo arruina mucho antes de consumarse. En el fondo, me repetía con inútil amargura, sólo estamos en paz durante los nueve primeros meses y, después, el arcángel de la espada flamígera nos expulsa para siempre por la puerta en que pone
Lasciate ogni speranza
y aunque lo único que querríamos sería dar marcha atrás, el tiempo nos sigue empujando hacia delante de forma despiadada y al llegar al final no hay nada, pero lo que se dice nada. Esos pensamientos no eran ni pizca originales, estaban al alcance de cualquier soldado perdido entre las nieves del Este, que sabe, al escuchar el silencio, que la muerte está cerca y se percata del valor infinito de cada respiración, de cada latido del corazón, del olor frío y quebradizo del aire, del milagro de la luz del día. Pero la distancia desde el frente es algo así como una capa de grasa en la conciencia y al ver a personas satisfechas a veces me quedaba sin aliento y quería gritar. Fui a la peluquería: y allí, de pronto, ante el espejo, incongruente, el miedo. Era una habitación blanca, limpia, esterilizada, moderna, un local de precios discretamente elevados; en los otros sillones había uno o dos clientes. El peluquero me puso una larga bata negra y, bajo aquella vestidura, el corazón me latía rabiosamente, las entrañas se me hundían en un frío húmedo, el pánico me anegaba el cuerpo entero, me picaban las yemas de los dedos. Me miré la cara: estaba tranquila; pero, detrás de aquella tranquilidad, el miedo lo había borrado todo. Cerré los ojos:
snip, snip
me sonaban en el oído las pacientes tijeritas del peluquero. Al volver, se me ocurrió esta idea: Sí, sigue repitiéndote que todo irá bien, nunca se sabe, acabarás quizá por convencerte. Pero no conseguía convencerme, vacilaba. Sin embargo, no tenía ningún síntoma físico, como los que había padecido en Ucrania o en Stalingrado: no me daban arcadas, no vomitaba, digería con total normalidad. Pero, sencillamente, en la calle me parecía que caminaba sobre cristales listos para explotarme en cualquier momento bajo los pies. Vivir requería estar pendiente de las cosas con una atención constante que me resultaba agotadora. En una de las callecitas tranquilas cerca del Landwehrkanal me encontré en el alféizar de una ventana de la planta baja un guante largo de mujer, de raso azul. Lo cogí, sin pensar, y seguí andando. Quise probármelo; desde luego que me estaba pequeño, pero la textura del raso me excitaba. Me imaginé la mano que habría llevado aquel guante y aquel pensamiento me turbó. No pensaba quedarme con él, pero, claro, para quitármelo de encima, necesitaba otra ventana con una barandillita de hierro forjado alrededor del alféizar y, de preferencia, en un edificio antiguo; pero en aquella calle sólo había tiendas pequeñas de escaparates mudos y cerrados. Por fin, muy poco antes de llegar al hotel, encontré la ventana apropiada. Las contraventanas estaban cerradas; dejé con delicadeza el guante en medio del alféizar, como una ofrenda. Dos días después, las contraventanas seguían cerradas, y el guante, donde lo había dejado, señal opaca y discreta, que intentaba seguramente decirme algo, pero ¿qué?

Thomas debía de estar empezando a intuir mi estado de ánimo, porque, tras los primeros días, había dejado de llamarlo y ya no salía a cenar con él; a decir verdad, prefería andar dando vueltas por la ciudad o mirar desde el balcón los leones, las jirafas y los elefantes del zoo, o quedarme flotando en una bañera suntuosa, despilfarrando agua caliente sin vergüenza alguna. Con la loable intención de que me distrajera, Thomas me pidió que saliera con una joven, una secretaria del Führer, que estaba de permiso en Berlín y conocía a poca gente; no quise decir que no por cortesía. La llevé a cenar al hotel Kempinski; aunque les habían endilgado a los platos nombres patrióticos estúpidos, la cocina seguía siendo muy buena y, al verme las medallas, no se pusieron demasiado engorrosos con la cuestión del racionamiento. La joven, que se llamaba Greta V., se abalanzó con avidez sobre las ostras, haciéndolas resbalar una tras otra entre los dientes; por lo visto, en Rastenburg no comían nada del otro mundo. «¡Y no me quejaré -exclamaba-, porque menos mal que no hay obligación de comer lo mismo que come el Führer!» Mientras volvía a servirle vino, me contó que Zeitzler, el nuevo jefe de estado mayor del OKH, escandalizado ante las burdas mentiras de Góring en lo referido al abastecimiento aéreo del
Kessel,
había empezado en diciembre a pedir que le sirvieran en el casino la misma ración que a los soldados del 6º Ejército. No había tardado en perder peso y el Führer había tenido que obligarlo a dejar aquellas demostraciones morbosas; pero, en cambio, habían quedado prohibidos el champaña y el coñac. Yo la observaba mientras hablaba: era de apariencia algo vulgar. Tenía la mandíbula grande y muy larga; el rostro aspiraba a la normalidad, pero parecía enmascarar un deseo agobiante y secreto, que rezumaba por el tachón ensangrentado del lápiz de labios. Movía las manos con animación y la mala circulación le enrojecía los dedos; era de articulaciones de pájaro, delgadas, huesudas, puntiagudas; unas marcas raras le cruzaban la muñeca izquierda, como si fueran de pulseras o de cordones. Me parecía elegante y amena, pero le quitaba brillo una falsedad callada. Como el vino la volvía locuaz, la induje a hablar de la intimidad del Führer, a quien describió con sorprendente ausencia de pudor: todas las noches se pasaba horas perorando y tenía unos monólogos tan reiterativos, tan aburridos y tan estériles que las secretarias, los asistentes y los ayudantes habían establecido un sistema rotativo para oírlo; aquellos a quienes les tocaba el turno se acostaban de madrugada. «Desde luego -añadió-, es un genio, el salvador de Alemania. Pero esta guerra lo tiene agotado». Por la tarde, a eso de las cinco, tras las conferencias, pero antes de la cena, las películas y el té de por la noche, había un café para las secretarias; y allí, rodeado sólo de mujeres, el Führer era nucho más cordial -al menos, antes de Stalingrado-, bromeaba, se metía con las muchachas y no se hablaba de política. «¿Flirtea con ustedes?», le pregunté, divertido. Ella puso una expresión muy formal: «¡Ah, no, eso nunca!». Me hizo preguntas acerca de Stalingrado; le hice una descripción feroz y rechinante con la que al principio se moría de risa, pero luego empezó a sentirse tan incómoda que no me dejó seguir. La acompañé a su hotel, cerca de la Anhalter Bahnhof; me invitó a subir para tomar una copa, pero le dije que no con mucha amabilidad; mi cortesía tenía límites. Al separarme de ella, me invadió una sensación de inquietud febril: ¿qué provecho le sacaba a perder el tiempo así? ¿Qué podían importarme a mí los cotilleos y los chismorreos de pasillo sobre nuestro Führer? ¿Qué interés podía tener en presumir delante de una individua pintarrajeada que, en el fondo, no esperaba de mí sino una cosa? Más valía la tranquilidad. Pero incluso en mi hotel, y eso que era de primera clase, la tranquilidad me daba esquinazo: en el piso de abajo había una fiesta ruidosa y la música, los gritos y el ruido atravesaban el suelo y se me instalaban en la garganta. Tendido en la cama, en la oscuridad, me acordaba de los hombres del 6º Ejército: esta velada de la que hablo fue a principios de marzo; hacía más de un mes que las últimas unidades se habían rendido; los supervivientes, comidos de piojos y de fiebre, debían de estar camino de Siberia o de Kazajistán en ese mismo momento en que a mí me costaba tanto trabajo respirar el aire nocturno de Berlín, y para ellos no había música, ni risas, y sí gritos de una clase muy diferente. Y no eran sólo ellos, sino que en todas partes el mundo entero se retorcía de dolor, y todas esas cosas no eran como para que la gente se anduviera divirtiendo, o al menos no tan pronto, habría que esperar un poco, tenía que pasar un plazo de tiempo decente. Una angustia fétida y rencorosa me subía por dentro y me asfixiaba. Me levanté, rebusqué en el cajón del escritorio, saqué la pistola reglamentaria, comprobé que estaba cargada y la volví a dejar en su sitio. Miré el reloj de pulsera: las dos de la mañana. Me puse la guerrera (no me había desnudado) y bajé sin abrocharla. En recepción, pedí el teléfono y llamé a Thomas al piso que tenía alquilado: «Siento molestarte tan tarde».. —«No, no te preocupes. ¿Qué pasa?» Le expliqué mis impulsos homicidas. Para mayor sorpresa mía, no tuvo una reacción irónica, sino que me dijo, muy en serio: «Es lógico. Ésos son unos sinvergüenzas y unos vividores. Pero si les disparas tendrás problemas pese a todo».. —«¿Qué me sugieres entonces?». —«Ve a hablar con ellos. Si no se tranquilizan, ya veremos. Llamaré a unos amigos».. —«De acuerdo. Voy para allá». Colgué y subí al piso que estaba debajo del mío; no me costó dar con la puerta y llamé. Me abrió una mujer alta y guapa con vestido de noche un tanto desaliñado y con los ojos resplandecientes. «¿Sí?» A su espalda, atronaba la música y se oían el tintineo de vasos y risas descontroladas. «¿Ésta es su habitación?». —«No. Espere». Se dio la vuelta: «jDicky! ¡Dicky! Un oficial pregunta por ti». Un hombre que no iba de etiqueta y un poco borracho se acercó a la puerta; la mujer nos miraba sin disimular la curiosidad. «¿Sí, Herr Sturmbannführer? ¿Qué puedo hacer por usted?», dijo. La voz afectada, cordial, casi turbia, delataba al aristócrata de rancio abolengo. Hice una leve inclinación y dije de un tirón en el tono más neutro que pude: «Vivo en la habitación de encima de la suya. Acabo de volver de Stalingrado, en donde me hirieron gravemente y en donde han muerto casi todos mis compañeros. Sus juergas me molestan. Pensaba bajar a matarlo, pero he llamado por teléfono a un amigo que me ha aconsejado que primero hablara con usted. Así que he venido a hablar con usted. Valdría más para todos nosotros que no tuviera que volver a bajar». El hombre se había puesto lívido: «No, no..».. Se volvió: «¡Gofi! ¡Apaga la música! ¡Apágala!». Me miró: «Perdone... Enseguida lo dejamos».. —«Gracias». Mientras subía, satisfecho hasta cierto punto, le oí gritar: «¡Todo el mundo fuera! ¡Se acabó! ¡Largo!». Había puesto el dedo en la llaga, y no era miedo lo que tenía: él también había caído en la cuenta de repente, y le había entrado vergüenza. En mi habitación todo estaba tranquilo ahora; los únicos ruidos eran el paso ocasional de un coche o el barritar de un elefante insomne. Y, sin embargo, no me calmé: mi comportamiento me parecía algo así como una representación, nacida a impulsos de un sentimiento auténtico y oscuro, pero que luego había falseado y desviado hacia una rabia ostentosa, convencional. Pero precisamente ahí estaba el problema: si estaba siempre observándome así, con aquella mirada distante, con aquella cámara crítica, ¿cómo iba a poder pronunciar la mínima palabra auténtica, hacer el mínimo gesto auténtico? Todo cuanto hacía se convertía en un espectáculo para mí mismo, e incluso reflexionar no era sino otra forma de mirarme en un espejo, Narciso de poca monta que me pasaba la vida haciendo monerías sólo para mí, pero que no me lo creía. Así era el callejón sin salida en el que llevaba metido desde que había salido de la infancia: sólo Una había podido sacarme de mí mismo y conseguir que me olvidase de mí un poco, y desde que la había perdido, no dejaba de observarme con una mirada que, en el pensamiento, se confundía con la suya, pero seguía siendo, sin posible escapatoria, la mía. Sin ti, no soy yo: y eso era el terror en estado puro, mortal, sin relación alguna con los terrores deliciosos de la infancia, una sentencia sin apelación, y un juicio también.

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